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Parir/partir


Nueva Sociedad 296 / Noviembre - Diciembre 2021

A partir de un ejercicio de ficción, Ana Longoni propone una crónica personal para indagar en los duelos, las distancias y los miedos que desata la pandemia del covid-19, y en la trama de afectos, decisiones y rituales de cuidados, sueños, memorias y presencias espectrales que nos sostiene. Se trata de inventar otros modos de contacto y relación, capaces de hacer surgir burbujas en las que sean posibles (aunque sea fugazmente) nuevas comunidades de vida.

Parir/partir

                                                                                                 A Tam, Tamara, Tamarinda, con ella.

                                                                                                  Irse es volver a volver. 

                                                                                                  Gabo Ferro


1. La última vez que te vi, que te rocé y besé furtiva, fue en la estación de trenes de Príncipe Pío. Habíamos caminado (y bebido bastante cerveza y hasta bailado con otra gente en una plaza) buena parte de la noche, y ahora que ya empezaba otro día te tocaba tomar un tren corriendo hasta un pueblo en la sierra adonde estaba tu niña, al cuidado de una amiga, ex de tu ex. Cadenas de cuidados, amores enredados. 

Te vi traspasar el molinete, tan pero tan bella, y hacer el gesto breve de dar vuelta apenas la cabeza hacia mí antes de sumergirte en la escalera mecánica, un instante más de nuestro cuerpo vibrátil antes de quién sabe cuánto tiempo…

Un rato antes, en un improvisado desayuno en casa (apenas café negro y cerezas, tu fruta preferida), te había escuchado llorar quedo un ratito, contenida y a la vez incontenible, cuando de repente necesitaste explicarme la angustia del final de la noche anterior ante mis signos de resfrío. 

Rememoraste la enfermedad y la muerte de tu madre, en secuencia vertiginosa: el día en que la escuchaste toser y le insististe que se hiciera revisar, el día en que le diagnosticaron covid-19, el día que la ingresaron al hospital y ya no pudiste verla, solo hablarle por teléfono. Te echaste en cara el no haber logrado verla antes, cuando existió esa posibilidad, creyendo que iba a haber un día después. Volvías a desplegar lo irreparable, mientras mirabas para abajo e insistías en alisar con las puntas de los dedos el mantel, recorriendo sus arrugas, manchas y grietas como si en ese gesto lograras escribir (el mantel, la vida) de otra manera. Exorcismo. El duelo que punza y punza, agita el pecho cuando dormimos, nos deja mudas una frente a la otra.

Tu madre te legó esos huesos largos, algunas deudas, un par de bonitos muebles de madera llenos de cajones y de historias, muchos libros y un helecho gigante, estallado de esporas y raíces que buscaban desesperadamente donde anclarse. 

2. La última vez que la vi fue en el hospital: internada por complicaciones respiratorias, los pulmones anegados, la fatiga, la voz hecha un susurro y la sonrisa intacta, esa que le nace en los ojos verdosos, relumbra en la boca y sacude su cuerpo delgado. 

Como cada vez que nos encontramos desde que empezó la enfermedad, nos acomodamos pronto a nuestro ritual de masajitos en los pies, lentos y suaves, con generosas dosis de crema de lavanda, mientras conversamos sobre cualquier cosa y aprendemos a fugarnos a alguna otra parte, casi sin darnos cuenta, entre las rutinas del personal sanitario, los quejidos desde la cama vecina, algunos llamados telefónicos y la inminencia de mi partida. Al llegar la hora, sin decir nada, nos abrazamos largo y los ojos de las dos se empañan, despedida difícil.

Dos semanas después, yo ya desde Buenos Aires, hablamos la noche en que volvieron a internarla –esta vez a causa del covid-19 que se contagió en el propio hospital, a pesar de estar doblemente vacunada, pero con las defensas bajitas por la quimio–, ella solo preocupada por el resto de los habitantes de su hogar, su marido que dio positivo, su madre y su sobrina que dieron negativo y que había que proteger consiguiendo alojarlas cuanto antes en alguna otra parte. «Pobriña», dice Lea –le vuelven restos cantarines de su tiempo gallego– cuando me escucha quejarme, en balde, por cualquier tontería, y esa expresión es tan suya: pura empatía y olvido de sí.

Salió del hospital unos días después con un diagnóstico difícil y dejando entrever por primera vez algo de enojo con la médica a cargo, por su incapacidad de alentar brecha de futuro. Mis manos desesperaban y se movían solas de pura necesidad de masajear esos piececitos delgados y suaves. ¿Cómo tolerar esta distancia, cómo lograr acercar calor y fruta fresca? En mi ignorancia materialista-dialéctica de cómo activar cualquier magia, pero a la vez reconociéndola como la vía que necesito, recordé que cuando pasé el largo covid-19, entre marzo y mayo de 2020, mi amiga Ju me ofreció reiki a distancia. Yo me tendía en el piso a la hora convenida, escuchando la musiquita tranquila que ella me enviaba, y me disponía a recibir lo suyo, sus fuerzas transportadas por una trama invisible de conexiones. La sentía, me sanaba, le creo. Le pedí ayuda de nuevo, para intentar estar cerca de Lea, tocarle los pies, respirar con ella.

Ju me mandó instrucciones sencillas para nuestra ceremonia, que incluían florecitas de jazmín, trozos de hinojo, hojas de laurel. Seríamos varias de sus amigas y de las amigas de sus amigas, algunas con ella y otras desde la distancia, conjugando efluvios a la vez. Nunca había intentado algo de esta naturaleza y sin embargo sentí enseguida que estaba con Lea, que se entregaba con los ojos cerrados y el ánimo relajado a la amorosidad. Una hora después, en el instante en que –en este patio que empiezo a habitar– el incienso y la vela se consumieron, al unísono, un colibrí verde brillante con el delgado y largo pico rojo entró en mi antigua casa, revoloteó y se posó una, dos veces en la palma de la mano de mi hijo, ahuecada como nido.

(Luego me dijeron que en ese momento Lea no estaba allí donde estaban las amigas curándola con las manos, que se había ido lejos y le costó un buen rato de susurros y mimos volver a su cuerpo, abrir los ojos, incorporarse).

3. Llueve fuerte, en el quinto día de esta tardía y prolongada tormenta de Santa Rosa. Es la primera vez que escucho llover en esta casa. El techo es de chapa y resuena, un golpeteo por momentos atronador, por momentos suave, que deja sentir las variaciones de intensidad del agua cayendo. Las gotas en los vidrios dibujan en filigrana, y enseguida se corren, deshaciendo cualquier forma. Hace ya un mes, apenas un mes, que vivo en esta casita. 

Vengo aprendiendo a reconocer poco a poco sus ruidos nocturnos: el camión recolector de basura cada madrugada, el portón del garaje del vecino del otro lado de la pared de la cocina a medianoche. ¿Qué se escuchará esta noche entre tanta agua?

A la mañana siguiente, tras una semana de lluvias, se despeja el cielo luego de la tormenta. Las plantas del pequeñísimo jardín están felices, lustrosas y de mil verdes, agradecidas por el agüita que borró el polvo y el aserrín que las opacaba después de tantos días de obra de albañiles, herreros y carpinteros. 

Mientras tanto, ahora llueve a cántaros en Madrid, inundando las calles y las estaciones de metro. Me escribes, empapada, esperando que pare de caer tanta agua para poder volver a casa. Simetrías invertidas, tiempos dislocados y encastrados. Distancias.

4. Estoy viajando un viernes a la tarde en un bus repleto camino a Claromecó, pequeño pueblito en la costa argentina, a visitar a mi viejo. La gente alrededor, pasado el primer tramo del viaje, se relaja, se quita el barbijo, toma mate, conversa y se ríe. Un bebé tose y llora, sin parar, desde hace un buen rato. Le pido a mi vecino de asiento, un guapetón que lee a Osho, que por favor se coloque el tapabocas, que estoy yendo a visitar a una persona de 80 años y quiero cuidarme. ¿Me estoy cuidando? ¿Cuidarme, cuidarlo, es ir a verlo o es dejar de viajar o quizá es evitar cualquier contacto con nadie más, o es buscar medios más seguros de traslado? El borde de la culpa reaparece, sólido como una costra. Y me repito sin mucho convencimiento el mantra: «nadie contagia a nadie, simplemente nos contagiamos». 

En el trayecto, me mensajeo con Lea, que acaba de volver a ingresar al hospital por secuelas respiratorias del covid: muy baja saturación de oxígeno y altas pulsaciones. 

Mientras ella, del otro lado del mundo, aguarda en una sala de urgencias que la evalúen los médicos, el mundo a mi alrededor quiere creer que la pandemia está acabando. El mundo necesita creerlo, retomar sus rutinas de contacto, salir a tomar algo, encontrarse, ir a la playa. ¿Es indiferencia o negación ese deseo? ¿Ese querer besuquearte, hundir el hocico en tu cuello, mordisquearte los pies y los cachetes, oler tu pelo?

5. Mi padre no enfermó de covid pero sí de depresión, de insomnio, de soledad.

Ahora regreso de pasar el fin de semana con él. Cuida a su vecino más cercano, a quien llama «el viejito», pero que tiene 13 años menos que él aunque el cuerpo y la mente bastante más machacados. Camina con su bastón, encorvado, cuando va a buscar su botella de vino cotidiana. Y deja cada mañana la linterna en una cesta en la pared medianera, para que mi padre se la recargue, ya que le han cortado la electricidad hace tiempo…

El jardín de mi padre se ha llenado de hiedras que no tienen dónde trepar y entonces reptan y cubren la tierra. Muchas aves de rapiña sobrevolando, muchos perros sueltos alrededor. Emprendemos nuestro ritual de cuidado: la tarea ímproba de cortarle las uñas-pezuñas, que solo yo toco cada demasiados meses, y que crecen incrustándose en la carne, curvándose sobre sí mismas, engrosadas tanto que no hay alicate que pueda con ellas.

Esta mañana caminé hasta el ventoso faro al levantarme, y cuando regresé un par de horas después, él aún no se había levantado. Preparé un almuerzo todo lo gourmet que puede llegar a aceptar: salmón, ensalada de rúcula, hummus y queso crema con verdeo. Estaba fresco pero soleado, y decidimos comer afuera. Entonces, él me lo señaló: entre las hiedras revoloteaba un colibrí. También verde y brillante, iridiscente, también de largo pico rojo. Aparecía y desaparecía.

6. Te reirás de mí, pero hoy me comí el último caramelo del paquete que olvidaste en casa. Lo encontré al levantar las tazas de aquel único e improvisado desayuno que compartimos y lo guardé en la mochila para devolvértelo, pero ya no te vi y allí quedó. 

Viajó conmigo y recurrí a él en momentos claves de este tránsito (el aterrizaje del avión; el conducir 70 kilómetros a casa de mi madre, luego de años de no tocar un volante), como si el dulzor despejante de la menta tuviese un efecto talismán. 

Estoy un poco fóbica a las situaciones sociales. Siempre lo soy, pero ahora el síntoma está recrudecido, no logro entablar conversaciones triviales, me siento extraña y fuera de lugar, sapo de otro pozo. 

Hoy mi amiga Charo me invitó a una inauguración en La Boca, una muestra antológica de la pintora Alejandra Fenochio. Me conmovió mucho su obra: retratos de personas amigas y vecinas, como gentes viviendo en las calles del barrio, cartoneando, encendiendo una fogata para calentarse, meando en una esquina. La mirada de la persona o la cosa retratada brilla, refulge y se estrella contra quien mira, no te deja continuar tranquilamente mirando lo que sigue. También, paisajes de alrededor (el Río de la Plata, la orilla, su vegetación, los restos de ladrillos y vidrios que pule el agua marrón) o fragmentos de situaciones cotidianas (un tanque de agua en el techo, los ganchos de colgar la ropa). Si los retratos son enormes, los paisajes son pequeñitos y están montados uno pegado a otro, concatenados uniendo la línea del horizonte. Como sílabas de una palabra visual.

Recorrí la exposición despacio, sola, una, otra vez. No es muy grande. Afuera, en un patio, mucha gente bebía y charlaba, felices de reencontrarse. Personas conocidas, la mayoría no, o de rostros levemente familiares pero imprecisos. Me sentí mal, con ganas de huir, así que volví a los ojos de los cuadros y a mi silencio. Y después –recurso extremo– recurrí a la pastilla de menta. Era la última y la guardaba para una ocasión (quizá más) desesperada. Pero tenía la garganta seca y sedienta de incomodidad, y tuve que despedirme.

7. No es amoral ser felices en tiempos de muerte. Tenemos el derecho a existir, a defender nuestra vida, a volver su resistencia una cuestión ética. Es clave defender nuestro regocijo, y para eso puede que nos veamos obligados a confeccionar burbujas. Bolsas de aire y espacios de excepción, escondites donde ir a nutrirse y descansar. Que abunden esos espacios, aunque sea temporales. Que alberguen las más extrañas y creativas de las excepciones. Burbujas donde imaginar nuevas historias, escribir nuevas reglas. Mercedes Villalba, Manifiesto ferviente1

Parto: partir es parir. 

Desarmar la vida dada, desgarrar la trama de afectos, regalar las cosas acumuladas (a excepción de los libros que van llegando en barco). Habitar una vieja casa en un barrio de pasajitos en Flores Sur. Reencontrarme con aquello que fui y remover algunos fantasmas de los que hui. 

¿Puedo aún reinventarme? El futuro detrás. Aprender a perder el tiempo. Deshacerme del imperativo de la productividad. Tolerar las paredes en blanco, dormir sin despertador. El plan es no tener plan.

Los ojos viejos de la madera que cubre esta nueva casa parpadean ante el oráculo tortuga que dibujó Dai y que cuelga del descanso de la escalera. El caparazón incluye el extra de un mapa sobre papel manteca, en el que hay que arrojar una piedra pequeña y preguntar. Pregunto y pregunto al oráculo, cada noche. La primera vez que lo hago estoy muerta de frío y el oráculo responde: «siento el calor de toda mi piel en mi cuerpo otra vez». Al ratito ya me siento mejor. Luego me aclaró Dai que se trata del primer verso de una vieja canción, un hit de Rata Blanca, que dice «siento el calor de toda tu piel…». Oráculo corrector.

8. La casa se llamará La Yuca, ese tubérculo que aprendí a cosechar, a cocinar y a comer en la selva peruana. Lo que crece oculto debajo de la tierra, una raíz que puede ser venenosa o el sustento básico de tanta gente.

El primer fuego que mi hijo y yo hicimos en esta casa fue con una caja de madera de alguna de las verdulerías bolivianas de la zona. Esa caja, La Yuca, ese fuego nos dieron el nombre. 

En esta casa vivió Otilia toda su vida, desde que se construyó en 1934 hasta que murió, en septiembre de 2020. Cuando llegué le pedí permiso para habitarla. Creo que está de acuerdo, porque duermo tranquila. El segundo día de llegar, sentí (sentimos) un penetrante olor a pis de gato en el piso del comedor, en un rincón muy preciso cerca de la puerta de calle.

No hay gatos en esta casa… ni chance de que ningún gato hubiese estado allí recientemente. Solo pude pensar en algún gato de Otilia que persistiera por allí de alguna manera marcando el territorio.

Varias semanas después, la vi. Una gata amarilla, callejera, de esas que habitan libremente los techos de Buenos Aires. Estaba sobre la pared medianera, apretando su cuerpo contra la reja que separa una casa de la otra. Le chisté, la llamé. No se inmutó, ni siquiera se molestó en establecer contacto visual conmigo. Como si yo no existiera y ella siempre hubiese estado allí. Una esfinge.

He conseguido cinco sillas de bar antiguo, estilo Thonet y venidas de Polonia, según reza en su parte de abajo… Las coloco por primera vez alrededor de la mesa que me regaló Mar, aún rodeada de cajas de libros y papeles, en medio de esta larguísima mudanza. El mantel senegalés, naranja, blanco y negro, venido desde Lavapiés, un florero cerámico con calas y lirios venidos de la casa de mi hermano en el campo. He preparado un arroz con pescado y langostinos, abrimos un rico vino para festejar el doble estreno de las sillas y del wok. Apenas me siento se desploma a un par de centímetros de mi cuerpo una pila de seis o siete cajas de archivo, haciendo volar una de las sillas por los aires.

9. Voy cada lunes a la mañana a cuidar al pequeño Natán, el hijo recién nacido de Mar. Es el momento más feliz de la semana, una de las pocas incursiones fuera de casa, en este tiempo ensimismado de armar el nuevo nido. Te mando fotos y videos de esos encuentros y me decís que los ojos de Natán se parecen a mis ojos cuando era niña. Me gusta creer que es así y a la vez sé que solo nos une el mirarnos. Besar su piel, oler sus pliegues. Cantarle, acariciar el centro de su frente entre las cejitas, hasta que se duerma. Recordé sintiendo su breve peso un par de pasajes de los Cuadernos de infancia de Norah Lange: cuando cuenta la ceremonia del reparto entre hermanas y hermanos de las miguitas que se juntaban en la tabla de madera de cortar el pan, y que mezcladas con un poquito de azúcar eran el postre. Y cuando cuenta también que espía a la hermana mayor para descubrir cómo logra calmar al hermanito menor famélico de hambre por la ausencia de la madre: se desnuda el torso y le da la teta, que apenas empieza a insinuarse, pequeña y vacía pero mágicamente sedante. Erotismo entre cuerpos que se cuidan, sensualidad amorosa. ¿Cómo explicar que se quiera sentar sobre mi falda el hijo que me lleva más de dos cabezas pero intenta acomodar su gigantez como si aún pudiese caber en mí para ser acunado?

10. Con Po nos juntamos sábado tras sábado para emprender la tarea preciosa de reordenar la biblioteca en los nuevos estantes. Hemos decidido deshacer algunos antiguos bloques y reunir por afinidad libros amigos, porque sospechamos que se pueden entender bien entre ellos. En ese ejercicio, se va engrosando un sector que me imanta: libros de cartas, diarios, autobiografías. En ellos, busco sueños ajenos, los encuentro queriendo volverlos a soñar:

Hoy por la noche me despertó una voz. La escucho, y soy yo quien habla. «¡Dziodzio, Dziodzio!». Cuando levanté las mantas con fuerza, me pareció que mi Dziodzio estaba conmigo (¡qué sueño tan amargo!). (…) Despierta por mi propia voz no pude darme cuenta de que era un sueño, y noté la triste realidad de que mi Dziodzio está lejos, muy lejos, y de que estoy completamente sola. Luego sentí que alguien subía haciendo mucho ruido por las escaleras. Aún bajo la influencia del sueño, supuse que eras tú quien subía, que habías tomado el último tren a la una de la mañana (en el sueño cambié un poco el horario del tren), y que para no despertarme habías subido a dormir arriba a tu habitación, con el plan de sorprenderme por la mañana. Sonreí con satisfacción y volví a dormir. (Rosa Luxemburgo, carta a Leo Jogiches, Clarens, 20 de marzo de 1893).

Soñé con vos, bastante antes de reconocer ante mí misma y muchísimo antes de animarme a confesarte que me gustás. El sueño fue vívido y revelador: yo, que soy mucho más baja que vos, te abrazaba y mi cabeza se hundía en el hueco cálido que va desde tu cuello a tu pecho, una cuevita. 

Sueño con Lea: estamos sentadas y ella mira lejos, quizá al mar, que nos hipnotiza tanto a las dos. Yo la estoy abrazando por la espalda con las manos entrelazadas y ella da vuelta un poquito la cabeza hacia mí. Entonces, apoyo mi mejilla en su hombro. Y allí me quedo.

La Yuca, Buenos Aires, entre agosto y octubre de 2021.

  • 1.

    Calipso Press, Cali, 2019.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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