Opinión
septiembre 2017

La lucha de los mapuches y sus estereotipos

La desaparición del joven Santiago Maldonado puso en primera plana la situación de los pueblos indígenas en Argentina, en especial el caso de los mapuches en la Patagonia. Una historia plagada de demandas insatisfechas y abundante en estereotipos.

<p>La lucha de los mapuches y sus estereotipos</p>

Durante el mes de enero de 2017, la represión a la Lof en Resistencia (una comunidad ubicada en el departamento patagónico de Cushamen) alcanzó una enorme relevancia pública. Los medios de comunicación argentinos destacaron la violencia de la Gendarmería y la policía provincial en los operativos ordenados por la justicia provincial y federal sobre los miembros de la comunidad y aquellos que se solidarizaron con ella. Estos episodios expresaron la intención y la organización represiva ejemplarizadora del Estado nacional y los poderes económicos contra las formas de organización y los reclamos populares.

Desde que Mauricio Macri asumió el gobierno, desarrolló una política de Estado basada en la elaboración de un protocolo de seguridad que buscaba adelantarse a futuros conflictos sociales. En las provincias del norte de la Patagonia, el nexo entre las nuevas autoridades nacionales y los grandes terratenientes fue explícito desde el primer día. A lo largo de 2016, sociedades rurales de Río Negro y Chubut se habían reunido con la ministra de Seguridad Patricia Bullrich para denunciar a grupos mapuches radicalizados. Los episodios de la comuna de Cushamen fueron provocados desde el Ministerio de Seguridad a partir de una inusual y masiva concentración de efectivos armados en la zona de El Maitén. Por aquellos días se producía una multitudinaria manifestación en contra de emprendimientos inmobiliarios del empresario británico Joe Lewis en El Bolsón. Fue entonces cuando las fuerzas concentradas llevaron adelante un continuo acoso a la Lof en Resistencia –penetrando en su territorio con drones, entre otras acciones intimidatorias–, que desencadenaría una serie de episodios que culminaron con el operativo represivo para desalojar a los mapuches que cortaban la ruta nacional Nº 40.

Además de buscar a los actores que lo desarrollarían y de pergeñar sus contornos, se disponía de un discurso de legitimación previamente elaborado. Este se encuentra, por ejemplo, en el diario Clarín del domingo 22 de enero, donde se expone la supuesta relación de los miembros de la comunidad con el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, guerrilleros kurdos y la ETA. En esta publicación se menciona que se «esperaba» que estallara el conflicto este verano debido –supuestamente– a que la comunidad mapuche había dejado de recibir los fondos girados por parte del anterior gobierno, habían tomado tierras de la compañía Benetton (que posee 900.000 hectáreas en la zona) y practicaban el cuatrerismo (robo de ganado).

El mismo accionar se repite en el mes de agosto de 2017. La detención del lonko (líder) de la Lof en Resistencia Mapuche, Facundo Jones Huala, se realizó tras un encuentro entre los presidentes de Argentina y Chile, Mauricio Macri y Michelle Bachelet, luego de que un juez federal rechazara el pedido chileno de extradición del dirigente mapuche. Nuevamente se asiste a la producción del conflicto. Se decide reprimir a quienes piden por su liberación, se movilizan fuerzas de Gendarmería en proximidades de la lof y se reproduce el conflicto otra vez en la comunidad. El discurso del Ministerio de Seguridad promete terminar con los grupos radicalizados. Esta vez el desalojo de la ruta, la represión y la incursión en el territorio de la comunidad implicaron la desaparición de un joven que acompañaba a la comunidad: Santiago Maldonado.

Ha transcurrido un mes desde la desaparición de Maldonado. Desde entonces, distintos medios de prensa y diversos sectores políticos se han lanzado a una campaña de estigmatización de la comunidad mapuche y del propio Maldonado, presentándolos como peligrosos. El discurso es simple: se los describe como violentos que amenazan la propiedad privada y que estarían vinculados con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y la guerrilla kurda. Esta construcción no es novedosa. Es la reactualización del viejo estereotipo de los pueblos originarios, calificados históricamente como aquellos que amenazan los bienes, la seguridad de las personas, la integridad y el progreso nacional. Este estereotipo fue el constructo históricamente más duradero, mediante distintas redefiniciones, de la llamada Generación de 1880 – la «organizadora» de la República Argentina– y del contexto de sometimiento e incorporación de los pueblos originarios con las llamadas «campañas al desierto» de 1878 a 1885. Por entonces, la descripción de los malones indígenas (como grupos organizados para saquear) como objetivos que debían ser neutralizados por las campañas de conquista invisibilizó siglos de relaciones entre hispano-criollos y pueblos originarios. Estas relaciones habían comprendido alianzas, intercambios económicos, enfrentamientos y firma de tratados entre autoridades indígenas, coloniales y luego republicanas. Al mismo tiempo, se clausuró aquello que, en adelante, los ciudadanos argentinos deberían saber sobre los pueblos originarios. Durante más de un siglo la currícula escolar solo hablaba de cómo la «conquista del desierto» había solucionado el problema de los «indios maloneros».

En el discurso político de fines del siglo XIX, el indio malonero no es redimible. Constituye una excepción, se trata de un ser sacrificable. Su descripción permite al mismo tiempo construir su opuesto, el indígena que será incorporado previa su civilización, el que deberá dejar de ser lo que es para poder ser incorporado. Por lo tanto, el estereotipo del indígena malonero constituirá una imagen y un constructo cultural que hace visible aquello que no puede ser incorporado a la comunidad nacional, con el objeto de marcar el modo en que se deberán comportar y actuar los indígenas que deseen no ser sacrificados. Aunque el propio Julio Argentino Roca (comandante de la principal ofensiva militar contra los pueblos originarios del sur de la pampa y la Patagonia y presidente de Argentina en 1880-1886 y 1898-1904) señalara ante el Parlamento que las «campañas al desierto» habían terminado con aquellos maloneros, al volver a ser estos identificados, no se dudaría sobre la necesidad de su eliminación.

Desde fines del siglo XIX y principio del XX, las distintas administraciones nacionales invisibilizaron la existencia de comunidades de los pueblos originarios en la Patagonia. En sus reclamos y solicitudes ante las autoridades nacionales y locales, las personas, familias y comunidades debían utilizar cuidadosamente las palabras, ya que la identificación de los pobladores de terrenos fiscales (los fiscaleros, que ocupaban tierras a menudo de baja calidad) como indígenas era el argumento más frecuente para justificar su expropiación o para denegar sus demandas. En muchas ocasiones, la sola identificación como tales habilitaba la discrecionalidad de las fuerzas policiales y de la justicia letrada para su expropiación, reclusión injustificada y aun torturas. En ocasión de las masacres de Napalpí (1924), en Chaco, y en La Bomba (1947), en la localidad norteña de Formosa, la prensa difundió previamente entre la población que los indígenas se estaban reuniendo para preparar un malón. La expropiación de la comunidad de Boquete Nahuelpán, en Chubut, en 1937, tuvo como único argumento que se trataba de indígenas araucanos y que practicaban el cuatrerismo. Nuevamente se describía a una comunidad como un peligro a la propiedad y se la consideraba como foránea.

Al mismo tiempo, el proceso que se desarrolla desde las campañas de 1878-1885 en el norte de la Patagonia es el de conformación de la propiedad privada. Ya en la década de 1890 encontramos establecida a la Argentine Southern Lands Company (ASLCo), de capitales británicos. Esta nació de la unión de nueve concesionarios de áreas de colonización, quienes recibieron del gobierno argentino el beneficio de dejar de lado la obligación de producir el deslinde y la colonización (de acuerdo con el modelo de la Ley Avellaneda, que procuraba establecer a numerosos pequeños propietarios) y a los que se les permitió la asociación corporativa, en abierta violación de la legislación argentina. Esta compañía británica, con aproximadamente 900.000 hectáreas, se nacionalizó en 1982, ante el temor de una expropiación como resultado de la Guerra de Malvinas, y en la década de 1990 fue absorbida por el grupo Benetton.

De esta forma, a través de las «campañas del desierto», desde el Estado e instituciones de la sociedad civil, se operó tanto hacia la eliminación del orden social, económico y cultural de los pueblos originarios, como también hacia el disciplinamiento y la limitación de las formas de vida (acceso reducido a la tierra, censura de sus formas de expresión cultural, negación de sus formas de organización social) de las personas y familias indígenas luego de su sometimiento. Al mismo tiempo, se aseguró la distribución de los territorios incorporados para conformar no solo la propiedad privada, sino grandes empresas terratenientes, como la británica ASLCo, que harían uso de la mano de obra barata compuesta en gran parte por la población mapuche y tehuelche, marginada del acceso a la tierra.

En diferentes contextos y a lo largo de todo el siglo XX, resulta visible que a las diversas facilidades para los grandes propietarios se suman la discrecionalidad, la expropiación y el desalojo arbitrario a los pequeños fiscaleros, con especial saña en el caso de aquellos identificados como indígenas.

Como afirman muchos analistas, el retorno a la democracia de 1983 abrió una nueva etapa, fundamentalmente caracterizada por el logro de la militancia de las organizaciones y comunidades de los pueblos originarios en colocar las demandas por los derechos indígenas dentro de la agenda de los derechos humanos. En un contexto de gran cuestionamiento de las relaciones entre Estado y sociedad civil, la agencia de los pueblos originarios multiplicó las formas de acción política. Progresivamente, las provincias adoptaron cambios en sus legislaciones y, finalmente, la reforma de 1994 incorporó en la Constitución Nacional la idea de preexistencia y la normativa sobre la necesidad que los pueblos originarios tuviesen tierras aptas y suficientes para su subsistencia.

Las modalidades de la articulación han variado según las provincias, los pueblos involucrados y los contextos políticos locales y nacionales. En este proceso de larga duración, encontramos también políticas estatales como la creación del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI, 1985) y la sanción de una ley de relevamiento de tierras indígenas (2006). Muchos municipios se han declarado interculturales. Se han producido cambios en las currículas escolares a escala nacional y provincial. El desarrollo de estos procesos de transformación ha involucrado la participación, el enfrentamiento, la discusión y la articulación entre distintos sectores, organizaciones de los pueblos originarios, ONG, intelectuales, partidos políticos y organizaciones sociales.

Al mismo tiempo se han producido recuperaciones de territorios ancestrales y también expropiaciones y desalojos, judicialización de reclamos y criminalización y represión de protestas. También se han hecho visibles las articulaciones entre demandas de comunidades y pobladores indígenas con otros habitantes rurales y urbanos en contra de emprendimientos extractivos como la megaminería o la construcción de represas.

Las diferentes formas de acción política para la defensa y el acceso a derechos, los procesos de cambio en la sociedad, y no solo en relación con los pueblos originarios, es lo que un estereotipo intenta y puede invisibilizar. El uso de la fuerza para reprimir y la violencia del manejo arbitrario y desfachatado del andamiaje judicial necesitan de ese estereotipo del sujeto peligroso, guerrillero, militante, irracional y violento. Pero el sujeto no es solo una lof en resistencia. Son las posibilidades de transformación de la sociedad toda a través de la política las que se intenta encauzar con la construcción de ese poder represivo.

El gobierno argentino no se pregunta cómo llenar una plaza o un acto político del presidente, sino que se asegura, de una forma u otra, que cada vez sean menos quienes intenten expresar su disconformidad ante el temor de la represión. Ha elegido dónde, contra quién y cómo actuar, y lo ha hecho. Si se retira la Gendarmería Nacional quedan las causas judiciales, quedan las heridas y lesiones en las personas y el temor en los niños. Pero también quedan los artículos en la prensa, las cartas de lectores, las expresiones en las redes sociales, producidas desde usinas oficiales pero también desde sectores de la misma sociedad que comparten y construyen las nuevas imágenes y los viejos estereotipos. Y hoy, fundamentalmente, queda la ausencia de Santiago Maldonado.

Una piedra arrojada desde una comunidad mapuche es visible por los medios de comunicación masivos y hegemónicos. Es el «conflicto elegido», el que permite construir nuevos estereotipos que fácilmente la sociedad pueda comprender y compartir. Se trata de los «mapuches chilenos, de los violentos. Se trata de una asociación ilícita, no de una organización social o una comunidad.

El campo de batalla no es solo donde lamentablemente caen los miembros de una comunidad por las balas de la Gendarmería. Es principalmente la pantalla, omnipresente en los bares y en las casas, desde donde se busca instalar en la sociedad los estereotipos y, fundamentalmente, el temor a querer cambiar algo.


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