Terminó la primavera, estalló el verano
diciembre 2017
Mauricio Macri vive un diciembre cargado de protestas. Su reforma previsional desató la ira de la clase media argentina. ¿Se acabó la primavera del gobierno?
La historia argentina contemporánea está marcada por sus diciembres. Cerca de las fiestas se produjeron tanto las rebeliones masivas del 19 y 20 de diciembre de 2001 que terminaron con la Presidencia de Fernando de la Rúa, el incendio del local nocturno Republica de Cromañón, el clímax de la lucha del gobierno de Cristina Fernández contra Clarín, y la huelga policial, los disturbios sociales, saqueos y muertos que esta trajo consigo en el año 2013. Diciembre es el mes del drama argentino. Es el mes de la catarsis colectiva de sus heridas mal curadas.
Mauricio Macri y el gobierno de la coalición Cambiemos tuvo en estas semanas su bautismo de fuego reproduciendo la clásica trilogía nacional de las eras de vacas flacas: ajuste, represión y cacerolazo. Durante los dos años que transcurrieron entre el 10 de diciembre de 2015, el macrismo procrastinó su propia agenda económica y social, entendiendo con acierto la paradoja de su propia victoria. Versados en el mapeo de los humores sociales, su propio Big Data les señaló desde el inicio los límites de sus posibilidades: el hastío generalizado con el kirchnerismo no implicaba necesariamente la adopción de una agenda (sobre todo económica) neoliberal. El nuevo gobierno de Cambiemos vivía una situación análoga a la del gobierno de la Alianza que reemplazó al peronismo menemista en 1999: en aquel entonces el rechazo masivo a la corrupción menemista y sus desbordes se complementaba con una adhesión igual de masiva a la piedra angular de su política económica: la convertibilidad que fijaba por ley la paridad entre el dólar y el peso. El recuerdo marcado en piedra de la hiperinflación de 1989 y 1990 habían convertido a ese instrumento económico en uno de los más populares que tuvo la Argentina en el siglo XX.
Aunque parezca paradójico tratándose de un gobierno compuesto mayoritariamente por CEO’s de grandes empresas y con una fuerte impronta de centroderecha, el macrismo no fue votado «para hacer el ajuste». Al menos no de manera literal. En el seno del gobierno de Cambiemos conviven dos almas: una encabezada por el gurú electoral ecuatoriano Durán Barba, que monitoreando el humor social con la ciencia del focus group y la filosofía política del algoritmo, declara que «el ajuste es imposible». La otra, ligada al núcleo del área económica que proclama, en voz baja que «el ajuste es inevitable».
Los dos primeros años fueron claramente «duranbarbianos». El único ajuste del gobierno -el de los «tarifazos» de los servicios públicos de gas, luz, agua- naufragó parcialmente entre reclamos a los tribunales y las idas y vueltas de la misma administración. Le tomó meses ejecutarlo y fue la primera derrota política de su año inicial de gobierno. Optó entonces -y lo hizo público en foros nacionales e internacionales frente a inversores y empresarios de todo tipo- por priorizar la variable política. El argumento frente a los sectores del poder económico que se preguntaban «¿Cuándo empieza el gobierno de Macri?» era contundente y podría resumirse así: «Somos un gobierno resultado de un ballotage, con minoría en ambas cámaras en un país de una cultura política históricamente populista. No es posible consolidar una gobernabilidad alternativa al peronismo empezando por las medidas antipáticas de un ajuste masivo. Tenemos que antes ganar las elecciones, y las elecciones se ganan siendo populistas. La agenda de reformas tendrá que esperar». Era el teorema del país del ajuste imposible explicado por aquellos que se suponía debían realizarlo. El «leninismo macrista» inventó su propia Nueva Política Económica (NEP) financiada por la toma de deuda masiva posible gracias al pago del juicio a los hold outs y la salida del default.
Las elecciones del ultimo octubre consolidaron y ampliaron de manera dramática los resultados obtenidos dos años antes, y el país entero se tiñó de los colores del «cambio». El resultado electoral (en donde la referente principal de la oposición, la ex-Presidente Cristina Fernández de Kirchner, fue derrotada por un ignoto y anodino candidato oficialista, Esteban Bullrich, en la estratégica Provincia de Buenos Aires) profundizó aún más la crisis del peronismo en la oposición, y sobre todo al foso existente entre aquellos sectores con alguna responsabilidad de «gobierno» (gobernadores, intendentes, sindicalistas y movimientos sociales) y el kirchnerismo, aislado casi del Estado y con muchos de sus dirigentes presos o camino a serlo, como el ex-candidato a vicepresidente del 2015, Carlos Zannini. Sin nada que perder, el cristinismo profundiza su deriva maximalista. Con todo para perder, el peronismo «de gobierno» profundiza su deriva acuerdista. Y con la crisis profunda del peronismo de Sergio Massa (que se veía a sí mismo como una «avenida del medio» entre el macrismo y el kirchnerismo) se perdió toda interfase posible entre ambos polos.
El resultado electoral, el panorama opositor, y la propia preocupación del gobierno frente al crecimiento del déficit estatal, dejaron a Cambiemos sin excusas. Eso llevó a la fuerza gobernante a presentar, durante el mes pasado, una versión embrionaria del paquete de «reformas estructurales» que hasta entonces solo se discutía en sordina. El gobierno decidió, primero, atar una reforma a la otra en un mismo paquete: la reforma laboral con la previsional, y esta última con la tributaria. El contenido es un clásico y no dista del recetario prototípico de los organismos multilaterales. Pero tiene un agregado fundamental. La construcción del consenso con los gobernadores peronistas implica una reorientación de los recursos de las cajas previsionales a las cajas provinciales, atando el destino del pago de los empleados estatales de las exiguas provincias argentinas al desfinanciamiento del sector previsional. El cuadro se completa con una pieza económico-política clave para su propia ingeniería política con la discusión sobre los recursos de la decisiva Provincia de Buenos Aires. Era una maniobra inteligente que aspiraba de esta manera a economizar recursos y a cerrar en una sola ronda de discusiones, el corpus fundamental del resto de su agenda de gobierno. Fin de año parecía el momento ideal, luego del espaldarazo electoral y antes de las largas vacaciones de verano que en la Argentina todo lo disuelven. La agenda electoral nacional parece diseñada por Dick Morris y su «campaña electoral permanente»: la proliferación de instancias electorales hace que los momentos políticos «sin elecciones» sean muy pocos. Por ende, la ventana de oportunidad para «meter un ajuste» dura muy poco. En ese sentido, el gobierno calculó bien el tiempo y la oportunidad. Pero algo pasó.
Jubilados y neoliberalismo son una pareja letal en la Argentina moderna. Desde la década de 1990, el régimen previsional argentino es blanco y caja de distintas administraciones que cifran en su reforma gran parte de su esquema de financiamiento. Esto hizo que una discusión técnica y de palacio se viralizase a los medios, políticos y redes sociales: por una vez, la discusión no devenía abstracta ni moría en los slogans de la oposición kirchnerista. Se hizo carne en la sociedad y los sectores medios argentinos, que ven asomarse atrás de la reforma el horizonte de futuras reformas posteriores. El gobierno, finalmente, había tocado un tabú recordando a la anterior reforma de la Alianza, cuando el gobierno de Fernando de la Rúa le quitó el 13% de sus ingresos a los jubilados.
Pero el ingrediente principal para la tormenta perfecta lo aportó el Ministerio de Seguridad que preside Patricia Bullrich. Desde el inicio de la gestión de Cambiemos, la ministra quiso consolidar un papel de «halcón» en la administración macrista, tratando de hacer realidad la promesa más difícil de cumplir del presidente: la de terminar con los «piquetes» y demás formas de protesta social callejera. En grajeas y en pirotecnia verbal ya iba adelantando lo que fue un ensayo general el jueves pasado: un giro de 180 grados en la política de no represión a la protesta social que había marcado, con sus más y sus menos, la forma global de encarar el tema en los últimos 12 años. La dura represión realizada en una de las principales plazas políticas del país contra militantes, diputados de la oposición, fotógrafos de diarios y transeúntes en general, constituyó la ruptura de otro tabú y no solo hizo caer la primera ronda de sesión parlamentaria. También sentó las bases violentas de la siguiente. Parece que en este punto también el gradualismo ha tocado su límite.
La Argentina se despertó diferente, en un clima caldeado y violento como no se vivía en años. Fueron días de furia en los que el Gobierno logró retener el apoyo del peronismo federal y conseguir un «ni» del triunvirato sindical, cristalizado en la foto con los gobernadores y el presidente y en el paro limitado y parcial de la CGT. El voto positivo del Congreso fue un triunfo del oficialismo, pero a un costo singularmente alto. No solo por las imágenes de las protestas violentas, los desmanes y la represión posterior que dieron vuelta al mundo. Tampoco por el costo de volver a asociar las políticas neoliberales con el desfinanciamiento de los «abuelos» argentinos. Mas precisamente por haber vuelto a despertar el fantasma de todo gobernante argentino posterior a 2001: el cacerolazo de los sectores medios urbanos contra una medida de su gobierno. Cambiemos no puede atribuir esta forma de protesta a resistencias corporativas de sindicatos o movimientos sociales, a «mafias enquistadas en el poder» o al demonio kirchnerista. Para un gobierno singularmente preocupado por el humor social, y que ha elevado su monitoreo a la categoría de ciencia, este es un dato preocupante. ¿Se trata de un primer límite a la hegemonía macrista?
Una etapa parece haber terminado. Incluso con resultados electorales favorables, las imágenes de gases lacrimógenos y sangre en las calles parecen hablar del fin de la etapa «fácil» del reformismo del gobierno. Tal vez sea el fin de una cierta forma de primavera.