Opinión
agosto 2018

¿Una «app» para los derechos sociales?

Las nuevas plataformas digitales plantean la posibilidad de desarrollar una «economía colaborativa». Sin embargo, el término resulta abusivo. Muchos trabajadores se han unido a estas plataformas con la idea de transformarse en contratistas o incluso en empresarios. Les atrae la posibilidad de trabajar bajo sus propias condiciones. Pero esta autonomía individual tiene un costo. Así como se ganan derechos individuales, se pierden derechos colectivos.

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Todos somos consumidores. Esta ha sido la consigna para vender todas las reformas liberalizadoras de los últimos treinta años, ya sea la reducción de aranceles, la desregulación de las hipotecas inmobiliarias, la privatización de las infraestructuras públicas, o tantas otras. La idea es que mientras más operen los mecanismos de mercado, más valor pueden generar y, en condiciones de libre competencia, los productores no pueden apropiarse de este valor sino que tienen que pasárselo a los consumidores en forma de bienes y servicios mejores y más baratos.

Por supuesto, que todos somos consumidores. Pero también todos somos trabajadores. Eso complejiza la situación porque, en ocasiones, las reformas que benefician a los (algunos) consumidores, perjudican a los (algunos) trabajadores. Mientras más presión competitiva se aplique sobre las empresas, reducirán estas los derechos laborales tales como la negociación colectiva, la cobertura de riesgos y pensiones, etc. Así pues, las mismas políticas que nos permiten acceder a artículos importados de calidad, a buen internet, a marcas lujosas, pueden ser las mismas que debilitan nuestra seguridad social, nuestro acceso a vacaciones remuneradas o a la estabilidad laboral.

Pero, ¿y si ahora resultara que no somos trabajadores sino empresarios? ¿Qué tal si todos fuéramos nuestros propios jefes, decidiendo a qué horas trabajamos, dónde y cuándo nos tomamos vacaciones? ¿No sería esa la manera de tener el mejor de todos los mundos posibles, es decir, de beneficiarnos como consumidores y, simultáneamente, como empresarios?

Esa es la visión que nos proponen los defensores más entusiastas de las nuevas plataformas digitales. Es decir, de servicios como Uber, AirBnB, Deliveroo, entre otros. Estas plataformas permiten utilizar la tecnología de internet para conectar de manera instantánea la demanda por un servicio con su oferta. Así, en lugar de tener choferes de taxi dando vueltas por la ciudad (o haciendo huelgas) podríamos tener unos cuantos conductores esporádicos que se ofrecen a llevar a alguien cuando lo necesite. En lugar de tener unos pocos hoteles concentrados en algunas zonas, podríamos alojar turistas en prácticamente cualquier parte de la ciudad en cualquier momento. Todos ganaríamos como consumidores. Y no tendríamos jefes. La utopía.

En la práctica, las cosas no son tan sencillas. Primero, las plataformas digitales no son simples facilitadoras de transacciones. Por lo menos, no siempre. Aunque algunas sí. Por ejemplo, Blablacar se limita a poner en contacto viajeros ocasionales con gente que va con su propio vehículo en la misma dirección. Pero muchas otras plataformas juegan un papel determinante en decidir qué servicio se presta y bajo qué condiciones. Un repartidor de Deliveroo no es simplemente un ciclista que decidió entregar algunas comidas mientras hace ejercicio. Por el contrario, tiene que repartir pedidos de comida en una hora, un lugar y bajo condiciones específicas. Así que cuando algunos se refieren a las plataformas digitales como parte de una nueva «economía colaborativa» se está abusando del lenguaje.

Dejando de lado este equívoco, ¿son verdaderamente «empresarios» estos trabajadores? Las plataformas digitales han dicho repetidas veces que no, que son contratistas. Es decir, que la relación entre, por ejemplo, un repartidor y Deliveroo, es la misma que la puede existir entre la pizzería a la que va dicho repartidor y la litografía que le vende las cajas de cartón. El repartidor es, por tanto, un empresario, el dueño de una empresa cuyo único empleado es él y cuyo único capital es la bicicleta.

Muchos trabajadores se han unido a estas plataformas con esa misma idea. Les atrae la posibilidad de trabajar bajo sus propias condiciones. Y, a decir verdad, en muchos casos están satisfechos con los resultados. Pero esta autonomía individual tiene un costo. Así como se ganan derechos individuales, se pierden derechos colectivos. Al fin y al cabo, la pizzería no es responsable por las vacaciones del litógrafo, ni por su seguro médico, ni por ahorrar para su pensión. Del mismo modo, Deliveroo no tiene por qué responder si este «contratista» tiene un daño en su bicicleta o se ve envuelto en un accidente.

Ese es el problema de estas utopías que tratan a todos como miembros de una misma categoría universal. Todos somos consumidores, sí. Pero algunos consumimos más artículos importados de lujo y tenemos más ahorros para nuestra vejez que otros. Todos podríamos ser empresarios en una plataforma digital, sí. Pero algunos ofreceríamos servicios altamente calificados (como contaduría o diseño de páginas web o traducciones) y por tanto podríamos negociar buenos términos de salario con nuestros clientes, mientras que otros son mano de obra fácilmente reemplazable y, por tanto, no pueden como «empresarios» recuperar las garantías que han perdido como trabajadores.

Como ocurre con todas las nuevas tecnologías, las plataformas digitales vinieron para quedarse. No hay ninguna duda de que pueden facilitar mucho la vida diaria, reducir costos de operación e incluso, como dice Cabify, ofrecer alternativas de movilidad que reduzcan la contaminación en la medida en que la gente deje de utilizar su vehículo particular. Por tanto, la pregunta que hay que hacerse ahora es cómo adaptarnos a ellas.

Históricamente, el Estado del Bienestar se había articulado en torno al trabajo. Como los trabajadores tenían más capacidad de acción colectiva que muchos otros segmentos de la sociedad, fueron ellos (y a veces, enfrentándose a muchos más obstáculos, ellas) quienes lucharon para obtener salarios dignos, vacaciones, derecho al ocio y a la jubilación. Por eso, no hay muchos ejemplos en el mundo capitalista moderno de derechos sociales que sean absolutamente universales sin estar para nada ligados al trabajo. El servicio de salud británico (y sus semejantes) es tal vez la excepción más famosa. Pero no hay muchas más. Los sistemas de salud en Europa, inclusive los públicos, suelen estar financiados por impuestos a la nómina (como en Francia) o ser gestionados por juntas de empresas y trabajadores (como en Alemania). Las pensiones, aunque tienen un componente universal, suelen estar atadas a la historia salarial del jubilado.

El modelo contractual de las plataformas digitales pone todo este sistema en cuestión. Si todos somos empresarios, nadie tiene derechos laborales. Pero entonces, la única forma de garantizar los derechos que hasta ahora hemos dado por sentados (el derecho a la salud, al tiempo libre, a la seguridad social, a la jubilación) tendrán que venir de otra fuente y tendrán que ser financiados de otra manera.

En principio, la solución es fácil: reemplazar los componentes contributivos de nuestro actual Estado del Bienestar por componentes universales. Pero es más fácil decirlo que hacerlo. Existen propuestas en tal sentido. Por ejemplo, la idea de una renta básica universal, de la cual se habla cada vez más, apunta en esa dirección. Se trataría, en ese caso, de crear un sistema en el que todo individuo recibiría transferencias de ingreso que podría utilizar para garantizar sus propios derechos (por ejemplo, protección frente a riesgos laborales, jubilación) independientemente de si está trabajando como empleado o no. Análogamente, podría pensarse en replicar el modelo de salud británico, rompiendo los lazos entre cobertura médica y empleo. O mecanismos como «créditos de atención a la infancia» para madres trabajadoras que no tengan un empleador que les dé acceso a guarderías.

Todas estas y muchas otras ideas se han venido planteando. Pero, por supuesto, no se implementarán de un momento a otro. El problema es que los tiempos de la política y los de la tecnología casi nunca coinciden. Un país puede tomarse años o incluso décadas, en reorganizar su sistema de salud. Sirva como ejemplo los más de cuarenta años que han pasado desde que en Estados Unidos se propuso por primera vez la cobertura de salud para todos sus ciudadanos. Aún hoy es el único país industrializado que carece de ella. Sin embargo, la generación de nuevas plataformas y aplicaciones, no se detiene. La revolución informática ha ido a un ritmo mucho más rápido que cualquiera de las revoluciones productivas anteriores. Las dislocaciones sociales que la tecnología puede crear ocurrirán a un ritmo mucho más rápido que el que nuestros sistemas políticos pueden absorber.

Tenemos, eso sí, una gran ventaja a nuestro favor: ya estamos advertidos.


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