Tribuna global
NUSO Nº 278 / Noviembre - Diciembre 2018

Moneylandia Cómo los especuladores comenzaron a gobernar el mundo

Democracias que se van convirtiendo en plutocracias; plutocracias que se van convirtiendo en oligarquías; oligarquías que se van convirtiendo en cleptocracias. El capitalismo offshore de nuestros días tiene un origen y actores específicos, que se lanzaron a destruir el viejo orden económico mundial nacido en Bretton Woods. Y el resultado actual es una inédita concentración de la riqueza y una progresiva erosión de la democracia. Si queremos recuperar el control de nuestras economías y nuestras democracias, debemos actuar ahora. Cada día, mientras esperamos, más dinero se acumula contra nosotros.

Moneylandia   Cómo los especuladores comenzaron a gobernar el mundo

Todos los meses de enero, cada vez que se realiza el Foro Económico Mundial en Davos, Oxfam nos cuenta cuánto ha crecido el patrimonio de los más ricos del planeta. En 2016, su informe mostraba que los 62 individuos más acaudalados poseían la misma riqueza que la mitad de la población mundial. Este año, el número se ha reducido a 42: hay tres docenas y media de personas que poseen lo mismo que 3.500 millones. Este ritual anual se ha transformado en parte del ciclo de noticias y la desigualdad expuesta ya no nos conmueve. Como ocurre con la sucesión de las estaciones, ahora resulta natural que la gente muy rica sea cada vez más rica. Pero se trata de algo que debería preocuparnos mucho: su creciente riqueza les permite controlar cada vez más la política y los medios de comunicación. Países que alguna vez fueron democracias se están convirtiendo en plutocracias; las plutocracias se están convirtiendo en oligarquías; las oligarquías se están convirtiendo en cleptocracias.

Las cosas no siempre fueron así. Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se registró una tendencia opuesta: los pobres adquirían mayor riqueza; todos nos tornábamos más igualitarios. Para comprender cómo cambió eso y por qué, debemos retrotraernos a las postrimerías del conflicto, más específicamente a un hotel situado en el estado de New Hampshire, donde un grupo de economistas se reunió para asegurar el futuro de la humanidad. Esta es la historia de cómo fracasó su sueño y de cómo la brillante idea de un banquero londinense llevó al mundo a la quiebra.

En los años siguientes a la Primera Guerra Mundial, los dueños del dinero estimulaban su circulación entre los países y desestabilizaban las monedas y las economías en busca de beneficios. Mientras las economías se derrumbaban, muchos de los ricos seguían enriqueciéndose. El caos condujo a la elección de gobiernos extremistas en Alemania y otros países, derivó en devaluaciones competitivas y en aranceles aplicados a costa del empobrecimiento de las naciones vecinas, dio lugar a batallas comerciales y, en definitiva, a los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Los aliados no querían que eso volviera a ocurrir. Por eso, en 1944 se reunieron en un complejo hotelero situado en la localidad estadounidense de Bretton Woods (New Hampshire) para negociar los detalles de una arquitectura económica que evitaría –para siempre– la circulación descontrolada del dinero. El objetivo era, por un lado, impedir que los Estados usaran el comercio como un arma dirigida a acosar a los vecinos y, por el otro, crear un sistema estable, que ayudaría a garantizar la paz y la prosperidad. Bajo el nuevo sistema, todas las monedas estarían vinculadas al dólar y este, a su vez, estaría vinculado al oro. Una onza de oro costaba 35 dólares (lo que equivale aproximadamente a 500 dólares de hoy). En otras palabras, el Tesoro de Estados Unidos le aseguraba a cualquier Estado extranjero que, si presentaba 35 dólares, siempre podría comprar una onza de oro. eeuu se comprometía a suministrar a todos la cantidad necesaria de dólares para financiar el comercio internacional y a mantener suficientes reservas de oro para que esos dólares conservaran su valor. Para impedir que los especuladores atacaran estos tipos de cambio fijos, se impusieron fuertes restricciones al flujo transfronterizo de dinero. Se permitió el movimiento internacional de capitales, pero únicamente en forma de inversiones a largo plazo, a fin de evitar las especulaciones cortoplacistas contra monedas o bonos.

Para entender cómo funcionaba este sistema, imaginen un buque petrolero. Si tiene solamente un tanque enorme, el petróleo puede agitarse hacia atrás y hacia adelante en olas cada vez más grandes hasta desestabilizar la embarcación, que puede volcarse y hundirse. En la Conferencia de Bretton Woods, el petróleo se dividió entre tanques más pequeños, uno para cada país. De ese modo, el líquido podría moverse de un lado a otro dentro de sus pequeños compartimentos, pero no podría adquirir una intensidad suficiente para dañar la integridad del buque. Extrañamente, una de las mejores evocaciones de este mecanismo del pasado aparece en Goldfinger (1959), la novela de Ian Fleming protagonizada por James Bond. La trama de la película homónima difiere un poco, pero ambas versiones muestran un intento de interferir con las reservas de oro para erosionar el sistema financiero occidental. El coronel Smithers, un representante del Banco de Inglaterra, se lo explica a 007 de la siguiente manera: «El oro y las monedas respaldadas por ese oro son la base de nuestro crédito internacional».

Tal como explica el coronel, el problema es que el Banco solo está dispuesto a pagar 1.000 libras por un lingote de oro, es decir, el equivalente al precio de 35 dólares por onza que se paga en eeuu, mientras que el mismo oro vale 70% más en la India, donde existe una gran demanda de joyas de ese metal. Por lo tanto, resulta muy redituable contrabandear oro hacia fuera del país y venderlo en el extranjero. El villano Auric Goldfinger elabora un ingenioso plan: se adueña de casas de empeño en toda Gran Bretaña, compra joyas y objetos de oro a gente común necesitada de efectivo, funde el metal en láminas, las incorpora a su Rolls-Royce, las conduce a Suiza, las reprocesa y luego las lleva por avión a la India. De este modo, Goldfinger no solo erosiona la moneda y la economía de Reino Unido, sino que además genera ganancias con las cuales puede financiar a comunistas y otros elementos peligrosos. Smithers le cuenta a 007 que cientos de empleados del Banco de Inglaterra se están ocupando del asunto para intentar evitar esta suerte de fraude, pero Goldfinger es demasiado astuto para ellos. Sigilosamente, se ha convertido en el hombre más rico de Gran Bretaña y en las bóvedas de un banco en las Bahamas ya tiene lingotes de oro por un valor de cinco millones de libras. «Lo que le pedimos, señor Bond, es que haga responder a Goldfinger por sus actos y recupere ese oro», dice Smithers. «Seguramente está al tanto de la crisis monetaria y las altas tasas bancarias. Pues bien, Inglaterra necesita mucho ese oro; y cuanto más rápido, mejor».

Más allá de la posible evasión de algunos impuestos, Goldfinger no estaba haciendo nada malo según los criterios modernos. Compraba oro a un precio que la gente estaba dispuesta a aceptar y luego lo vendía en otro mercado donde la gente estaba dispuesta a pagar más. Era su dinero. Era su oro. Entonces, ¿cuál era el problema? ¿No estaba acaso aceitando las ruedas del comercio, asignando con eficiencia el capital allí donde se optimizaba su uso? En realidad no, porque no era así como funcionaba Bretton Woods. El coronel Smithers consideraba que el oro pertenecía no solo a Goldfinger, sino también a Gran Bretaña. Según el sistema, el dueño del dinero no era la única persona con voz para decidir qué hacer con él. De acuerdo con estas reglas cuidadosamente elaboradas, las naciones que creaban y garantizaban el valor del dinero también tenían derechos sobre ese dinero; por lo tanto, se restringían los derechos de los dueños del dinero para proteger los intereses de todas las demás personas. En Bretton Woods, los aliados –desesperados por evitar que se repitieran los horrores de la depresión del periodo de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial– decidieron que en el ámbito del comercio internacional los derechos de la sociedad prevalecerían sobre los de los dueños del dinero.

Todo esto resulta difícil de imaginar para alguien que solo ha vivido el mundo desde los años 80, porque ahora el sistema es muy diferente. El dinero circula incesantemente entre los países, rastreando oportunidades de inversión en China, Brasil, Rusia o donde sea. Si una moneda está sobrevaluada, los inversores perciben la debilidad y se abalanzan de manera conjunta sobre ella como tiburones en torno de una ballena maltrecha. En tiempos de crisis global, el dinero se refugia en la seguridad del oro o los bonos del gobierno de eeuu; en tiempos de bonanza económica, infla el precio de los activos en cualquier lugar, en el marco de su incansable búsqueda de una buena ganancia. Estas oleadas de capital líquido tienen tanto poder que son capaces de arrasar con todo, excepto con los Estados más fuertes. Los prolongados ataques especulativos contra el euro, el rublo o la libra, rasgo distintivo de las últimas décadas, habrían sido imposibles bajo el sistema de Bretton Woods, que fue diseñado específicamente para impedir esos hechos.

Y el sistema tuvo un notable éxito: la mayoría de los países occidentales experimentaron un crecimiento económico casi ininterrumpido a lo largo de los años 1950 y 1960; con gobiernos abocados a realizar enormes mejoras en materia de salud pública e infraestructura, las sociedades se tornaron más igualitarias. Sin embargo, todo eso tuvo su precio, ya que fue financiado con impuestos altos. Los ricos pugnaron entonces por aprovechar los compartimentos separados del buque petrolero y lograr que su dinero quedara fuera del alcance de las administraciones fiscales. Los fanáticos de los Beatles probablemente recuerden a George Harrison en su canción sobre el recaudador de impuestos («Taxman»), donde dice que el gobierno se llevaba 19 chelines por cada uno que le dejaba; se trata de una reflexión exacta sobre la proporción de sus ganancias que iba a parar a las arcas públicas, con una tasa impositiva marginal de 95%. Pero no solo los Beatles odiaban este sistema. Lo mismo les ocurría a los Rolling Stones, que se trasladaron a Francia para grabar su álbum Exile on Main St. Y en un sentido similar se expresó Rowland Baring, vástago de la famosa dinastía de banqueros, tercer conde de Cromer y gobernador del Banco de Inglaterra entre 1961 y 1966: «El control cambiario atenta contra los derechos del ciudadano», escribió en una nota enviada al gobierno en 1963. «Por lo tanto, considero que éticamente es incorrecto».

Baring odiaba las restricciones porque sostenía, entre otras cosas, que estaban matando a Londres como centro financiero. «Era como conducir un auto de gran potencia a 30 kilómetros por hora», lamentaba un directivo al referirse a su etapa al frente de un importante banco británico. «Los bancos estaban anestesiados. Era una especie de vida de ensueño». En esos días, los directivos de los bancos llegaban tarde al trabajo, se iban temprano y perdían buena parte del tiempo en almuerzos regados con alcohol. A nadie le preocupaba particularmente, porque de todos modos no había mucho que hacer.

Hoy, mirando su silueta urbana de cristal y acero, cuesta imaginar que alguna vez Londres estuvo a punto de desaparecer como centro financiero. En las décadas de 1950 y 1960, la City londinense tuvo escasa influencia en la discusión nacional. No obstante, aunque son pocos los libros sobre los vibrantes años 60 que aluden a ella, algo muy significativo se estaba gestando allí: algo que cambiaría el mundo mucho más que los Beatles, Mary Quant o David Hockney, algo que haría añicos las nobles restricciones del sistema de Bretton Woods.

Cuando Ian Fleming publicó Goldfinger en 1959, ya había algunas fugas en los compartimentos del buque petrolero. El problema era que no todos los Estados extranjeros confiaban en que eeuu honraría su compromiso de usar el dólar como una moneda internacional imparcial; y tenían razones para creer eso, dado que Washington no siempre actuaba como un árbitro ecuánime. En los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense había confiscado las reservas de oro de la Yugoslavia comunista. Alarmados, los países del bloque del Este dejaron entonces de depositar sus dólares en Nueva York y adoptaron la costumbre de conservarlos en bancos europeos. Algo similar ocurrió cuando Gran Bretaña y Francia intentaron recuperar el control del Canal de Suez en 1956: Washington condenó el atrevimiento y congeló su acceso a los dólares. No eran las acciones de un árbitro neutral. En esos tiempos, Reino Unido deambulaba de una crisis a otra. En 1957 subió las tasas de interés y prohibió a los bancos usar la libra esterlina para financiar el comercio, con el objetivo de preservar la fortaleza de la moneda (he ahí «la crisis monetaria y las altas tasas bancarias» a las que se refería Smithers en su charla con Bond).

Los bancos del distrito financiero de la capital británica, que ya no podían usar la libra del modo en que estaban habituados, comenzaron a utilizar dólares. Los obtenían de la Unión Soviética, que los depositaba en Londres y en París para evitar la vulnerabilidad frente a la presión estadounidense. Esto se convirtió en un negocio redituable. A la hora de calcular los intereses que los bancos podían aplicar sobre los préstamos en dólares, había límites en eeuu, pero no en Londres. A finales de la década de 1950, el mercado de «eurodólares» –como se los denominó en la jerga– dio un poco de vida a la City londinense, pero no demasiada. La emisión de bonos a gran escala seguía realizándose en Nueva York, lo que molestaba a muchos banqueros en la capital británica. Después de todo, aunque muchas de las empresas que pedían préstamos eran europeas, las grandes comisiones iban a parar a los bancos estadounidenses. En particular, había un banquero que no estaba dispuesto a tolerar esto: Siegmund Warburg. Warburg era un outsider dentro del confortable mundo de la City. Por un lado, porque era alemán; además, porque no había renunciado a la idea de que su trabajo consistía en activar negocios. En 1962, Warburg supo a través de un amigo del Banco Mundial que fuera de eeuu circulaban unos 3.000 millones de dólares, desparramados y listos para ser utilizados. Warburg había sido banquero en Alemania en la década de 1920 y recordaba haber concertado operaciones con bonos en moneda extranjera. ¿Por qué no podrían sus agentes financieros volver a hacer ahora algo similar? Hasta ese momento, si una empresa quería solicitar un préstamo en dólares, debía hacerlo en Nueva York. Sin embargo, Warburg creyó saber dónde podía encontrar una parte significativa de esos 3.000 millones: en Suiza. Al menos desde la década de 1920, ese país se había dedicado al negocio de atesorar efectivo y activos de extranjeros que buscaban evitar los controles. Hacia la década de 1960, tal vez 5% de todo el dinero existente en Europa estaba bajo el colchón de las entidades suizas.

Para los agentes financieros más ambiciosos de la City, era algo tentador: todo ese dinero estaba escondido por allí, sin hacer demasiado, y era exactamente lo que ellos necesitaban para volver a vender bonos. Warburg comprendió que si de alguna manera podía acceder al dinero, gestionarlo y prestarlo, empezaría a hacer negocios. Seguramente pensó en quienes les pagaban a los bancos suizos por cuidar su dinero y supuso que podría convencerlos para que, en lugar de eso, compraran sus bonos para obtener una ganancia; seguramente también supuso que podría convencer a las empresas europeas de que le solicitaran los préstamos a él, en lugar de pagar las elevadas tasas aplicadas en Nueva York.

Era una gran idea, pero había un problema: se interponían los compartimentos del buque petrolero. Para Warburg, era imposible mover ese dinero desde Suiza y a través de Londres a los clientes que querían tomarlo prestado. No obstante, convocó a dos de sus mejores hombres y les dijo que de todos modos lo hicieran.

Los agentes financieros iniciaron su tarea en octubre de 1962, el mismo mes en que los Beatles lanzaban «Love Me Do». Y finalizaron su gestión el 1o de julio del año siguiente, el mismo día en que la legendaria banda de Liverpool grababa «She Loves You», la canción que desencadenó la «beatlemanía» global. Esos extraordinarios nueve meses no solo revolucionaron la música pop, sino también la geopolítica, ya que incluyeron la crisis de los misiles en Cuba y el discurso de John F. Kennedy con su famosa frase «Ich bin ein Berliner» (Soy ciudadano de Berlín). Bajo tales circunstancias, resulta comprensible que haya pasado un tanto inadvertida la revolución ocurrida simultáneamente en las finanzas mundiales.

Los nuevos bonos de Warburg siguieron el ejemplo de los «eurodólares» y fueron bautizados como «eurobonos». Su emisión fue liderada por Ian Fraser, un héroe de guerra escocés devenido en periodista y luego en hombre de las finanzas. Él y su colega Peter Spira debían encontrar formas de neutralizar los impuestos y controles establecidos para evitar el flujo transfronterizo de capitales especulativos y debían seleccionar diferentes aspectos pertenecientes a las regulaciones de varios países para configurar los diversos elementos de su creación.

Si los bonos se hubieran emitido en Gran Bretaña, habrían sido gravados con un impuesto de 4%; por lo tanto, Fraser los emitió formalmente en el aeropuerto holandés de Schiphol. Si los intereses hubieran debido pagarse en Gran Bretaña, se habría aplicado otro impuesto; por lo tanto, Fraser se encargó de que los intereses se pagaran en Luxemburgo. Logró que la Bolsa de Londres cotizara los bonos, pese a que no se emitían ni se liquidaban en Reino Unido, y convenció a los bancos centrales de Francia, Países Bajos, Suecia, Dinamarca y Gran Bretaña, que con razón estaban preocupados por el impacto que tendrían los eurobonos sobre los controles monetarios. El truco final consistió en hacer figurar como prestataria a Autostrade, la empresa italiana de gestión de autopistas, cuando en realidad era iri, un holding estatal. Si iri hubiera aparecido como el prestatario, habría tenido que someterse a una retención de impuestos en origen, cosa que no sucedía con Autostrade.

¿Cuál era el efecto acumulativo de esta suerte de Twister jurisdiccional? Fraser había creado un bono que pagaba una buena tasa de interés, que no obligaba a nadie a abonar impuestos de ningún tipo y que podía convertirse nuevamente en efectivo en cualquier lugar. Se trataba de lo que hoy se conoce como bonos al portador. Quienquiera que poseyera los bonos era su titular; no había registro de titularidad ni obligación de hacer constar la tenencia, que no figuraba en ningún sitio. Los eurobonos de Fraser eran como mágicos. Antes de su aparición, la riqueza oculta en Suiza no lograba hacer demasiado; pero ahora permitía comprar esos fantásticos trozos de papel, que podían llevarse a cualquier lugar, liquidarse en cualquier lugar y que en todo momento pagaban a sus dueños intereses libres de impuestos. En todo el mundo era posible evadir impuestos y generar ganancias.

¿Quién compraba el mágico invento de Fraser? ¿Quién proporcionaba el dinero que luego él prestaba a iri a través de Autostrade? «Los principales compradores de estos bonos eran individuos (por lo general, de Europa del Este, pero muchas veces también de América Latina) que querían que parte de su fortuna fuera móvil; dado el caso, si tenían que irse, podrían hacerlo rápidamente con sus bonos en un maletín», escribió Fraser en su autobiografía. «También había aún una migración masiva de la población judía sobreviviente de Europa central, que se dirigía a Israel y al Oeste. A esto se sumaba la migración normal de dictadores sudamericanos caídos, que se dirigían al Este. Suiza era el lugar donde se escondía todo este dinero». Posteriormente, algunos historiadores minimizaron un poco las consideraciones de Fraser y afirmaron que los políticos corruptos –esos dictadores sudamericanos caídos– representaban aproximadamente un quinto de la demanda correspondiente a la primera emisión de bonos. En cuanto a los otros cuatro quintos del dinero utilizado para adquirir los títulos, provenían de evasores convencionales («dentistas belgas», según los banqueros), profesionales de altos ingresos que trasladaban parte de lo percibido a Luxemburgo o Ginebra y que vieron con buenos ojos esta nueva y maravillosa inversión.

Los eurobonos desataron la riqueza y fueron el primer paso hacia la creación del país virtual de los millonarios, al cual yo llamo Moneylandia. Moneylandia incluye finanzas offshore, pero es mucho más que eso: no solo protege el dinero de los ricos, sino que deja a resguardo cada aspecto de su vida. Con la misma dinámica lucrativa que incitó a Fraser a neutralizar los controles sobre el capital en nombre de los clientes, sus equivalentes actuales buscan hoy caminos para que la gente más rica del planeta pueda evitar los controles de las visas, el escrutinio periodístico, la responsabilidad legal y muchas otras cosas. Moneylandia es un lugar donde las leyes no rigen para quien es suficientemente rico, más allá de quién sea y de dónde provenga su dinero. Este es el sucio secreto que constituye el núcleo del renacimiento de la City, el inicio del proceso que terminó generando la estratosférica desigualdad actual. Todo fue posible por la presencia de las comunicaciones modernas (telegrama, teléfono, télex, fax, correo electrónico) y permitió a la gente más rica del planeta eludir las responsabilidades ciudadanas.

La primera operación fue por 15 millones de dólares. Pero una vez identificado el modo de esquivar los obstáculos que impedían el flujo de efectivo offshore, ya nada pudo evitar que más dinero siguiera esos pasos. El segundo semestre de 1963 se vendieron 35 millones de eurobonos. En 1964 hubo un mercado de 510 millones de dólares. En 1967 el total superó por primera vez los 1.000 millones y hoy es uno de los mayores mercados en el mundo. Como resultado, se fue derrumbando a lo largo del tiempo el sistema creado en Bretton Woods. Más y más dólares emprendían la fuga offshore, donde evitaban las regulaciones y los impuestos establecidos por el gobierno de eeuu. Pero seguían siendo dólares y, por lo tanto, 35 de ellos seguían valiendo una onza de oro. El problema surgió porque los dólares no son inertes. Se multiplican. Si usted pone un dólar en un banco, la entidad lo usa como garantía del dinero que le presta a otra persona, lo que significa que hay más dólares: los suyos y los que ha tomado prestados la otra persona. Si esa persona pone el dinero en otro banco y la entidad en cuestión lo presta, se suman más dólares, y así sucesivamente. Dado que cada uno de esos dólares tenía un valor nominal equivalente a una cantidad fija de oro, eeuu habría tenido que seguir comprando oro para satisfacer la potencial demanda. No obstante, si lo hubiera hecho, se habría visto obligado a comprar ese oro con dólares. Esto significa que existirían más dólares, que a su vez se multiplicarían, lo que traería como consecuencia más compras de oro y más dólares. El ciclo continuaría hasta el colapso final bajo la evidencia de que era algo sin sentido: no se podía hacer frente al sistema offshore.

El gobierno de eeuu intentó defender el precio vinculado al patrón dólar-oro, pero cada restricción impuesta a los movimientos de su moneda solo hacía más redituables los depósitos en Londres. Como consecuencia, aumentaba la fuga de dinero hacia destinos offshore y crecía la presión sobre el precio dólar-oro. Allí donde iban los dólares, los banqueros seguían sus pasos. En comparación con Wall Street, la City londinense tenía regulaciones más laxas y políticos más complacientes. Eso encantaba a las entidades financieras: en 1964, 11 bancos estadounidense tenían filiales allí; en 1975, ya eran 58.La Oficina del Contralor de la Moneda de eeuu, que administraba el sistema bancario federal, estableció una delegación permanente en Londres para inspeccionar en qué andaban las filiales británicas de los bancos de su país. Pero los estadounidenses no tenían poder alguno en Reino Unido y no recibieron ayuda de los londinenses. «No me importa –dijo Jim Keogh, el funcionario del Banco de Inglaterra que era responsable de controlar a esas entidades– si el Citibank elude normas estadounidenses en Londres». Sin embargo, para entonces, Washington ya se había resignado a lo inevitable y había abandonado la promesa de cambiar dólares por oro a 35 la onza. Era el primer paso, enmarcado en el continuo desmantelamiento de todas las salvaguardias creadas en Bretton Woods. La pregunta filosófica acerca de quién era realmente el dueño del dinero, si la persona que lo ganaba o el país que lo creaba, ahora estaba respondida. Gracias a los complacientes banqueros de Londres y Suiza, quien tenía dinero ahora podía hacer con él lo que quisiera y ningún gobierno lo detendría. Mientras un país tolerara las operaciones offshore, como lo hacía Gran Bretaña, los esfuerzos de todos los demás quedarían en la nada. Si la normativa se detiene en las fronteras de un país pero el dinero puede circular por donde desee, sus dueños están en condiciones de burlar a cualquier organismo de regulación.El desarrollo que se inició con Warburg fue mucho más allá de los simples eurobonos. El patrón básico podía replicarse infinitamente. Bastaba con identificar una línea de negocio capaz de generar dinero para usted y sus clientes, buscar en el mundo una jurisdicción con las reglas adecuadas para ese negocio (Liechtenstein, las Islas Cook, Jersey) y usarla como una base nominal. Si alguien no encontraba una jurisdicción con el tipo adecuado de reglas, entonces amenazaba o favorecía a alguna hasta que cambiara su normativa para acomodarla a los requerimientos. El propio Warburg comenzó con esta modalidad: le explicó al Banco de Inglaterra que, si Gran Bretaña no promovía normas competitivas e impuestos más bajos, él se iría con su banco a otro lado, quizás a Luxemburgo. Y así fue como, ¡abracadabra!, se cambiaron las reglas y se anuló el impuesto (en este caso, el que se aplicaba al sello sobre bonos al portador). La reacción del planeta ante estos acontecimientos también resultó completamente previsible. Uno tras otro, los países fueron en busca de los negocios que habían perdido por la actividad offshore (como eeuu, que eliminó las regulaciones que eludían los bancos cuando se trasladaban a Londres). De esta forma, el mundo local comenzó a parecerse cada vez más al piratesco mundo offshore creado por los agentes financieros de Warburg.

Con disminución de impuestos, desregulaciones y políticos más complacientes, la idea es atraer el inquieto dinero para que se establezca en una jurisdicción en lugar de otra. Es fácil explicar por qué. Una vez que una jurisdicción deja hacer lo que uno quiere, los negocios se dirigen hacia allí y otras jurisdicciones también se apresuran a cambiar. Así funciona el engranaje de Moneylandia, que jamás aumenta las regulaciones; siempre las reduce para beneficiar los movimientos de quienes tienen dinero.

Moneylandia afecta a las diferentes naciones de diferentes maneras. Dentro del total de efectivo existente en destinos offshore, la mayor parte pertenece a los ciudadanos adinerados de los países desarrollados de Europa y América del Norte. No obstante, debido al gran tamaño de esas economías, se trata de una proporción relativamente pequeña de su riqueza nacional. Según las estimaciones del economista Gabriel Zucman, el dinero en cuestión representa apenas 4% para eeuu. En el caso de Rusia, en cambio, 52% de la riqueza de la economía nacional se encuentra offshore, fuera del alcance del gobierno. En los países del Golfo, el porcentaje asciende a un impresionante 57%. «Para las oligarquías de los países en desarrollo y no democráticos, es muy fácil ocultar su riqueza. Eso les significa un enorme incentivo para saquear sus países, y no hay control», dice Zucman.

Cuando llegue el próximo enero, obtendremos datos actualizados y sabremos que esa oligarquía ha seguido adueñándose de la riqueza mundial: la única sorpresa será el volumen preciso de su nueva apropiación y lo poco que ha dejado para el resto de nosotros. Pero no debemos esperar hasta entonces para comprender que la situación es urgente. Debemos actuar ahora para hacer visible su riqueza y la materia oscura cuya fuerza gravitacional está doblegando el tejido de nuestras sociedades. Tal vez hayamos ignorado la presencia de Moneylandia, pero sus ciudadanos nómadas no nos han ignorado. Si queremos recuperar el control de nuestras economías y nuestras democracias, debemos actuar ahora. Cada día, mientras esperamos, más dinero se acumula contra nosotros.


Nota: este artículo es un extracto del libro Moneyland: Why Thieves and Crooks Now Rule the World and How to Take it Back (Profile Books, Londres, 2018). Traducción del inglés de Mariano Grynszpan.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 278, Noviembre - Diciembre 2018, ISSN: 0251-3552


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