Opinión

Videojuegos: todo trabajo y nada de juego


septiembre 2021

Los videojuegos, como cualquier producto creativo, reflejan y refractan las condiciones de su producción. Hoy, a lo que más se parecen es al trabajo en el capitalismo del siglo XXI. Pero además, detrás de los videojuegos hay condiciones laborales sobre las cuales algunos libros recientes están poniendo el foco.

<p>Videojuegos: todo trabajo y nada de juego</p>

Cuando tenía siete años, mi mejor amigo Matt y yo nos propusimos crear un videojuego. Dibujamos niveles elaborados y escenarios de otro mundo llenos de seres extraterrestres, ideamos complejos desafíos de saltos y recortamos apuestos avatares de cartulina para lidiar con ellos. Pasamos semanas planificando el juego e imaginando escenarios traicioneros, poderes sobrehumanos y desafíos para desbloquear y superar. Anotamos números y símbolos, registramos estadísticas nebulosas y condiciones de victoria. Fue emocionante. El mundo de los juegos y los poderes que teníamos en él parecían casi ilimitados, restringidos únicamente por nuestra imaginación, nuestra caligrafía infantil y la tinta de nuestros rotuladores mágicos.

Después de un mes, Matt me dijo muy serio: «Bien, ¿y ahora cómo lo convertimos en un juego de verdad?». Su pregunta me confundió y me dolió. Yo creía que ya estábamos jugándolo. En algún punto sabía que no teníamos la capacidad de crear un videojuego «real». Estábamos fingiendo, aunque no parezca la palabra adecuada para describir el nivel de creatividad que habíamos alcanzado. La alegría estaba en nuestros vuelos de fantasía, en crear reglas que rompíamos en segundos, en el juego interminable de límite y resolución. El juego consistía en imaginar el juego. Pero Matt no lo había visto así. Estaba disfrutando, pero creía que acabaríamos transformando nuestros recortes de papel en un juego digital funcional, que lo que habíamos hecho hasta ese momento era solo preparatorio, el preludio de algo más, algo real y con reglas. Cuando le dije: «Matt, no podemos hacer eso, solo somos niños», se mostró decepcionado y su rostro se ensombreció. «Esto es de mentira», añadí, sabiendo que le dolería y deseando que le doliera. Ese fue el final de nuestro juego.

El crítico Michael Thomsen compara los videojuegos con las plegarias: «Tienen más oportunidades de materializarse cuanto menos específicos sean». Esta dinámica alcanza su forma más extrema en lo que los periodistas especializados en videojuegos llaman el «ciclo de sobreexpectación» (hype cycle). Un nuevo juego se anuncia años antes de la fecha estimada de lanzamiento, generalmente con un tráiler que no contiene imágenes del juego real (a veces es solo una pantalla de título con música de fondo, como sucedió con el nuevo God of War [Dios de la guerra] previsto para este año). Es el propio jugador quien se toma el trabajo de imaginar el juego, y las secciones de comentarios de YouTube se llenan de especulaciones sobre cómo podría ser: la historia, la ambientación, la mecánica. Estas fantasías son fomentadas por los desarrolladores, que filtran pequeños y tentadores datos a anunciantes, periodistas y streamers de Twitch.

El ciclo de sobreexpectación funciona porque los jugadores lo disfrutan. Imaginar el juego perfecto les genera un placer distinto del placer de jugar. Como escribe Thomsen: «Pensar en los juegos cuando aún son inmaculados y no han sido mancillados por la experiencia de juego real puede ser revelador, ya que inspira deseos futuros que están a punto de volverse realidad». Para Thomsen, los videojuegos «prometen distintas formas de cumplimiento de deseos», pero lo más importante es que «ofrecen la seguridad de que aún vale la pena desear, de que algún mecanismo espera ahí fuera para recibir los deseos y responderá a ellos, como mínimo, de forma consistente».

¿Qué debemos pensar entonces de quienes diseñan y desarrollan videojuegos? ¿Son dioses benévolos que escuchan nuestras plegarias, inventan mundos y nos dan la bienvenida para que los habitemos? ¿O son indiferentes? ¿Es inevitable que nos decepcionen? Al fin y al cabo, los diseñadores enfrentan una tarea titánica: convertir nuestros deseos en realidades funcionales y lucrativas. Al final del ciclo de sobreexpectación suele haber solo una mercancía, un mundo lleno de tareas rutinarias y tediosas y mecánicas poco originales, que palidecen en comparación con el sueño (una decepción que a veces provoca resentimiento y reacciones negativas).

En su nuevo libro Press Reset: Ruin and Recovery in the Video Game Industry [Oprima reiniciar: Ruina y recuperación en la industria del videojuego], Jason Schreier, periodista de Bloomberg News y copresentador del popular podcast de videojuegos Triple Click, presenta una verdad mucho más prosaica: los desarrolladores de videojuegos no son dioses. Son personas, trabajadores, soñadores como Matt y yo, que navegan por la brecha, a menudo dolorosa, entre sus deseos y sus obligaciones, entre el trabajo y el juego.

El primer libro de Schreier, Blood, Sweat, and Pixels. The Triumphant, Turbulent Stories Behind How Video Games Are Made [Sangre, sudor y píxeles. Las historias exitosas y turbulentas detrás de la producción de videojuegos], se centra en los desafíos técnicos que acompañan el desarrollo de videojuegos. Press Reset se enfoca más en el costo humano. Sus personajes son diseñadores, programadores y escritores que trabajan para grandes estudios que producen algunos de los títulos favoritos de las últimas décadas (y contribuyen así a los ingresos anuales registrados por esta industria, de aproximadamente 150.000 millones de dólares): el juego de supervivencia y terror interplanetario Dead Space [Espacio muerto], el sorprendentemente innovador crossover entre Disney y Nintendo, Epic Mickey [Mickey épico], y el shooter de ciencia ficción submarina BioShock, famoso por estar ambientado en una batisfera distópica diseñada por un objetivista seguidor de Ayn Rand. Algunas secciones están dedicadas a la experiencia de autores de renombre, pero el libro sigue principalmente a los trabajadores y trabajadoras corrientes de la industria, responsables de aspectos pequeños pero esenciales de los juegos que amamos.

Lo que une a estas personas, según Schreier, es una profunda pasión por las recompensas creativas que otorga el desarrollo de videojuegos y una profunda incertidumbre sobre sus condiciones de trabajo. Aunque muchos empleos en la industria están bien remunerados y permiten a los trabajadores llegar a fin de mes en algunas de las ciudades más caras del mundo, la experiencia también está salpicada de periodos de sobrecarga extrema de trabajo y de una tasa increíblemente elevada de recambio de personal. Durante una etapa conocida de manera eufemística como la «recta final», que suele darse justo antes de la salida de un juego, no es raro que se trabajen 100 horas por semana. Según Schreier, «a cambio del placer de crear arte para ganarse la vida, los desarrolladores tienen que aceptar que todo puede venirse abajo sin previo aviso» (los mineros etíopes que desentierran tierras raras para la fabricación de placas base [motherboard], los operarios que ensamblan PlayStations en China e incluso los trabajadores que venden consolas en Walmart a cambio de un salario mínimo reciben compensaciones aún menos tentadoras, pero supongo que ese es otro libro).

Schreier analiza principalmente lo que sucede cuando los estudios de videojuegos cierran, lo cual parece ocurrir con sorprendente frecuencia. «Habla con cualquier persona que haya trabajado en la industria por más de un par de años, y seguro tendrá una historia sobre la vez que perdió su trabajo». En un capítulo especialmente bien narrado, nos enteramos de la existencia de 38 Studios, una empresa de videojuegos condenada al fracaso, fundada por el ex-lanzador de los Medias Rojas (y luego partidario de Donald Trump) Curt Schilling, que colapsó tras recibir una garantía de préstamo por 75 millones de dólares del estado de Rhode Island. Cuando el despilfarrador estudio cerró abruptamente, a los empleados se les negó su último salario y no recibieron indemnización alguna, y quienes tuvieron que mudarse para trabajar para el estudio debieron pagar miles de dólares a las empresas de mudanzas a las que Schilling había estafado.

Pero 38 Studios no es un caso aislado. Como le comentara a Schreier un veterano de la industria: «Con todos los despidos que he tenido que afrontar, cada vez que recibo un correo electrónico en el que se convoca una reunión de todos los empleados de la oficina sufro una especie de síndrome de estrés postraumático. (…) Estoy seguro de que es algo común entre otros desarrolladores». De hecho, los cierres de estudios son tan frecuentes en Press Reset que las historias individuales y los personajes del libro empiezan a correr juntos. Varios capítulos describen distintas versiones de un mismo recorrido: los empleados lo dejan todo para terminar un juego; el juego se lanza; todos celebran; poco después hay una reunión ominosa; todos son despedidos; los trabajadores desolados beben una cerveza fúnebre en un bar cercano antes de volver a casa para actualizar sus currículums. Algunos deciden volverse «independientes» y crear juegos menos ambiciosos sobre los que pueden ejercer un mayor control creativo; otros abandonan la industria por completo. A pesar de ser indispensables en cada etapa del proceso de desarrollo de juegos, los trabajadores son tratados como piezas desechables de una máquina de obtener beneficios. «La volatilidad», escribe Schreier, «se ha convertido en el statu quo».

Schreier se abstiene de analizar en profundidad las características estructurales que conducen a la inestabilidad (para una descripción más clara de los procesos laborales y de producción de la industria del videojuego, puede verse el libro de Jamie Woodcock Marx at the Arcade [Marx en el Arcade], de 2019). La excusa ofrecida por los grandes empresarios es que la industria opera en un ciclo de auge y caída, condicionado por el lanzamiento de nuevo hardware. Invertir en videojuegos es una actividad de alto riesgo y grandes recompensas. Algunos juegos cuyo desarrollo es increíblemente costoso fracasan, mientras que otros generan ganancias por miles de millones de dólares. Además, los grandes editores compran y venden constantemente estudios pequeños (generalmente a raíz de esos fracasos, aunque no siempre), lo que resulta en despidos y mudanzas.

Sin embargo, algunas de las fuentes de Schreier ofrecen una explicación más clara: los jefes tienen todo el poder y no les importa una mierda lo que suceda con sus empleados. Zach Mumbach, quien trabaja hace muchos años para Electronic Arts, observó que mientras él y sus compañeros trabajaban a destajo juego tras juego, los ejecutivos se iban a casa todos los días a las cinco de la tarde. «Estoy cansado de trabajar 80 horas por semana para que gente como [el ex ejecutivo de Electronic Arts] Patrick Söderlund pueda comprar un coche nuevo», le dijo Mumbach a Schreier. «Parece que estos tipos estuvieran jugando. Juegan con los presupuestos, juegan con los ingresos y juegan con los gastos. Despiden empleados solo para volver a contratarlos porque así obtienen mejores cifras para uno u otro trimestre». Sin una voz organizada en la industria (casi nadie pertenece a algún sindicato, con excepción de algunos actores de doblaje afiliados al Sindicato de Actores de Cine), las prioridades de los trabajadores no importan.

Al igual que en otras industrias creativas, los jefes y gerentes explotan la pasión de sus empleados para silenciar disidencias y forzar la aceptación de condiciones injustas. Schreier describe una «sensación subyacente de que los trabajadores deberían sentirse afortunados» por estar donde están. «Quienes integran la industria de los videojuegos creen que trabajar en ella es un privilegio, y que deberías estar dispuesto a hacer lo que sea necesario para permanecer allí», dice Emily Grace Buck, ex-empleada de Telltale Games, en una nota de la revista Time de 2019. A los trabajadores de la industria se los anima a pensar en sus trabajos como la realización de sus fantasías infantiles. Les pagan por crear mundos de ensueño y conceder deseos. ¿No es eso suficiente?

Como observa Sarah Jaffe en su nuevo libro Work Won’t Love You Back [El trabajo no va a corresponder a tu amor], esta dinámica es un mecanismo disciplinario esencial del mercado laboral moderno. En lugar de conceder a los trabajadores el deseo de estabilidad y equilibrio entre la vida laboral y la vida personal, los estudios de videojuegos, al igual que otras empresas de tecnología, ofrecen servicios que tratan de eliminar la división entre el trabajo y el juego: comida gratis y camas en la oficina durante las «rectas finales», mesas de ping-pong y metegol y días laborales dedicados enteramente a jugar a los últimos títulos de sus competidores. Un estudio resume este enfoque en su página web: «La diversión está en el corazón de lo que hacemos. Sabemos que si queremos desarrollar juegos divertidos debemos divertirnos desarrollando juegos».

A pesar de compadecer a sus colegas y enfadarse por sus desgracias, Schreier reafirma de alguna forma la noción de que los diseñadores de videojuegos se dedican a producir «diversión». «Los videojuegos», escribe, «están diseñados para llevar alegría a la gente, pero se crean a la sombra de la crueldad corporativa» (como si eso fuera una contradicción). La idea de que los entornos laborales «divertidos» generan productos «divertidos» puede ser propaganda empresarial, pero contiene una verdad oculta: los videojuegos, como cualquier producto creativo, reflejan y refractan las condiciones en las que fueron producidos y suelen ser funcionales a las necesidades ideológicas y reproductivas de su tiempo y espacio.

Es por ello que la esencia de los videojuegos más populares de hoy en día no es la «diversión». A lo que más se asemejan, con lo que parecen soñar, es el trabajo del siglo XXI.

«La diversión es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío», afirmaron Theodor Adorno y Max Horkheimer en 1944. La Escuela de Fráncfort creía que la mecanización del trabajo se había entrelazado tanto con «el tiempo libre y la felicidad» del ser humano y había determinado tan «íntegramente» la «fabricación de los productos para la diversión» que la diversión no era «otra cosa que la copia o reproducción del mismo proceso de trabajo». Siguiendo esta línea, el experto en teoría de juegos Steven Poole observó en 2008 que los videojuegos modernos «parecen aspirar a una mímesis del proceso de trabajo mecanizado». Aprendemos (o somos disciplinados) mediante las reglas del juego y recibimos una respuesta positiva por seguirlas con eficacia. «Uno no juega el juego», escribe Poole, y mucho menos lo «gana», sino que más bien «realiza las operaciones que este exige, como un empleado obediente. El juego es una tarea de trabajo».

Los juegos para un solo jugador con montones de armas que mejorar, habilidades que adquirir y monedas que gastar son quizá la iteración arquetípica de este fenómeno, pero casi todos los juegos contemporáneos contienen algún elemento mimético del trabajo y el intercambio de mercado. No ofrecen fantasías de evasión, de juego imaginativo por el juego mismo; ofrecen una fantasía de reglas (una lógica ausente del proceso de trabajo asalariado contemporáneo). Vicky Osterweil describió este tipo de juegos como un «simulador de trabajo utópico», que reparte recompensas a intervalos predecibles a cambio de un esfuerzo disciplinado. Estas recompensas pueden facilitar el juego, permitirnos comprar adornos en él, mostrar nuestros logros a los demás y progresar en una trayectoria lógica y satisfactoria hacia un objetivo alcanzable. Los juegos siguen siendo una forma de diversión, pero no nos alejan de nuestro trabajo, sino de nuestra decepción por su volatilidad, su arbitrariedad, su crueldad e injusticia.

En su forma más aguda, escribe la periodista Cecilia D’Anastasio, los trabajadores usan los videojuegos «para representar los fantasmas de sus labores diarias». Un conductor de camiones de larga distancia pasa su semana libre jugando American Truck Simulator [Simulador de camión estadounidense]; los chefs dejan sus cocinas a medianoche para jugar Cook, Serve, Delicious! [¡Cocinar, servir, delicioso!] antes de acostarse. En el mundo del juego, a diferencia de lo que sucede en el nuestro, escribe D’Anastasio, «la productividad es cuantificable y discernible». Los juegos compensan la ausencia de control, retroalimentación fiable, objetivos claros y recompensas justas en nuestra vida laboral. De este modo, los juegos siguen siendo una forma de cumplir deseos en la que se materializan las ficciones ideológicas del capitalismo. Es un sueño insignificante que nos reconcilia con falsedades que de lo contrario tendríamos que aceptar.

El hecho de que muchos de los juegos más populares sean también simuladores de asesinatos muy realistas también es digno de mención. «Es muy posible», como escribió Tom Bissell en su clásico ensayo sobre el género de los «shooters en primera persona» (FPS, por sus siglas en inglés), que juegos como Call of Duty [Llamada del deber] «revelen que en algún lugar dentro de cada persona se esconde un ser que mata y toma y hace lo que quiere». Estos juegos que recrean el combate marcial y recompensan a los jugadores por eliminar eficazmente a enemigos humanoides son claramente sintomáticos de una ideología: una sublimación de la agresión reprimida y de las fantasías imperiales. Pero también lo son las películas de acción. Lo que hacen los shooters, quizá con más eficacia que cualquier otro tipo de juego, es transformar un rompecabezas cognitivo sumamente repetitivo (localizar un pequeño punto en un espacio tridimensional y presionar un botón para hacerlo sangrar) en un pasatiempo infinitamente agradable e incluso adictivo.

Al movilizar varios estados de ánimo y sentimientos, incluidas fantasías de dominio y competencia patriarcal, los juegos violentos consiguen «estructurar la repetición, el aprendizaje y el aburrimiento que uno debe dominar y tolerar para vivir las condiciones económicas actuales como algo placentero», escribe Osterweil. A su vez, las espacios laborale como Amazon incorporan elementos de juego (tablas de clasificación públicas, recompensas nominales por un trabajo expeditivo e incluso minijuegos estilo Arcade que se desbloquean al completar tareas de almacén) para habituar a los empleados a horas y horas de trabajo físico y mental monótono. Así como la destreza del jugador de FPS se expresa en su ratio de «asesinatos/muertes», el valor de un trabajador de Amazon se expresa por su «tasa de recolección», medidas homólogas de eficiencia cognitiva y cinética.

Así, la violencia en los videojuegos no funciona principalmente como un liberador de comportamiento antisocial, y mucho menos como una peligrosa puerta de entrada a la crueldad del mundo real, sino como un velo placentero para el disciplinamiento socialmente útil. La violencia digital extática oculta y compensa la violencia más mundana de la vida cotidiana, de estar condicionado a un proceso laboral benigno. El que tal mecanismo mantenga un toque de transgresión misantrópica (inherente al estereotipo del gamer «peligroso», «inadaptado» y «reaccionario») es un indicio de su sofisticación ideológica. En realidad, nada puede ser más normativo, más complaciente y prosocial que comprar y jugar a ser un shooter en primera persona. De un modo u otro, todos respondemos a la «llamada del deber».

Aunque todos los juegos son ideológicos, no todos lo son de forma nociva. Algunos como Universal Paperclips [Clips universales], el simulador de la «tesis de la ortogonalidad» de Frank Lantz, revelan y critican las escasas fantasías que le sirven de núcleo. Otros, como Disco Elysium [Elíseo disco] (una fantasmagoría neo-noir aleatoria), de 2019, superan las más altas esperanzas de la literatura ergódica. Resulta tentador atribuir la distancia entre estos títulos y los publicados por los grandes estudios al afán de lucro. Como escribe Schreier, «la industria del videojuego, al igual que todas las actividades artísticas, se basa en la tensión entre dos facciones: las personas creativas y quienes gestionan el dinero». El conflicto entre los desarrolladores que intentan crear una obra de arte y los editores que intentan obtener beneficios es tan antiguo como los propios videojuegos». La mayoría de los personajes de Press Reset aspiran a crear juegos más interesantes que los que financian estudios como Electronic Arts. Cuando se van, si pueden encontrar el dinero, suelen hacerlo.

Una hipótesis menos reconfortante es que los estudios producen «simuladores de trabajo utópicos» porque se ajustan a nuestros deseos y a las necesidades de la economía. Concuerdo con Osterweil en que los videojuegos son «fundamentalmente una tecnología reproductiva». Contribuyen a «crear, sostener, organizar y capacitar a los trabajadores y a los sujetos de manera tal que los ayuda a funcionar en una sociedad y una economía fundamentalmente invivibles». Las técnicas y gramáticas del diseño de juegos han evolucionado a la par de los avances en la automatización, la globalización, la producción y la logística «justo a tiempo», la economía del cuidado y el trabajo precario a tiempo parcial. En este contexto, retomando a Adorno y Horkheimer, el videojuego «se mueve rigurosamente en los gastados surcos de la asociación» labrados por nuestra relación con estas formas de trabajo. Los juegos, como todos los productos de entretenimiento, nos convierten en los sujetos que requiere el capital actual.

¿Qué tipos de sujetos son esos? En su libro Bullshit Jobs [Empleos de mierda], el antropólogo David Graeber observó que, si «el juego imaginario es la expresión más pura de la libertad humana», como nos quiere hacer creer el especialista en teoría evolutiva de juegos Karl Groos (de acuerdo con Schiller), entonces «el trabajo imaginario, impuesto por otros, es la expresión más pura de la falta de libertad». Este último, escribe Graeber, «es el ejercicio más puro del poder por el poder mismo». En otras palabras, las apuestas no podrían ser más altas. Si los videojuegos son un juego, son una expresión de nuestras más altas capacidades como seres humanos: nuestro amor por la libertad, la imaginación y el capricho creativo. Pero cuando son un trabajo (como me lo parecen en esos momentos en que el placer no logra disimular la repetición), nuestro afecto por ellos es algo realmente sombrío, que señala una extraordinaria concesión a las condiciones modernas de falta de libertad.

Press Reset es una admirable contribución a un creciente cuerpo de trabajos periodísticos sobre videojuegos, enfocado principalmente en las injusticias de la industria. Dado que hace apenas siete años el mundo de los videojuegos se rebelaba ante el menor esfuerzo por aplicar las lecciones del feminismo y el antirracismo a la industria y sus productos, es alentador que personas como Schreier (quien, junto con sus antiguos colegas de Kotaku, recibió parte de la bilis reaccionaria del «gamergate») sigan escribiendo y publicando trabajos críticos como este.

En el último capítulo, Schreier propone varias soluciones a los problemas que ha identificado. Una de ellas es la sindicalización: «Cada nuevo despido o cierre de un estudio es una prueba de que los trabajadores de la industria del videojuego necesitan más protección», escribe Schreier, «y los sindicatos son una parte esencial e inevitable de esa ecuación». Al momento de escribir este artículo, ningún estudio de videojuegos importante de Estados Unidos está sindicalizado, pero la organización Game Workers Unite (GWU) está luchando por la obtención de derechos laborales en la industria. La división británica de GWU se unió formalmente al Sindicato de Trabajadores Independientes de Gran Bretaña en 2019. El Sindicato de Trabajadores de la Comunicación de Estados Unidos anunció una iniciativa para organizar a los trabajadores de la industria de los videojuegos en enero de 2020.

Schreier también recomienda normalizar el trabajo remoto, para que los desarrolladores no tengan que desarraigar sus vidas cada vez que un estudio cierra o deben trasladarse por trabajo, y elogia el modelo de negocios de una empresa llamada Disbelief, cuyo personal tiene empleos seguros en virtud de varios contratos simultáneos con grandes estudios. «Creo que el futuro va a ser así: habrá un pequeño equipo encargado de la visión creativa y todo el resto del trabajo se subcontratará», dice uno de los fundadores de Disbelief. Dada la frecuencia con que las empresas de videojuegos externalizan las tediosas tareas de diseño y programación a empresas ubicadas en la India y China, donde los salarios son más bajos, no es difícil imaginar este futuro, pero no estoy seguro de que sea la panacea que Schreier imagina.

Mientras tanto, muchas personas que se cansan de trabajar para los grandes estudios se marchan para crear sus propias empresas independientes más pequeñas. Estas son tan capaces de explotar a sus empleados como sus homólogas de primer nivel, e incluso más propensas a quedarse sin dinero. Pero cuando se trata de un pequeño grupo de colegas copropietarios, lo que está en juego es diferente. Como dijera a Schreier uno de los cocreadores de Enter the Gungeon, un juego independiente de gran éxito publicado en 2016: «No me malinterpretes, la recta final fue muy dura y horrible, pero correr en la recta final de un juego cuando sabes que participarás de los ingresos es una experiencia muy distinta».

Mejorar las condiciones laborales de los desarrolladores es un objetivo que vale la pena; espero que se sindicalicen y que más personas pueda crear colectivos independientes si así lo desean. Pero a medida que los periodistas de videojuegos se vuelven más perceptivos y críticos del enorme costo humano y la volatilidad de la industria, y se preocupan más por las connotaciones políticas tóxicas de algunos juegos, espero leer más investigaciones de calidad.

El mundo de los medios dedicados a los videojuegos está poblado (y pagado) por gente a la que le gustan los videojuegos, que tienden a no formularse preguntas más fundamentales sobre el efecto de los videojuegos o las consecuencias que podrían tener en nosotros (los críticos citados anteriormente no son, por desgracia, representativos de la cultura crítica general de los videojuegos). Evidentemente, no se trata de que todos los amantes de los juegos de rol sean trabajadores obedientes, ni de que todos los juegos sean rutinarios y poco inspirados. Una vez cada tanto se lanza un título que me deleita y desafía de verdad, como una gran novela o una gran película, y lo hace con métodos intrínsecos al arte interactivo (Disco Elysium fue uno de ellos). Pero no es algo frecuente. Por lo general, paso mucho tiempo jugando a juegos cuya descripción como forma de entretenimiento (y más aún, como una forma de arte) me confunde, incluso mientras avanzo, punto de control a punto de control, nivel a nivel. ¿En qué tipo de sujeto me están convirtiendo estos procesos? ¿Qué tipo de economía política exige ese tipo de sujeto? Para ser directo, ¿a qué otra cosa dedicaría mi tiempo si no fuera por estos juegos?

Sé que nuestros sueños no nos sacarán de las trampas del capitalismo, pero sí pueden hacer que nos hundamos cada vez más en ellas.

 

Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y Dissent. Se puede leer el original aquíTraducción: Rodrigo Sebastián

Artículos Relacionados

Newsletter

Suscribase al newsletter

Democracia y política en América Latina