Opinión
marzo 2022

Vladimir Putin: el hombre que reanimó a la OTAN

Si la principal motivación de Putin es resistir al expansionismo de la OTAN, ¿por qué se comporta de una forma que garantiza que sus vecinos le vean como una amenaza creciente para su seguridad y fortalece a la alianza atlántica? Los socialistas deben criticar a la OTAN, pero pueden hacerlo sin caer en el argumento putinista de que la OTAN «preparó el terreno» para un conflicto que, en rigor, fue definido por una vocación anexionista interna.

<p>Vladimir Putin: el hombre que reanimó a la OTAN</p>

Nada de lo que la izquierda estadounidense pueda hacer o decir cambiará el curso de la guerra en Ucrania, pero aún así fue vergonzoso encontrar al Comité Internacional de Socialistas Democráticos de América (DSA, por sus siglas en inglés) obsesionado con la «militarización de la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte]» en el período previo a la invasión (una declaración posterior del Comité Político Nacional condena con razón la invasión rusa, pero da a entender que el expansionismo de la OTAN «preparó el terreno» para el conflicto). Hay muy buenas razones para criticar a la OTAN y la intervención de Estados Unidos en el extranjero, tanto en general como en este contexto específico —y, por supuesto, nuestro principal deber como socialistas es criticar las acciones de nuestro propio gobierno en lugar de proporcionar versiones de izquierda de su propia propaganda contra los gobiernos hostiles—. Pero este tipo de razonamiento se puede convertir demasiado fácilmente en una forma de provincianismo que solo ve a Estados Unidos y a sus aliados como actores centrales; otros países, bajo esta visión, solo actúan en respuesta a la agresión de Estados Unidos y no por sus propias motivaciones. Esto es lo que ha ocurrido en el caso de Ucrania.

La verdad es que la OTAN no tiene un cómplice más efectivo que Vladimir Putin. Ningún otro enemigo tradicional del imperialismo estadounidense ha hecho más por validar los sueños febriles de los halcones más extremos. Hace veinte años, la alianza era una reliquia de la Guerra Fría cuya implacable expansión a expensas de Rusia era un intento transparente de Estados Unidos de consolidar la unipolaridad mientras sus rivales eran débiles. Más recientemente, se ha visto desgarrada por crisis internas, desde la agresión turca en Siria y Armenia hasta el claro desprecio de Donald Trump por la organización. Sin embargo, cada vez que Putin ha convertido un conflicto político en uno militar, o ha amplificado un conflicto militar local, tanto los líderes como los ciudadanos de los estados de la OTAN han recordado que, después de todo, existen algunas ventajas de vivir bajo el paraguas del Artículo 5. 

En Ucrania, hace una década solo una pequeña minoría apoyaba la adhesión a la OTAN; hoy, tras años de conflictos y pérdidas territoriales provocadas por Rusia, una clara mayoría apoya el ingreso a la alianza. Tradicionalmente, la alternativa favorecida por los opositores a la OTAN ha sido la «finlandización», en la que los estados más pequeños aceptan un papel neutral frente a la política de las grandes potencias a cambio de garantías de soberanía y no injerencia. Gracias a las acciones de Putin, esta opción se está evaporando. La propia Finlandia apoya ahora las sanciones duras contra Rusia y se ha unido a otros Estados europeos para enviar armas a Ucrania.

Entonces, si la principal motivación de Putin es resistir el expansionismo inflexible de la OTAN, ¿por qué se ha comportado de una forma que garantiza que sus vecinos lo perciban como una amenaza creciente para su seguridad? Sus propios discursos y escritos ofrecen una respuesta a esta pregunta. Para Putin, resistir a la OTAN es, de hecho, algo secundario con respecto al objetivo más amplio de reunificar a rusos, bielorrusos y ucranianos bajo el dominio ruso o, en su defecto, al menos garantizar que los rusoparlantes de toda la antigua Unión Soviética formen parte de un bloque de alianzas confiable con Rusia (como en el caso de Bielorrusia y Kazajstán, que cuentan con una importante población rusoparlante) o sean gobernados por ella directamente. Putin considera que la estatalidad y la identidad nacional y lingüística rusa están inextricablemente unidas, y está dispuesto a derramar sangre rusa y ucraniana para proteger esta perspectiva nacionalista. También parece creer que el tiempo corre: las generaciones más jóvenes del mundo postsoviético son menos propensas a ver las fronteras políticas de la región como un problema que hay que corregir. De ahí la desesperada y fatal urgencia de los movimientos de Putin en 2013 y 2014 y de nuevo en 2022.

Esto explica la particular hostilidad de Putin hacia Ucrania, no solo hacia su gobierno prooccidental, sino hacia la naturaleza de la propia estatalidad ucraniana, que él considera un producto artificial de las políticas de Lenin durante la década de 1920. Putin no niega la existencia de una identidad o movimiento nacional ucraniano antes de la Revolución: lo que objeta es la predilección soviética por unir regiones principalmente rusoparlantes como Crimea, el Donbas y Jarkov a una república que considera vulnerable frente al control de ucranianos nacionalistas que rechazan el alcance imperial de Rusia.

Putin describe sus objetivos en Ucrania como de «desmilitarización y desnazificación», pero las implicaciones prácticas de esto siguen sin estar claras. Un breve ensayo del columnista Petr Akopov, publicado en el sitio web de la agencia de noticias oficial RIA Novosti y retirado de inmediato (que aparentemente fue redactado en previsión de una rápida victoria), da una idea de lo que podrían suponer esos objetivos. La cuestión de la seguridad nacional, argumenta, es solo de «importancia secundaria». Más importante es resolver el «complejo de un pueblo dividido, el complejo de la humillación nacional» reuniendo a Rusia con Ucrania. Si Putin no hubiera tomado medidas decisivas, argumenta, «recuperar a Ucrania» se habría vuelto más difícil con cada década que pasa. El ensayo muestra que Rusia no se contentará con unas cuantas anexiones en el Donbas: el objetivo es «reconstruir, restablecer y devolver [a Ucrania] su condición natural como parte del mundo ruso». Aunque el ensayo afirma que «esto no significará la liquidación de su condición de Estado», esta fórmula implica claramente la creación de un satélite leal en Ucrania contra los deseos de su población. Lejos de evitar una nueva Guerra Fría, esta medida la garantizaría.

La actual invasión rusa tiene mucho en común con la guerra de 2020 entre Armenia y Azerbaiyán. Ambos conflictos derivan indirectamente de la política bolchevique sobre las nacionalidades, que pretendía dotar a las nacionalidades no dominantes de estructuras de autogobierno local y la autonomía cultural, al tiempo que garantizaba la cohesión política mediante el firme dominio del Partido Comunista. Cuando el partido comenzó a debilitarse, estas estructuras políticas crearon un espacio para que las elites nacionalistas tomaran el poder y se involucraran en conflictos violentos. En la antigua Yugoslavia, un conjunto de políticas similares se derrumbó en una rápida y catastrófica guerra civil a medida que el Estado socialista se deshacía. A la antigua Unión Soviética parecía haberle ido mejor, a pesar de conflictos menores en lugares como Abjasia y Nagorno-Karabaj en la década de 1990 (este último constituyó la primera ronda de la guerra de 2020). Sin embargo, como estamos descubriendo, las semillas de la guerra pueden ser más duraderas de lo que se pensaba en un principio, sobre todo cuando son abonadas por el revanchismo nacionalista.

Al igual que otros Estados postsoviéticos, Ucrania ha adoptado ciertamente posturas nacionalistas tanto en el plano interno como externo. Los grupos neonazis, aunque no tienen influencia en el aparato gubernamental, a menudo han podido actuar con impunidad o con el estímulo tácito de algunos funcionarios del gobierno. Sin embargo, establecer una equivalencia o ver una posible justificación de la invasión en este caso sería profundamente erróneo. A pesar de las afirmaciones infundadas de Putin sobre la limpieza étnica o el «genocidio» en el Donbas, Rusia ha impulsado constantemente la escalada violenta del conflicto, comenzando en 2013-2014 cuando agentes rusos como Igor Girkin ayudaron a convertir las protestas en el Donbas contra el recién establecido régimen de Maidan en una insurgencia militarizada apoyada directamente por las fuerzas rusas. Desde entonces, ambas partes han mostrado su disposición a violar los acuerdos de alto el fuego y atacar a la población civil, pero Ucrania busca en última instancia una restauración del statu quo anterior. Solo Rusia tiene en mente objetivos imperiales más amplios, lo que impide una paz genuina. En cuanto a los neonazis, la lucha en curso les ha dado recursos y legitimidad que nunca habrían tenido en otras circunstancias, y a pesar de su parafernalia neoestalinista, muchos de los nacionalistas de habla rusa que Rusia apoya en el Donbas son tan derechistas como sus homólogos del Batallón Azov. Esto no es la Segunda Guerra Mundial, y la intensificación de la guerra no frenará el proceso de radicalización nacionalista.

En este contexto, un auténtico internacionalismo socialista tiene un importante papel que desempeñar. En solidaridad con la población rusa, debemos oponernos a las sanciones, que no ayudan en nada a los ucranianos. Estas se dividen en tres categorías: sanciones personales a Putin, a la élite oligárquica y empresarial de Rusia y al sistema económico en general. Las primeras son ineficaces, porque a pesar de su enorme riqueza, Putin no está motivado principalmente por el beneficio material. Las segundas están mal enfocadas, porque la elite económica rusa ya no funciona como una fuente de presión sobre el régimen; de hecho, las sanciones de 2013-2014 ayudaron a Putin a hacer que esa elite fuera más obediente y leal al interrumpir sus conexiones con el extranjero. Las sanciones económicas amplias, como desconectar a Rusia del SWIFT y congelar los activos del banco central son las peores, porque conducen a la hiperinflación y la escasez de importaciones clave de las que dependen millones de rusos vulnerables. Putin ya ha previsto los efectos probables de los tres tipos de sanciones y, por tanto, no se dejará disuadir por ellas; tampoco han funcionado nunca las sanciones para catalizar una oposición política efectiva al régimen (o a otros regímenes objeto de sanciones occidentales). A pesar de estos fracasos, las sanciones se imponen porque ayudan a encubrir la incapacidad real de Occidente para ayudar a Ucrania de manera significativa, aparentando satisfacer un anhelo de retribución.

Sin embargo, una acción militar de la OTAN (que no parece estar sobre la mesa por el momento) sería aún peor, llevando al mundo directamente a una guerra termonuclear global. Los occidentales que simpatizan con la difícil situación de Ucrania no tienen más remedio que apoyar y confiar en la resistencia ucraniana y rusa a la guerra de Putin. Miles de rusos ya han sido arrestados por protestar contra la guerra, un número que seguramente crecerá significativamente a medida que la guerra se expanda. Millones de ucranianos no quieren morir en los bombardeos, vivir bajo el dominio imperial o verse obligados a emigrar; millones de rusos no quieren ser inmiscuidos por las sanciones o ser reclutados en una invasión que no les aporta nada. En nuestra respuesta a la guerra, debemos tener cuidado de no hacernos eco de las elites nacionalistas rusas: creen que culpar a la OTAN desviará la atención de su gobierno cada vez más represivo, cleptocrático y militarista en casa. Nuestra lealtad debe estar con los pueblos de Ucrania y Rusia, y con la causa de la paz.


Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y Dissent. Se puede leer el original aquíTraducción: Mariano Schuster.



En este artículo


Newsletter

Suscribase al newsletter