Las batallas de Alberto Fernández
Nueva Sociedad 292 / Marzo - Abril 2021
Si la gestión de la pandemia de covid-19 benefició en sus inicios al presidente argentino, que vio crecer su popularidad, la repetición de la fórmula originalmente exitosa terminó por debilitarlo. A los problemas económicos se suma una coalición peronista heterogénea que hace que las luchas políticas sean con la oposición, pero también internas. No obstante, la erosión del apoyo al gobierno se combina con algunas señales que podrían permitirle una recuperación en un año electoral.
Alberto Fernández asumió el poder el 10 de diciembre de 2019 en una situación triplemente compleja.
La dificultad provenía, en primer lugar, del contexto internacional. Luego de una década y media de una América Latina teñida de rosa progresista, con gobiernos pertenecientes a la familia ampliada de la izquierda, el presidente argentino se encontró rodeado por líderes de derecha tradicional (Sebastián Piñera, Luis Lacalle Pou), de derecha extrema (Jair Bolsonaro) e incluso de facto (Jeanine Áñez), con un Donald Trump agresivo e imprevisible todavía ocupando la Casa Blanca.
El segundo problema era la herencia: el gobierno neoliberal de Mauricio Macri, primer intento serio de construir una derecha desvinculada del pasado militar y autoritario de las fuerzas conservadoras argentinas, fracasó en toda la línea. Luego de cuatro años en el poder, el presidente entregó un país en recesión (2,5% de caída del pib en 2018 y 2,2% en 2020), con más pobreza (35,5%), una inflación de 53,8% y una situación financiera al borde del colapso: el peso se devaluó casi 550%, lo que obligó al gobierno a fijar controles de cambio y declarar un default parcial de la deuda (todas medidas que en teoría repudiaba). Pero el aspecto más gravoso era la deuda, que pasó de menos de 40% a más de 100% del pib, con un cronograma de pagos catastrófico.
La tercera restricción de Fernández provenía de la propia conformación de la coalición peronista, denominada Frente de Todos, y de la personalidad de su candidato. Recordemos que antes de su designación como postulante presidencial único del peronismo, Fernández era un líder poco conocido fuera de los círculos de la política, que se había desempeñado como mano derecha de Néstor Kirchner en su lejano primer mandato (2003-2007) y que luego se había ido distanciando de Cristina Fernández de Kirchner para emprender una larga travesía por el desierto opositor. Fue la ex-presidenta, justamente, quien en una jugada de una enorme visión estratégica entendió que, aunque ella seguía siendo la representante del sector mayoritario del peronismo, generaba una polarización tal que impedía la unidad, y resignó por ello su candidatura en favor de «Alberto», con quien se había reconciliado unos meses antes, situándose como vice de un armado opositor que finalmente contuvo a todos los sectores del peronismo.
Sitiado por las dificultades, Alberto Fernández comenzó su mandato con el objetivo explícito de recuperar el crecimiento económico extraviado, restañar la herida social dejada por el macrismo y ensayar un estilo de gestión más sereno, que habilite acuerdos amplios alrededor de los problemas fundamentales del país. Pero no era fácil. Aunque había explorado algunos temas políticamente significativos, como la legalización del aborto –uno de los éxitos de su gestión– y una reforma judicial, parecía, en sus primeros meses, atrapado en una gestión fiscalista que permitiera llegar a un rápido acuerdo con los acreedores, mientras que desplegaba un estilo ambiguo y por momentos sinuoso, quizás la única forma de satisfacer a las diferentes facciones de la coalición que lo había llevado al poder. Un gobierno, en suma, bienintencionado, honesto y que avanzaba en la dirección correcta, pero que aún buscaba una síntesis, un sentido.
Primer acto: el virus que fabricó un presidente
No habían pasado tres meses de la asunción del nuevo gobierno cuando el coronavirus estalló con su fuerza capaz de trastocar a las personas y las cosas. Alberto Fernández reaccionó rápido. Declaró tempranamente una cuarentena estricta en todo el territorio, ordenó reforzar los recursos de un sistema de salud desigual y segmentado y dejó atrás las pretensiones fiscalistas para desplegar un conjunto de programas sociales de emergencia, desde subsidios a empresas hasta transferencias directas de dinero a los trabajadores pertenecientes a la amplia franja de la economía informal (el ingreso familiar de emergencia, ife, llegó a casi 10 millones de personas). Asimismo, aumentó las jubilaciones, la asignación universal por hijo (auh) y la ayuda alimentaria. De este modo, logró que el confinamiento no disparara protestas sociales o desobediencias violentas, al menos durante las primeras semanas.
Criticado hasta ese momento por el ritmo lento de la gestión, el presidente se movió con agilidad. El 19 de marzo, cuando declaró la cuarentena en Argentina, se habían registrado 97 casos de coronavirus y dos muertos. En el momento en que España tomó la misma medida, apenas seis días antes (si bien el virus había llegado al menos dos semanas antes), llevaba contabilizados 5.232 casos, en tanto el gobierno italiano esperó a que los infectados superaran los 9.000, con 463 muertos. Por esos mismos días, los presidentes de los países más importantes del hemisferio (Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro) descartaban por exageradas las precauciones y desaconsejaban cierres que afectaran la economía. Lo mismo pensaban Boris Johnson y otros tantos líderes mundiales, que implementaban confinamientos escalonados o cuarentenas blandas.
En esas primeras semanas de confusión, cuando aún no estaba tan claro cuál era el camino correcto (¿y si el virus era, en efecto, una «gripecita»?), el gobierno tomó una decisión drástica, que involucraba un riesgo cierto de generar un conflicto social imprevisible y que implicaba, entre otras cosas, poner en suspenso su plan económico, y dispuso los medios adecuados para llevarla adelante. Además del refuerzo del sistema de salud y la asistencia social, Alberto Fernández introdujo una novedad política: tras una década de extenuante polarización (lo que en Argentina se conoce como la «grieta»), estableció una instancia de coordinación con el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, heredero territorial de Mauricio Macri, y con el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, heredero de Cristina Fernández. La imagen de los referentes institucionales de los polos de la política sentados junto al presidente contribuyó a evitar que la respuesta a la crisis pandémica cayera víctima del conflicto político y ayudó a optimizar recursos y políticas en la crucial Área Metropolitana de Buenos Aires (amba), la megalópolis cuyo gobierno comparten Rodríguez Larreta y Kicillof, donde vive 40% de la población y que concentra los problemas más graves de pobreza, inseguridad y transporte.
La sociedad premió esta estrategia. Beneficiada por una suerte de «efecto estadista», la imagen presidencial trepó hasta niveles impensables: «Alberto» aparecía cada dos o tres semanas en los televisores de los argentinos para contar, en línea con el apotegma de Fernando Henrique Cardoso de que gobernar es esencialmente explicar, qué medidas se estaban tomando, cuáles eran sus causas, cuál su posible resultado. Recurría a su estilo de profesor universitario y le agradecía a la sociedad, de la que decía sentirse orgulloso por su comportamiento responsable y los sacrificios que hacía, contrastando con la aspereza con la que sus antecesores, tanto Cristina Fernández como Macri, amonestaban a los argentinos, por el egoísmo de quienes no quieren ceder sus privilegios (Cristina) o la supuesta propensión a los atajos y las avivadas (Macri). El protagonismo presidencial crecía conforme se apagaba la voz de los dos grandes referentes del pasado. En el fondo, ni Macri ni Cristina Fernández tenían mucho para decir: Macri balbuceó algunas incoherencias hasta que partió de viaje; la ex-presidenta, más inteligente, contribuyó con su silencio.
Segundo acto: fantasmas de De la Rúa
Con los gobiernos sucede a veces como con las bandas de rock: descubren una fórmula que funciona y la repiten demasiadas veces, hasta gastarla. Necesaria y novedosa al comienzo, la escena de Alberto Fernández explicando las medidas y mostrando gráficos de curvas de contagios se prolongó en el tiempo. El «Quedate en casa», que al comienzo resonaba como una consigna casi militante, se siguió proclamando, pero cada vez se respetaba menos. La recuperación de la movilidad, sea por el aguijón de la necesidad económica o por la urgencia de recuperar la vida afectiva, se hacía cada más evidente. La cuarentena se iba deshilachando, pero el gobierno actuaba como si siguiera vigente, habilitando aperturas parciales que la sociedad ya había decidido por sí misma mucho antes de los anuncios. En una sociedad como la argentina, que ha desarrollado una relación problemática con la norma escrita (la anomia descripta por el jurista Carlos Nino en los años 80), la transgresión parcial de la cuarentena se había convertido en una constante.
Mientras el apoyo al gobierno disminuía mes tras mes, la gestión de la pandemia (en particular, la cuarentena) se iba hundiendo en la lava ardiente del conflicto político, víctima de la polarización entre la oposición (que realizó varios «banderazos» con la consigna de la defensa de la libertad) y el gobierno peronista (que defendía su gestión recurriendo al argumento de la solidaridad responsable). El consenso de los primeros meses se fue agrietando y la política volvió a tensarse. Ni siquiera la esperada llegada de las primeras dosis de vacuna escapó a esta tendencia: cuando el gobierno logró un acuerdo con Rusia para la provisión de la Sputnik v, la oposición se alineó rápidamente contra la «vacuna comunista» y llegó a denunciar penalmente al presidente por envenenamiento (sic). El sociólogo Ignacio Ramírez apuntó que la confianza en la Sputnik llegaba a 80% entre los votantes del oficialismo y a solo 30% entre los adherentes de la oposición. Esto recuerda los estudios de Ernesto Calvo acerca del modo en que la posición política incide en nuestra percepción de la realidad, como sucede en Estados Unidos con el cambio climático, que es considerado un invento por la mayoría de los votantes republicanos y un peligro inminente por los demócratas (siguiendo a Calvo, quien dice que una cosa es no creer en el cambio climático y otra muy distinta no sentir calor, podríamos afirmar que una cosa es criticar a Vladímir Putin y otra no querer inmunizarse)1.
Pero no nos desviemos. Pasados ocho meses del comienzo de la pandemia, la sociedad se mostraba fatigada, la tregua política se evaporaba y el gobierno no acertaba a encontrar un nuevo rumbo. Con la distancia que da el tiempo, es fácil decir que quizás lo mejor habría sido aprovechar el consenso alcanzado en la gestión de la pandemia para avanzar en otras reformas: preservar la escena de Alberto Fernández, Rodríguez Larreta y Kicillof –la novedosa idea de unidad– pero cambiando el mensaje, aprovechándola para construir una coordinación interjurisdiccional que trascienda lo estrictamente sanitario para sumar el transporte, la seguridad y el hábitat. Pero el sueño de un gobierno del amba, el principal déficit en la gestión territorial en Argentina, se esfumó pronto.
Tanteando el nuevo escenario, el gobierno intentó algunas movidas que produjeron más costos que beneficios. La más relevante fue el sorpresivo anuncio de intervención de Vicentin, una gigantesta compañía agroindustrial y alimentaria que se encontraba en bancarrota. La idea era, en una primera mirada, razonable: en el corto plazo, normalizar la gestión de la empresa para ponerse al día con sus acreedores, la mayoría de ellos pequeños y medianos agricultores, y recuperar algo de la deuda que Vicentin había contraído con la banca pública; en el largo plazo, crear una compañía estatal testigo que le permitiera al Estado intervenir en el opaco universo de la exportación de granos, principal riqueza de Argentina y fuente casi exclusiva de divisas. Sin embargo, el modo sorpresivo e inconsulto en que fue tomada la decisión, la falta de comunicación con los actores involucrados (sindicatos, proveedores, clientes) y la resistencia del poder político local (la empresa está afincada en una ciudad pequeña) obligaron al gobierno a retroceder. La oposición agitó la amenaza del giro chavista, cuando en verdad se trataba de una empresa en quiebra y no del comienzo de un programa de nacionalizaciones, algo que ni siquiera el kirchnerismo en sus momentos más duros implementó. Pero ya era tarde para aclaraciones. El presidente quedó envuelto en una espiral de desmentidas, nuevos anuncios, «mesas de diálogo» y fallos judiciales que finalmente terminaron hundiendo el proyecto.
El gran problema, sin embargo, estaba en otro lado. En Argentina la cadena se corta siempre por el precio del dólar. A diferencia de otros países de la región, donde el precio del dólar es una variable macroeconómica más, en Argentina es el signo principal de estabilidad económica. La explicación figura en los primeros cursos de cualquier cátedra de economía argentina: por la naturaleza desequilibrada de su estructura productiva, Argentina no produce de manera genuina –es decir mediante exportaciones– los dólares que necesita para funcionar. Así, tras un cierto periodo de crecimiento, la necesidad de importaciones, sobre todo para alimentar el crecimiento industrial, supera las exportaciones, sobre todo provenientes del sector agropecuario, y esto deriva en escasez de divisas, la temida restricción externa, lo que a su vez frena la expansión, fuerza una devaluación y estimula la inflación (y con ella, el conflicto social). No es solo la industria la que requiere dólares para funcionar, sino también, en momentos de crecimiento, la propia sociedad, para consumo (bienes durables con componentes importados como celulares, electrodomésticos, motos), turismo en el exterior y ahorro. El punto resulta crucial para entender la dinámica política de las últimas décadas: en Argentina, el dólar es una expresión de la puja distributiva. Un dólar barato que garantice las importaciones de la industria, facilite el consumo de los trabajadores y valorice los ahorros de los sectores medios; o un dólar caro que aliente las exportaciones del poderoso sector agropecuario y mantenga el equilibrio de la balanza comercial. Única economía grande de la región (y una de las pocas del mundo) que funciona en los hechos con dos monedas, este país sudamericano tiene al dólar como el termómetro último de la vida social y de la gobernabilidad política.
Gobernar Argentina es gobernar el dólar, y en octubre del año pasado, tras una serie de desinteligencias dentro del gobierno, el precio del dólar informal o blue saltó de 150 pesos a 195 pesos en pocos días, lo que estiró la brecha con el dólar regulado hasta niveles imposibles de sostener. El gobierno había logrado llegar a un acuerdo de reestructuración con los acreedores privados de deuda que incluía una quita importante y despejaba el horizonte de pagos, y no parecía haber motivos reales para una devaluación de semejante magnitud en tan poco tiempo. El del dólar blue es un mercado acotado y volátil, que no expresa los movimientos reales de la economía. Pero es un potente creador de expectativas: la corrida se explicaba por la voluntad del sector agropecuario de forzar una devaluación que valorizara sus exportaciones de cara a la nueva cosecha, pero sobre todo por la percepción de debilidad del gobierno, y en particular del ministro de Economía Martín Guzmán, quien chocaba con el presidente del Banco Central a la hora de explorar medidas para enfrentar la crisis. El pánico duró poco, dos o tres días hasta que el gobierno reaccionó emitiendo una serie de instrumentos financieros que lograron bajar la percepción de una devaluación inminente y consiguieron calmar el mercado. El «momento De la Rúa», en referencia al presidente que tuvo que huir de la Casa de Gobierno en helicóptero en 2001, quedó felizmente atrás, pero el polvo siguió flotando en el aire.
Tercer acto: la etapa Guzmán
El gobierno consiguió alejar el riesgo de una devaluación brusca, que habría complicado cualquier posibilidad de crecimiento en el corto plazo, gracias a una serie de decisiones técnicas adoptadas por un fortalecido Guzmán. Llegado de la Universidad de Columbia, donde trabajaba junto a Joseph Stiglitz, directamente para asumir su cargo, Guzmán es un joven economista especializado en renegociaciones de deuda sin antecedentes en la gestión pública. Fue en su momento una apuesta personal de Alberto Fernández, quien lo eligió en buena medida por el hecho de que se había mantenido al margen del conflicto político de los últimos años. Convertido en uno de los escasos consensos dentro de la coalición oficialista, Guzmán frenó la corrida y confirmó una ley no escrita de la política argentina, ley que los presidentes –por motivos obvios– se niegan a reconocer, pero que se verifica una y otra vez: los ministros de Economía fuertes funcionan.
Así, junto con el reordenamiento de la economía alrededor de Guzmán, comenzaron a despertarse los ministerios con potencial reactivador (Obras Públicas y Vivienda, sobre todo) y se concretaron tres medidas de orientación progresista que se venían analizando desde hacía tiempo: la sanción de la Ley del Impuesto a la Grandes Fortunas, el decreto que legaliza el autocultivo de cannabis y la histórica aprobación de la interrupción voluntaria del embarazo.
Con estas decisiones, el gobierno logró superar diciembre, el mes en que tambalean los presidentes argentinos, y llegó a marzo, cuando comienzan a ingresar al Banco Central los dólares de la cosecha y la macroeconomía se calma. En un contexto de pax financiera, el Ministerio de Salud comenzó a desplegar la campaña de vacunación, primero con la Sputnik v (la publicación de los resultados científicos en la revista The Lancet terminó de disipar cualquier duda en torno de la efectividad de la vacuna y confirmó el acierto de haber apostado a ella) y luego con la vacuna china producida por Sinopharm. Esto, a su vez, permitió el regreso a clases, que habían permanecido suspendidas en la mayor parte del país durante el año pasado. La inflación bajó respecto del año anterior y el presidente convocó a la primera reunión del Consejo Económico y Social, un organismo con participación de empresarios, sindicalistas y referentes sociales que intentará encauzar la puja distributiva y contener las expectativas inflacionarias en la pospandemia.
En este marco, el gobierno mira el futuro, es decir las elecciones legislativas de octubre próximo, con cierto optimismo. Pero el horizonte nunca está completamente despejado: el escándalo destapado por la noticia de que un grupo de funcionarios, periodistas y políticos habían recibido la vacuna sin que les correspondiera obligó a Alberto Fernández a desplazar al ministro de Salud, Ginés González García, unánimemente reconocido como un gran gestor de la pandemia, y puso en cuestión la eficacia del programa de vacunación. Tan irritante como limitado, el escándalo alude sin embargo a un rasgo que se viene advirtiendo en el gabinete de ministros desde sus comienzos: las fricciones de un elenco conformado a partir de los equilibrios precarios de una coalición amplia y heterogénea, que abarca desde el peronismo conservador de gobernadores y sindicalistas hasta el kirchnerismo progresista, con la singularidad, única en el mundo, de que la referente del sector mayoritario de la alianza no ocupa la Presidencia sino la Vicepresidencia. Un problema de ensamble que cuando las cosas van bien y el presidente brilla se logra disimular, pero que cuando empiezan a complicarse expone sus múltiples desajustes, como la ocasión en que Cristina Fernández habló, sin dar nombres, de los «funcionarios que no funcionan»2. Es en esos momentos cuando reaparece la duda acerca de la orientación moderada y centrista del gobierno y la personalidad, firme pero acuerdista, de «Alberto»: ¿es el tipo de liderazgo adecuado o un intento fútil por buscar una solución uruguaya al problema argentino?
Nos enteraremos pronto. En definitiva, la suerte del gobierno se juega en la posibilidad de lograr una rápida recuperación de la economía. Al cierre de este artículo, algunas señales (consumo de cemento, construcción, alimentos) mostraban un repunte incipiente, aunque aún es pronto para determinar si el inevitable rebote tras la caída más pronunciada en décadas (10% del pbi en 2020) producirá una mejora de las condiciones de vida de los sectores medios y populares, que ya acumulan tres años continuos de deterioro.
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1.
«Enfermos de polarización» en Le Monde diplomatique edición Cono Sur No 253, 7/2020.
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2.
«CFK: que los funcionarios que ‘tengan miedo’ se ‘busquen otro laburo’» en Letra P, 18/12/2020