Opinión

Causas y consecuencias de la «revolución» nepalí


septiembre 2025

Miles de jóvenes tomaron las calles de Katmandú contra una clase dirigente desacreditada y forzaron la caída del primer ministro Oli, más asociado a su riqueza personal que a sus credenciales comunistas. Inspirada en los estallidos de Sri Lanka y Bangladesh, la protesta en Nepal generó un vacío de poder y dio lugar a un sueño de regeneración por ahora incierto.

<p>Causas y consecuencias de la «revolución» nepalí</p>

Los nepalíes no suelen prestar atención a la política de sus vecinos del sur de Asia más allá de la India. Pero cuando los ciudadanos de Sri Lanka se levantaron en 2022 para derrocar al régimen de Gotabaya Rajapaksa, tomaron nota. Luego llegó el turno de Bangladesh, con su levantamiento de julio del año pasado, que puso a Sheikh Hasina y a todo el sistema político que la rodeaba en el punto de mira de la opinión pública. Una vez más, Nepal se dio por enterado. En numerosas conversaciones en Katmandú, a raíz de ambos eventos, escuché el mismo estribillo: «Ya llegará nuestro turno».

Y ahora llegó. El 8 de septiembre, bajo la bandera de las «protestas de la Generación Z», miles de jóvenes salieron a las calles, hartos de un sistema político corrupto y de una clase dirigente envejecida y desacreditada que se reparte el poder para seguir saqueando el país. Hartos también de no ver otro futuro que emigrar para trabajar en el extranjero, como hacen miles cada día. Las protestas comenzaron de manera pacífica, pero la violencia no se hizo esperar: la policía abrió fuego, el número de muertos ascendió rápidamente a 19 y los hospitales se llenaron de heridos. Fue la jornada de protesta más sangrienta de la historia de Nepal.

En la mañana del 9 de septiembre, la tristeza y la ira llevaron a miles de personas a salir a la calle, desafiando los toques de queda. Los símbolos vinculados al gobierno y a la clase política se convirtieron, en todo el país, en blancos de los manifestantes. Las sedes de los partidos y las casas de los dirigentes políticos ardieron en llamas. Por la tarde, las columnas de humo negro ya se alzaban sobre el valle de Katmandú. El principal aeropuerto del país fue cerrado y los vuelos, desviados. En las nuevas sedes ministeriales, ubicadas al sur de la capital, aterrizaron helicópteros para evacuar a los funcionarios a lugares seguros. Lo que vino después fueron más disparos, más sirenas, más explosiones y un humo todavía más espeso.

Los ministros comenzaron a renunciar, siguiendo los pasos del ministro del Interior, que había dimitido la noche anterior. Los parlamentarios de la oposición dimitieron masivamente, y se multiplicaron los llamamientos para disolver el gobierno y convocar nuevas elecciones. Antes de las tres de la tarde, el primer ministro Khadga Prasad Sharma Oli –en su tercer mandato, tan obstinado y egocéntrico como siempre– también anunció su renuncia.

A medida que avanzaba el día, la situación se descontroló por completo. Ya no se trataba de los manifestantes de la «Generación Z» del día anterior: la multitud había tomado el mando. Circulaban videos de dirigentes políticos golpeados, de sus casas apedreadas e incendiadas. La residencia del primer ministro estaba en llamas, al igual que la casa del presidente, el edificio de la Corte Suprema, el Parlamento, los supermercados, las comisarías y muchos otros sitios. A esa altura había, por supuesto, muchos más muertos que contar. El jefe del Ejército apareció en público para pedir calma y mesura, pero sus súplicas no sirvieron para detener los saqueos y la violencia. Finalmente, bien entrada la noche, se anunció que se estaba desplegando al Ejército para restablecer el orden.

Al día siguiente, Nepal amaneció con una profunda incertidumbre. El sentimiento general es que el gobierno debía responder por los 19 muertos y que Oli y la vieja guardia tenían que irse. Pero la magnitud de los incendios, el derramamiento de sangre y el descontrol de la multitud –más allá de la niebla roja de la ira– no encuentran justificación. Nadie sabe quién está ahora al mando. Nadie puede decir qué sucederá.

Los acontecimientos de los últimos dos días, por su rapidez y magnitud, parecen desafiar la lógica y el sentido común. Pero hay huellas del pasado que volverán a aparecer a medida que los nepalíes se enfrenten a la pregunta de qué sigue ahora.

En primer lugar, esto se venía gestando desde hace mucho tiempo, y desmantelar el sistema arraigado requerirá un esfuerzo enorme. La ira que se manifestó tras los levantamientos en Sri Lanka y Bangladesh llevaba años acumulándose. La salida de Nepal de la guerra civil, terminada hace casi dos décadas, había estado colmada de esperanza1. Los partidos del establishment –sobre todo el Congreso Nepalí y el Partido Comunista de Nepal (Marxista-Leninista Unificado) de Oli, los mismos que lideraban el gobierno ahora derrocado– prometieron un nuevo amanecer democrático luego de enfrentarse a la monarquía2. Tras deponer las armas y aceptar presentarse a elecciones democráticas, los maoístas vendieron el sueño de una sociedad más justa a millones de nepalíes que nunca habían tenido un trato equitativo. Luego, en gran medida, las esperanzas se hicieron añicos y las promesas se rompieron.

Los maoístas ganaron las primeras elecciones de la posguerra, una muestra clara de la profunda vocación de cambio del pueblo nepalí. Sin embargo, no lograron concretar transformaciones reales y pronto terminaron convertidos en otro partido del establishment. Su fracaso quedó simbolizado en la figura de su propio líder, Pushpa Kamal Dahal, más conocido como Prachanda, cuyo nombre pasó a estar más asociado a su riqueza personal que a sus credenciales revolucionarias. El borrador de una nueva Constitución –sorprendentemente progresista en el contexto histórico de Nepal– quedó empantanado durante años, hasta que finalmente fue aprobado, aunque ya muy recortado y despojado de su audacia inicial3. En las elecciones posteriores, el voto se fragmentó entre los tres partidos del establishment, con pactos de pasillo y traiciones públicas que alimentaron un carrusel interminable de los mismos líderes desacreditados entrando y saliendo del poder.

En los años posteriores a la guerra, Nepal tuvo algunos avances, pero estos fueron lentos y tortuosos, y a menudo se consiguieron más a pesar del gobierno que gracias a él. Los servicios públicos siguen siendo deplorables, aun cuando la presión impositiva es elevada. Para la mayoría de los nepalíes, la principal fuente de esperanza y sostén son las remesas enviadas por sus familiares que trabajan en el extranjero, muchos de ellos en condiciones terribles. Mientras tanto, la elite política –compuesta, como siempre, por hombres de castas dominantes de la región de Pahad– ha estado muy cómoda, cultivando cuidadosamente sus relaciones con empresarios y capitalistas amigos. Pero la larga serie de escándalos de corrupción de los últimos años, en los que se han visto implicados políticos, burócratas y empresarios de todo el espectro del establishment, no ha hecho más que reforzar la pésima opinión que tiene la población del sistema.

En segundo lugar, conviene recordar que los nepalíes saben cómo iniciar una revolución popular, pero nunca han logrado sostenerla en el tiempo. El primer levantamiento democrático, en la década de 1950, derrocó a los primeros ministros hereditarios de la dinastía Rana y otorgó al pueblo el derecho al voto. Sin embargo, liberada de más de un siglo de control de los Rana, la monarquía pronto se volvió contra los incipientes partidos democráticos, y la dinastía Shah, que la sucedió, consolidó su poder. Tras décadas bajo el régimen del Panchayat –una suerte de falsa democracia administrada por la monarquía–, los nepalíes volvieron a levantarse en 19904. Aquella revolución devolvió el poder a los partidos democráticos, aunque bajo un rey convertido en monarca constitucional. Ese sistema también fracasó: el mal gobierno y la escalada de la insurgencia maoísta allanaron el camino para un golpe real en 2005. Luego, en 2008, llegaron el fin de la guerra y la abolición de la monarquía. Pero las esperanzas que siguieron a ese proceso acabaron nuevamente traicionadas.

La coyuntura actual marca el último intento de Nepal por corregir el rumbo. Puede que no pase a la historia como una revolución– nadie pide derrocar el sistema de gobierno–, pero lo que la ciudadanía reclama es un cambio radical en las reglas del poder. El problema es que el pasado es un enemigo poderoso, y las viejas costumbres políticas de Nepal han sabido reaparecer una y otra vez con nuevos rostros. Hoy, el ánimo popular se inclina hacia una supuesta nueva guardia: figuras emergentes como Rabi Lamichhane, un presentador de televisión convertido en político, o Balen Shah, un rapero convertido en alcalde de Katmandú. El primero fundó un nuevo partido a mediados de 2022 y, apenas unos meses después, obtuvo un sorprendente 10% de los votos en las elecciones nacionales. El segundo irrumpió ese mismo año derrotando a dos candidatos del establishment y arrasando en las elecciones municipales de la capital. Sin embargo, los antecedentes de ambos dejan más de un motivo de preocupación, aunque muchos nepalíes prefieran ignorarlo en su búsqueda de salvadores.

Lamichhane está rodeado de polémicas, incluidas acusaciones de corrupción que lo llevaron a prisión hasta que fue liberado en medio del actual levantamiento popular. Aunque esas acusaciones tienen un claro trasfondo político –forma parte de los métodos de la vieja clase dirigente para acabar con un rival–, no está claro que sean del todo infundadas, y Lamichhane todavía debe convencer de que está limpio. Más aún: durante su breve paso por el gobierno tras las elecciones de 2022, no tuvo reparos en aliarse con los miembros del viejo orden. La gestión de Shah como alcalde, por su parte, ha estado marcada por la ineficiencia administrativa, y su principal «logro» sigue siendo el culto a la personalidad que ha construido en las redes sociales. Si la vieja guardia debe irse de una vez por todas, ¿pueden los nepalíes estar seguros de que la nueva será realmente mejor?

Los resultados electorales de Lamichhane y Shah, que supusieron un duro golpe para los viejos partidos, fueron un anticipo de la furia antiestablishment que hoy se ha desbordado. Si Nepal vuelve a las urnas en el corto plazo, lo más probable es que el voto se incline con fuerza contra los partidos tradicionales. Pero eso, por sí solo, no garantiza líderes capaces de resistir las tentaciones que arruinaron a sus predecesores, ni un gobierno dispuesto a impulsar cambios reales. En lo que respecta a reformas de fondo, a una verdadera reinvención de la política, Nepal se adentra en un terreno inexplorado y desconocido.

Con el levantamiento de Nepal, que se suma a los de Bangladesh y Sri Lanka, es tentador ver una Primavera del sur de Asia, similar a la Primavera Árabe de principios de la década de 2010. Los elementos están ahí: gobiernos corruptos, pueblos hartos, levantamientos que se encadenan unos a otros. Pero también se repiten otros rasgos: la muerte, la devastación y la ausencia de un camino seguro hacia algo mejor. Conviene recordar cómo terminó la Primavera Árabe: con la democracia sofocada de nuevo por la autocracia. En Bangladesh, las multitudes también impusieron su voluntad tras la necesaria caída del gobierno de Hasina, y un gobierno interino ha luchado por limpiar el sistema mientras el país se acerca a nuevas elecciones. El próximo gobierno bien podría devolver al poder a los viejos actores y, con ellos, a viejas prácticas. En Sri Lanka, una nueva administración despojada del viejo establishment ha ido incumpliendo sus promesas una tras otra. No hubo ningún amanecer luminoso. Y ahora Nepal, desde su abismo presente, sueña con una nueva política que funcione de verdad para la ciudadanía. Ojalá no corra más sangre en esta lucha.

El desafío urgente es procesar todo el horror de estos últimos días: los cuerpos que todavía esperan ser cremados, la necesidad de restablecer algún tipo de orden. Pero nada de lo que venga será fácil.


Nota: la versión original de este artículo, en inglés, se publicó en Himal Southasian el 9/9/2025 y está disponible aquí. Traducción: Mariano Schuster.



  • 1.

    El conflicto -que duró entre 1996 y 2006- enfrentó al Estado monárquico y la guerrilla maoísta que, con la estrategia de la «guerra popular», logró controlar gran parte del territorio. Tras el fin de la guerra civil se abrió paso a una transición que puso fin a la monarquía [N. del E.].

  • 2.

    El Partido Comunista de Nepal (Marxista-Leninista Unificado) es una de las principales fuerzas políticas del país, de orientación marxista con rasgos nacionalistas. No debe confundirse con los partidos maoístas, como el Partido Comunista de Nepal (Centro Maoísta). El maoísmo nepalí está marcado por continuas escisiones y reunificaciones. Por su parte, el Congreso Nepalí es un partido fundado en 1947 bajo influencia india y es miembro de la Internacional Socialista [N. del E.].

  • 3.

    La Constitución de 2015, que reemplazó a la «provisoria» de 2007, declara que Nepal es un «Estado republicano democrático federal independiente, indivisible, soberano, laico, inclusivo, democrático, orientado al socialismo». Pero esta referencia al socialismo es bastante retórica [N. del E.].

  • 4.

    El Panchayat (1960–1990) fue un régimen de partido único instaurado por el rey Mahendra tras disolver el Parlamento y prohibir los partidos políticos. Se presentaba como una «democracia guiada» basada en consejos locales, pero en la práctica consolidó el poder absoluto de la monarquía y limitó severamente las libertades políticas [N. del E.].

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