Si hay tal cosa como la voluntad general, en las elecciones de julio de 1988 los mexicanos hemos tenido el más cercano indicio de su existencia. No conocemos en México la alternancia del poder. En las elecciones pasadas tuvimos noticias, al menos, de un veredicto democrático de la nación, de un mandato ciudadano. Hasta donde puede percibirse, todavía fresco su rumor eufórico, se trata de un mandato radical y, a la vez, extraordinariamente refinado. Su vocación histórica parece ser introducir en México un cambio de sistema político. Su primer paso ha sido la imposición de una reforma profunda, no negociable, pero también cautelosa, con delicados equilibrios, plazos razonables y alternativas claras en caso de incumplimiento.