Opinión
noviembre 2020

¿Qué esperar del rol de México en el Consejo de Seguridad de la ONU?

México volverá a ocupar un lugar en el Consejo de Seguridad de la ONU. Su rol puede ser clave pero dependerá de numerosos factores externos. La situación global tiene puntos evidentes de tensión y se precisan mediadores hábiles.

¿Qué esperar del rol de México en el Consejo de Seguridad de la ONU?

Después de 10 años y por quinta ocasión, México vuelve a ocupar un asiento no permanente en la mesa del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el principal órgano ejecutivo del sistema multilateral y el único con autoridad para tomar decisiones vinculantes en materia de paz y seguridad. A lo largo del siglo XX, la presencia mexicana en el Consejo de seguridad fue esporádica, escasa y de carácter circunstancial. Bajo el argumento de que era mejor mantenerse al margen de conflictos ajenos y evitar colocarse en la disyuntiva de confrontar o ceder frente a Estados Unidos, en un lapso de 55 años México solo participó en dos ocasiones (1946 y 1980-1981) de este organismo. Este minimalismo participativo contrasta con el activismo de otros países grandes y medianos de América Latina como Brasil, Argentina y Colombia, que en esos mismos años tuvieron ocho, siete y cinco participaciones, respectivamente. Si se observa la próxima membresía mexicana con perspectiva histórica y comparativa y se suma a las dos últimas en 2002-2003 y 2009-2010, se constata el giro de posición que ha dado el país en lo que va de este siglo: del abstencionismo a una actitud participativa, deliberada y frecuente.

En 2011, cuando México planteó su candidatura latinoamericana para el bienio 2021-2022, nadie anticipaba que el multilateralismo liberal entraría en su peor crisis en 75 años y, mucho menos, que enfrentaría una situación global tan amenazante y anómala como la de la emergencia sanitaria, social y económica del covid-19. La decisión del actual gobierno de ratificar la candidatura en lugar de desmarcarse de gobiernos anteriores y quedarse en casa para no exponerse al huracán Trump, se explica en parte por el saldo de lecciones y destrezas aprendidas en el círculo rojo de la diplomacia mexicana durante las dos experiencias previas dentro del Consejo de Seguridad, en circunstancias complejas. La primera, en 2003, cuando el país se opuso, junto a Chile y Francia, a la propuesta de resolución angloestadounidense en favor de la intervención militar en Irak, con costos manejables en la relación con Estados Unidos. La segunda, en 2010, cuando ocupó la presidencia del Consejo en medio de graves incidentes militares en Medio Oriente (Turquía e Israel) y el Pacífico (entre las dos Coreas), y dificultades serias en las negociaciones para una nueva ronda de sanciones contra Irán. El principal aprendizaje fue que, con una diplomacia profesional en el rol de mediador y facilitador de consensos en situaciones de parálisis o polarización multilateral, era posible tener una presencia activa e independiente dentro del Consejo de Seguridad sin contaminar el tablero bilateral. Otro papel era el de articulador de coaliciones normativas con países afines en torno a valores, principios o causas. Dos nichos por labrar.

De entrada, el saque de la diplomacia mexicana le ha dado fichas para jugar. El país ingresa con el aval de haber obtenido más votos que los otros compañeros de viaje electos en la Asamblea General (India, Irlanda, Noruega y Kenia) y con espacios de articulación y movilidad multilateral por su elección simultánea en el Consejo Económico y Social (ECOSOC) para vincular temas de desarrollo y seguridad. En esta ocasión, la rotación en uno de los dos asientos temporales reservados al Grupo de Países de América Latina y el Caribe (GRULAC) con la salida de República Dominicana y el ingreso México, tiene el significado geopolítico adicional de recalibrar el peso de la presencia de la región en el Consejo que, durante 2020, recayó en dos países del Caribe que participaban por primera vez. En el frente interno llega con el respaldo de todas las fuerzas políticas en el Senado y la convicción transexenal de tres gobiernos de partidos distintos sobre la necesidad de normalizar, con mayor regularidad y frecuencia, la presencia en este selecto club. Además, México cuenta con un largo historial de diplomacia multilateral y un servicio exterior profesional (pequeño, pero con experiencia de equilibrista), con una candidatura planeada y consultada y, por último, llega al Consejo habiendo cerrado el compás de incertidumbre económica con la entrada en vigor del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC) en sustitución del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

Sin embargo, este mismo año la trayectoria multilateral mexicana ha tenido altibajos con reveses serios, inconsistencias y ausencias ostensibles. Perdió la candidatura para presidir la Organización Mundial del Comercio (OMC) por falta de apoyo regional, además de insuficiente legitimidad al romper con la norma no escrita de rotación regional y no encontró suficiente eco en la región para evitar la reelección de Luis Almagro como Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), quedando del lado de la minoría en desacuerdo con la elección del estadounidense Mauricio Claver-Carone a la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) que rompió el pacto fundacional de dicha institución. La abstención mexicana en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU para extender el mandato de la misión que investiga las violaciones de derechos humanos en Venezuela a raíz del duro informe de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, envió una señal de falta de compromiso. Los distintos espacios políticos latinoamericanos –heterogéneos, divididos y fragmentados entre derechas e izquierdas–, observan el retorno de México al Consejo de Seguridad con una mezcla de expectación, escepticismo y, sobre todo, de incomprensión cabal del momento por el que atraviesa la política exterior del país. Hay razones para el desconcierto y la cautela.

Este desconcierto invita a preguntarse acerca de los alcances y límites de la política exterior de México como potencia regional y como poder normativo emergente, dos categorías que la academia en relaciones internacionales suele utilizar en el análisis de países de estatura similar. El primer rol exige peso, liderazgo y amigos en la región. El segundo exige persuasión extrarregional y autoridad moral en las causas a promover. México es, sin duda, un jugador de peso medio con credenciales de mediación y gestión multilateral como para asumir un papel constructivo en la gestación de acuerdos mínimos en temas globales específicos. Pero, en medio de la inusual incertidumbre que se avecina en todos los frentes, empezando con lo caótico del proceso electoral en Estados Unidos y la prolongación indefinida de la pandemia, ¿cuáles son los márgenes de maniobra que se vislumbran para México dentro del Consejo de Seguridad en los próximos dos años? ¿Cuáles son sus preocupaciones, posiciones y aliados frente a la compleja y dinámica agenda de seguridad global?

Entre incertidumbres, paradojas y contradicciones

Olga Pellicer, internacionalista mexicana, apunta con agudeza que para los países periféricos pertenecer al Consejo de Seguridad no tiene un valor en sí mismo, a menos que se cumplan dos condiciones: primero, que las divisiones entre los miembros con poder de veto no paralicen por completo su capacidad para tomar decisiones y actuar en consecuencia y, segundo, que haya suficiente habilidad diplomática y atención sostenida para aprovechar los variables márgenes de acción que ofrezcan distintas coyunturas para avanzar posiciones en sintonía con los objetivos generales de la política exterior. Para México, el meollo del asunto es que ninguna de estas condiciones está presente a cabalidad, al menos por ahora. Pasemos revista a las condiciones a escala global, regional y nacional que acotan los márgenes de acción y complican la toma de decisiones para una actuación decidida de México en el Consejo con cierta relevancia para los temas de la agenda de seguridad latinoamericana.

El panorama internacional para el bienio 2021-2022 se perfila como uno de los más turbulentos desde el fin de la Guerra Fría. No solo porque los saldos de la emergencia sanitaria y del hundimiento de la economía mundial en pobreza, desigualdad, desempleo, hambre, desplazamiento, malestar social e inestabilidad política se sentirán con fuerza en todos los rincones del orbe y muy especialmente en América Latina y el Caribe, sino por sus consecuencias geopolíticas en la escalada de las tensiones y la rivalidad entre Estados Unidos y China. La competencia mundial por medicamentos, vacunas, inversiones y recursos para el desarrollo se recrudecerá junto con los conflictos internos, la inseguridad, los cierres de fronteras, los controles migratorios y el proteccionismo comercial y financiero. Gobiernos y líderes políticos estarán ensimismados atendiendo sus respectivas emergencias sanitarias y recesiones económicas, mientras que la precarización de las condiciones sociales en muchos países hará que sus ciudadanos demanden políticas proteccionistas de «sálvense quien pueda». Se avizoran tiempos poco solidarios a pesar de que la coordinación multilateral será más necesaria que nunca ante la incapacidad de los estados para controlar y atender la situación. La sacudida de la pandemia bien podría acelerar la erosión del multilateralismo o, por el contrario, servir de acicate para el surgimiento de coaliciones en su defensa.

De lo que no hay duda es de que el Consejo de Seguridad se verá obligado a ampliar su agenda como ocurrió en la década de 1990, pero ahora con una capacidad decisoria muy mermada. En aquel momento, el mundo salía de la Guerra Fría facilitando la acción colectiva entre las grandes potencias con poder de veto (P5), mientras que hoy entra de lleno a una nueva era de confrontación bipolar que agudiza la inoperancia del Consejo. Desde el estallido de la guerra en Siria en 2011, la recurrencia en el uso del veto ha paralizado la toma de decisiones impidiendo la adopción de acciones sustantivas frente a los conflictos de larga data en Medio Oriente, África y Asia y al problema nuclear en Irán y Corea del Norte. La situación empeoró en 2014 por el conflicto entre Rusia y Ucrania, en 2017 por el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y las dudas de Trump sobre las alianzas militares con Japón y Europa, en 2018 con la salida de Estados Unidos del acuerdo nuclear con Irán y la escalada de la guerra comercial con China y, en 2020, por las tensiones geopolíticas que generó el origen de la pandemia, su gestión y el papel de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

La principal causa de discordia dentro del P5 siguen siendo los conflictos en Medio Oriente entre Israel y Palestina, Siria y, ahora, Yemen. La evidencia de la espiral de bloqueo y parálisis es clara: el número de vetos aumentó de 14 registrados en el decenio 2001-2010 a 23 en la segunda década de este siglo. Cuatro fueron de Estados Unidos y el resto de China y Rusia. Dos precisiones aclaran el tipo de alineamientos y reacomodamientos en el interior del Consejo de Seguridad. Mientras que todos los vetos de Estado Unidos fueron unilaterales sin ningún voto a favor ni abstenciones en una trama de «solo frente al resto», China y Rusia presentaron diez vetos coincidentes y, en un número idéntico de ocasiones, estuvieron acompañados por el voto a favor de algún miembro no permanente –específicamente Venezuela, Bolivia y Sudáfrica–, además de que en el 80% de los casos hubo abstenciones. La distribución geográfica y temática de los vetos apunta a que los focos de tensión son Medio Oriente (78,4%), Europa central (13%), América Latina (4,3%) y terrorismo (4,3%). Venezuela es el único caso latinoamericano en el que prima la discordia al interior del P5 y ha sido objeto de vetos.

Sirva también de muestra el dato de que, por el número de decisiones formales tomadas, 2019 fue el año menos productivo del Consejo desde 1991. El problema, entonces, no es solo la confrontación entre dos bloques, sino las fracturas al interior del bloque occidental y en el eje Norte-Sur. El endurecimiento de la posición estadounidense y sus decisiones unilaterales en asuntos tan variados como cambio climático, la Corte Penal Internacional y Venezuela, lo aleja de sus aliados europeos con poder de veto, al igual que del conjunto de miembros no permanentes (E10), obstaculizando los acuerdos al momento de delinear los mandatos de comités de sanciones, misiones de paz y acciones humanitarias. La paradoja que mejor ilustra los problemas que hoy aquejan al Consejo de Seguridad es que este órgano diseñado para responder con rapidez y eficacia a situaciones de crisis es, precisamente, el que más ha tardado en reaccionar frente a la pandemia. La discordia entre Estados Unidos y China sobre la OMS llevó a que el Consejo tardara de marzo a julio para emitir su primera resolución sobre este asunto, apoyando el llamado del Secretario General de la ONU a un cese al fuego global por 90 días para controlar la crisis de salud y sus repercusiones en zonas de conflicto. A la fecha la resolución no ha tenido efectos prácticos ni se le ha dado seguimiento. En algunos casos, como en Colombia, una de las partes en conflicto la apoyó sin que la contraparte aceptara la oferta; en Ucrania ambos bandos la apoyan retóricamente sin dejar de pelear; en otros conflictos las partes han declarado tregua sin aludir a la resolución (Tailandia) y, en otros, la intención de sumarse sigue sin concretarse por la ausencia de asistencia en mediación y medidas de confianza (Camerún y Yemen).

La situación podría empeorar o atemperarse en función del resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Los escenarios de corto y mediano plazo sobre el derrotero que seguirá la política exterior estadounidense dependerán de quién resulte electo y de las condiciones en las que lo haga, sin descartar un posible conflicto poselectoral que pudiera provocar cierto impasse gubernamental en el núcleo del poder mundial al arranque de la próxima administración, o situaciones de gobierno dividido, sea republicano o demócrata, con los subsecuentes jaloneos entre el Ejecutivo y el Congreso. Incluso en el escenario más promisorio del retorno franco de Estados Unidos como líder del multilateralismo liberal bajo una presidencia demócrata con mayorías legislativas, tomará tiempo y fuertes dosis de capital político revertir las secuelas de desorden, desconfianza, pérdida de credibilidad y autoridad moral que deja Trump. La sociedad estadounidense seguirá altamente temerosa de China y Rusia, profundamente dividida en temas clave de la agenda de seguridad global como uso de la fuerza, tráfico de armas, antiterrorismo, control de drogas y ayuda humanitaria y, de prolongarse la pandemia, más recelosa que solidaria, dejando vacíos de liderazgo que ocuparán otros actores como China, la Unión Europea o países del Sur Global.

Así pues, el desenlace de la trama electoral y los impactos geopolíticos de la pandemia determinarán la dinámica dentro del Consejo, las posibles coaliciones temáticas entre los miembros permanentes y no permanentes y los márgenes de maniobra de estos últimos en los próximos dos años. Un segundo mandato de Trump, sin constreñimientos electorales y mayoría en el Senado, profundizaría las tensiones con China y Rusia, ahondaría la fractura atlántica, escalaría el conflicto con Irán, impulsaría sanciones a Venezuela, vetaría iniciativas en favor de la solución de dos Estados al conflicto Israel-Palestina y seguiría jugando con la vía unilateral frente a Corea del Norte. La salida definitiva de la OMS dificultaría la coordinación mundial en los temas de salud y seguridad. En el escenario de un triunfo de Biden, habría un ambiente menos tenso con el regreso de la diplomacia profesional, el compromiso abierto con el multilateralismo, el reequilibrio de posiciones en Medio Oriente, el reacercamiento con los aliados y el reingreso al acuerdo nuclear con Irán, el Acuerdo de París, el Consejo de Derechos Humanos y la OMS. Nada de esto reducirá la competencia hegemónica con China ni las tensiones con Rusia. En ningún escenario la posición de México será cómoda, aunque por razones distintas. Con Trump, porque la polarización podría contaminar los órganos subsidiarios y temáticas de mayor interés para México como tráfico de armas y nexos entre crimen organizado y terrorismo. Con Biden, si bien habría mayores convergencias y espacios en lo multilateral, en lo bilateral se enfriaría la interlocución política, al menos temporalmente, por el malestar que provocaron en el bando demócrata las muestras de cercanía de Andrés Manuel López Obrador con Trump durante su visita a Washington en ocasión de la entrada en vigor del TMEC. El interés demócrata por los derechos humanos, las condiciones laborales y el medio ambiente en México podrían ser motivo de desencuentros.

En el tablero regional latinoamericano, la pandemia ha golpeado con tal fuerza que la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) pronostica una caída del PIB de 9,1% y 45,4 millones más de pobres en 2020, con posibles escenarios de crisis humanitarias, malestar social, inestabilidad política y espiral de las violencias que pudieran llamar la atención por parte del Consejo. El problema para México es que operará en un ambiente regional de extrema fragmentación, polarización en ascenso, erosión de los mecanismos de concertación e ideologización de las políticas exteriores latinoamericanas. Todo esto con la sensación de estar en minoría o semiaislado, con pocos espacios de convergencia para armar coaliciones, escaso de amigos y simpatías fuera del Caribe, y sin el apuntalamiento de una interlocución fluida al más alto nivel entre presidentes y cancilleres, a excepción de Argentina. Aunque la candidatura mexicana al Consejo de Seguridad se logró con el apoyo unánime del GRULAC por la normalización de la práctica de respetar las candidaturas anunciadas y gestionadas con anticipación, persisten diferencias con la región en torno a la crisis crónica en Venezuela por el deslinde de México del Grupo de Lima, su silencio en el tema de los derechos humanos y el estancamiento del llamado Mecanismo de Montevideo. En Bolivia, la posición mexicana frente a la salida forzada de Evo Morales como golpe de estado técnico y el asilo otorgado al ex presidente, derivó en fricciones diplomáticas con el gobierno de transición y acusaciones mutuas en la OEA. La relación con los países de la Alianza del Pacífico (AP) ha perdido prioridad para México por el cambio de énfasis en su agenda regional (de lo comercial al desarrollo social), además de la disonancia entre gobiernos con ideologías distintas. La inasistencia de López Obrador a las cumbres de la AP, incluso a las virtuales, es indicativa de este alejamiento y de un déficit intrarregional de interlocución política de alto nivel que, por mero contraste con la presencia presidencial en otros foros como el G20 y el diálogo bilateral con Estados Unidos, manda señales de desatención y descortesía.

En la actualidad no existen canales institucionales funcionales de articulación con los países de la región más allá de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), donde la presidencia pro témpore mexicana ha buscado despolitizar la agenda, reorientándola hacia cuestiones de cooperación con un enfoque pragmático de gobernanza y el acierto de haber abierto un diálogo sobre políticas de salud y emergencias sanitarias antes de que estallara la pandemia. Los esfuerzos mexicanos por reactivar a la CELAC ocurren precisamente cuando Brasil reitera oficialmente su decisión de salirse de la organización con el argumento de no hay condiciones en la región para que pueda funcionar, en alusión tácita a su desacuerdo con que la representación de Venezuela esté en manos del gobierno de Maduro. Fracasaron, así, las gestiones diplomáticas y el llamado expreso por parte de México a Brasil para que se reintegrara a la CELAC. Más claro ni el agua: México y Brasil, los dos grandes de la región, se ignoran mutuamente, hablan poco y en idiomas diferentes en los circuitos multilaterales con excepción, quizá, del GRULAC. Una gran incógnita es el sendero que tomará esta relación en 2022 de llegar a coincidir como miembros electos por parte de América Latina en el Consejo de Seguridad con visiones históricas muy distintas acerca de la reforma de este órgano y posiciones tan divergentes respecto de los conflictos en la región, en especial, en Venezuela.

En los dos tableros subregionales donde se inserta México –América del Norte y Centroamérica y el Caribe–, la administración Trump ha impuesto un patrón de bilateralismo excluyente en detrimento de los mecanismos trilaterales y minilaterales. El indicador más revelador del proceso de bilateralización en el triángulo México, Estados Unidos y Canadá, es la desaparición de la alusión directa a la idea de América del Norte en el nombre del nuevo tratado comercial. Otros síntomas son la negociación bilateral por separado de capítulos del TMEC de México y Canadá con Estados Unidos, la ausencia de Trudeau en la ceremonia de lanzamiento del TMEC y el fin de las cumbres norteamericanas. Además, la relación de México con Canadá, un actor con presencia multilateral, no pasa por su mejor momento a causa de disputas en materia de inversiones y falta de apoyo mexicano a la candidatura canadiense para otorgar un asiento de Europa Occidental en el Consejo de Seguridad al votar a favor de Irlanda y Noruega. En Centroamérica y el Caribe, a partir de 2019, la crisis generada por la respuesta estadounidense al fenómeno de las caravanas de transmigrantes, marcó un parteaguas hacia un bilateralismo excluyente. La diplomacia coercitiva de Trump con amenazas arancelarias, recortes a la cooperación para el desarrollo, controles fronterizos y otras medidas unilaterales en materia de asilo con efectos extraterritoriales, obligaron a rondas de negociaciones bilaterales separadas con México y los países centroamericanos para sellar sus respectivas fronteras. Acuerdos migratorios bilaterales como «Permanece en México» sientan un precedente con consecuencias negativas en las fronteras de México y costos de reputación en materia de asilo y refugio. La creciente bilateralización del espacio mesoamericano representa un duro golpe para la política exterior mexicana, en particular para su proyecto emblema de cooperación en materia de migración: el Plan de Desarrollo Integral para Centroamérica (PDI) con apoyo de CEPAL y otras instituciones multilaterales.

Más allá de la narrativa oficial de una política exterior multilateral «progresista», «solidaria», «feminista», «transformadora» y del interés por defender un «sistema internacional basado en reglas de aplicación general», las circunstancias no son particularmente propicias para un activismo diplomático ambicioso. Apunto, sin analizar aquí, cinco factores internos que podrían acotar y complicar la actividad de México en el Consejo de Seguridad: el déficit de atención presidencial, las disputas políticas y burocráticas en un equipo de gobierno heterogéneo, la escasez de recursos y disfuncionalidad administrativa por medidas de austeridad, las carencias institucionales de inteligencia, pensamiento y planeación estratégica y la marginalización de actores sociales críticos de la actuación gubernamental en la toma de decisiones. La contradicción más evidente es la que existe entre la necesidad que tendrá México de definir posiciones, pronunciarse, tomar acciones, intervenir y asumir responsabilidades sobre asuntos polémicos como el uso de la fuerza, las sanciones, las operaciones de paz que llegarán a la mesa del Consejo y la abierta preferencia presidencial por una política introspectiva de no intervención. El mantra del presidente López Obrador de que «la mejor política exterior es la política interna» y su discurso ante la 75ª Asamblea General sin referencia alguna a la situación internacional, son señales de que su «nuevo proyecto de nación» tiene una mirada corta del mundo y desconectada de la agenda global. Además del estilo personal de gobernar, la falta de liderazgo y atención presidencial tiene consecuencias mixtas para el desempeño de México en el Consejo de Seguridad: por un lado, es una señal de ambigüedad que le resta credibilidad a sus posiciones, pero también una omisión que, para efectos prácticos, delega tácitamente este ámbito en manos de expertos y diplomáticos profesionales, haciéndolo más predecible.

En suma, los bloqueos dentro del Consejo, el desacoplamiento de México con la región, la bilateralización excluyente del vecindario contiguo y el sesgo introspectivo del jefe del Ejecutivo, indican que los márgenes de maniobra para la diplomacia multilateral mexicana serán estrechos. Por tanto, el papel de México en los pantanos del disenso multilateral es incierto, como lo es un partido de futbol bajo la lluvia, en cancha pantanosa y ante una afición dividida. Para anotar y ganar hay que llegar con una estrategia clara, la alineación correcta, en buena condición y concentrado para pensar y moverse estratégicamente en el terreno de juego ¿En qué posición saldrá a jugar México? ¿Cómo actor regional o normativo? ¿Jugará con la función de contención, de enlace o de creación? ¿Ya está pensando estratégicamente o su retorno al CSUN le abrirá una oportunidad para hacerlo sobre la marcha?

¿Qué esperar? En busca de espacios y equilibrios

México ocupará un sitio temporal en un órgano paralizado por la falta de entendimiento entre las grandes potencias y sin haber delineado un proyecto integral de política exterior con objetivos, estrategias e instrumentos claros que respondan a un diagnóstico puntual, de mediano y largo plazo, de su situación frente a la bipolaridad emergente y a la desglobalización en ciernes. Dado que los discursos y documentos oficiales no van mucho más allá de reiterar principios constitucionales y de derecho internacional, además de retomar tradiciones y doctrinas diplomáticas, es difícil dilucidar cuál es el papel que se pretende jugar ni las razones para hacerlo. Si atendemos a la regla de oro del enfoque realista de Mario Ojeda para descifrar la política exterior de México, debemos estar siempre atentos a los espacios, materiales y simbólicos, de entendimiento y desacuerdo con Estados Unidos, en una relación desigual, pero con un denso tejido de interacciones económicas, sociales y culturales. En los primeros dos años del gobierno de López Obrador, con el apuro de llevar a buen puerto el TMEC en medio de amenazas por parte de Trump, México respondió con tácticas de apaciguamiento para evitar pleitos con su vecino inmediato convertido en el gran bully de la aldea global, mientras el círculo rojo de la diplomacia mexicana sembraba semillas en los terrenos del sistema de Naciones Unidas para mejores tiempos. En el corto y mediano plazo, México seguramente seguirá más concentrado en el reto de adaptarse a las nuevas reglas del TMEC que en las tareas que asumirá en lo multilateral.

En ausencia de una gran visión estratégica y en presencia de una segmentación en el proceso de toma de decisiones, la conducción de las decisiones y acciones en el Consejo de Seguridad recaerá, como en otras ocasiones, en el circuito de especialistas en asuntos multilaterales con el que cuenta la Secretaría de Relaciones Exteriores y la Representación de México ante las Naciones Unidas, sin que haya mecanismos institucionales de articulación con otros circuitos de la diplomacia mexicana ni de otras áreas de política pública. Una paradoja más: el equipo es de primera en técnica diplomática, pero las condiciones en las que tendrá que operar son precarias, con menos presupuesto y salarios recortados y en medio de una reorganización del gobierno federal en la que la Cancillería ha asumido nuevas responsabilidades de promoción económica, turística y cultural, además de tareas de emergencia por la pandemia como la compra de medicinas y vacunas. A la precariedad presupuestaria se añade el reto estructural de la insuficiente cobertura de la red diplomática mexicana en las dos regiones que son prioritarias en la agenda del Consejo: África, donde se concentró el 64,2% de las decisiones tomadas en 2019, y Medio Oriente, con el 18,9%. No es un reto menor, pues México solo cuenta con ocho embajadas en África, una región conformada por 54 países.

Se prevé, entonces, que durante la próxima participación mexicana en el Consejo prevalezca el enfoque temático sobre el regional. La amplísima agenda regional y temática del Consejo aterriza en 39 comités y grupos de trabajo, activos en 2020. Es de esperar que la atención mexicana se centre menos en la agenda de conflictos existentes fuera y dentro de la región y más en los ejes temáticos transversales de interés histórico (no proliferación, estado de derecho), de interés reciente (tráfico de armas, drogas y crimen organizado, terrorismo, operaciones de paz, niños en conflictos armados) y en aquellos de interés inmediato como salud, mujer, hambre y crisis humanitarias Habrá, pues, más continuidad que cambio en las posturas respecto de los ejes temáticos tradicionales, con el añadido de un eje nuevo de relevancia particular: el de la vinculación entre salud y seguridad, anticipando el debate que viene sobre la Organización Mundial de la Salud (OMS) como gestor de las políticas mundiales de salud y capitalizando el liderazgo que ha tenido México en el llamado por la vacuna universal para todos los países. El perfil del actual representante de México ante la ONU, Juan Ramón de la Fuente, resulta adecuado para el momento actual por su trayectoria como médico destacado, con redes internacionales en el mundo científico y de políticas públicas de salud, con experiencia política y diplomática, además de su acceso directo al presidente.

Todo apunta a que será una participación discreta y selectiva con un ánimo constructivo y reformista similar al adoptado en 2009-2010, pero distinta en su narrativa del tono humanitario y social y del enfoque de la diplomacia preventiva. La Misión Permanente de México ante Naciones Unidas fijó seis prioridades transversales sobre las cuales trabajar con flexibilidad, según el tema y el contexto: velar por el apego de las acciones del Consejo de Seguridad al derecho internacional humanitario y los derechos humanos, revisar los regímenes de sanciones y las acciones contra el terrorismo para dar prioridad al acceso seguro y eficiente a la asistencia humanitaria, promover un enfoque de género en todos los temas del Consejo (y en especial en la protección de los grupos más vulnerables), fortalecer los mecanismos de prevención y solución pacífica de controversias a través de sistemas de alerta temprana y de diplomacia preventiva con participación de organizaciones regionales y sociedad civil, fomentar el desarme nuclear y el control estricto del flujo de armas pequeñas y ligeras, y mejorar la transparencia, la rendición de cuentas y la participación equitativa en los trabajos del Consejo. A la fecha, concretó la copresidencia con Irlanda del Grupo de Trabajo sobre Mujeres, Paz y Seguridad y del Grupo de Trabajo de Niños en Conflictos Armados en copresidencia con Noruega. Asumirá la vicepresidencia de la Resolución 1540 sobre proliferación de armas de destrucción masiva a agentes no estatales lo que dará continuidad a la tradición histórica de la diplomacia mexicana contra el armamento nuclear. Es probable que presida el Comité de Sanciones de Mali, donde en junio hubo un golpe de estado. Por último, cabe destacar que México solicitó ser pen-holder, es decir, relator y redactor de resoluciones para los asuntos relacionados con Colombia y Haití. Las misiones de verificación de los acuerdos de paz en Colombia y de la situación en Haití continuarán siendo materia de atención sin mayores discordias, aunque en condiciones difíciles para avanzar. Estos temas tienen dos rasgos en común: son complicados sin tener la complejidad ni la visibilidad de los Corea del Norte o del programa nuclear de Irán ni los que se encuentran en punto muerto como Siria. Tampoco dividen a la opinión pública mexicana.

Lo que se deduce de esta agenda tentativa es que, en la cancha del Consejo de Seguridad, México se alista para jugar en la posición de articulador de coaliciones normativas con países afines en torno a principios y causas humanitarias. En esta posición, la prueba de fuego para México será la crisis multidimensional en Venezuela en caso de que Estados Unidos empuje una resolución para imponer sanciones multilaterales al régimen de Maduro. En este escenario previsible, México enfrentará la disyuntiva de qué carta jugar dentro del Consejo, la regional o la extra regional, sobre todo con Europa y de la mano con Francia, Irlanda y Noruega, lo que a su vez le exigirá equilibrar su inclinación en favor de la mediación para una salida negociada en Venezuela con una posición más firme de la que ha tenido hasta ahora en el tema de derechos humanos y asistencia humanitaria. A diferencia de otros asuntos, el caso de Venezuela es motivo de discordia interna incluso dentro del partido gobernante, así que la política interna irrumpirá en la escena sobre todo en un año electoral como 2021, crispado por la crisis sanitaria. Para 2020, se perfila el reto adicional del reordenamiento de liderazgos dentro del GRULAC con la presencia de Brasil, pues durante el primer tiempo del partido, México estará a la cabeza del mismo. Tendrá que ser cuidadoso para evitar que esta situación sea un motivo más de polarización regional. Sin embargo, el gran reto de largo plazo para la política exterior mexicana no es caminar en los pantanos del disenso multilateral y salir airoso, sino aprovechar su próxima actuación en el Consejo de Seguridad para generar pensamiento estratégico y fortalecer las capacidades institucionales diplomáticas del país. De otra forma, su paso por las grandes ligas quedará como una pieza suelta en un rompecabezas por construir y navegando en un mar de inconsistencias.


Este artículo forma parte de la sección Diálogo y Paz, realizada junto con analistas y especialistas para analizar la compleja situación política de América Latina.



Newsletter

Suscribase al newsletter