Opinión
septiembre 2022

¿Puede el arte sobre la guerra de Ucrania ser algo más que pornografía del desastre?

Durante siglos los artistas han tratado de mostrar la verdad sobre los horrores de la guerra, pero aun las grandes obras han tenido un éxito dudoso.

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«Mientras produzco varios textos y proyectos sobre la guerra en Ucrania, no puedo deshacerme de la sensación de que estoy trabajando en el género de pornografía del desastre». Esto escribió la crítica y curadora Alisa Lozhkina en abril, en un posteo titulado «We Are Only Seen When We Die: Notes on the War and Art in Ukraine» [Solo nos ven cuando morimos. Apuntes sobre la guerra y el arte en Ucrania]. Se nos inunda con imágenes del conflicto entre Rusia y Ucrania a través del arte, las noticias y muchos otros medios: hace no mucho, el presidente ucraniano Volodímir Zelensky apareció incluso como un holograma en una conferencia en París. La representación cuando se trata de hacer una diferencia política; no obstante, el interminable retrato de la guerra no parece contribuir a acercar la paz.

Perpleja ante el testimonio del horror, la gloriosa condición de espectadora y la pornografía del desastre que se combinan en las imágenes de guerra, decidí analizar algunos de las principales obras del arte bélico para evaluar si el arte ha influido de alguna forma real en la guerra y nuestras ideas sobre ella. ¿De qué manera han afectado los medios de comunicación y la tecnología –que en apariencia apuntan a hacer que el espectador esté más informado– nuestra manera de mirar?

Desde el arte como propaganda hasta el arte como reflejo y forma de protesta antibélica, he visto hasta qué punto la representación artística de la guerra –y sus efectos sobre los espectadores– es una herramienta efectiva tanto para incitar como para prevenir o detener el conflicto.

La rendición de Breda

«Si los gobiernos se salieran con la suya, la fotografía de guerra, como la mayor parte de la poesía bélica, fomentaría el sacrificio de los soldados. En efecto, la fotografía bélica comienza con esa misión, con esa deshonra». Reemplacemos la palabra «fotografía» por la palabra «arte» en la afirmación de Susan Sontag y habremos resumidos la representación artística de la guerra anterior al siglo XIX. Eran creaciones épicas, grandilocuentes, únicas, cuidadosamente compuestas, que retrataban una victoria particular en el campo de batalla. El arte bélico ejemplificaba la habilidad del artista y glorificaba la batalla.

Estos objetivos son claros en la pintura de Diego Velázquez La rendición de Breda (1634-1635), que muestra a un derrotado comandante holandés entregando la llave de la ciudad de Breda a su adversario español.

Los soldados holandeses son pocos y sus armas están rotas. En contraste, los españoles victoriosos se yerguen orgullosos, con sus lanzas erguidas. Este cuadro, comisionado por Felipe IV de España, tuvo como objetivo promover la reputación del rey, ya que el país entraba en un declive económico. No se esperaba que el observador fuera perturbado por su contenido y era probable que se sintiera impresionado por el tamaño de la obra y la habilidad del artista. La pintura era la confirmación del poder señorial y cortesano y es considerado como una de las mejores obras de Velázquez.

Las representaciones artísticas de la guerra todavía hoy se usan con fines de propaganda, pero los avances en la tecnología de impresión del siglo XIX incrementaron considerablemente su alcance. La producción y el consumo masivos tanto del arte como de la guerra se volvieron posibles. El espectador ya no tenía que buscar el arte que representaba la guerra, era el arte el que buscaba al espectador.

Utilizado por primera vez como propaganda de masas en la Primera Guerra Mundial, el arte se usó por las naciones en lucha para movilizar apoyo hacia su esfuerzo bélico, reunir donaciones, alentar la participación en los bonos de guerra y publicitar las victorias en batallas notables al público en general. Florecieron así los afiches, las postales y las tarjetas coleccionables.

La preocupación tradicional del arte por la originalidad y la excepcionalidad se desvaneció al tiempo que la posibilidad de reimpresión y la ubicuidad de la imagen se volvieron la prioridad. Durante ambas guerras mundiales, los Estados invirtieron en material impreso que alentaba el nacionalismo y el apoyo a la guerra, y la hostilidad hacia el enemigo. Entonces como hoy, el horror real de la guerra era subestimado, en caso de que se lo retratara, y lo clave era la gloria de la causa justa (junto con la monstruosidad del enemigo).

Los avances tecnológicos han influido en el contenido del arte bélico así como en su producción y distribución. Las ideas industriales del progreso han ido con frecuencia de la mano del belicismo: el sentido de superioridad humana sobre la naturaleza, las ideas patriarcales y de supremacía blanca y el nacionalismo. En ningún otro lugar esto fue mejor representado que en el futurismo italiano, un movimiento artístico de comienzos del siglo XX que admiraba la violencia, el patriotismo fanático y la misoginia.

El Manifiesto futurista escrito por el poeta Filippo Tommaso Marinetti en 1909 declara: «Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer». Irónicamente, el movimiento murió en la Primera Guerra Mundial y muchos de sus integrantes fueron asesinados. Cuando el arte se ofrece como propaganda de guerra, la historia se convierte en un espectáculo.

Los desastres de la guerra

Es difícil imaginar que un artista que ha experimentado la guerra en primera persona pudiese producir propaganda en favor de la guerra, y fue precisamente el momento en que los artistas comenzaron a recurrir a su experiencia personal cuando ocurrió un monumental cambio moral en las representaciones de la guerra.

Francisco de Goya creó su espectacular y sumamente política serie de 82 grabados Los desastres de la guerra (1810-1820) luego de visitar los campos de batalla en los alrededores de Madrid, dando testimonio de la carnicería de las guerras napoleónicas.

Las imágenes de las muchas formas de sufrimiento retratadas por Goya atrapaban al observador; perturbaban, provocaban sentimientos de indignación. El artista escribió epígrafes emotivos debajo de cada imagen, como «No se puede mirar»; «Esto es malo»; «Esto es peor»; «¡Esto es lo peor!».

Los epígrafes y las imágenes parecen estar en diálogo entre sí y con el observador. Parecen preguntar: ¿vamos a permitir que esto prosiga?

Porque nos hace examinar nuestros supuestos de este modo, se considera a Goya el primer modernista auténtico (aunque es premodernista). Pocas obras de arte han conservado semejante frescura a través del tiempo; pero, de nuevo, las atrocidades de la guerra nunca pasan de moda.

Las imágenes de Goya fueron un preludio de la fotografía bélica: fue el primer artista en retratar la realidad de la guerra sin romance ni idealismo. Todas las generaciones sucesivas de artistas que han tratado el tema tienen los grabados de Goya en mente.

El shock y el trauma del siglo XX

En 1937, el compatriota de Goya Pablo Picasso produjo un trabajo extraordinario en respuesta a la Guerra Civil española, recurriendo en gran medida a los estudios de Los desastres de la guerra. Su cuadro Guernica es hoy una de las obras de arte antibélicas más famosas del mundo; Sueño y mentira de Franco es una serie de 18 imágenes al estilo de viñetas de historieta acompañadas por un poema en prosa que evoca el sentimiento moral de Goya sobre los efectos de la guerra. Un extracto:  «Gritos de niños, gritos de mujeres, gritos de pájaros, gritos de flores, gritos de árboles y de piedras, gritos de ladrillos, de muebles, de camas, de sillas, de cortinas, de cazuelas, de gatos y de papeles, gritos de olores que se arañan».

El pintor alemán expresionista Otto Dix se basó en sus propios recuerdos de la guerra para producir un trabajo asombroso en la misma tradición directa. Se había unido al ejército alemán en 1914 como un apasionado patriota, para terminar con un desorden de estrés postraumático debilitante.

Acosado por el trauma de la guerra durante una década, creó en 1924 una serie de imágenes tituladas Der Krieg [La guerra]. Hay cuerpos agonizantes, inertes y en descomposición, soldados aturdidos y paisajes devastados. Dix usó la técnica de aguafuerte y aguatinta, un medio en el que el ácido graba una plancha de impresión metálica mediante la corrosión; del mismo modo en que la putrefacción carcome la carne, el ácido corroe las imágenes.

Otro expresionista alemán, Ernst Ludwig Kirchner, se unió también a la guerra en 1914 y pronto comenzó a sufrir desórdenes mentales y físicos. En su cuadro de 1915 Autorretrato como soldado, se lo ve de pie en su uniforme, con la cara amarilla y la mirada perdida, la mano derecha cercenada a la altura de la muñeca: Kirchner no había perdido una mano en la guerra, pero la imagen muestra la pérdida de su habilidad para crear y, en consecuencia, para estar realmente vivo.

Estos artistas querían conmover al observador para generar en él conciencia, empatía, revelando mediante la mirada de corta distancia o por la vía del simbolismo la amplitud de la crueldad de los seres humanos entre sí. Tenían la esperanza de que el arte nos despertaría para que las atrocidades de la guerra pudieran algún día terminar.

Para que el arte potencialmente pueda producir un cambio en la conciencia del observador, se presume que este debe ser perturbado. Esta fue por cierto la intención del editor de Dix, Karl Nierendorf, quien trabajó con una organización pacifista llamada Nunca Más Guerra para mostrar las imágenes de Der Krieg en toda Alemania. Según Heather Hess, investigadora del MoMA de Nueva York, «el mismo Dix dudaba que sus grabados pudieran tener alguna influencia en guerras futuras».

Más allá del horror

Los medios de comunicación y la tecnología han hecho de las imágenes auténticas de la guerra parte de nuestra experiencia diaria, aunque las realidades traumáticas que los artistas vienen mostrando desde Goya en adelante se mantienen fuera de las noticias. Y las guerras continúan. Mientras escribo, los que menciono a continuación son solo algunos de los países que sufren la guerra: Ucrania, Etiopía, Afganistán, Yemen y Siria.

Los públicos contemporáneos consumen imágenes de conflicto en el desayuno, el almuerzo y la cena, encendiendo y apagando las pantallas a voluntad. El observador se conmueve, a veces solo brevemente, y en otras oportunidades sufre «fatiga de compasión», que posiblemente se traduzca en el hastío por estar abrumado por imágenes de sufrimiento remoto.

Epígrafes e imágenes en contra o en apoyo de las guerras se comparten en las redes sociales. La mayoría cae rápidamente en el olvido. «La conciencia del sufrimiento que se acumula en un selecto conjunto de guerras sucedidas en otras partes es algo construido. Sobre todo por la forma en que lo registran las cámaras, resplandece, lo comparten muchas personas y desaparece de la vista», escribió Susan Sontag en su ensayo de 2002 «Mirar la guerra». Sontag murió en 2004, el año en que se lanzó Facebook.

El escritor Paul Valéry tuvo hace casi un siglo una premonición sobre esta inundación visual en su ensayo «La conquista de la ubicuidad» (1928): «Como el agua, como el gas, como la corriente eléctrica vienen desde lejos hasta nuestras moradas para satisfacer nuestras necesidades» escribió, «mediante un esfuerzo casi nulo, así seremos alimentados por imágenes visivas o auditivas, que nacerán y se desvanecerán al mínimo gesto, casi con una seña».

Si bien Valéry no hablaba específicamente de imágenes de guerra, predijo el estado del espectador contemporáneo. No solo ya no es necesario buscar las imágenes, sino que se ha vuelto prácticamente imposible evitarlas.

¿Cómo pueden los escritores y los artistas competir con esta inundación de imágenes documentales? En Sobre la historia natural de la destrucción (1999), el autor W.G. Sebald mostró lo inadecuado que es el lenguaje para la tarea de retratar la destrucción de las ciudades alemanas por parte de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas.

«¿Por dónde habría habido que comenzar una historia natural de la destrucción?», se pregunta Sebald. «¿Por una visión general de los requisitos técnicos, de organización y políticos para realizar ataques a gran escala desde el aire, por una descripción científica del fenómeno entonces desconocido de las tormentas de fuego, por un registro patográfico de las formas de muerte características, o por estudios psicológicos del comportamiento sobre el instinto de huida y de retorno al hogar?»

Casi ningún autor alemán escribió de manera adecuada sobre este tema por décadas después de la guerra. No había una representación artística apropiada de las complejidades de realidad de Alemania durante la guerra y la posguerra.

Sebald describe un ataque a la ciudad de Hamburgo en julio de 1943 como parte de la Operación Gomorra, una campaña de la RAF y la Fuerza Aérea estadounidense: «Tras las fachadas que se derrumbaban, las llamas se levantaban a la altura de las casas, recorrían las calles como una inundación, a una velocidad de más de 150 kilómetros por hora, y daban vueltas como apisonadoras de fuego, con extraños ritmos, en los lugares abiertos. En algunos canales el agua ardía. En los vagones del tranvía se fundieron los cristales de las ventanas, y las existencias de azúcar hirvieron en los sótanos de las panaderías. Los que huían de sus refugios subterráneos se hundían con grotescas contorsiones en el asfalto fundido, del que brotaban gruesas burbujas».

En combinación con la demoníaca maquinaria nazi dirigida por Hitler ¿podría alguna forma artística sostener un espejo lo bastante amplio como para contener y reflejar esa devastación?

Kurt Vonnegut fue llamado a filas del ejército estadounidense hacia fines de la guerra y, como Billy Pilgrim, el protagonista de su novela de 1969 Matadero Cinco, fue capturado por el ejército alemán. Vonnegut, como Pilgrim, estaba en Dresde cuando los Aliados bombardearon la ciudad. El autor y su personaje se escondieron –junto con sus guardias– en un matadero que era en parte subterráneo. Como resultado, fue uno de los pocos sobrevivientes de la tormenta de fuego que devastó la ciudad entre el 13 y el 15 de febrero de 1945.

Entre 25.000 y 35.000 civiles, según las estimaciones, murieron en los ataques aéreos sobre Dresde, aunque algunos llevan el número de víctimas a 250.000, dado el flujo de refugiados indocumentados desde el frente oriental alemán. La mayoría de las víctimas fueron mujeres, niños y ancianos. Vonnegut eligió como géneros la ciencia ficción semiautobiográfica y la sátira para retratar la devastación física y psicológica de la guerra, en particular entre los jóvenes: el subtítulo de la novela es La cruzada de los niños.

A continuación de cada referencia a una muerte horrorosa (más), el narrador dice: «Así es la vida». Los críticos han interpretado esto como una muestra del fatalismo de Vonnegut pero pienso que en realidad enfatiza algo más amplio, que hace eco del comentario de Sebald: los seres humanos –nuestros corazones, mentes y lenguaje – no pueden comprender tanta muerte.

El Billy Pilgrim de Vonnegut es un joven delicado y para nada aguerrido, cuya salud mental se ve afectada por el resto de su vida. Uno de los puntos de la novela, asume el lector, es que la única respuesta lógica a la guerra es estar mental y espiritualmente perturbado, y permanecer así.

Gracias a su presentación artística de la realidad de la guerra y sus efectos sobre la vida humana, Matadero Cinco es también una de las novelas más controvertidas de la literatura estadounidense. Está en el puesto número 46 de la lista de los «Libros más frecuentemente cuestionados de 2000-2009», elaborada por la Asociación Estadounidense de Bibliotecas. También es uno de los primeros textos literarios en hacer referencia a homosexuales muertos en los campos de concentración.

Desafiar a los censores

En su libro La guerra no tiene rostro de mujer (1985), la ganadora del Premio Nobel Svetlana Alexiévich quiso retratar a «pequeños grandes seres humanos» antes que a héroes de guerra. Entonces recogió historias orales de mujeres rusas que se habían unido a las fuerzas armadas durante la Segunda Guerra Mundial.

Su obra contiene algunos de los relatos sobre la guerra más humanos y simples, aunque poderosos, que se puedan encontrar; su mosaico de testimonios hace que el lector se sienta rodeado de todas estas mujeres que narran sus historias, cada una más conmovedora y esclarecedora que la anterior.

No hay aquí sentimentalismo o esplendor. Una mujer narra la ocasión en que, mientras trabajaba como enfermera, se tropezó con un soldado ruso y uno alemán acostados uno junto al otro: «Ya no eran enemigos, eran personas, tan solo dos hombres malheridos en la misma habitación. Entre ellos surgió una relación humana. Tuve oportunidad de observar en más de una ocasión que eso ocurría muy rápido…».

En su texto, Alexiévich incluyó comentarios de los censores soviéticos de su libro: le dijeron que debería haberse enfocado en retratar la victoria, en lugar de la «suciedad».

El arte antibélico continúa siendo censurado en la actualidad. Las autoridades rusas encarcelaron a la artista Alexandra Skochilenko por reemplazar en los supermercados etiquetas con los precios por mensajes de protesta contra la invasión rusa a Ucrania. Skochilenko enfrenta una década en prisión, acusada de difundir noticias falsas.

 Marcar la diferencia

 Si los artistas van a la cárcel y su trabajo es censurado, entonces el arte debe amenazar al poder, pero ¿en qué medida puede hacer una diferencia?

Cuando en 1993 Susan Sontag dirigió una puesta de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, en Sarajevo, la capital asediada de Bosnia y Herzegovina, se trató tanto de un acto de protesta como de un intento de crear conciencia. Al poner en escena «una obra de teatro en la que no pasa nada, dos veces», como la describió un crítico en alguna oportunidad, que retrata una espera ociosa y absurda de la muerte, puso un espejo frente a la actitud indiferente de una llamada comunidad internacional hacia la desgracia de los pobladores del país.

Algunos dicen que la puesta en escena de esta obra y la atención que recibió ayudaron a poner fin a la guerra –aunque eso llevó otros dos años–, pero no se puede evitar pensar en lo absurdo que es que un artista occidental resalte y le dé relevancia a la tragedia de la guerra en países no occidentales.

Consideremos la guerra actual en Ucrania. En «We Are Only Seen When We Die: Notes on the War and Art in Ukraine», Alisa Lozhkina escribe: «Habiendo trabajado con el arte contemporáneo ucraniano durante toda mi vida, sé bien lo indiferente que es el mundo artístico internacional a nuestros problemas (…). Hoy, el mundo ha puesto el foco directamente sobre nosotros. Esto, por supuesto, es bueno, aunque habría preferido la oscuridad a cambio de la paz». Esta vez Occidente está observando, pero la guerra sigue ante su mirada.

En 2022, el arte sobre la guerra está montado en el espacio entre el testimonio del horror y la gloriosa condición de espectador: observamos la lucha desde «el lado correcto de la historia» como si el acto de observar y tener empatía fuera en sí mismo un acto moral. Y considerando la poca atención que se le presta a tanta muerte en países como Yemen, uno se pregunta si la pornografía del desastre es tan buena como parece.

Nota: La versión original de este artículo en inglés se publicó en Open Democracy el 2/7/2022 y está disponible aquí.

Traducción: María Alejandra Cucchi 



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