Ensayo

México: el país de los muertos sin nombre


Nueva Sociedad 237 / Enero - Febrero 2012

Las autoridades mexicanas logran detener a capos del narcotráfico en arrestos de película. Sin embargo, muchas veces estos procedimientos atentan contra los derechos humanos y la cifra de muertos sigue creciendo. Peor aún: desde que el Ejército salió a las calles y comenzó la guerra, ya nadie sabe quiénes son los «buenos» y quiénes los «malos». Muchos hablan de la «marca de sangre» de la época y algunos periodistas buscan ponerles nombre a las víctimas, en medio de la culpabilización generalizada de los muertos y desaparecidos. Otros buscan salidas, como la legalización de las drogas. Y muchos simplemente esperan...

México: el país de los muertos sin nombre

Cuando en México cae un capo del narcotráfico, se lo presenta ante las cámaras, en una exhibición pública que debería convertirse en sus primeros momentos de escarmiento por el mal que ha hecho. Varios policías bien armados y encapuchados lo sujetan de los brazos mientras le dan órdenes como «mira al frente», «a la derecha», «a la izquierda», «gírate». De fondo hay una pared como de utilería donde se ven los logos del gobierno que se hizo cargo de su captura. La escena recuerda a un famoso futbolista dando una entrevista delante de una pared tapizada de marcas deportivas...

Así pasó en 2011 con Raúl Lucio Hernández, «el Lucky», uno de los fundadores de la sanguinaria banda Los Zetas; con Óscar García Montoya, «el Compayito», ex-líder de la agrupación criminal La Mano con Ojos. También con José Antonio Acosta, «el Diego»; en 2010, con Sergio Villarreal, «el Grande»; con Édgar Valdez, el famoso mexicano-estadounidense apodado «la Barbie»; con Gerardo Álvarez, «el Indio»; con la muerte en 2009 de Arturo Beltrán Leyva, «el Barbas», y el arresto en 2008 de su hermano Alfredo, «el Mochomo». Todos capos de los más buscados por el gobierno mexicano o estadounidense, y siempre con el mismo patrón: un capo narco arrestado con camiseta tipo polo (muchas veces de Ralph Lauren), policías encapuchados sujetándolo y, atrás, una pared con logotipos gubernamentales.

Los medios de información hacen fotografías y las grandes planas se tapizan de estas microhistorias exprés. Sobra decir que le dan la vuelta al mundo. Parecería que a México le va muy bien en su campaña contra el narcotráfico. Pero también podría ser una gigantesca campaña de medios que ha puesto en marcha el presidente mexicano Felipe Calderón para mostrar que el poder militar o policial es el camino correcto para detener la violencia.

En realidad, las pesquisas de los capos del narcotráfico no han impactado mucho –o nada– en la disminución de la violencia. Más bien parece ocurrir lo contrario. Nunca antes un presidente había capturado a tantos capos del narcotráfico, pero tampoco nunca antes un presidente democrático había tenido en tan solo cinco años de mandato tantos muertos. El pensador mexicano Jesús Silva-Herzog osó llamar a este sexenio presidencial el «sexenio de la muerte». Y lo explicó así:Escribir que este ha sido el sexenio de la muerte no es estridencia amarillista: es constatación de su naturaleza trágica, casi podríamos decir, de su maldición. Por supuesto que el gobierno de Felipe Calderón ha sido muchas cosas pero su destino y su memoria estarán ligados irremediablemente a la muerte. El segundo gobierno panista buscó enmendar muchas de las herencias que venían del primero. Imprimió cierto orden en la agenda, restableció la seriedad de la oficina presidencial. Resistió una severa crisis económica, promovió importantes obras de infraestructura e impulsó el seguro popular. Durante su sexenio se vivieron importantes reformas en materia judicial y cambió el perfil de algunas instituciones. Se mantuvo la perniciosa alianza con el sindicato de maestros limitando su tímido impulso reformista. Un balance de la gestión calderonista habrá de aquilatar todo esto, pero nada podrá remover de ella la marca de sangre como el sello de estos penosos años de México.

Y Silva-Herzog prosigue sobre la imagen de época que se va sedimentando y sus consecuencias indelebles:

No: este no será recordado como el gobierno de la infraestructura. No será recordado como el gobierno de la educación o del trabajo. Será recordado como el sexenio de la muerte. A un año de que concluya esta malhadada administración, ya puede decirse que la guerra contra el crimen organizado ha representado una reversión histórica que va mucho más allá de la seguridad. Se trata de un retroceso para México en su lento proceso de civilización. Nada menos. No puede negarse que México es hoy un país más inhóspito, más bárbaro, más cruel, más salvaje de lo que era hace cinco años.

Efectivamente, cada año las cifras de muertos han aumentado de manera exponencial. Mientras en 2009 fueron 6.587 personas (todas cifras confirmadas oficialmente y de personas muertas con violencia, es decir, relacionadas con la guerra contra el narcotráfico), en 2010 fueron 11.800. En 2011 se estaba cerrando con «solo» 12.000 muertos; sin embargo, cifras extraoficiales hablan de 35.000. Incluso algunas organizaciones comenzaron a tomar en cuenta la cifra de desaparecidos, de quienes no se sabe nada durante semanas o meses, con lo que la cifra se elevó a 40.000. Y algunos medios de información difundieron en diciembre de 2011 la escalofriante cifra de 60.000 muertos.

Paralelamente a la detención de los grandes capos del narcotráfico, se ha observado otro fenómeno que, incluso, se podría relacionar directamente con el aumento de las muertes. Se trata de la creación de nuevas bandas. Los expertos lo explican con palabras mitológicas: le quitas la cabeza a un ente pero salen varias cabezas más. Ese fue, por ejemplo, el caso de La Mano con Ojos, creada por Óscar García Montoya después de que la policía capturara a su jefe, uno de los líderes del cartel de los Beltrán Leyva, Édgar Valdez, «la Barbie». La organización no llevaba ni un año de existencia cuando el propio García Montoya también fue detenido. Y muchas otras agrupaciones han surgido tanto a partir del descabezamiento de un cartel como por disputas internas en los carteles por el control del territorio y por negociaciones con otros grupos.

Un cartel de droga puede ser visto entonces como una empresa que, independientemente de quién la dirija, siempre seguirá hacia adelante. Y si estas empresas que viven de negociar con una producción ilegal pueden existir es principalmente porque el Estado se lo permite. Un experto en asociaciones criminales y narcotráfico en México, el uruguayo Edgardo Buscaglia, lo ha definido de la siguiente forma: «Las mafias no son dependientes de las personas, sino de las estructuras corruptas del gobierno y de la economía».

La frase es lapidaria. Marca una verdad que todo el mundo sabe y que pocos denuncian, y sentencia al gobierno del presidente Felipe Calderón a repensar la forma en que está combatiendo el narcotráfico. Fue en diciembre de 2006 cuando Calderón sacó al Ejército a las calles para comenzar a combatir a los carteles de la droga. Con la «enfermedad» tan avanzada, era necesario intervenir quirúrgicamente: esta fue la idea que usó el presidente mexicano para comenzar a justificar lo que después se denominó oficialmente «guerra contra el narcotráfico».

En estos cinco años del sexenio presidencial se ha luchado así contra las estructuras criminales. Pese a que las crecientes cifras de muertos y desaparecidos se hicieron más públicas, el discurso oficial se mantuvo en sus trece: la guerra es un objetivo de Estado. Como argumentos críticos, entraron a escena el alto consumo de droga en Estados Unidos y el creciente narcomenudeo en México como fuerzas que alimentaban la producción y el tráfico de drogas; también comenzó a atribuirse la culpa a EEUU por la flexibilidad de su regulación para obtener armas que fácilmente han terminado en manos de los criminales mexicanos.

Pero al mismo tiempo, ha emergido un creciente y cada vez más protegido sistema de corrupción que ha fomentado la existencia de estructuras criminales o la creación de nuevas, así como una sistemática violación de los derechos humanos que ha hecho que todos los muertos de esta guerra sean considerados criminales sin excepción y sin derecho a reivindicación.

En el documental El Sicario, Room 164, basado en una entrevista del escritor y periodista estadounidense Charles Bowden, especialista en temas de crimen organizado y narcotráfico, un presunto ex-sicario explica, con la cara tapada con una malla negra y haciendo dibujos en cartulina a falta de otras imágenes, que para hacer una «operación» –entrega de droga, transferencia monetaria o secuestro de una persona– llegan a cerrar calles completas. Roban autos que usarán ese día para evitar cualquier identificación; sobornan a los policías para que dejen de patrullar la zona o, incluso, para que les acordonen el área (por si también hay grupos criminales enemigos que quieran aprovechar la ocasión); y si alguien interfiere, simplemente lo matan.

Además de por policías, otros análisis sugieren que la red de «halcones», como se denomina en el lenguaje del narco a las personas que proveen información de inteligencia, está compuesta por taxistas, meseros y vendedores ambulantes.

Todos y cada uno de los personajes involucrados están cometiendo uno o muchos delitos.

El manejo de las drogas en México es, por lejos, lo que deja más dinero a estas estructuras criminales, pero eso no significa que ese deba ser el único delito por controlar. Los delitos contra la salud y el tráfico de drogas son apenas la punta del iceberg. El narco mexicano comete la mayoría de los delitos que se imputan a los grupos del crimen organizado en el mundo, salvo el manejo de armas atómicas. Fuera de eso, las mafias realizan tráfico de armas y de migrantes, extorsión, piratería, contrabando, secuestro, robo, producción y tráfico de estupefacientes, entre otros delitos. Y además de beneficiarse de las estructuras corruptas del país, las bandas criminales mexicanas también se aprovechan de la globalización de mercados para operar. Según estudios liderados por Buscaglia, empresas mexicanas o de otros países como España y Alemania bien podrían ser pantallas que financian u ocultan el capital de las mafias mexicanas. Este especialista apunta que «el gobierno mexicano puede mandar a cuantos soldados quiera a la calle, pero mientras no toque sus estructuras patrimoniales no podrá resolver nada».

Pero ¿puede decirse que todo esto hace de México un «Estado fallido», como se ha llegado a afirmar en EEUU? Puede ser. Pero México no es como otros países «fallidos» en el mundo, donde hay ausencia del Estado, algo que se utiliza como argumento en el caso de los países africanos. En México hay ciertamente instituciones. El país dio en las urnas un giro hacia una democracia más plena en el año 2000, y tiene gobiernos federales y locales que, al menos hasta ahora, han sido elegidos por medio de una especie de sufragio efectivo. El nivel de abstencionismo es alto, pero la gente sale a votar a alguno de los partidos políticos que se «ofrecen» en el mercado electoral. Las instituciones se han abierto a la transparencia. Todo esto y mucho más es cierto, pero también se puede decir que es solo el comienzo, o que aún está a medias y que el futuro es incierto.

Los últimos informes de la ONG Transparencia Internacional lo reseñan muy bien: México ha logrado buenas instituciones y tiene la intención de cambiar, pero en la base de sus estructuras, sobre todo en los niveles de gobierno locales y municipales, se mantiene una percepción de la corrupción muy baja. En 2011, México aparece en el índice de percepción de la corrupción elaborado por este organismo en el lugar 100 de 183 países y con una calificación de 3 puntos sobre 10.

Otro índice, pero esta vez el de opacidad, construido por el Milken Institute en 2008, un think-tank estadounidense con base en California, enlistó a México en el lugar 31 de 60 países estudiados. Eso significa que México tiene muchas instituciones que no funcionan o funcionan mal. Los autores del estudio, los analistas Joel Kurtzman y Glenn Yago, hicieron un cálculo de lo que podría estar ganando México si abatiera la corrupción: «Si México elevara sus estándares legal, económico, contable y regulatorio a los niveles de EEUU (EEUU está en el lugar 13 del índice, mientras que Finlandia se ubica en el primero), el PIB nominal per cápita se podría incrementar en US$ 18.000 para llegar a unos US$ 28.000 al año [cifras de 2009, cuando fue hecho el estudio], y recibiría mucha más inversión extranjera directa, que crearía puestos de trabajo».

La debilidad de las instituciones y del gobierno en general está provocando que el narco mexicano se siga apoderando del país. El Estado mexicano está fragmentado, y en los mapas donde ahora se colorean los territorios de dominio de los grandes carteles del narcotráfico se aprecia una nueva geografía del país. Apenas se ven unos cuantos espacios que quedan sin colorear. Según las estadísticas dadas a conocer por el mismo Poder Legislativo en 2010, el narco está controlando 71% de los municipios de México.

En casos concretos de la guerra contra el narcotráfico, es cierto que hay policías, militares e integrantes de la Marina luchando en sus oficinas y en las calles, pero en la realidad no se sabe si ellos son los «buenos» o los «malos».El uso de las Fuerzas Armadas en el combate contra el narcotráfico ha sido fuertemente criticado. Primero, por suplantar las labores que corresponden normalmente a la policía, en lugar de reformar esta última institución; y segundo, por el alto índice de violaciones a los derechos humanos que se cometen, pues los militares no están entrenados para desenvolverse frente a ciudadanos comunes y corrientes. Unos 45.000 miembros de las fuerzas militares pertenecientes a la Secretaría de la Defensa Nacional de México están dedicados desde hace cinco años a cumplir labores policiacas en el combate contra el crimen organizado, en operaciones de confiscación de armas, drogas, vehículos robados y explosivos, pero lo hacen sin un marco jurídico que justifique su actuación. La Ley de Seguridad Nacional propuesta por el presidente Calderón en abril de 2009 le daría legalidad a este proceder, pero como la iniciativa ha sido impugnada por especialistas, legisladores y defensores de los derechos humanos, no ha podido ser aprobada.

Al mismo tiempo, si se sigue privilegiando la fuerza sobre cualquier opción operativa, la violencia va a seguir su camino ascendente; y lo mismo sucederá con el miedo y la migración de familias, así como con el cierre de comercios. Un grupo mexicano llamado «Periodistas de a pie» ha tratado de dar cuenta de las violaciones de derechos humanos siguiendo de cerca la labor del Ejército y de las policías. Su trabajo se ha centrado en reconstruir los hechos a partir de descripciones y testimonios de las víctimas o de sus familiares para dar una visión bidimensional a los hechos. Entre ellos se destaca Marcela Turati, quien por esta labor obtuvo a finales de 2011 el Premio Alemán de Periodismo otorgado en México. Se la conoce en el país como la periodista que llega a la escena del crimen cuando la sangre «todavía está fresca». Y es ella quien escribió el libro Fuego cruzado, publicado en enero de 2011 y con el que hizo público un esfuerzo que hasta entonces nadie había hecho: darles una identidad a las víctimas del narcotráfico. La tesis central del libro parte de la idea de que tantos miles de muertos no pueden ser todos criminales, y es así como descubre que muchas personas «cayeron en combate» por el fuego cruzado entre las autoridades y los narcos en vías públicas, y también los casos de indígenas que, por estar aislados en pueblos alejados de la «civilización» o por no hablar español, son tomados como chivos expiatorios por los miembros del Ejército y condenados a la «paz eterna»:

Todos los días, en algún lugar del país se registra un enfrentamiento armado entre las fuerzas federales y alguno de los grupos criminales. La violencia homicida que recorre México pisotea vidas, las avienta a una trituradora, las destroza. Cada una de las balas disparadas deja una huella imborrable. Hace tanto daño como una bomba. Afecta a gente a su paso. Sume en depresión a familias completas. El miedo las toma de rehén. Tortura a sus miembros hasta en sueños. Incuba enfermedades en sus organismos. Las arruina económicamente. Se ensaña especialmente contra los más pobres, a quienes roba más oportunidades y condena a repetir el ciclo de la exclusión. Deja maltrechas sociedades enteras.

Para estos sufrimientos no hay cifras. Se han dado a conocer algunas, pero siempre variarán y serán contestadas con otras. El hecho es que entre las noticias sobre personas descabezadas, calcinadas, disueltas en ácido, colgadas de puentes con mensajes tatuados en sus barrigas o tiradas de a decenas sobre autopistas como ganado volcado en un accidente automovilístico, están las pequeñas noticias de esas personas que, días después de los macabros hechos, acuden a las morgues a hacer fila. Son personas normalmente descritas como de escasos recursos o empleos comunes y corrientes o precarios, que están a la espera de ver si el muertito que está en la tabla de autopsia es su hermano, su papá, su mamá, su hijo.

Por más absurda que pueda parecer, la declaración de uno de los narcotraficantes más buscados por las autoridades mexicanas y estadounidenses da cuenta de la paradoja del país. Se trata de Ismael «el Mayo» Zambada, entrevistado en un lugar desconocido y después de varios días de trayecto por el periodista y ex-director del semanario político mexicano Proceso Julio Scherer. «El Mayo» dijo estar de acuerdo con que el gobierno intente capturarlo, pero «rechaza las acciones bárbaras del Ejército. (...) Los soldados, dice, rompen puertas y ventanas, penetran en la intimidad de las casas, siembran y esparcen el terror. En la guerra desatada encuentran inmediata respuesta a sus acometidas. El resultado es el número de víctimas que crece incesante». Lo que se está viviendo en México es una represión que no implica una sanción judicial. Cifras de la Procuraduría General de la República indican que entre 70% y 92% de los detenidos por narcotráfico son liberados. Solo los grandes son detenidos o muertos y mostrados públicamente.

¿Cuáles son las soluciones ante un panorama como el mencionado? ¿Qué puede comenzar a hacer el gobierno mexicano para detener la ola de violencia y, con ello, frenar la delincuencia organizada? Si, por ejemplo, se legaliza la marihuana, ¿desaparecen los narcotraficantes? No, dicen los expertos. El consumo de drogas en EEUU y en la Unión Europea es un gran factor de supervivencia de los carteles del narcotráfico en México, pero no es el principal. El tráfico de drogas existía antes y sigue existiendo después de la violencia. Asimismo, las tiendas estadounidenses de armas siguen existiendo después de pedirle al gobierno de Barack Obama que prohíba la venta. Y sin embargo, se pueden dar pequeños pasos al respecto para conseguir algunas soluciones. Estos pasos también deberían llevar un orden.

Por ejemplo, si se busca despenalizar las drogas, primero se debería pensar en un marco de prevención social que implique la cooperación estrecha entre las secretarías de Salud, de Trabajo y de Educación, además de un trabajo cercano con la sociedad civil. También haría falta un marco regulatorio, pues si México no puede regular sus antibióticos ni aspirinas, parece poco verosímil que logre regular las drogas. En Berlín, el Partido Pirata tiene una propuesta concreta para Alemania basada en la experiencia de México. El partido es de reciente creación y, aunque se ve como un grupo de estudiosos de la computación, logró entrar en 2011 en la política al ganar bancas en el Parlamento de Berlín. Una de sus propuestas se refiere a la política de prevención de drogas, y aunque suena muy sencilla, implica mover las estructuras más cimentadas e inamovibles: dictar clases en la escuela primaria y secundaria donde se hable de las causas y los efectos de las drogas, activar centros de salud ex profeso, certificar y legalizar. En la práctica, se trata de algo similar a lo que ha hecho Holanda con sus coffee shops: etiquetar las bolsitas de marihuana e indicar la cantidad de THC (tetrahidrocannabinol, la sustancia psicoactiva) que contiene, así como se etiquetan los alimentos envasados para detallar sus ingredientes; si hay presencia de sustancias dañinas; o cuáles son incluso las condiciones de trabajo, de seguridad y de medio ambiente utilizadas en el cultivo, la cosecha y el acopio de reservas. Y si además a esto se le añaden los impuestos, se estaría logrando lo que alguna vez EEUU, cuando también podría haber sido catalogado como «Estado fallido», logró en su lucha contra las mafias del alcohol de Al Capone.

Es un camino aún por construir, pero para que el Estado mexicano no «falle», el show tiene que detenerse.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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