México: las izquierdas negadas por la «cuarta transformación»
mayo 2019
En el contexto de la proclamada «cuarta transformación» de México, el discurso de Andrés Manuel López Obrador tiende a negar la existencia de la izquierda, ya sea como posición político-ideológica en abstracto o como encarnación en grupos y movimientos que ostenten cierto grado de autonomía y radicalidad. La disputa respecto del significado y el lugar de la izquierda está atravesada por la tensión entre distintas acepciones y contenidos, pero también entre lógicas políticas tendencialmente divergentes como son las de la hegemonía y la autonomía.
Transformadores versus conservadores
La ex-presidenta argentina Cristina Kirchner solía decir que a su izquierda solo estaba la pared. De forma análoga, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), desde el primer semestre de su mandato de gobierno, etiquetó como «conservadores» tanto a los sectores acomodados que llama burlonamente «fifís» como a los «radicales» de izquierda, refiriéndose, en particular, a un sector disidente del magisterio y a grupos opositores a megaproyectos. Es indudable que, a su derecha, existen y actúan políticamente clases y grupos históricamente dominantes que no aceptaron la invitación a sumarse a la llamada «cuarta transformación», así como sectores medios y altos que no comulgan con el obradorismo y que rechazan más su estilo plebeyo que su programa moderadamente reformista. Definirlos como «conservadores» es una manera de colocarse del lado de la Reforma y la Revolución, en mayúsculas, como referencias históricas (la segunda y la tercera transformaciones, según el conteo de AMLO), y de delimitar una práctica política que quiere modular, en función de las circunstancias y los interlocutores, el grado de profundidad del cambio. De cara a los conservadores de derecha, se perfila una definición del obradorismo por izquierda, una delimitación geométrica que se sustenta a partir de dos clivajes fundamentales de clásica raigambre antioligárquica: el nacionalismo y el justicialismo. Ambos posicionamientos, revitalizados por las luchas antineoliberales desde la década de 1990, se resuelven a partir del fortalecimiento del Estado como portador del interés general, capaz de intervenir en clave nacionalizadora y redistributiva. En esta definición histórica e ideológica por defecto, el no conservadurismo de AMLO se coloca entre el liberalismo reformista decimonónico y el nacionalismo revolucionario, rehuyendo sistemáticamente una ubicación a partir de la etiqueta de izquierda, así como otros sucedáneos como socialdemocracia, posneoliberalismo y, más aún, socialismo y anticapitalismo. Esta colocación aparentemente aséptica podría asimilarlo a la tradición del centrismo priísta, si no fuera porque se retroalimenta de un rasgo típicamente progresista latinoamericano al reivindicar explícitamente un perfil antineoliberal, aunque se limite a pregonar algo similar a lo que Néstor Kirchner llamaba un «capitalismo en serio», invitando a los empresarios honestos a sumarse al concierto nacional y popular, gesto que recuerda toda una tradición del México de la revolución institucionalizada.
La combinación entre ambigüedad interclasista e inflexión progresista antineoliberal y nacional-popular puede resultar precaria e inestable pero, por lo pronto, a partir de la indiscutible legitimidad de una jornada electoral que canalizó agravios y esperanzas de mediana y larga duración, les otorga a AMLO y a su gobierno una centralidad desde la cual se busca construir y ejercer hegemonía, ensanchar el consenso y, al mismo tiempo, delimitar su perímetro hacia la izquierda.
Si hacia la derecha se busca tejer alianzas y formas de cooperación con sectores empresariales y otras fracciones de las clases dominantes, asumiendo una diferencia de origen y de colocación social –que no de clase, ya que este concepto no pertenece al lenguaje de la «cuarta transformación»–, hacia la izquierda se pretende y se exige no quebrar la unidad del pueblo –la palabra mágica de la subjetivación política obradorista–, no caer en la tentación particularista y someterse al interés general y a aquellos que concretamente lo representan y formulan desde el lugar que les corresponde, es decir, el del gobierno y el aparato estatal, lugares donde se formulan e impulsan las políticas públicas destinadas a producir la anhelada «regeneración nacional».
El epíteto de «conservadores» surge, por lo tanto, de una definición histórica o ideológica cuyo uso sirve para descalificar –hacia la derecha y hacia la izquierda– a todo opositor de la iniciativa reformadora y transformadora, propiciando una sobreposición que confunde y, por lo tanto, niega no solo legitimidad sino todo rasgo propiamente izquierdista a los actores y movimientos sociopolíticos autónomos y eventual o potencialmente más radicales.
La izquierda obradorista
Otra izquierda tendencialmente negada en el proceso de la «cuarta transformación» es la izquierda de Morena. Efectivamente, esta parece ser una entelequia, invisibilizada en términos de la ausencia de un debate dentro y fuera de las instancias partidarias, pero evocada, episódica y abstractamente, como contrapeso interno y de base, frente a la infiltración de oportunistas y otros residuos priístas y perredistas. Al mismo tiempo, Morena en su conjunto (y la supuesta izquierda en su interior), a menudo confundiendo la organización y el movimiento de masa, es a veces invocada como lugar de agregación del obradorismo puro y duro, como trinchera frente a los compromisos contraídos en aras de alcanzar el Palacio de Gobierno y como garantía de la profundidad de la «cuarta transformación». Sin embargo, la virtual inexistencia de la vida partidaria, en estos primeros meses de gobierno, es notable no solo en términos de la falta de iniciativas, movilizaciones o debates, sino por el sensible debilitamiento del andamiaje dirigente, drenado por las necesidades de cubrir cargos de gobierno y de representación. Por otra parte, se estancó apenas nacer la apuesta por la educación política de masas a través del instituto ad hoc, instancia aprobada por el último Congreso, como contrapunto moral a la tendencia a convertirse en un partido-aparato electoral y de formación y colocación de cuadros en gobiernos, congresos y otras instituciones públicas, o una agencia de empleo público a la par de los otros partidos del espectro parlamentario. Sin embargo, a pesar de su negación, no deja de existir una izquierda difusa en Morena y en el obradorismo en general; una presencia etérea que se percibe entre votantes, simpatizantes, militantes y algunos sectores, personalidades o intelectuales que circulan en los grupos dirigentes y pueden ostentar un mayor o menor grado de influencia o cercanía con el Príncipe.
Si los militantes tienen oportunidades de pesar en ocasión de los congresos partidarios, los votantes y los simpatizantes pertenecen a una zona de frontera, con un pie en el palacio, en la apertura de crédito respecto de la «cuarta transformación», pero sin la contención de la disciplina y los intereses partidarios y, por lo tanto, más expuestos a la decepción respecto de expectativas a todas luces muy elevadas, es decir, con un pie potencialmente en la calle, en la inconformidad y la protesta.
Entre los grupos dirigentes del partido, como antesala a su actual ubicación en alguna secretaría de Estado u otro puesto, no deja de haberse colado algún personaje con credenciales de izquierda, por sensibilidad o por antecedentes militantes. Ello, sin embargo, no se tradujo en una posición conjunta y articulada y, menos aún, crítica, ya que prima la lógica de operar silenciosamente desde adentro, sosteniendo o impulsando algunas líneas o políticas, además, obviamente, de su propia carrera profesional o su capital político. La reducida intelectualidad izquierdo-morenista, por su parte, se fue acomodando en distintos lugares más o menos estratégicos, desde los cuales cada quien, según los casos y las inclinaciones, impulsa iniciativas culturales y educativas, teje relaciones internacionales, produce textos en defensa o de apología de la «cuarta transformación» o cuida la moralidad del proceso.
Por último, un lugar importante a la izquierda del obradorismo ocupan aquellas organizaciones sociales que invirtieron su independencia y su combatividad antineoliberal en la alianza electoral y de gobierno con AMLO en el marco de la «cuarta transformación». En algunos casos han resguardado una autonomía organizacional y cierto margen de maniobra, como el que ejerció la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en ocasión de la abrogación parcial de la reforma educativa aprobada por el gobierno anterior. En esta lógica pragmática y con mayores grados de subalternidad que este sector del magisterio, se sitúan organizaciones campesinas y una fracción del movimiento obrero –bajo el paraguas del sindicato minero y de su líder, Napoleón Gómez Urrutia–. Sin pertenecer todavía orgánicamente al obradorismo, estas organizaciones sociales se mantienen en su órbita y contribuyen a inclinar hacia la izquierda el campo de irradiación hegemónica de la «cuarta transformación».
Independientemente de izquierda
Afuera y a la izquierda del creciente perímetro de influencia de Morena y la «cuarta transformación», existen diversos actores, disgregados y aparentemente minoritarios, que se caracterizan por mantener una distancia crítica, sostener una independencia organizacional y preservar cierta capacidad de movilización.
Se trata de un archipiélago disperso por el cual transitan sectores con grado muy dispares de organización, politización y radicalidad. Señalo, para fines expositivos y sin pretensión de exhaustividad, cinco polos relativamente autónomos respecto del obradorismo.
En primer lugar, los movimientos por la defensa del territorio, surgidos contra los megaproyectos socioambientales, buena parte de los cuales están anclados en comunidades indígenas de comprobada capacidad de resistencia. A pesar de la postura de AMLO respecto del fracking y los transgénicos, es evidente que su gobierno sigue el camino neodesarrollista ya ensayado por los gobiernos progresistas del Cono Sur en las últimas décadas, con sus consecuencias en términos de acumulación capitalista, pero también de despojo del territorio y luchas socioambientales. El caso de la termoeléctrica de Huexca inauguró esta línea de conflicto que el proyecto estratégico del Tren Maya promete prolongar a todo el sexenio.
En segundo lugar, los sindicatos de trabajadores que impulsan demandas de redistribución y de justicia social, las cuales difícilmente podrán ser contenidas en una estricta lógica de negociación salarial en el contexto de la austeridad y los recortes en el sector público implementados por el gobierno, junto con una política de empleo de corte asistencial (bonos y becas) y en ausencia de un ciclo económico favorable. Tanto el magisterio disidente como los trabajadores organizados –en particular, empleados públicos y obreros de maquiladoras del norte– pueden abrir un flanco de conflictividad permanente y arruinar así la pax interclasista. Esta dinámica de reinvindicaciones puede mantenerse en el plano gremial o confluir y retroalimentar un cuestionamiento más integral de los límites redistributivos de la «cuarta transformación». Algo similar puede ocurrir dentro del movimiento campesino, aun cuando allí son más fuertes los lazos neocorporativos con Morena y más concretas y realizables algunas de las promesas sancionadas en el programa de gobierno.
En tercer lugar, el universo de las ONG, que si bien alberga diversas realidades –algunas de ellas cuestionables–, también es el crisol de múltiples expresiones de acompañamiento de luchas sociales y de derechos humanos que conforman en sí mismas un formato específico de lucha, que no solo opera en la interfaz institucional sino que se entrelaza con instancias desde abajo. Más allá del recorte presupuestal a las ONG, es evidente la desconfianza respecto de la «cuarta transformación» entre grupos que defienden causas igualitarias y libertarias. Si bien muchos activistas reconocen y valoran la oportunidad que ofrece la llegada de este gobierno para colocar en la agenda temas y reformas de corte progresista, al mismo tiempo es evidente que defienden celosamente su autonomía y, sobre puntos específicos, diversas instancias postulan acciones más consecuentes y radicales y critican abiertamente los límites de la acción del gobierno.
En cuarto lugar, dos vastos sectores sociales: los jóvenes (en particular los universitarios) y las mujeres (feministas). A pesar de tener cada uno un grado de organización y articulación fragmentario, no dejan de albergar, de forma latente o como resistencia cotidiana, un gran potencial de movilización y de politización que tendencialmente escapa a la penetración hegemónica del obradorismo. En efecto, en las franjas más activas y politizadas causa rechazo el formato asistencial y centralizador que caracteriza las políticas públicas de la «cuarta transformación», así como la falta de sensibilidad en temas de aborto y de diversidad sexual, por una parte, y la ausencia de radicalidad transformadora, de apertura hacia la participación autónoma, así como de profundo recambio generacional, por la otra. Más allá de su heterogeneidad, se trata de sectores que se entrecruzan, en los cuales florece el principio de autonomía y de crítica, donde anidan procesos de politización y se reproducen núcleos de militantes y activistas. En este sentido, dinámicas de movilización estudiantil y feminista pueden eventualmente emerger y estar en condición de cuestionar la «cuarta transformación» desde instancias igualitarias y libertarias, a través de coyunturas de intensa movilización, así como de su expresión cotidiana, en clave de opinión pública, en particular en las redes sociales.
Por último, hay que registrar la dificultad que, en México más que en otros países de América Latina como Argentina y Brasil, encuentran grupos y organizaciones socialistas para sostener la conformación de un polo de agregación de una oposición de corte anticapitalista. En medio de la existencia de grupos izquierdistas con mayor o menor vitalidad y con una común influencia escasa sobre las masas, trató de ocupar este lugar la iniciativa de la candidatura independiente de Marichuy por parte del Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que buscó revitalizar y sumar las resistencias y las luchas en defensa del territorio. Al mismo tiempo, los límites de la propuesta y las dificultades para que prosperara son sintomáticos de una coyuntura desfavorable tanto en términos de ciclos políticos largos como en relación con el momento obradorista. Mientras este está transcurriendo, no se ha conformado un lugar de convergencia, ni aun de carácter federativo, que contraste la tendencia epocal a la dispersión y despolitización de las luchas sociales. Al mismo tiempo, en la medida en que, como diría Gramsci, podemos prever el conflicto pero no sus formas, no se puede descartar que un repunte de la conflictividad a la izquierda de la «cuarta transformación» genere las condiciones propicias para revitalizar la crítica anticapitalista y favorecer la creación de un polo de oposición de corte socialista.
En conclusión, más allá de los contenidos de mayor o menor alcance transformador de la «cuarta transformación», una clave de lectura del actual momento de composición y recomposición política del campo de las izquierdas, negadas pero existentes, es la subyacente tensión entre un proyecto hegemónico que pretende convencer y fagocitar y unas instancias autónomas que se resisten a ser asimiladas.
Las izquierdas negadas por la lógica hegemónica no tardarán en manifestarse con mayor vigor conforme se hagan evidentes las contradicciones del equilibrismo progresista. Al mismo tiempo, nada garantiza que, paradójicamente, no terminen negándose a sí mismas como posibles hegemonías alternativas, se mantengan como meras contrahegemonías y no sepan generar un proceso de acumulación de fuerzas, no solo de cara al centrismo nacional-popular obradorista sino, como ha mostrado el fin del ciclo progresista latinoamericano, frente a la amenaza de una reacción de corte derechista.