Coyuntura
NUSO Nº 225 / Enero - Febrero 2010

Un país suavemente ondulado. Resultados y desfíos de las elecciones uruguayas de 2009

El triunfo de José Mujica en la segunda vuelta de las elecciones uruguayas confirma la continuidad política del proyecto del Frente Amplio, al tiempo que plantea nuevos desafíos para un país poco acostumbrado a los cambios bruscos. El artículo repasa brevemente el sistema político y electoral uruguayo, analiza las principales alternativas de la campaña y ensaya una interpretación preliminar de los resultados, que se explican tanto por el desarrollo de la campaña como por las características estructurales del país, dividido a grandes rasgos en un bloque de centroderecha y otro de izquierda.

Un país suavemente ondulado. Resultados y desfíos de las elecciones uruguayas de 2009

«Tipos raros los uruguayos», escribía el periodista argentino Jorge Lanata en las vísperas del último domingo de noviembre, analizando la posible victoria de José Mujica, un viejo ex-guerrillero sin corbata y en pantuflas que pasó de la lucha armada a la militancia política. Darwin Desbocatti, un popular columnista radial uruguayo, parecía contestarle, el día después del balotaje, ironizando sobre la fama democrática del país: «Esto es Fashion Democratic Emergency. Acá nos tiran un Mugabe y te hacemos un Mandela… Danos 30 años…».Y es que quien repase las recientes elecciones de 2009 probablemente se encuentre con que la mayor parte de las coberturas internacionales oscilaron entre la extrañeza y la admiración, mientras que para los uruguayos los resultados fueron bastante previsibles. Lo que para los demás son contrastes que llaman la atención, para los uruguayos son, simplemente, características de un sistema político que depara pocas sorpresas en el corto plazo, porque va cambiando de a poco, como cambia de manera casi imperceptible la geografía local de una parte a otra del país. Desde fuera, los resultados pueden leerse como un efecto directo de una campaña que para los cánones locales tuvo casi todos los condimentos posibles. Pero esa fue solo la escenografía de algunos rasgos estructurales y tendencias de mediano y largo plazo, fundamentales para explicar lo que pasó y, en buena medida, sugerir lo que vendrá.

Este artículo repasa brevemente las características más salientes del sistema político y el sistema electoral uruguayos, analiza las principales alternativas de la campaña de 2009 en sus diferentes etapas, traza una interpretación preliminar de los resultados y sus causas e identifica algunos de los principales desafíos del próximo gobierno.

El ciclo electoral y sus significados

El sistema político uruguayo está considerado como uno de los más estables de América Latina. Aunque el interregno que significó el golpe de Estado y el régimen autoritario (1973-1985) dejó profundas huellas en la sociedad, la economía y la cultura locales, existe relativo consenso en que el país tiene una «democracia enraizada». Por supuesto, con sus peculiaridades. Entre algunos de sus rasgos distintivos es posible mencionar el alto nivel de «estatalidad», la existencia de tradiciones políticas fuertemente vinculadas a los partidos y una cultura política con fuerte valoración de la democracia.

La estatalidad se manifiesta en una burocracia pública asociada a un Estado con capacidad de penetrar en todo el territorio con sus servicios, un temprano sistema institucionalizado de políticas sociales relativamente universal y de amplia cobertura en el campo educativo, laboral y de salud, y una imagen del Estado en la opinión pública que reivindica su papel de limitador del mercado. Las tradiciones partidarias se expresan en un estilo de transacciones políticas generalmente preocupadas por la inclusión de diferentes actores, en lo que ha sido llamado una «partidocracia de consenso», un respaldo público importante a los partidos –aun en periodos alejados de las elecciones– y una vida particularmente activa de estos. La cultura política democrática se comprueba en actitudes y comportamientos tanto en el nivel micro –la frecuencia con que se habla de política o la confianza interpersonal– como macro –los indicadores de valoración de la democracia y la confianza en el sistema democrático, aun cuando puedan manifestarse críticas respecto a sus resultados–.

En 2009 se cumplió una década del funcionamiento de un nuevo sistema electoral en Uruguay. Hace diez años, el país, considerado dueño de una de las ingenierías de voto más complejas y sofisticadas del mundo, aprobó una reforma –votada por escaso margen en 1996– que inauguró los periodos electorales con duración de un año por quinquenio. El ciclo comienza en junio, cuando los partidos deben elegir a su candidato presidencial en elecciones primarias abiertas y simultáneas. Continúa en octubre, cuando se elige el Parlamento –30 senadores y 99 diputados–, y eventualmente el presidente si algún candidato supera 50% de los votos emitidos. Si ello no ocurre, se realiza una segunda vuelta en noviembre. Finalmente, en mayo del año siguiente se eligen los gobernantes locales.

En ese periodo, entonces, se verifica el verdadero reparto del poder político en Uruguay: se definen los liderazgos partidarios, la integración del Parlamento, la titularidad del Ejecutivo nacional y las autoridades locales.

El telón de fondo: variables estructurales y candidaturas

En esta oportunidad, la puja se verificaba en un escenario particular, pautado por el acceso al poder del primer gobierno de izquierda en la historia de Uruguay. Era razonable pensar, entonces, que eso se convertiría en uno de los aspectos centrales en la campaña. Y efectivamente lo fue, en varios sentidos.

Tabaré Vázquez asumió en 2005, luego de ganar las elecciones del año anterior con algo más de 50% de los votos y obtener mayoría parlamentaria en ambas cámaras. Ex-intendente de Montevideo y candidato de la izquierda en dos elecciones anteriores, Vázquez encabezó un gobierno que fue original en varios sentidos. Para empezar, en su imagen: en cinco años, su gestión no ha dejado de tener una evaluación mayoritariamente positiva. En el momento de la elección, las encuestas le reconocían niveles de aprobación superiores a 65% y niveles de simpatía hacia su persona superiores a 70%, un récord en la historia uruguaya del último cuarto de siglo.

Pero el gobierno de izquierda fue más allá, marcando la cancha en varios sentidos, tanto en términos de gestión como de resultados. En el área económica, favorecido por el viento de cola de la coyuntura internacional, manejó con solvencia la macroeconomía y tuvo un razonable control de la política fiscal, logrando reducir algunas vulnerabilidades importantes, en el marco de un crecimiento económico sostenido con aumento de la inversión y disminución del peso y reprogramación a largo plazo de la deuda externa. En el área social, operó fuertemente en la nivelación de las relaciones laborales y en la expansión de derechos y logró un aumento importante de la formalización de las relaciones de trabajo, junto con un descenso de la desocupación, un incremento del salario real y una expansión de la cobertura y el monto de varias prestaciones sociales, desde planes de emergencia coyunturales hasta políticas universales no contributivas, que generaron una baja importante en los niveles de pobreza e indigencia. Como símbolo de los avances en esta dimensión es posible mencionar al Plan Ceibal, que permite que todos los niños y maestros de las escuelas públicas tengan gratuitamente una computadora personal con acceso a internet. Finalmente, en aspectos políticos e institucionales, el gobierno logró algunos avances notables en derechos humanos –que le permitieron juzgar y encarcelar a varios militares responsables de violaciones durante la dictadura– e implementar algunas iniciativas políticas claves, como la reforma tributaria y la reforma del sistema de salud.

Los logros y los puntos débiles del gobierno se reflejaron en la agenda pública. La proporción de personas que mencionaba la desocupación como el principal problema del país disminuyó drásticamente; la misma tendencia se verificó, más atenuada, respecto a las cuestiones económicas más generales. Esta situación, relativamente nueva en el último lustro, junto con el aparente aumento y la mayor visibilidad de ciertos hechos delictivos, generó las condiciones para el incremento de la preocupación por la seguridad pública. En apenas un año, el porcentaje de personas que la mencionó como el principal problema del país pasó de 9 a 31, y el tema avanzó del tercer al primer lugar en el ranking de preocupaciones.

Los resultados de la gestión y la aprobación de la sociedad introdujeron, por primera vez en mucho tiempo, la hipótesis de una posible reelección del presidente, algo no permitido por la legislación uruguaya y para lo que se requería una reforma constitucional. Aunque en una primera instancia no lo descartó explícitamente, Vázquez se pronunció luego contra esa alternativa. Así, abrió el espacio para la disputa por su sucesión, sobre todo en el ámbito de su partido, aun cuando manifestó su preferencia por su ministro de Economía, Danilo Astori.

En ese escenario se llevaron a cabo las elecciones internas o «primarias» de los partidos, donde diferentes aspirantes compiten por la nominación presidencial. Estas dieron como resultado una grilla de candidatos que, por sus propias características, añadían una serie de significados a la elección de octubre.

En el Frente Amplio (FA) triunfó José Mujica. Pepe, como lo llaman todos en Uruguay, fue un integrante de la guerrilla urbana del Movimiento de Liberación Nacional (MLN)-Tupamaros entre fines de los 60 y comienzos de los 70. Mujica vivió casi toda la dictadura en difíciles condiciones de prisión e ingresó en la vida político-partidaria recién a fines de los 80, para transformarse en parlamentario en la década del 90. En las elecciones de 2004 lideró la fracción parlamentaria más votada de la izquierda, el Movimiento de Participación Popular, y durante buena parte del gobierno de Vázquez se desempeñó como ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca. Popular y polémico por su lenguaje directo y su forma de ser, ganó la nominación aunque buena parte de los grupos integrantes del FA apoyaban a su principal competidor, el economista Danilo Astori, líder de Asamblea Uruguay, la segunda fracción parlamentaria de la izquierda, y ministro de Economía y Finanzas durante la mayor parte del gobierno de Vázquez. Finalmente, Astori acompañó a Mujica como candidato a la vicepresidencia, asumiendo una participación relevante en más de una instancia de la campaña.

Luis Alberto Lacalle se convirtió en candidato del Partido Nacional (blanco). Durante su presidencia, entre 1990 y 1995, se inspiró claramente en una orientación de corte neoliberal –aunque matizada por las características de la sociedad y el sistema político uruguayos– que incluyó el intento de privatización de las principales empresas públicas de servicios a través de una ley luego derogada por voto popular. Lacalle enfrentó acusaciones de corrupción y algunos de sus colaboradores fueron procesados por estos hechos. En las elecciones lo acompañó su derrotado rival en las primarias, el senador Jorge Larrañaga, un político que se ubica más al centro del espectro ideológico.

Por el Partido Colorado se postuló Pedro Bordaberry, hijo del ex-dictador Juan María Bordaberry, encarcelado durante el gobierno de Vázquez por violaciones a los derechos humanos. Ex-ministro del gobierno de Jorge Batlle y de perfil ideológico más indefinido, Bordaberry insistió en un posicionamiento que según él recuperaba las raíces socialdemócratas de su partido, aunque aggiornadas con un discurso moderno y un fuerte énfasis conciliador. Eligió como compañero de fórmula a un popular ex-deportista sin trayectoria política previa.

Completaron la oferta el pequeño Partido Independiente, de perfil centrista, y la Asamblea Popular, un grupo escindido del FA «por izquierda».

Alternativas y vicisitudes

La campaña por las presidenciales comenzó la misma noche en que se conocieron los resultados de las internas, en lo que configuró un golpe psicológico para la izquierda y un espaldarazo para Lacalle. Aunque participaron bastante menos de la mitad de los electores habilitados (las internas, a diferencia de las elecciones nacionales, no son de concurrencia obligatoria), el Partido Nacional logró reunir más votos que el FA, y ese mismo día, en una puesta en escena muy efectiva ante las cámaras de televisión, Lacalle y Larrañaga acordaron su fórmula electoral como un mensaje de unidad. En el FA los resultados fueron mirados con sorpresa, y lo que pareció una larga negociación con poco entendimiento demoró casi un par de semanas en cuajar en una fórmula electoral. Adicionalmente, el Partido Colorado también aparecía fortalecido como resultado de una votación importante.

Aunque durante todo su gobierno la izquierda había aparecido como clara favorita, para muchos analistas y buena parte de la opinión pública los resultados de la interna sugerían un escenario diferente, otorgando por primera vez en mucho tiempo chances reales al Partido Nacional. La imagen de Lacalle se había consolidado en buena parte del electorado como una alternativa a la izquierda como resultado de su decisión de moderar el discurso neoliberal y aparecer como un político experimentado con capacidad de gestión, mientras que la candidatura de Mujica parecía restringir la capacidad del FA de crecer hacia los electores de centro. Las encuestas de intención de voto también reflejaron esa situación: durante el mes de junio, el FA obtenía 43% de las preferencias, mientras que la suma de los partidos tradicionales (Nacional más Colorado) alcanzaba 46%. Aparecía así en el horizonte la amenaza de la elección de 1999, en la que el FA superó a los demás partidos en la primera vuelta pero perdió en el balotaje.

Sin embargo, la parte más animada de la campaña recién estaba comenzando, como lo demostrarían los cinco meses siguientes.

De alguna manera, los partidos resumieron sus apuestas en sus eslóganes de campaña. El FA proponía «Un gobierno honrado, un país de primera», buscando condensar la apuesta a la continuidad con la gestión de Vázquez y, por elevación, tomar distancia de las sospechas sobre la honestidad de Lacalle y su elenco. A su vez, la firma Mujica-Astori buscaba reflejar la unidad de los distintos sectores de la izquierda en torno de una fórmula electoral con políticos de trayectoria y características diferentes.

El Partido Nacional, por su parte, anunciaba «Un rumbo seguro», con lo que intentaba sugerir que la experiencia de Lacalle lo hacía un candidato previsible frente a las incertidumbres que se suponía generaba Mujica.

Pero mientras la fórmula del FA se paraba en la cancha intentando trasmitir un mensaje de unidad luego de una interna que había generado algunos roces importantes, Lacalle cometió lo que la mayoría de los analistas consideran su primer error: dijo que, si él fuera un inversor, esperaría hasta después de las elecciones para arriesgar su capital en Uruguay. La respuesta no se hizo desear, y vino directamente del gobierno, desde donde estas declaraciones se calificaron con la mayor dureza: «criminal» fue el adjetivo utilizado por el vicepresidente. El líder blanco quizás no tomó en cuenta que, a diferencia de anteriores elecciones, se enfrentaba a un partido que representaba a un gobierno con un importante apoyo de la opinión pública.

Lacalle no terminó allí: fiel a sus cuestionamientos a la eficiencia del aparato estatal, dijo que entraría «con una motosierra» a cortar el gasto público. La respuesta fue inmediata, dura y hábil: todos los líderes frentistas desataron una andanada de críticas afirmando que Lacalle iba a cortar el gasto social. Aunque el candidato blanco no había dicho tal cosa, el argumento se basaba en que el gasto público en Uruguay es, en su mayoría, gasto social. Hubo intentos de rectificación de Lacalle, pero no tuvieron mucho éxito. La imagen de la motosierra fue incluso el leitmotiv de buena parte de las piezas publicitarias del FA.

Una fórmula presidencial integrada por sus principales líderes, junto con el rápido involucramiento de Astori en la campaña y el pasaje a una táctica más agresiva, generaron resultados inmediatos: a fines de julio, el FA había crecido a 44%, mientras que Lacalle bajaba y, con él, la suma de los partidos tradicionales también se reducía (45%). La tendencia pareció fortalecerse en agosto, cuando las primeras publicidades masivas del FA reconocieron un déficit en el manejo de los temas de seguridad y propusieron medidas que en algunos casos se solapaban con las propuestas de Lacalle, como forma de anular la posible influencia de esa cuestión en la agenda electoral. Pero septiembre deparaba algunas de las alternativas más llamativas de la campaña. A mediados de mes, las declaraciones de Mujica sobre la justicia en una entrevista con el diario argentino La Nación comenzaron a ser utilizadas como fuente de crítica por sus adversarios. Cuando el incidente parecía relativamente controlado, explotó una verdadera bomba: un semanario divulgó declaraciones de Mujica publicadas en un libro de entrevistas, en las que abundaba en críticas hacia diferentes actores de la vida política nacional y regional, incluidos personalidades y grupos del FA. Aunque en términos estrictos buena parte de esas afirmaciones no tenían diferencias sustanciales con otros comentarios que el candidato de izquierda había realizado en otros momentos, su difusión en plena campaña generó un efecto claro y colocó al FA a la defensiva. Los partidos de la oposición centraron rápidamente su campaña en lo que consideraban la volatilidad de la figura de Mujica y su inadecuación para el cargo de presidente. Pero las reacciones no se limitaron a los partidos opositores: en aquel momento, Vázquez concluía una exitosa gira por Estados Unidos. Consultado por la prensa sobre las declaraciones de Mujica, dijo que era el candidato de su partido y que lo iba a votar, pero que no estaba de acuerdo con algunas cosas que decía, que eran «simplemente estupideces».

Aunque Mujica hizo su autocrítica y la dirigencia frenteamplista dio por superado el hecho, durante casi una semana la incertidumbre sobre el impacto del suceso estuvo presente. Sin embargo, una nueva afirmación de Lacalle lo volvió a ubicar en una situación incómoda: al comentar el asunto, el candidato blanco se refirió en términos despectivos a la humilde chacra en la que vive Mujica, calificándola de «sucucho» y «cueva». Los frentistas aprovecharon el incidente, en tanto la afirmación permitía consolidar la imagen de Lacalle como un candidato elitista. Finalmente, el impasse que parecía haberse generado con las afirmaciones de Mujica también fue superado por el inicio de la campaña publicitaria masiva en televisión.

El impacto de esos acontecimientos se notó en varios niveles. El FA experimentó una leve caída en la intención de voto, aunque lo central es que se detuvo la dinámica de crecimiento de los meses anteriores, lo cual sugería la dificultad de alcanzar un triunfo en primera vuelta. Pero la imagen personal de Lacalle también se vio perjudicada, y su intención de voto siguió cayendo en las encuestas hasta alcanzar su punto más bajo en varios meses. Una parte del descenso comenzó a ser capitalizada por Bordaberry, quien empezó a consolidarse como una alternativa a la candidatura del líder blanco en ciertos segmentos del electorado.

Los sucesos de fines de septiembre coincidieron con un fenómeno nuevo e importante: el inicio del protagonismo de las «redes frenteamplistas» en la fase final de la campaña. Estos grupos, conformados por militantes que en muchos casos no tenían participación orgánica en el FA, comenzaron a convocar actividades de movilización en apoyo a la candidatura de Mujica a través de correos electrónicos y foros en internet. Aunque en un comienzo no fueron apoyados por la organización partidaria, la participación del candidato en algunas de sus movilizaciones les fue otorgando creciente relevancia y terminó asignándoles un rol importante en la campaña, ya con apoyo de la estructura política. Su iniciativa más notoria fue la confección de una gigantesca bandera del FA. Bajo la convocatoria «Llegó la primavera, sacá tu colcha de retazos», las redes convocaron a entregar trozos de tela azul, roja y blanca para realizar una enorme bandera partidaria, como símbolo de la unión de diferentes esfuerzos con un objetivo común. La bandera se transformó en un ícono en la etapa final de la campaña, acompañó todos los actos masivos y llegó a tener más de 1.000 metros de largo.

Octubre fue el mes de las grandes movilizaciones finales y los actos de cierre, un campo en el cual el FA también pudo desempeñarse con más autoridad que sus rivales. Aunque la enorme caravana en Montevideo y el acto final de campaña pueden ser considerados dos hitos, también fue relevante el abrazo público entre Vázquez y Mujica, en ocasión de un acto oficial en el puerto de Montevideo, que intentaba trasmitir que los dos «pesos pesados» de la izquierda estaban en el mismo barco, luego de los calificativos del presidente hacia los dichos del candidato.

La noche del último domingo de octubre fue tensa y variada. El clima de los últimos días sugería a los adherentes de la izquierda que un triunfo en primera vuelta era posible, aun cuando la mayoría de los analistas de opinión pública no consideraba que esto fuera lo más probable. Los primeros juicios de las encuestas a boca de urna alimentaron la ilusión de los frentistas e incluso produjeron algunos festejos adelantados. Pero el correr de la noche y el avance de los cómputos mostraron otro escenario. Adicionalmente, el ánimo se vio golpeado por la derrota de dos propuestas de reforma constitucional apoyadas por la izquierda y sometidas a consideración en la misma elección: la eliminación de la Ley de Caducidad (amnistía a las violaciones de derechos humanos durante la dictadura) y la habilitación del voto para los uruguayos residentes en el exterior. Lacalle anunció su intención de disputar el balotaje con el apoyo de los colorados y, casi simultáneamente, Bordaberry comunicó públicamente que lo respaldaría, lo que terminaba de definir un escenario que se consideraba complicado. Como en junio, los frentistas se iban a acostar con una sensación amarga en la boca.Sin embargo, el avance de los cómputosfinales mostró una situación diferente –al menos en términos cualitativos–, que se empezó a visualizar recién el lunes a la tarde. El FA obtuvo casi 48% de los votos, frente a 29% del Partido Nacional, 17% del Partido Colorado y 2% del Partido Independiente. Esto le permitió a la izquierda dominar las dos cámaras con mayoría propia (16 sobre 30 en el Senado y 50 sobre 99 en Diputados), con lo que se aseguraba la aprobación de sus proyectos de ley y del presupuesto nacional, además de evitar posibles votos de censura sobre sus ministros y garantizar el bloqueo de cualquier iniciativa legislativa de la oposición con la que no esté de acuerdo.

En esas circunstancias, la carrera hacia la segunda vuelta empezó con el FA como favorito, aunque quedaban algunas dudas sobre la capacidad efectiva de Mujica para crecer por encima de los resultados de octubre. Lacalle intentó articular un frente común con el Partido Colorado y, bajo el eslogan «El equilibrio está en tus manos», transmitir la idea de que elegir a un presidente que no perteneciera al FA podía servir para equilibrar la hegemonía de la izquierda, a la vez que buscaba atacar la imagen presidenciable de Mujica por variadas vías. Para ello, priorizó la idea de un debate entre los dos candidatos, que había sido rechazada por Mujica en la primera etapa. En ese contexto, la campaña tenía reservada su última gran noticia. El hallazgo de un arsenal de armas en la casa de un hombre que se tiroteó con la policía y resultó muerto generó una ola de rumores, que algunos intentaron explotar vinculando a personas del sector de Mujica con la tenencia de armas. El ex-presidente Jorge Batlle publicó una nota periodística aludiendo al hecho y el Partido Nacional elaboró una publicidad, camuflada bajo la estructura de una nota informativa, que replicaba esa velada acusación. Las investigaciones no lograron demostrar ningún vínculo y los estudios de opinión pública indicaron que las acusaciones fueron desestimadas por la gran mayoría de los electores, que las percibieron como una maniobra publicitaria. Lacalle había perdido buena parte del tiempo con una jugada cuyo efecto fue nulo y que, finalmente, le permitió al FA rechazar la idea de un debate argumentando que no estaban dadas las condiciones.

Quedaría tiempo para poco más: un aviso publicitario de Lacalle copiado de una campaña del argentino Francisco de Narváez; nuevas actividades de las redes frenteamplistas que ironizaban sobre las acusaciones de los blancos; actos de cierre. Los dados, sin embargo, estaban echados.

El domingo 29 de noviembre, enfrentando una tormenta en la rambla de Montevideo, una multitud de frentistas aplaudió a José Mujica, elegido presidente con algo más de 52% de los votos, superando a Lacalle por más de nueve puntos porcentuales.

Más allá de los números

Los resultados que consagraron la continuidad de la izquierda en el gobierno pueden leerse como consecuencia del periplo de campaña antes narrado. Esa es la aproximación más frecuente. Pero es razonable pensar que, en una sociedad y una política tan articuladas como las uruguayas, los efectos de todos y cada uno de esos sucesos adquieren sentido a partir de las condiciones preexistentes.

Varios factores favorecieron especialmente al FA y contribuyen a explicar su victoria.

La estabilidad y fortaleza de las identidades ideológicas y partidarias y el discurso político que las acompaña es una de ellas. Desde 1999 hasta hoy, en ningún momento el FA ha dejado de ser el partido de preferencia claramente mayoritario de los uruguayos, alineamiento asociado a una fuerte identidad de izquierda en la sociedad, que abarca al menos a una tercera parte del electorado. Ello parece reflejarse en una importante capacidad de manejo de la agenda pública, sobre la cual la izquierda ejerce un control importante, y se complementa con una cierta hegemonía discursiva acerca de los principales problemas del país. Esa capacidad le ha permitido también, especialmente en momentos de campaña, impulsar a algunos de sus oponentes políticos, tradicionalmente identificados con el centro ideológico, a posiciones más características de la derecha, ampliando sus posibilidades de pelear por el electorado de centro.

Asimismo, la izquierda ha tenido la capacidad de articular su discurso con algunos de los principales actores sociales del país. Si bien muchas de esas alianzas son históricas –como es el caso del movimiento sindical–, el hecho de haberlas conservado una vez en el gobierno no deja de ser un logro importante.

El FA también puede exhibir un conjunto de líderes que se cuentan entre los más aceptados: Vázquez, Astori y Mujica han sido sistemáticamente los dirigentes con mayores niveles de simpatía a lo largo de los últimos cinco años, lo cual les otorga una capacidad importante de manejar el debate público. A su vez, el ejercicio del gobierno le ha permitido a la izquierda promover a nuevas figuras, aunque el peso de los dirigentes históricos parece todavía determinante en un país con carreras políticas de larga duración.

Finalmente, lo que la mayoría de la población reconoce como los principales logros del primer gobierno frenteamplista ha creado las condiciones para apoyar una propuesta continuadora. Sin embargo, para un observador externo aún puede resultar difícil entender por qué la victoria del FA no estuvo asegurada desde un comienzo, y por qué la campaña fue importante para conseguirla.

Hace una década, justificando el mecanismo de balotaje criticado por la izquierda, el ex-presidente José María Sanguinetti argumentaba que la primera vuelta serviría para mantener la identidad de los partidos tradicionales y que la segunda permitiría reunir a los uruguayos en «familias ideológicas», diferenciando así a la izquierda del resto del espectro político. La apuesta resultó en 1999, cuando el FA ganó en primera vuelta pero perdió en el balotaje. Muchos imaginaron que la situación se repetiría. Si bien los resultados muestran al FA como partido hegemónico, esa misma estructura lleva a que, más allá de los partidos, se enfrenten dos bloques que miden fuerzas: el FA se ha transformado en un bloque y el resto de los partidos en otro. Sus pesos son, a grandes rasgos, similares. Eso es lo que hace que los mínimos sean importantes y, por tanto, que la campaña sea relevante.

Con todas sus alternativas, las elecciones de 2009 plantean nuevos desafíos que golpean la puerta.

El primero, de tipo electoral, ya se avecina, pues en mayo próximo se renuevan los gobiernos departamentales. El FA concurrirá con la ilusión de revalidar su posición de gobierno en ocho administraciones y ganar terreno conquistando nuevas plazas. El Partido Nacional, el gran derrotado de estas elecciones, buscará competir con todos sus recursos en un terreno que habitualmente le es propicio.

El segundo desafío es aún más relevante y tiene que ver con la gestión del próximo gobierno. Uruguay ha superado con cierta facilidad la reciente coyuntura económica adversa, pero existe consenso en que es necesario profundizar las reformas para avanzar hacia un crecimiento económico sostenido y con equidad. Ciertos temas pueden requerir acuerdos con actores que no son los más cercanos al gobierno, como la cuestión energética con los grupos empresariales. Otros asuntos, como la reforma de la educación pública y la postergada reforma del Estado, tocan áreas en las cuales los gremios son importantes; se requerirán, por lo tanto, entendimientos amplios con un movimiento sindical poderoso y fortalecido. En todos los casos, se impone la necesidad de avanzar hacia acuerdos y alianzas sociales de mediano plazo que den sustento a un proyecto nacional que no esté permanentemente jaqueado por el otro bloque.

Muchas veces, la geografía es algo más que la escenografía de un pueblo. Una de las primeras cosas que los niños uruguayos aprenden en la escuela es que viven en un país «suavemente ondulado». Las maestras y los libros de geografía lo repiten incansablemente. El concepto pretende trasmitir la idea de un país relativamente homogéneo, integrado, sin grandes fronteras físicas. Para los uruguayos es algo así como una marca de fábrica. Carlos Real de Azúa, uno de los principales intelectuales del país, traducía esa idea a la sociedad: decía que Uruguay era «un país de cercanías». Quizás esto sintetice los principales desafíos de la izquierda uruguaya en este nuevo periodo: cómo consolidar un proceso de desarrollo genuino que sea compatible con la reducción de las diferencias sociales, logrando el mayor apoyo posible para ese proyecto.

Cosa de tipos raros. O no tanto.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 225, Enero - Febrero 2010, ISSN: 0251-3552


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