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Socialistas, otra vez


Nueva Sociedad 297 / Enero - Febrero 2022

Aunque se los ha tendido a unificar, socialismo democrático y socialdemocracia no son necesariamente lo mismo. En tanto tradición política intelectual, el socialismo democrático no se circunscribió a las adscripciones partidarias. Diferentes formas del socialismo democrático han actuado tanto dentro como fuera de la socialdemocracia y han sido influenciadas, particularmente en Europa y Estados Unidos, por la tradición reformista, pero también por la de los marxismos occidentales, la disidencia socialista en el socialismo real y la Nueva Izquierda.

Socialistas, otra vez
Hagamos socialistas. Los socialistas no podemos hacer otra cosa que sea útil.
William Morris, «¿Dónde estamos ahora?» (1890)

Sospecho que los lectores adeptos a las frases ampulosas, los amantes de los sistemas cerrados y los enamorados de las metáforas trilladas deben haber sentido una profunda decepción. Para esas personas de rictus serio, acostumbradas a llevar el diario del Partido bajo el brazo y a soltar cada media hora expresiones como «dictadura del proletariado», «necesidad de un proceso revolucionario de alto contenido social» o «luchas que nos encaminarán a un luminoso futuro», el artículo no podía sino resultar hilarante. De apenas cinco páginas y titulado «¿Pueden ser felices los socialistas?», fue publicado en 1943 en Tribune, la publicación socialista insignia de Gran Bretaña. Su autor, George Orwell, era el escritor estrella de la revista. Por entonces, además de una buena cantidad de novelas y libros de ensayos, Orwell contaba ya con los galones propios de su militancia en el viejo Partido Laborista Independiente y de su lucha en la Guerra Civil Española con los hombres y mujeres del Partido Obrero de Unificación Marxista (poum). En Tribune y en ese texto, su misión era clara: defender algo llamado «socialismo». Una causa que lo había convocado a muy temprana edad, pero a la que había dedicado un impulso racional desde mediados de la década de 1930.

En su artículo, Orwell intentaba responder a algo más que a la extraña pregunta del título. Como en buena parte de sus ensayos, pretendía explicar las razones por las que, en todo el mundo, hombres y mujeres adscribían a una causa específica. Intentaba identificar las motivaciones últimas por las que tantas personas, en una época de «crisis, guerras y revoluciones», defendían un ideario llamado «socialismo» y arriesgaban, en no pocas ocasiones, su vida por él. Sorprendentemente, y a diferencia de muchos de sus contemporáneos, Orwell utilizaba la palabra «socialismo» de manera no faccional. Para él, el socialismo era una causa y no una mera adscripción partidaria. Cuando hablaba de «socialismo democrático» no se refería, de modo excluyente, a un grupo de organizaciones políticas, sino a un espíritu y una creencia que convocaba, ya no solo en esas organizaciones, sino más allá de ellas. Aun cuando él tuviese sus propios compromisos –y sus propios desprecios, que no eran pocos–, estaba dispuesto a utilizar el apelativo «socialista» de manera amplia. Y en su ensayo afirmaba:

Sugiero que el verdadero objetivo del socialismo no es la felicidad. Hasta ahora la felicidad ha sido un efecto derivado y, por lo que sabemos, puede que siga siéndolo siempre. El verdadero objetivo del socialismo es la fraternidad humana. Ese es el sentimiento generalizado, aunque no acostumbre a decirse, o no se diga lo bastante alto. Los hombres entregan sus vidas a luchas políticas desgarradoras, o los matan en guerras civiles, o los torturan en cárceles secretas de la Gestapo, no con el fin de instaurar un paraíso con calefacción central, aire acondicionado y luz fluorescente, sino porque quieren un mundo en el que los seres humanos se amen los unos a los otros en lugar de engañarse y matarse los unos a los otros.1

Puede que aquel pensamiento de Orwell fuera utópico o que incluso contuviera altas dosis de ingenuidad. Pero el socialismo, tal como lo presentaba –un impulso ético hacia la igualdad y una condena del capitalismo como una forma de la voracidad y del individualismo radical– no podía ser otra cosa. Aunque no siempre lo definió del mismo modo –particularmente en ensayos como El camino a Wigan Pier, sus conceptos de socialismo fueron mucho más variables–, Orwell asumió el socialismo no solo como una idea fuerza en proyección y cambio, sino también como una amplia tradición: el socialismo era un proyecto, una cultura y una tradición político-intelectual. 

Como movimiento político, había sido fundado bajo esa estela. Aunque se lo pretenda presentar como sinónimo de las adscripciones partidarias –particularmente de las socialdemócratas–, el socialismo democrático siempre ha sido algo bien diferente. Desde mediados del siglo xix, con la formación de los primeros partidos socialistas y socialdemócratas, el socialismo fue la causa común que congregó a una diversidad de corrientes que buscaban la transformación social. 

La variedad de «tipos socialistas» recorría todas aquellas organizaciones: los había éticos, marxistas, gremiales, corporativos, estatalistas, libertarios, republicanos y hasta religiosos (judíos, católicos, protestantes). Con partidos de clase y movimientos de masas en auge, el socialismo era a menudo presentado como un fenómeno ético y como una cruzada moral. En un contexto de ese tipo, el «lenguaje socialista» asumía, de hecho, un léxico proveniente de la religiosidad tradicional. Muchos de sus líderes hablaban de las «buenas nuevas del socialismo» o de la «conversión al socialismo» y referían corrientemente al socialismo como «redentor de la humanidad» y como movimiento de «avivamiento de la conciencia». La idea de «llevar luz» e incluso de la «promesa socialista» estaba cargada de imaginarios provenientes no solo de la Ilustración, sino también del discurso religioso en proceso de secularización. En Italia, por ejemplo, Camillo Prampolini recorría pueblos llevando el mensaje del «Evangelio socialista», mientras que en Inglaterra, William Morris –líder de la Federación Socialdemócrata y luego dirigente de la Liga Socialista– convocaba a desarrollar la «religión del socialismo». El Primero de Mayo, la fecha insignia del socialismo, era calificada, en numerosas ocasiones, como la «Pascua de los Trabajadores». Aun cuando tendiera a mostrarse fuertemente anticlerical –un proceso que sería muy visible en algunas formaciones socialistas sobre todo a partir de fines del siglo xix–, no era extraño que el «lenguaje de clase» se mezclara con el de la fe. Como sostuvo el historiador Gareth Stedman Jones, «el socialismo no era simplemente una forma de política (…) Lo que importaba era el terreno social, ya fuera definido en términos de mentalidad (religión, ‘espíritu’, superstición) o práctica diaria (economía, hogar, familia). Dicho de otra manera, su ambición era establecer una nueva religión»2.

Las «creencias socialistas» tenían, además, sus propias imágenes. Los trabajadores –mayoritariamente varones– eran guiados, en la iconografía socialista, por una mujer. A veces, esta representaba a la Libertad y otras a la Fe o a la Justicia. En no pocas de esas ilustraciones, las mujeres llevaban antorchas o banderas rojas y en otras tantas barrían con escobas a capitalistas o destruían a bestias que representaban al orden social de explotación. Esas mujeres anunciaban, en definitiva, el advenimiento de una nueva era para los explotados. Walter Crane, miembro junto con William Morris del movimiento Arts and Crafts [Artes y Oficios] y uno de los principales diseñadores del socialismo (pero también del anarquismo) de fines del siglo xix, representaba, en sus Dibujos por la causa, al «ángel de la justicia» en un cuerpo femenino que se asemejaba a la Marianne francesa. En su ilustración celebratoria para el 1o de Mayo de 1895 podía verse a aquella mujer con una corona de flores de la que colgaban cintas con frases como «Esperanza en el trabajo y alegría en el ocio», «Cooperación y emulación, no competencia», «No al trabajo de los niños», «La causa de los trabajadores es la esperanza de la humanidad» y «Producción para el uso, no para el beneficio». Entre tanto, en otro de sus dibujos, de 1907, los trabajadores movilizados sostenían pancartas con lemas tales como «Votos para varones y mujeres» y «Trabajo y ocio para todos». Los socialistas italianos y los socialdemócratas austríacos también fueron prolíficos en la representación femenina del socialismo. Incluso los socialdemócratas alemanes hicieron lo propio: en la revista de sátira e ilustración Der wahre Jakob [El verdadero Jacob], publicada entre 1879 y 1933 (cuando fue prohibida por el nazismo), esas imágenes eran usuales en sus portadas. Pero el mismo Partido Socialdemócrata de Alemania (spd, por sus siglas en alemán) también hacía uso de ellas. En una tarjeta postal del 1o de mayo de 1914 puede verse a una mujer con gorro frigio exhibiendo un pecho desnudo (algo poco usual, generalmente se las mostraba vestidas) dando la mano a un trabajador. A su alrededor aparecen los retratos de Ferdinand Lassalle, Karl Marx, Wilhelm Liebknecht y August Bebel y el lema: «¡Libertad! ¡Igualdad! Viva la jornada de 8 horas». 

Pero que la imaginería representara a la mujer no quería decir que esta estuviera, dentro del movimiento, en igualdad de condiciones. De hecho, la desigualdad real dentro del socialismo fue un motivo de disputa. Dado que el socialismo trataba de llevar la democracia a todas las esferas de la vida social, no pocas mujeres protestaban contra su situación de subordinación. El resultado fue una paulatina incorporación de sus demandas, así como de publicaciones socialistas propias de las mujeres. Una de ellas fue Die Gleichheit (La Igualdad), perteneciente a la socialdemocracia alemana. Fundada por la sindicalista Emma Ihrer y luego dirigida por Clara Zetkin, la revista –que llevaba el subtítulo «revista para las mujeres y niñas del pueblo trabajador»– publicó entre 1882 y 1923 a destacadas socialistas como Ottilie Baader y Rosa Luxemburg, pero también a August Bebel. Este último fue, de hecho, el autor del famoso libro La mujer y el socialismo (1897), en el que denunció las diferencias entre varones y mujeres y sostuvo la necesidad de que se estableciesen posiciones desde el seno del mundo de los trabajadores. Junto con Magnus Hirschfeld, socialdemócrata y homosexual declarado, fue uno de los dirigentes que intentaron, ya desde fines del siglo xix, la despenalización de esta orientación sexual, entonces considerada como un delito por las autoridades prusianas. El historiador Eric Hobsbawm afirma que el socialismo era el único movimiento que pretendía una transformación del orden social y que contemplaba –aun cuando no siempre la llevara a cabo en su interior– la liberación de fronteras de género. «A diferencia del movimiento progresista pequeñoburgués, (…) el cual virtualmente alardeaba de su machismo, el movimiento obrero socialista procuraba vencer las tendencias que se daban en el seno del proletariado y en otras partes a mantener la desigualdad sexual, aunque no consiguiera tanto como habría deseado»3.

En sus primeros tiempos, sobre todo hacia fines del siglo xix e inicios del siglo xx, ese conjunto de creencias llamado «socialismo» operó de una manera particular. El énfasis en la democracia –buena parte de los denominados «derechos liberales» fueron, en rigor, conquistas socialistas4– les permitía caracterizar y denunciar al capitalismo como un orden desigual e injusto, a la vez que demostrar el encorsetamiento que sufrían las propias instituciones democráticas bajo formaciones económicas que no lo eran. Para los socialistas, la democracia política era un primer paso, pero no era en absoluto suficiente. De ahí que Jean Jaurès declarara en su día que «la democracia es el mínimo de socialismo, el socialismo es el máximo de democracia». La idea de «democracia social» implicaba, de hecho, que el socialismo constituía una fuerza en busca de la democratización de los más diversos espacios sociales. La esfera económica, tal como la veían aquellos hombres y mujeres, distaba mucho de ser democrática. De ahí que se dispusieran a discutir muy seriamente sobre el régimen de propiedad. Una economía en la que los productores no tomaban decisiones respecto de lo producido era, nítidamente, una economía que no respondía a los criterios democráticos básicos. Tal como lo explica Geoff Eley:

mientras los liberales trabajaban conscientemente por la separación de la esfera económica de la política, los socialistas llegaron a ver esa misma separación como una discrepancia debilitante. O, como dijo Jean Jaurès, el líder socialista francés antes de 1914: «Así como todos los ciudadanos ejercen el poder político de manera democrática, en común, también deben ejercer el poder económico en común» (…) Esto –la socialización de la democracia– fue la partida crucial posterior a 1848. En el último tercio del siglo xix, los socialistas desafiaban las definiciones políticas de la democracia con una nueva pregunta: ¿cómo se puede lograr una democracia genuina en una sociedad estructurada fundamentalmente por desigualdades de clase de propiedad, distribución y control?5

La perspectiva socialista implicaba, además, una consecuencia práctica con la causa. Dado que los socialistas constituían algo más que organizaciones políticas, no fue casual que, en aquel momento, algunos de ellos intentaran prefigurar las sociedades democráticas anheladas. En los propios partidos y organizaciones se desarrollaban conciertos, reuniones de lectura y obras de teatro, equipos deportivos (nucleados en sociedades gimnásticas), grupos corales y musicales. Los socialistas favorecían, además, una fraternidad entre camaradas: los médicos socialistas atendían a militantes de manera gratuita, había abogados que representaban a trabajadores y distintos profesionales que se ponían a disposición de los hombres y las mujeres con quienes compartían el ideal. No eran sociedades paralelas, pero en muchos casos podría considerárselas de ese modo. Es cierto que se presentaban a elecciones, combatían en las calles, se manifestaban: todo eso era tan importante como ser, en sí mismos, la expresión viva de lo que deseaban construir. Los partidos socialistas y socialdemócratas no pretendían constituirse como meras máquinas electorales, sino como la expresión de una causa que quería «ganar corazones y mentes». Christophe Prochasson apunta que, al menos en esa etapa, el socialismo debe ser entendido como una cultura6. Recordémoslo: el espíritu del socialismo democrático residía en ser un proyecto de vida antes que un proyecto electoral. 

En un socialismo que era «un conjunto de creencias en busca de su fundamento científico», como lo ha definido Horacio Tarcus, el marxismo calzaba como anillo al dedo. Dado que desde sus inicios este tendió a presentarse como una explicación científica basada en el antagonismo de clases y en una lectura crítica de la economía política, los socialistas ya no solo pudieron argumentar que el socialismo era éticamente superior al capitalismo, sino que, a través del instrumental marxista, también podía probar «científicamente» su necesidad. Las organizaciones socialistas adoptaron esta perspectiva de manera predominante, pero nunca abandonaron las dimensiones éticas y morales que las guiaban. Como afirma el historiador y escritor británico Tony Judt, el marxismo de aquellos socialistas democráticos era, antes que un sistema absolutamente cerrado,

un conjunto de normas y reglas neokantianas autoimpuestas sobre lo que está mal y lo que debería ser, pero dentro de una penumbra científica a efectos de la explicación –para ellos y para los demás– de cómo llegar de aquí a allí con la confianza de que la historia estaba de su lado. (…) Estrictamente hablando, de la versión del capitalismo que da Marx no puede extraerse una razón de por qué el socialismo debería (en un sentido moral) existir.7

Según la posición de Judt, los socialistas democráticos precisaban del marxismo no tanto para reivindicar la socialización de los medios productivos como para dotar de un halo científico a una posición eminentemente ético-política. Afirmarse como anticapitalistas y asegurar que el sistema estaba científicamente condenado a morir no alcanzaba: para convocar a las clases trabajadoras, era necesario invocar una razón moral que explicase por qué algo llamado socialismo sería mejor para los sectores desfavorecidos. Pero para demostrar que el triunfo estaba asegurado y que ellos constituían la «clase elegida», lo precisaban claramente. Aun así, esta posición es solo parcialmente válida. La forma en que el marxismo pregnó las organizaciones socialistas y socialdemócratas tendió a modificar muchos de sus parámetros y las dotó de un ideal que, en muchas ocasiones, pareció ser el mismo socialismo. Buena parte de los socialistas y socialdemócratas eran marxistas convencidos y no socialistas éticos que instrumentalizaban ese saber. Aun así, sus posiciones morales siempre siguieron estando en el fondo de la aspiración y atravesaron con fuerza sus proposiciones políticas.

Si algo caracterizaba a aquellos partidos socialistas era una causa común en una absoluta diversidad. Los socialistas franceses tendían a pensarlo en términos de las tradiciones republicana y democrática, mientras que los austríacos, con el austromarxismo a la cabeza, imaginaban un socialismo que entremezclaba posiciones económicas marxistas con la ética kantiana. Los británicos, por su parte, derivaban su particular socialismo (asociado al Partido Laborista, pero también en sus inicios a la Federación Socialdemócrata y al Laborismo Independiente) de la tradición religiosa «no conformista», de algunos apartados del marxismo, del fabianismo y de escisiones de los whigs. Los alemanes sostenían posiciones a caballo entre el marxismo ortodoxo de Karl Kautsky –quien llegó a ser considerado como el «papa del marxismo»– y posiciones revisionistas como la de Eduard Bernstein, la herencia «nacional» de Ferdinand Lasalle y otras corrientes societalistas. Ya en ese momento –en el apogeo de la Segunda Internacional, entre la década de 1890 y la de 1910– era perceptible que la «identidad socialista» difería entre los partidos hermanos y también dentro de estos (en función de la diversidad de corrientes).

Por muy variables que fueran las consideraciones de los partidos, el socialismo era su seña de identidad. Incluso luego del triunfo de la Revolución Rusa, los partidos y organizaciones socialistas y socialdemócratas continuaron reivindicando el término para sí mismos. Adoptaron compromisos con los sistemas políticos imperantes (llegando incluso, en ocasiones, a gobernar en ellos), sostuvieron posiciones violentamente antagónicas sobre las llamadas «guerras imperialistas» y manifestaron diferencias sobre el nacionalismo y el patriotismo. Pero aun así continuaron afirmando, al menos retóricamente, el socialismo como causa y proyecto. Tanto fue así que la oposición a la Rusia soviética –que fue muy variable según cada partido– no condujo a los socialistas democráticos europeos al abandono del socialismo, sino a su afirmación: debían demostrar que se podía avanzar en una reforma estructural realizada democráticamente y con garantía de libertades. El hecho de que otras tradiciones de izquierda afirmaran que no eran «verdaderamente socialistas» no expresa, en términos de tradición de cultura e identidad, que hubieran dejado de serlo.

Pero la defensa de esa «identidad socialista» no iba a eternizarse. La transformación operada en los partidos socialistas y socialdemócratas durante la segunda posguerra marcó un vuelco en el sentido del significante «socialista» dentro de esas organizaciones. Hasta entonces, aquellos partidos podían ser calificados como socialistas, en tanto todas sus tendencias se reivindicaban como tales, sin importar las diferencias –a veces muy acentuadas– que hubiera entre ellas8. Pero desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, ya no todas las corrientes reivindicaban el significante «socialista» en sus viejos fundamentos. Nuevas tendencias atravesaban los partidos desde posiciones más centristas e institucionalistas, en consonancia con las nuevas proyecciones de partidos que se transformaban en organizaciones de gobierno (e incluso de Estado). Es estrictamente cierto que, si se asume el concepto de «socialismo» como un significante débil, buena parte de los miembros de esas organizaciones continuaron, en última instancia, definiéndose como tales. Pero si se lo asocia a un tipo de proyecto político determinado –ligado a una determinada cultura–, resulta evidente que buena parte de aquellas organizaciones pasaron, según la vieja formulación de un destacado miembro del laborismo británico, de ser «partidos socialistas» a ser «partidos con socialistas»9. La conclusión era lógica: la vieja casa socialdemócrata albergó, desde entonces, a tendencias que, si bien valoraban la antigua tradición y las luchas pasadas, no se reconocían ya en el proyecto de transformación poscapitalista y de socialización a través de un proceso de permanente democratización mediante una sucesión de reformas. Aunque la socialdemocracia siempre ha sido una identidad en disputa, los grupos que la disputaban ya no eran solo socialistas en los antiguos términos: convivían liberal-progresistas, reformistas radicales e igualitaristas moderados, entre muchas otras tendencias. El socialismo democrático siguió estando allí, pero no solo allí. 

Quienes dentro de esos partidos reivindicaban la vieja tradición estaban disputando ya no solo su carácter, sino el propio carácter de la idea socialista. Aun cuando muchos continuaran utilizando ese significante de modo muy amplio, lo que los militantes de la izquierda socialdemócrata pretendían advertir era la progresiva modificación del proyecto declamado bajo el nombre «socialismo». Aun intentando escapar de una posición esencialista, querían reivindicar para sí una idea de socialismo en sentido fuerte, y no meramente como una adscripción general a unos principios básicos (igualdad, democracia, solidaridad). Para quienes iban ubicándose en el margen izquierdo de los partidos socialdemócratas y socialistas, el reino de la fraternidad continuaba siendo imposible en el capitalismo y, aun con su oposición a los regímenes del socialismo real de tipo soviético, su reivindicación del significante «socialismo» poseía un sentido más profundo que el de un mero concepto flotante que podía ser utilizado solo sobre la base de unos criterios muy amplios. Estos socialistas democráticos de izquierda defendían el viejo credo. Cuando hablaban de socialismo (aun de modos distintos también ellos), seguían advirtiendo que el significante, en el sentido de su tradición histórica, solo tenía sentido en términos de un horizonte poscapitalista, de una idea de democratización de la sociedad y de un anclaje en sectores sociales a los que unificaban como «clase trabajadora». Si la expresión «socialismo democrático» en boca de parte de las bases y las dirigencias partidarias socialdemócratas expresaba una idea muy general, en la de los socialdemócratas de izquierda que formaban parte de esas mismas organizaciones quería decir algo bien concreto: la adscripción a la vieja causa y a su cultura. Estos socialdemócratas de izquierda seguían pensando en términos de propiedad, socialización y clase. El sentido que le dieron a la idea socialista democrática fue, por ende, muy distinto al que le dieron buena parte de esas organizaciones y sus dirigencias. 

La expresión «partidos con socialistas» permite destacar la diferencia entre socialismo democrático (en sentido fuerte y clásico) y socialdemocracia. Los socialistas pueden formar parte de los partidos socialdemócratas, pero no todos (ni la mayoría) los que forman parte de los partidos socialdemócratas son socialistas. El desglose de estos conceptos es importante. Los socialistas reivindican una cultura amplia pero con unos fundamentos últimos heredados del viejo proyecto. Pueden participar de la socialdemocracia, pero rescatan y poseen figuras que no han pertenecido jamás a ella. No compran el paquete completo ni asumen su posición como la de una adscripción partidaria. 

Durante buena parte del siglo xx, el socialismo democrático actuó, sobre todo en Europa occidental, dentro de partidos socialdemócratas, aunque también incidió en otro tipo de organizaciones. No todos los socialistas democráticos provenían de la vieja tradición socialdemócrata: muchos de ellos eran hombres y mujeres que llegaban desde los partidos comunistas occidentales, mientras que algunos otros provenían también de las filas del liberalismo. 

Si bien el socialismo democrático stricto sensu ya constituía una tradición, no es menos cierto que numerosos hombres y mujeres de distintos espacios aportaron ideas, argumentos y batallas que podían sostenerse bajo el mismo apelativo, aun cuando no significaran lo mismo ni integraran la misma cultura. Cuando esto sucede, los conceptos se resignifican, y apelativos como «socialismo democrático» (pero también «socialismo» a secas) amplían su dimensión histórica y cultural. El socialismo democrático forma parte, como muchas otras tradiciones, de más de una familia partidaria: si su nacimiento se ligó a los primeros partidos socialistas y socialdemócratas, su desarrollo lo vinculó también a otras familias de la izquierda con la que, en muchas ocasiones, tendió a coincidir. ¿Cuántas y cuántos se reivindicaron, durante los tiempos de la Guerra Fría, de ese modo? ¿Por qué personajes como Robert Havemann, el famoso disidente de izquierda de la República Democrática Alemana, pedía un «socialismo democrático» partiendo de interpretaciones en las que podían convivir las ideas de Rosa Luxemburgo y el Chile de Salvador Allende con la crítica de las perversiones totalitarias que se vivían en su país? ¿No sucedía lo mismo con pensadores como Adam Schaff, o con las críticas que movilizaron el ánimo de muchas ciudadanas y ciudadanos en la Checoslovaquia comunista que en 1968 pedía un «socialismo con rostro humano»? ¿Y por qué no incluir en esa amplia corriente en búsqueda de un socialismo democrático y liberador a quienes, en Occidente, movilizados frente al estalinismo pero reacios a aceptar también la socialdemocracia, emprendieron caminos de renovación del socialismo? 

Al menos en parte del movimiento conocido como Nueva Izquierda, la crítica del estalinismo y la reintroducción de las ideas de Karl Korsch, Ernst Bloch y Rosa Luxemburgo, así como la recuperación de la tradición radical, habilitaron la configuración de una idea socialista que apelaba a la democracia como concepto fuerte. Las nuevas lecturas de Antonio Gramsci esbozadas dentro del Partido Comunista Italiano, pero también por parte de una intelectualidad ubicada en el «socialismo liberal» –de la cual Norberto Bobbio10 fue un representante esencial–, constituyeron también un espacio de avance hacia socialismos democráticos de nuevo tipo.

En definitiva, grupos pertenecientes a la frontera del marxismo contribuyeron a una renovación socialista en la que la democracia ya no era vista como una «rémora burguesa», aunque tampoco era asumida en la dimensión puramente institucionalista que dominaba a los partidos socialdemócratas. Es cierto que este tipo de «socialismo democrático» no era simétrico al de los que, bajo ese apelativo, seguían actuando en el margen izquierdo de los partidos socialdemócratas, pero es igualmente cierto que, encontrándose en las calles y en no pocas publicaciones, se vinculó a él y permeó su cultura. Uno de los aspectos sustanciales que llevó a una relación directa entre ambas corrientes fue el rechazo del «campismo» –una posición según la cual las diferentes izquierdas debían sostener una «afinidad electiva» con el universo soviético y callar sus críticas hacia él, so pretexto de «no aportar argumentos al enemigo de clase»–. Además, las preocupaciones por nuevas agendas, como la ecológica y la de género, también acercaron al campo del marxismo crítico y al de los socialistas democráticos de izquierda que aún actuaban en la socialdemocracia. El entusiasmo con los procesos latinoamericanos –primero con la Revolución Cubana, luego con el proceso socialista de Allende– también los vinculó, aunque en algunos de esos casos se llevaran no pocas decepciones. Si bien las relaciones entre «Nueva Izquierda», «comunistas disidentes» y «socialdemócratas de izquierda» no fueron similares en todos los países, es cierto que favorecieron nuevas posibilidades de reactualización demosocialista. Un caso notorio es el de Estados Unidos, donde una muy alicaída tradición desarrollada por Eugene Debs a inicios del siglo xx fue reconfigurada a partir de la creación del partido Socialistas Democráticos de América a inicios de la década de 1980. Aunque se lo ha considerado (y no sin razón) como un partido socialdemócrata, es sintomático que fuera la derivación tanto de corrientes trotskistas (particularmente, de la corriente dirigida por Max Shachtman), de tendencias socialdemócratas (provenientes del Comité Organizador del Socialismo Democrático) y de la Nueva Izquierda socialista, feminista y proderechos civiles organizada en el Nuevo Movimiento Estadounidense (New American Movement, liderado por la «comunista crítica» Dorothy Healey). Su fundador, Michael Harrington –autor, entre otros trabajos, del afamado libro The Other America [Los otros Estados Unidos], era un personaje peculiar: había comenzado militando en el grupo de izquierda cristiano The Catholic Worker [El Trabajador Católico], había pasado por las filas del trotskismo y luego había desarrollado su propia perspectiva socialista democrática. En eeuu, estas ideas entroncaban bien con una tradición precedente: la de la izquierda nucleada alrededor de la revista Dissent, nacida en la década de 1950 de la mano de Irving Howe y Lewis Coser, así como de un buen número de emigrantes europeos entre los que se destacaban prominentes feministas, socialistas y liberales de izquierda. 

Lo que en eeuu y en Europa occidental unió durante muchos años a socialistas de distinto tipo fue la búsqueda de un modelo alternativo, tanto al socialismo de tipo soviético como al capitalismo. En la idea de «democracia socialista» estaba presente el impulso por una serie de «reformas fuertes» (tal la expresión de los comunistas italianos) o de «reformas estructurales» (como las denominó Ralph Miliband). Los socialdemócratas de izquierda se veían atraídos por esa perspectiva, en tanto disputaban, dentro de sus propios partidos, por avances más significativos que los que se generaban bajo sus gobiernos. Esos socialdemócratas de izquierda, que seguían reivindicando el periodo fundacional aunque no se circunscribieran a él, alentaban el desarrollo de «algo más» que el Estado de Bienestar. En términos estrictos, seguían creyendo en la contradicción de clase, aun cuando consideraran que las instituciones democráticas formales eran el mejor espacio para avanzar (además de considerar que ellas mismas habían sido una conquista de los propios socialistas).

Tras la caída de la Unión Soviética, para los socialistas democráticos que aún luchaban por un «reformismo estructural» y que formaban parte de los partidos socialdemócratas, la tarea se hizo aún más difícil. La aceptación del consenso liberal y la adopción por parte de las dirigencias del liberal-progresismo o del social-liberalismo dejaron su crítica y su acción en la marginalidad. Su posición llegó a ser más periférica que la que habían detentado en los años del consenso de posguerra –una época de reformas en las que la reivindicación «socialista fuerte» seguía haciendo mella, dado que en los partidos socialdemócratas se hablaba todavía y muy seriamente de «propiedad pública»–. Siguieron, como un tábano molesto, disputando el significante «socialdemócrata» dentro de los partidos, y para ello se vieron obligados a defender (ya lo habían hecho antes) muchas de las conquistas del Estado de Bienestar cual si ese fuese su programa, cuando este estaba siendo desmantelado. Su rol, pese a su derrota en esos años, no debe ser desdeñado. Pese a ello, el significante «socialdemócrata» comenzó a ser cada vez más nítidamente asociado al liberalismo progresista. Por su parte, los socialistas de izquierda que estaban fuera de los partidos socialdemócratas y pertenecían a otras corrientes y tradiciones como las de la Nueva Izquierda también fueron blanco de ataques y de críticas. Su posición política se había basado en la renovación socialista frente al Este dictatorial y burocrático y al Occidente capitalista, pero aun así se los consideró como los representantes de la «antesala de modelos autoritarios» o como meros utópicos. 

A mediados de la década de 1990, en medio de aquel clima de decepción generalizada en las izquierdas, se publicó el libro póstumo del crítico social marxista Ralph Miliband: Socialismo para una época de escépticos11. Con la mirada puesta en las posibilidades de reactualizar la lógica de construcción de un socialismo radical, Miliband –que era uno de los máximos representantes de la New Left y que había criticado duramente tanto al estalinismo como al llamado «socialismo parlamentario» del Partido Laborista– apostaba por una perspectiva de «reformismo estructural», reconciliaba pensamientos como los de Kautsky y Rosa Luxemburgo en pos de una «democracia socialista» y, aunque marcaba los límites de la política del reformismo, aseguraba que hasta la década de 1980 en muchos partidos socialdemócratas europeos todavía se discutían seriamente asuntos como la propiedad pública (exhibiendo los casos del Plan Meidner en Suecia y del Programa Común de socialdemócratas y comunistas franceses). En su libro, que seguía a pie juntillas los postulados «socialistas fuertes» que siempre lo habían caracterizado, aseguraba que el deslizamiento a la derecha de buena parte de los partidos socialdemócratas y la asunción generalizada del «social-liberalismo» no podrían ser discutidos solo desde fuera de ella. 

Miliband definía la socialdemocracia, con mucha justicia, como lo que era: una identidad en disputa. «Los partidos socialdemócratas siempre han sido campos de batalla entre líderes moderados y sus críticos de izquierda. Esta lucha corrientemente ha tenido como resultado la victoria de los líderes, aunque no sin haber tenido que hacer concesiones a sus oponentes», escribía. Y luego, en busca de la rearticulación del proyecto socialista, aseguraba que «la socialdemocracia de izquierda representa una posición alrededor de la cual podrían reunirse al menos algunas otras corrientes del espectro de la izquierda sin abandonar su posición distintiva. Sin lugar a dudas, siempre habrá personas a la derecha y a la izquierda del reformismo de izquierda que elegirán expresar sus compromisos a su manera y en sus propias formaciones separadas; y lo que suceda a los partidos socialdemócratas debe depender, en gran parte, del estado de la izquierda fuera de ellos»12. Para Miliband, que no era socialdemócrata, no todo estaba perdido en la socialdemocracia tras el auge del nuevo consenso liberal.

En términos estrictos, las posiciones de Miliband evidenciaban esa relación difícil pero sostenida entre la cultura de la Nueva Izquierda y la de los socialistas democráticos de izquierda que sí se consideraban socialdemócratas. Desde aquel momento, algunas cosas han cambiado. Nuevas luchas a la izquierda de la socialdemocracia han habilitado, como preveía el propio Miliband, giros a la izquierda dentro de la socialdemocracia misma, pero también se han verificado estructuras muy sólidamente constituidas que, aunque tengan dentro sus críticos socialistas, resultan muy difíciles de atravesar. El centrismo político y el social-liberalismo parecen instalados, aun cuando los conatos de cultura socialista clásica sigan disputando el carácter identitario del espacio socialdemócrata. Fuera de ella, opciones «más a la izquierda» han habilitado en algunos casos transformaciones o pactos coalicionales. La pregunta es, sin embargo, si la apuesta socialista es posible, si tiene todavía sentido argumentar en su favor, si la tradición socialista democrática en un sentido amplio puede ser útil en estos tiempos.

Además de un conglomerado de ideas y posiciones articuladas en partidos y grupos políticos diversos, el socialismo democrático ha sido también una corriente de opinión en busca de un sujeto. A fines del siglo xix, William Morris creía que la verdadera tarea de los socialistas era, simplemente, la de «hacer socialistas». Dado que, aun aspirando a la transformación social y a la toma de decisiones políticas, no pensaba en el desarrollo de un culto estatalista, sino en la creación de una nueva organización societal que debía nacer desde la propia base ciudadana, sabía que era necesario reforzar vínculos y crear comunidad con la mayoría de los postergados. Lejos de la autoafirmación de una identidad cerrada, la pretensión era dar rienda a discursos societales amplios, con ejes que pudieran concitar la atención de personas muy diversas. 

En muchas formaciones políticas, pero también en espacios comunitarios e intelectuales, sigue habiendo personas que buscan un proyecto socialista que recupere aspectos de las viejas tradiciones y que sea capaz, al mismo tiempo, de esbozar nuevos futuros. La morfología social es diferente y las demandas también lo son, pero la aspiración puede seguir en pie. Tanto en los viejos partidos socialistas y socialdemócratas, como en los desprendimientos humanistas y libertarios de la vieja tradición marxista, así como en formaciones más híbridas pertenecientes a otras ramas de la izquierda, hay mujeres y hombres que aspiran a algo más que un sistema cerrado o una mera afirmación de pertenencia partidaria. 

Volver a hablar de «socialismo democrático» (pero también de socialismo a secas) y dotar de historicidad a ese significante puede ser un paso posible en un mundo en el que esa tradición pareció, en ocasiones, demasiado ocluida por otros conceptos fuertes. Hace pocos años, uno de los principales dirigentes de un viejo partido de corte socialdemócrata esbozó las principales características del programa político que pretendía llevar adelante. Se trataba de un programa que solo por la timidez a la que ese espacio se ha acostumbrado podía ser calificado de radical. Al finalizar su discurso, el hombre miró a la audiencia y dijo: «En este partido ya no tienen que susurrar su nombre: se llama socialismo»13.A veces queda más lejos el mundo por ganar que las tradiciones por recuperar. El socialismo siempre supo mucho de ello.

  • 1.

    G. Orwell: Ensayos, Debate, Barcelona, 2013.

  • 2.

    G. Stedman Jones: «Religion and the Origins of Socialism» en Ira Katznelson y G. Stedman Jones (eds.): Religion and the Political Imagination, Cambridge UP, Nueva York, 2010.

  • 3.

    E. Hobsbawm: «El hombre y la mujer: imágenes a la izquierda» en Gente poco corriente. Resistencia, rebelión y jazz, Crítica, Barcelona, 1999.

  • 4.

    Ver Adam Sacks: «Socialists Fought For and Won Our Basic Democratic Rights» en Jacobin, 8/2020.

  • 5.

    G. Eley: Forging Democracy: The History of the Left in Europe, 1850-2000, Oxford UP, Oxford, 2002.

  • 6.

    C. Prochasson: «El socialismo, una cultura» en Nueva Sociedad Nº 294, 7-8/2021, disponible en www.nuso.org.

  • 7.

    T. Judt y Timothy Snyder: Pensar el siglo XX, Taurus, Ciudad de México, 2012.

  • 8.

    Debe recordarse que, incluso en el periodo de entreguerras, buena parte de los comunistas europeos se veían a sí mismos no solo como «aliados de la Rusia Soviética», sino también como una variante de la familia socialista del cambio de siglo que pretendía representar el «verdadero socialismo».

  • 9.

    La expresión corresponde a Anthony Benn. En rigor, Benn la aplicaba para definir al Partido Laborista Británico y consideraba que siempre había sido un «partido con socialistas» y no un «partido socialista».

  • 10.

    Aunque Bobbio suele ser presentado solo como un socialista liberal del espectro socialdemócrata (y esto es en buena medida cierto), sus contribuciones teóricas lo llevaron a dialogar de manera fecunda con socialistas marxistas de la Nueva Izquierda. Su debate con Perry Anderson en la New Left Review y las posiciones (a menudo laudatorias) de Terry Eagleton sobre su trabajo y algunas de sus ideas socialistas son un ejemplo de ello. En tal sentido, su obra no se circunscribe a la recuperación social-liberal, sino también a otras lecturas.

  • 11.

    Siglo Veintiuno, Ciudad de México, 1997.

  • 12.

    R. Miliband: ob. cit.

  • 13.

    Discurso de John McDonnell en la conferencia anual del Partido Laborista, Liverpool, 2016, disponible en Labour Policy Forum, 26/8/2016.

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