La reforma de la Constitución --que modificó el sistema electoral cuando lo más probable es que la izquierda obtenga la Presidencia en la próxima elección (1999)--, el aceitado funcionamiento de una coalición de gobierno integrada por blancos y colorados, la comprobación de varios actos de corrupción en que habrían incurrido altos funcionarios del último gobierno (encabezado por Luis Alberto Lacalle), y la férrea voluntad de los partidos tradicionales de no remover el tema de los derechos humanos durante la dictadura, formalmente enterrado pero que vuelve a aparecer cada poco tiempo, son quizá los hechos más destacados del actual gobierno uruguayo, el tercero desde la restauración democrática y el segundo de Julio María Sanguinetti.

El 13 de diciembre los uruguayos sorprendieron a todo el mundo: mediante un referéndum anularon los artículos fundamentales de una ley de privatizaciones aprobada un año atrás por el Parlamento. Dentro de fronteras, lo que más llamó la atención fue el «score»: 72 por ciento de los votos fue contra la ley (y contra el gobierno) y apenas el 27 por ciento a favor. Más allá de las consecuencias estrictamente jurídicas, el resultado abre perspectivas de cambios en las reglas de juego de un sistema político que casi todos consideran agotado.

Había sólo dos hojas de votación en el cuarto secreto. Una, de color verde, era para dejar sin efecto la llamada «Ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado»; la otra, amarilla, era para confirmarla. Esa ley - cuyo complicado nombre parece querer disimular su contenido - había sido aprobada por el Parlamento uruguayo el 22 de diciembre de 1986, bajo presión militar, y es en virtud de sus disposiciones que los militares y policías acusados de violar los derechos humanos durante la dictadura (junio de 1973 a febrero de 1985) se vieron eximidos de someterse a la justicia penal ordinaria.