Tema central

La lucha por la democracia en América Latina


Nueva Sociedad 210 / Julio - Agosto 2007

El Estado no solo es la representación jurídica de la Nación o un conjunto de estructuras administrativas sino, sobre todo, su máxima representación política. Por eso, una de sus funciones más importantes y menos estudiadas consiste en garantizar un espacio vacío de poder estatal, una zona propiamente política, que es donde se resuelven las disputas y los conflictos entre los partidos que buscan acceder al Estado. El problema es que en América Latina, históricamente, la disputa ha tenido como protagonistas a una izquierda ideológica y a una derecha económica incapaces de dialogar o confrontar entre sí. Hoy, el riesgo es que las experiencias populistas, nacionalistas y hasta militaristas que han surgido en algunos países de la región consoliden un «Estado antipolítico» que ponga en riesgo la democracia.

La lucha por la democracia en América Latina

A inicios del siglo XXI, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IIEE) de Londres publicaron sendos informes en los cuales se diagnosticaba un bajo nivel de desarrollo político democrático en las naciones latinoamericanas. Según el informe del BID, el panorama político en América Latina se caracteriza por la existencia de «partidos políticos débiles, apatía respecto a la democracia, un sistema judicial débil, bajos niveles de interés político y bloqueo entre los poderes Legislativo y Ejecutivo». A su vez, para el IIEE, «con notables excepciones, la democracia en la mayor parte de los países de América Latina no ha respondido. Por el contrario, se ha visto asociada con la corrupción, la delincuencia y la violencia». Del mismo modo, para el IIEE existe una paradoja política: «Los mismos ciudadanos que hace 10 años derrocaron a los gobiernos militares y protagonizaron marchas, elecciones o plebiscitos, están desengañados por la corruptela y la inestabilidad social y económica». Más desalentadora fue la constatación del BID: solo 35% de los latinoamericanos, frente a 47% de los europeos, está satisfecho con la democracia.

El desencanto en la democracia

Por cierto, los informes señalan que el desarrollo democrático en la región ha sido desigual. Hay naciones como Chile, Argentina, Uruguay y México (hoy podríamos agregar Brasil) en las que se observa un proceso de consolidación democrática, tanto en lo que se refiere al enraizamiento institucional, como en el crecimiento y el desarrollo de una conciencia ciudadana. No obstante, constatan los informes, se observa también, en otros países, una recaída de la política en los más bajos niveles «populistas». Algunos años después de haber sido publicados esos informes, sería posible agregar que no solo se observa una recaída en el populismo, sino también en el ultranacionalismo, el autoritarismo e, incluso, el militarismo.

Como todos los informes, los que estamos comentando deben ser analizados con sumo cuidado. Por ejemplo: si quienes están disconformes con la democracia lo están con el gobierno democrático en vigencia, la respuesta no puede ser considerada en absoluto antidemocrática; todo lo contrario. Si se trata de una crítica a las instituciones públicas, tampoco. Si se trata de criticar la demagogia partidista, la ineficiencia del Estado, la inoperancia de algún parlamento, la venalidad de la justicia, la autonomización de «la clase política», la corrupción de los destacamentos policiales, etc., la crítica a la democracia existente y real no solo no es antidemocrática: es parte del derecho a emitir opiniones contrarias a las del gobierno. Y ése es un ejercicio político democrático. Más problemático habría sido, en verdad, que los encuestados hubieran manifestado su acuerdo absoluto con quienes ostentan los mecanismos del poder estatal.

Por lo demás, en el informe no queda muy claro si el pronunciamiento en contra del orden democrático lleva automáticamente a tomar partido por la alternativa dictatorial. Así como democracia no significa simplemente ausencia de dictadura, una dictadura significa mucho más que ausencia de democracia. Hay algo, empero, que sí parece claro en ambos informes: el hecho de que el establecimiento de relaciones democráticas en casi todos los países de la región no se ha traducido, salvo algunas excepciones, en una solución rápida de los problemas sociales que acucian a gran parte de la población latinoamericana. De ahí viene una de las principales razones del desencanto.

Pero la verdad es que dicha solución rápida no podía ocurrir. Hay ya un consenso en que el desarrollo económico nunca es sincrónico con el desarrollo político, y no existe ninguna razón para aceptar un determinismo automático que postule que, a una mayor expansión de las libertades democráticas, debe corresponder necesariamente un mayor desarrollo económico. Esa tesis «politicista» no es sino el reverso de la tesis «economicista» –muy común en el pasado reciente– que postulaba que la democracia política debería resultar no solo del desarrollo sino, sobre todo, del crecimiento económico. Esa tesis, como es sabido, fue convertida en doctrina por las dictaduras militares de los años 70 y 80, aunque, en diversas formas, fue compartida por las derechas económicas y por las izquierdas ideológicas, particularmente las de inspiración marxista-leninista. Para estas últimas, la democracia siempre fue un subproducto superestructural del desarrollo de las fuerzas productivas.

En cierto modo, el «economicismo» sigue siendo una impronta ideológica, no solo de las elites políticas, sino de una gran parte de las elites intelectuales de la región. En muchas ocasiones el precario desarrollo económico es esgrimido como «causa» de la insuficiencia democrática.

La crisis del Estado político

Es innegable que las expectativas respecto a un mejoramiento radical de las condiciones de vida deben dirigirse, en primer lugar, al Estado; muchos ciudadanos esperan, y con razón, que las instituciones públicas atiendan sus demandas. Para muchos ciudadanos, el Estado es una especie de «súper empresario»; junto al voto van ligadas múltiples esperanzas que nunca ningún gobierno logrará atender en su totalidad. En ese sentido, los gobernantes son víctimas de sus propias promesas electorales y de la sobrevaloración de los mecanismos políticos en la gestión económica. Así se explica que, en estas condiciones, la hora del desencanto con la política no tarde en llegar.

Son muy pocos los gobernantes latinoamericanos que logran conservar su nivel de popularidad en un plazo superior a tres años. Ese desencanto puede traducirse no solo en una crisis política, sino, lo que es mucho peor, en una crisis de la política. Si ese momento ha llegado, no tardarán en darse a conocer los caudillos encendidos y los militares mesiánicos, o ambos a la vez. En algunos países del continente ya han aparecido.

Es imposible, por supuesto, negar que todo Estado, aun hoy, en los llamados tiempos de la globalización, cuando se supone que los Estados nacionales han perdido gran parte de sus atribuciones en la gestión económica (lo que no siempre es verificable), dispone de diversos mecanismos para canalizar inversiones, distribuir ingresos y limitar las áreas de propiedad privada y pública. Pero, por muy grandes que sean las atribuciones económicas de un Estado, no debemos olvidar que éste es, antes que nada, la máxima instancia de la política. El Estado no solo es la representación jurídica de la Nación, como se enseña en las escuelas de derecho, sino que es, por sobre todo, su representación política. Y la política, lo dijo Max Weber, tiene que ver con la lucha por el poder.

El Estado es así un organismo de poder, pero es a la vez la institución que en su interior cobija aquel «vacío de poder» del que hablaba Claude Lefort, vacío fundamental para la dinámica política ya que, si no existiera, la política en tanto lucha por el poder no tendría ningún sentido.

Afirmar que el Estado no solo es un organismo de gestión económica sino el detentor institucional de su propio vacío de poder nos lleva a buscar la explicación de la baja credibilidad de la democracia en América Latina por vías que, según mi opinión, no han sido suficientemente exploradas. Una de ellas es la baja participación política de la población.Participación política no debe ser confundida con participación ciudadana. Organizar iniciativas de base, articular redes comunitarias, impulsar alguna organización no gubernamental (ONG), apoyar manifestaciones étnicas, barriales, ecológicas, incluso sindicales, son actividades ciudadanas cuya función es fijar los andamios de la llamada «sociedad civil». Contienen todas, sin duda, potenciales políticos, pero no son en sí, todavía, políticas. Solo lo son cuando alcanzan el espacio político, y esto sucede cuando encuentran su representación en entidades, instituciones o personas que trasladan sus reivindicaciones parciales a comunes denominadores que se expresan simbólicamente en la arena política. Esa arena política, situada en algún lugar intermedio entre la llamada «sociedad civil» y el Estado, es una zona de confrontaciones y conflictos, ya sea con otras representaciones políticas, ya sea –momento culminante de la política– con el propio Estado.

Por cierto, el espacio de la disputa política es una zona llena de tensiones. Los enfrentamientos políticos que ahí tienen lugar no se expresan siempre de acuerdo con los modales que se adquieren en un colegio para señoritas. La idea de Jürgen Habermas de que la política debe surgir de actores que realizan su intercomunicación discursiva en un campo plenamente institucionalizado es muy bella y deseable, pero bastante irreal.

No obstante, esa zona tumultuosa, tensa, conflictiva e incluso borrascosa es la que con su simple existencia garantiza que la democracia no quede reducida a su pura institucionalidad e involucre de modo dinámico a vastos sectores de la ciudadanía en el proceso –siempre inconcluso– que implica la propia construcción de la democracia. De ese modo, el Estado debe cumplir, con relación a esa zona, un doble trabajo. Por una parte, debe evitar clausurar los vacíos de poder estatal, que son los imanes que ejercen una atracción magnética hacia las llamadas «fuerzas políticas». Por otro lado, ha de llenar esa zona con canales institucionales que permitan que los conflictos sean ordenados en estructuras políticas. En general, esos canales están constituidos por los partidos y los movimientos políticos, que en muchos países latinoamericanos asumen inevitablemente la forma populista de representación carismática.

Desde luego, la mejor canalización del mundo no puede evitar –sobre todo en países como los latinoamericanos, caracterizados por agudas polarizaciones sociales– que las instituciones se vean, en algunos casos, sobrepasadas por las movilizaciones políticas. Lo importante, en ese caso, no es la inundación, sino que las aguas vuelvan a su cauce. De ahí que un exceso de institucionalización de la política puede llegar a ser para la vida democrática tan contraproducente como la ausencia de instituciones sólidas. Si la actividad política está sobreinstitucionalizada, se corre el peligro de que la política sea reducida a su simple práctica administrativa o burocrática, que es en cierto modo lo que está sucediendo en algunos países europeos. Y esa práctica no tarda en reflejarse en apatía y en la consecuente disminución de la participación en las elecciones.

Para que la canalización política sea efectiva no es necesaria una institucionalidad de hierro. Es suficiente que los coparticipantes de la zona política acaten normas básicas del derecho. Como escribió Michael Ignatieff:

Con el derecho no está asegurado el respeto, y en ningún caso, el honor, sino la obligación de confrontarse argumentativamente con otros seres humanos. La condición mínima para que tenga lugar esa confrontación no es el respeto incondicional, sino únicamente la tolerancia negativa, es decir, la disposición a compartir el mismo espacio y escuchar opiniones que más bien no se quisiera escuchar, a fin de encontrar compromisos que impidan que las exigencias conflictivas produzcan daños irreparables para una de las partes.

Ahora bien, si es cierto que hoy asistimos a una crisis de la vida democrática en América Latina, las razones debemos buscarlas en aquella zona que se encuentra entre el Estado y la simple participación ciudadana: la zona de la participación política. Se trata de un espacio de lucha, pero –entiéndase bien– de un espacio de lucha política, lo que significa que deben quedar excluidos todos aquellos usos que no correspondan con la política, como la violencia y la agresión personal, sea física o verbal. Al Estado, y a ninguna otra institución, le corresponde el mantenimiento de las reglas del juego político. Sin reglas no hay juego. Sin juego, no son necesarias las reglas.

De tal modo, la crisis de la democracia es siempre una crisis de la actividad política, que es la que da vida a toda democracia. Y una crisis de la actividad política no puede ser sino una crisis de los actores políticos. Con ello no me estoy refiriendo solamente, como suele hacerse, a los partidos políticos. La crisis de los partidos políticos resulta de la ausencia de ideas políticas, y los productores de ideas políticas son, entre otros, los miembros de la intelectualidad política. Sin ideas políticas la lucha política se transforma en una mera representación de grupos de intereses, con lo que la política se convierte en una actividad que lleva a cabo solo negociaciones, compromisos y transacciones. O, lo que es aún peor, se transforma en un espacio ocupado por aquello que más impide la formulación de ideas: las ideologías, entendiendo por esto sistemas totales de explicación constituidos por conceptos e ideas petrificadas que, por su simple existencia, impiden ver «lo nuevo», es decir, los acontecimientos, que son precisamente los motores que dan vida a la política. La conversión de la política en una simple representación de intereses económicos de grupos, por un lado, y el sobreexceso ideológico, por otro, no se contraponen entre sí. Más bien son correlativos: uno tiende a reforzar al otro. Ambos se hacen presentes, y con mucha fuerza, en la política latinoamericana de nuestro tiempo. Ambos tienen que ver, por supuesto, con la ausencia de actores realmente políticos en la zona estrictamente política que debe existir en cada Nación democrática, condición necesaria para que circulen con libertad ideas y pasiones, intereses y proyectos.

El surgimiento del Estado antipolítico

En cualquier caso, los conflictos que entran en juego en la zona política de cada Nación democráticamente constituida deben respetar ciertas mínimas relaciones de equivalencia o, por lo menos, de correspondencia. Con ello se afirma que la política, para que sea posible, ha de ser un campo de articulaciones positivas y negativas. Las negativas son aquellas que dan sentido a las positivas, pues determinados actores políticos solo pueden unirse frente a «enemigos» comunes. A la vez, las articulaciones negativas deben ser entre sí correspondientes, aunque sea de un modo mínimo. Me explico: liberales versus conservadores conforman una articulación negativa correspondiente. Demócratas versus republicanos, también. Y, claro, la articulación que más y mejor ha caracterizado a la política moderna, desde la Revolución Francesa hasta nuestros días: izquierda versus derecha.

Ahora bien, la articulación política predominante en la mayoría de los países latinoamericanos se da entre derecha e izquierda; qué duda cabe: ésa es nuestra herencia jacobina. Pero a la vez, y esto es lo que trataré de demostrar, ni la derecha ni la izquierda han logrado constituir una articulación negativa correspondiente, lo que tiende a convertir a la política latinoamericana en una simple suma de conflictos antidialógicos, como si tuvieran lugar en un país habitado por sordos y mudos a la vez. No se trata, entiéndase bien, de que sean conflictos demasiado confrontativos. El problema es que ni siquiera son confrontativos y, por eso mismo, tampoco son conflictos. Se trata, efectivamente, de una derecha y una izquierda que ni siquiera hablan el mismo idioma, el idioma de la política. En muchos países latinoamericanos, la derecha y la izquierda, al no lograr crear una dialogicidad negativa entre sí, no conforman, en el exacto sentido del término, verdaderas entidades políticas.

La lógica de mi planteo es la siguiente: en gran parte de los países latinoamericanos no se da una verdadera confrontación política entre derecha e izquierda. Es esta ausencia de confrontación política la que impide que las iniciativas ciudadanas puedan hacer su entrada en la escena política, permaneciendo cobijadas en nichos que rara vez alcanzan a la entidad estatal. La ausencia de confrontación política entre derecha e izquierda tiene que ver, a su vez, con la constitución antipolítica, tanto de la derecha como de la izquierda, de América Latina.

En efecto, la derecha ha tendido a constituirse como derecha económica y no como derecha política. A su vez, la izquierda tiende a constituirse como izquierda ideológica y no como izquierda política. Entre una derecha económica y una izquierda ideológica no solo no hay comunicación dialógica negativa, sino que tampoco se dan relaciones de equivalencias o de mínimas correspondencias. En algunos países europeos y en Estados Unidos tiende a primar la opinión de que, en una democracia verdadera, los partidos en disputa deben contener dentro de sí dispositivos que los puedan convertir, si el momento lo requiere, en coalicionables. Los partidos, en tanto «partes» de la democracia, pueden –y deben– unirse, si es que el campo de disputa que comparten se encuentra ante el riesgo de una amenaza común, sea interna o externa. Catástrofes naturales, catástrofes financieras, la imposibilidad de formar una mayoría gubernamental, el peligro de guerra, las acciones terroristas, etc., pueden llevar, y han llevado, a la formación de «grandes coaliciones». En América Latina, en cambio, la posibilidad de establecer grandes coaliciones no existe en casi ningún país. Esto es así porque los partidos que disputan el espacio político no se encuentran en condiciones de regular sus antagonismos de un modo político o –repito aquí la idea– no mantienen entre ellos relaciones ni de equivalencia ni de correspondencia, sean éstas positivas o negativas.

En la mayoría de los países latinoamericanos, la derecha y la izquierda viven en mundos separados y en su existencia autista solo se comunican políticamente dentro de ellas mismas. La ausencia de comunicación política negativa lleva a que el espacio de la política sea inundado por diferentes agentes antipolíticos: los profetas nacionalistas, los caudillos demagógicos y, detrás de ellos, las masas alucinadas por esperanzas y redenciones que, al no encontrar canales políticos, terminan destruyendo los últimos espacios de acción política colectiva. La ausencia de una auténtica confrontación entre actores políticamente constituidos puede llevar a que el espacio político sea ocupado por confrontaciones antipolíticas que no excluyen el uso de la fuerza, el verbo agresivo y la represión estatal. Llega entonces, a través de la alianza maligna entre determinadas elites y las masas desintegradas, la hora de la desintegración de la política, que es el camino más corto para la fascistización de la política. O, como dice Ernesto Laclau: «Solo podemos comenzar a entender el fascismo si lo vemos como una de las posibilidades internas a nuestras sociedades, no como algo que está afuera de toda explicación racional».

Izquierda-centro-derecha

La conformación de una zona política dinámica requiere, como ya advertimos, de la constitución política de fuerzas antagónicas, que en los países de América Latina se expresa en la existencia de una derecha y una izquierda. Y entre ambas, naturalmente, de un centro en disputa que evita que la confrontación sea demasiado frontal, así como la excesiva polarización de los antagonismos políticos. Es así como en los países donde el juego político se encuentra relativamente bien regulado, como en Chile, Uruguay o Brasil, la posibilidad de una gobernabilidad eficiente se da por medio de la inclusión del centro. En esos casos no puede haber ni un gobierno de izquierda pura ni de derecha pura, solo de centroizquierda o de centroderecha. En fin, se trata de una sintaxis política similar a la de muchos países europeos.

En América Latina, sin embargo, ese juego parece más la excepción que la regla. En muchos países de la región, resulta imposible ya que, al no haber correspondencias ni equivalencias entre derecha e izquierda, no se dan tampoco las condiciones para la constitución política de un centro. La zona política –repito la idea– está marcada por una derecha que se mueve exclusivamente en el espacio de la economía y una izquierda que lo hace casi exclusivamente en el espacio de la ideología.

En ese contexto, uno de los grandes vacíos en el mapa político latinoamericano se debe a la inexistencia de derechas auténticamente políticas, lo que se explica en buena medida porque esas derechas identificaron sus intereses con terribles dictaduras militares cuyo recuerdo todavía permanece vivo en vastos sectores de la población. El momento del olvido no llega tan rápido, y es comprensible que así sea.

Pero también hay que computar el hecho de que esas derechas han sido históricamente incapaces de darse un verdadero formato político. En Europa, por ejemplo, ser de derecha no significa solo estar a favor de cierto modelo económico, sino que alude a un conjunto de valores que constituyen una identidad que en el lenguaje político se conoce como «conservadora». Respeto a la tradición, a la familia, a las costumbres y a los usos establecidos, cercanía a la religión y una valoración simbólica de determinados signos patrios y comunitarios conforman el «tipo ideal» del «ser de derecha».

En América Latina, en cambio, la derecha no alude a ninguna comunidad identitaria de tipo cultural, sino más bien a la posesión de tierras (en el pasado) y de empresas y bancos (en el presente). Incluso ha aparecido, en los últimos tiempos, la figura del «magnate político», aplicada a multimillonarios a quienes se les adjudica el calificativo de derechistas solo porque no son de izquierda y que se presentan como candidatos a ocupar diferentes puestos públicos, incluida la Presidencia. El caso más reciente es Ecuador.

Por supuesto, la profesión de empresario es tan digna como cualquier otra. En EEUU también es frecuente que importantes empresarios alcancen posiciones políticas. Pero las alcanzan en formato político y no en formato empresarial. Nadie podría decir, por ejemplo, que los Kennedy, pese a que provenían del mundo de los negocios, eran malos políticos. Ellos ocuparon el gobierno y el Parlamento por sus virtudes políticas y por su pertenencia a uno de los partidos históricos, y no por su condición de empresarios. Hablaban, nos guste o no, el idioma de la política.

No es ése el caso de los empresarios latinoamericanos que se embarcan en aventuras políticas. Sus promesas electorales son puramente económicas. Temas como la ampliación de las libertades públicas, la primacía del derecho y la reconstrucción de la sociedad no forman parte de su vocabulario. En el fondo imaginan, y así lo dan a entender, que cada Nación es una empresa, o, peor aún, una sociedad anónima, y que solo se necesita de un buen gerente para que la riqueza aumente a raudales. ¿Qué tiene de asombroso, entonces, que en la América Latina de los últimos tiempos las elecciones sean ganadas por la izquierda en sus más diversos tipos y matices? En muchas naciones, la derecha política prácticamente no existe si dejamos de lado las asociaciones de banqueros o empresarios que de pronto fundan algún partido ad hoc para controlar más de cerca al gobierno. Y una izquierda sin una derecha, además de ser una imposibilidad geométrica, es una anomalía política. Por eso, la reconstrucción de la política en América Latina pasa necesariamente por la constitución de un eje izquierda-centro-derecha, o de cualquier otro eje similar, que regule de modo político los conflictos que se presentan en la llamada «sociedad civil». Hay que decirlo: después de tantos años de vida nacional, la dinámica de la zona política –que es la que da forma al Estado político– ha permanecido detenida, en muchas de nuestras naciones, en una fase puramente fundacional.

La ideología del «imperio»

Sin embargo, el hecho de que en distintos países sea la izquierda y no la derecha la que gobierne ha sido interpretado por muchos observadores como el signo de un cambio muy profundo, incluso revolucionario, en las relaciones políticas internas, pero sobre todo hacia el exterior, de las naciones latinoamericanas. Y no se trata solo de observadores latinoamericanos. Un ejemplo es un artículo publicado en Rusia por Pyotr Romanov, muy cercano a la política internacional del gobierno de su país, cuyo título expresa en forma de pregunta un deseo oficial: «¿Se separa Sudamérica de Norteamérica?».

Para explicar la «nueva independencia» de Sudamérica con respecto a EEUU, el autor menciona los triunfos electorales que han obtenido las izquierdas en diferentes países del continente. Es decir, 17 años después del derrumbe del Muro de Berlín, algunos observadores rusos siguen pensando en los mismos términos de la Guerra Fría. Todavía imaginan –proyectando tal vez las relaciones imperiales que ha establecido Rusia con algunas naciones eurasiáticas– que los países sudamericanos se encuentran sojuzgados al yugo colonial estadounidense, que carecen de autonomía y de soberanía política en términos casi absolutos y que la sola presencia de la izquierda en los gobiernos significa una nueva era de liberación nacional de los pueblos respecto a la hegemonía del «imperio». Sin embargo, y éste es el problema: ¿no refleja este comentarista ruso en gran medida la ideología que han adoptado algunos gobiernos latinoamericanos como el cubano, el venezolano y, en parte, el boliviano y el nicaragüense? Es imposible negar que hay muchas cuentas pendientes entre Sudamérica y EEUU, cuentas que son el saldo de una Guerra Fría que también fue trasladada hacia el interior de la política latinoamericana. Tampoco hay que negar que las relaciones comerciales entre Washington y los países de la región son asimétricas y, dado el poderío económico estadounidense, no pueden ser de otra forma. Es evidente que entre los gobiernos latinoamericanos y el estadounidense deberá abrirse alguna vez un espacio de controversias, donde se puedan dirimir políticamente muchos problemas que vienen del pasado reciente, además de otros más actuales. Pero eso no significa, de ningún modo, que América Latina, por el solo hecho de ser gobernada por la izquierda, haya conquistado la independencia frente a un «imperio colonial», entre otras cosas porque siempre ha tenido esa independencia, en términos relativos durante la Guerra Fría y en términos absolutos después.

El retorno de la antidemocracia

La ideología antiimperialista necesita, por cierto, de un imperio. Si el imperio no se comporta como un imperio, la ideología se desploma. Por eso para los gobiernos que propagan la «guerra asimétrica en contra del imperio» (sic) es absolutamente necesario que EEUU sea un imperio frente al cual ellos puedan levantarse. En el fondo, lo que con ese uso ideológico se intenta es construir un significante externo para realizar proyectos internos de poder, para lo cual se recurre a las viejas fórmulas ideológicas de la Guerra Fría.

Hay, entonces, muchas razones para pensar que el lenguaje antipolítico elegido por el actual eje formado por Cuba y Venezuela más su periferia ocasional (los países con menos estabilidad política e institucional del continente) para «enfrentar» a EEUU busca bloquear la discusión con la potencia del norte, que, paradójicamente, ha incrementado no solo la compra de petróleo, sino sus inversiones en Venezuela. De lo que se trata es de activar un recurso ideológico regresivo para fundamentar un proyecto antidemocrático de toma de poder social-militar. Y esa afirmación no es un invento del autor de estas líneas. Se confirma simplemente leyendo las afirmaciones del presidente venezolano.

La precariedad de las relaciones democráticas en América Latina, subrayada en los informes mencionados al comienzo de este artículo, ha posibilitado, en efecto, que en algunas regiones de nuestro continente se hayan incubado proyectos básicamente antidemocráticos. Aunque probablemente no será el único, el caso venezolano es hoy el más radical. Ese proyecto cuenta todavía con el apoyo ideológico de aquellas izquierdas (generalmente académicas) que nunca quisieron aceptar que la caída del Muro de Berlín no fue un episodio tectónico, sino un acontecimiento histórico-político de enorme relevancia. El proyecto apunta a la liquidación de los logros democráticos alcanzados en el continente después de la Guerra Fría y trae consigo un peligro que se pensaba que estaba erradicado: el acceso de los militares al poder del Estado.

El militarismo en la política latinoamericana no ha desaparecido como posibilidad histórica. En muchos países sigue existiendo, aunque de modo latente. El anticomunismo en un mundo en donde no hay comunismo no es, obviamente, la ideología más apropiada para los intentos de algunos militares de retornar al poder. Para ese retorno pueden servir otras ideologías, incluso las nacionalistas y las socialistas (o ambas a la vez) y, no por último, la de la lucha imaginaria contra un imperio imaginario, cuya existencia, más ficticia que real, sirve de coartada para suprimir las libertades públicas dentro de sus propias naciones.

Podría discutirse mucho acerca de la viabilidad histórica del proyecto antidemocrático que está tomando forma desde La Habana y Caracas. Pero es indudable que existe. Y que la influencia ideológica que emana ha aumentado, sobre todo entre algunos intelectuales de «izquierda» y en sectores sociales marginados por la depredación económica del pasado reciente. ¿Cuál es la recepción que ese mensaje de destrucción democrática puede tener en otros países latinoamericanos? Todavía es una incógnita. En ese punto, los políticos del continente no tienen aún una única opinión. Para el ex-ministro mexicano Jorge Castañeda la situación es dramática y ya ha llegado el momento de librar la batalla por la democracia en América Latina. Para el experimentado político venezolano Teodoro Petkoff, en cambio, el proyecto es demasiado burdo para ser exportado a democracias consistentes como la brasileña, la uruguaya o la chilena, por lo que difícilmente logre alcanzar una relevancia continental. Pero seguramente Petkoff tendría otra opinión si Alan García no hubiese frenado en 2006, en el último segundo, las ambiciones presidenciales del nacionalista antichileno y militarista Ollanta Humala, apoyado abiertamente por Caracas. Quizás haya otros Humalas repartidos a lo largo y a lo ancho del continente. Por el momento no podemos saberlo.

Lo que sí es posible saber es que este proyecto ya ha alcanzado ciertos contornos institucionales muy definidos en Venezuela, tal como ha explicitado el propio Hugo Chávez, de un modo extraordinariamente preciso. El propósito declarado es fundar en su país un régimen personalista, de reelección indefinida, basado en un partido-Estado que, junto con un «ejército rojo», controle la totalidad del poder público mediante un sistema de articulaciones corporativas verticales (consejos comunales) organizadas desde arriba hacia abajo. Las escuelas y dependencias fabriles serán estatizadas y sus miembros sometidos a un adoctrinamiento ideológico de acuerdo con la teoría del «socialismo del siglo XXI», aún no totalmente elaborada por los intelectuales al servicio del régimen. Cabe agregar que no estoy interpretando nada: me limito a transcribir una síntesis de diversas declaraciones emitidas en los mensajes presidenciales.

Que ese proyecto pueda tener éxito, siquiera en Venezuela, una Nación que todavía cuenta con muchas reservas democráticas, puede que sea improbable. El tiempo dará las respuestas. En cualquier caso, el tema central –si las democracias de nuestras naciones son más frágiles de lo que aparentan– debería ser un motivo fundamental de reflexión, tanto política como intelectual. La reflexión cobra más importancia si se toma en cuenta la diferencia sutil entre la lucha democrática y la lucha por la democracia. Mientras la primera tiene lugar dentro de la zona política, la segunda apunta a mantener la existencia de esa zona política. Mientras en la primera tienen lugar los enfrentamientos políticos entre izquierda y derecha, la segunda atraviesa ambas dimensiones y lleva a la configuración de un nuevo desplazamiento: el de demócratas contra antidemócratas, sean de izquierda, derecha o centro. Lo cierto es que, sin la existencia de esa zona política, nadie puede hablar realmente de democracia. Que esa zona política, en muchos países latinoamericanos, sea muy precaria, muy angosta o muy débil, es un dato que nos puede ayudar a entender las razones que llevaron a los observadores del BID y del IIEE a deducir deficiencias en el desarrollo de la conciencia democrática de los latinoamericanos.

Vivir la democracia significa correr muchos riesgos. Pero el riesgo más grande de todos es, sin dudas, perderla.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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