Ensayo
NUSO Nº 287 / Mayo - Junio 2020

La Gran Reclusión y el futuro del capitalismo

Los Estados intervienen y vuelve la economía de guerra, con nacionalizaciones y confiscaciones. Pero quizá lo importante no es cómo se comportan los Estados en guerra, sino en tiempos de paz. ¿Será el mundo poscoronavirus más intervencionista y proteccionista? ¿Vuelve «1945»? Probablemente el mundo no vuelva a ser el mismo y se abren nuevas posibilidades de experimentación. Pero estatismo de crisis es distinto de socialismo. Y los déficits públicos no son necesariamente sinónimo de keynesianismo.

La Gran Reclusión y el futuro del capitalismo

Pronosticar el fin del mundo ha pasado de ser una jeremiada a ser un cliché. Las grandes Casandras de nuestra época, pesimistas profesionales como John Gray, David Rieff o Branko Milanović, tienen muchos competidores hoy. Pronosticar un mundo más oscuro y cerrado sobre sí mismo tras la «Gran Reclusión», como ha llamado el Fondo Monetario Internacional (FMI) a la crisis del coronavirus, se ha convertido en un lugar común. Y no requiere de un ejercicio muy sofisticado de adivinación. Solo basta observar las cifras que contabilizan la hecatombe.

La crisis será más profunda que la Gran Depresión de la década de 1930. El FMI pronostica una reducción de 3% del PIB global este año1. En 2009, en mitad de la Gran Recesión, se redujo mucho menos, 1,6% (gracias al crecimiento de China). El desempleo en Estados Unidos está creciendo 0,5% al día. Es posible que en verano alcance a 30%2. 73% de las familias estadounidenses afirmó haber sufrido pérdidas de ingresos en marzo. El consumo de petróleo en Europa cayó 88% en las primeras semanas tras el confinamiento. A mediados de abril, el precio de referencia del barril de crudo en EEUU cayó a niveles negativos, algo sin precedentes históricos (los proveedores pagaban para deshacerse de barriles ante la incapacidad de almacenarlos; la baja demanda ha saturado los depósitos).

España, uno de los países del mundo más afectados por la pandemia (a mediados de mayo era el segundo país, tras EEUU, con más contagios, y uno de los países con más muertes por millón de habitantes), se calcula que perderá en 2020 hasta 13% de su PIB. En 2011, el año más duro de la crisis de deuda europea, Grecia, el país que más sufrió la crisis, se contrajo 9,1%. Es la primera vez desde que existe el PIB como medidor, creado tras la Gran Depresión en los años 30, que los países emergentes tienen un crecimiento negativo. También es la primera vez en 40 años que la economía china se contrae; el pib del primer trimestre se redujo 6,8%, algo inimaginable antes de la crisis. Es un dato preocupante para el régimen, cuya legitimidad descansa casi exclusivamente en una especie de crecimiento perpetuo.

Muchas de estas cifras resultan en cierto modo obvias, o al menos esperables. La economía global está en un coma inducido. Existen claramente países con ventajas comparativas (algunos están saliendo antes del confinamiento o han sabido controlarlo geográficamente, como China, o mantienen medidas de encierro más relajadas, como los países nórdicos o Alemania). Pero en general todos los países se enfrentan a lo mismo: una congelación casi absoluta de la economía. Si esto es así, ¿de qué sirve contabilizar minuciosamente la caída?

Como dice el filósofo Manuel Arias Maldonado, «decir que las emisiones de CO2 se desploman o que no se han vendido entradas de cine impresionaría en condiciones normales; pero no lo son, se trata de efectos inevitables dada la parálisis del cuerpo social. Y es contraproducente ‘sensacionalizarlo’»3. Es decir: la economía de la Gran Reclusión es hoy el «nuevo normal». Contabilizar el declive es a veces una tentación voyeurista o se asemeja simplemente a observar la trayectoria descendente e inevitable de un paracaidista al que no se le abre el paracaídas.

Al mismo tiempo, es un análisis necesario e inevitable. Medir el impacto de la depresión nos ayuda a colocarle los parches correctos, nos permite comprender mejor los Estados y sistemas en que vivimos y abre debates estructurales necesarios. Es en momentos de crisis cuando mejor se ven las costuras del sistema y cuando más se aprende sobre su funcionamiento. ¿Por qué, por ejemplo, EEUU ha sufrido una reducción del empleo tan radical, o al menos mucho más radical que otros países occidentales? Tiene que ver con cómo están diseñados su sistema económico y su modelo de crecimiento.

Como explica el economista Mark Blyth, en las crisis «EEUU suele proteger al capital y deja simplemente que el trabajo se ajuste a través del desempleo». Esta tendencia a proteger a los grandes, al capital, mientras los trabajadores asumen el mayor costo, explica por qué el país está sufriendo tanto la pandemia. Según Blyth,

El modelo de crecimiento de EEUU funciona bien siempre y cuando haya bajo desempleo, los salarios se usen para gastar y el crédito se recicle para cubrir las diferencias entre salarios y costos de consumidores y empresas. Pero cuando los mercados se congelan y no son capaces de determinar correctamente el precio de los activos (nadie sabe cuánto valen las acciones de United Airlines porque no sabemos cuándo van a poder viajar en avión de nuevo los estadounidenses), el modelo de crecimiento se viene abajo.4

El modelo de bienestar de EEUU también sigue esta lógica. Su seguridad social, demasiado contributiva y unida al empleo (la gran mayoría de quienes trabajan tienen seguro de salud porque tienen empleo y la empresa se lo proporciona, sin trabajo apenas hay seguridad social), abandona a muchos trabajadores. Además, según datos de 2018, 18 millones de estadounidenses carecían de cualquier tipo de seguro sanitario.

La crisis también está revelando las costuras de la Unión Europea: a la hora de la verdad, es simplemente un mercado común, no un proyecto político. Los países deudores, generalmente del Sur, llevan meses presionando a los países acreedores (Austria, Países Bajos y Alemania) para que acepten la mutualización de la deuda de todos los miembros del euro; los Estados se financiarían en los mercados de deuda a través de eurobonos, y no de manera individual, y así se repartiría el riesgo entre todos los países. La UE, por lo tanto, se financiaría como una verdadera federación, y no de manera individual y soberana.

Pero los Países Bajos y Alemania (con deudas en torno de 60% del PIB, frente a 97% de España o 134% de Italia) se niegan en seco. El resultado es una ue a dos velocidades: una alianza de un Norte acreedor basada en la disciplina fiscal y una alianza de un Sur (con un sorprendente liderazgo español), generalmente deudor, que defiende una mayor integración fiscal. Aunque la crisis del covid-19 no es una reedición de la crisis de deuda de 2010 (en la que los acreedores amonestaban a unos países deudores derrochadores y de moral laxa), los Países Bajos y Alemania la interpretaron al inicio como si hubiera culpables e inocentes. Esta vez, sin embargo, no puede decirse que la culpa de que Italia o España estén sufriendo más que nadie esté en sus elevados déficits o en no seguir la «senda de disciplina fiscal».

Tras la negativa del Norte, España propuso la creación de un fondo de 1,5 billones de euros financiado con deuda perpetua, que se repartiría como transferencias y no como deuda (solo habría que pagar los intereses, no el monto total), una solución intermedia entre los eurobonos y la tibia respuesta inicial de la eurozona, que aprobó a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), el fondo de rescate de la Unión, líneas de crédito convencionales.

Respuestas heterodoxas

La crisis del coronavirus no es una reedición de la Gran Recesión, y no solo por una cuestión de magnitud. Los Estados están reaccionando más rápido y, sobre todo, de manera más imaginativa. Muchas de las medidas que está tomando son puntuales, pero otras se planteaban desde hace años como solución a determinados problemas estructurales del capitalismo, y es posible que reaparezcan o incluso permanezcan tras la crisis. Reino Unido, por ejemplo, ya pensaba abandonar la austeridad desde antes de la pandemia. El primer presupuesto de Boris Johnson tras arrasar en las elecciones del año pasado anunció un aumento considerable del gasto público y nacionalizaciones (del sector ferroviario) e inaugura una nueva era de «chovinismo de bienestar», con un Estado más intervencionista y una economía ligeramente más autárquica y proteccionista. Lejos quedan los años de David Cameron y el canciller de economía Georges Osborne. En política monetaria, el Banco de Inglaterra ha tomado una decisión heterodoxa y contraria al consenso económico de las últimas décadas: está emitiendo dinero para financiar directamente al gobierno (cuando lo convencional es hacerlo a través de compra de deuda).

En EEUU, donde es año electoral, el Senado ha aprobado a una velocidad asombrosa el paquete de estímulo más ambicioso desde la Segunda Guerra Mundial (más de dos billones de dólares). En él está incluido un protoingreso ciudadano de 1.200 dólares. El gobierno canadiense hará algo similar y pagará 2.000 dólares durante cuatro meses a los trabajadores que hayan perdido su trabajo debido a la crisis del coronavirus. Brasil también ha aprobado una renta mínima de 600 reales (alrededor de 100 dólares) para familias con bajos ingresos, con una duración de tres meses.

En España, Luis de Guindos, ex-ministro de economía bajo el Partido Popular, o el ex-responsable de economía del partido de centro liberal Ciudadanos, Toni Roldán, coinciden con economistas más progresistas a la hora de pedir también un ingreso ciudadano universal de carácter temporal. El gobierno finalmente aprobó en mayo un ingreso mínimo de 500 euros para quienes perciban rentas menores a 200 euros. No es una renta básica, pero tiene una característica importante: el gobierno promete que no será una subvención puntual, sino que permanecerá después de la crisis.

En cierto modo, la crisis del coronavirus es un perfecto experimento natural para medidas como el ingreso ciudadano, que ya no es solo una abstracción en grupos de debate académicos y periodísticos, sino que ha entrado en el terreno de las políticas públicas. Tanto la derecha como la izquierda coquetearán en el futuro con soluciones así: desde la izquierda, como una ampliación del Estado de Bienestar y un intento de desligar del empleo la protección social; desde la derecha, como una excusa para no aumentar el tamaño del Estado de Bienestar.

Aunque el debate sobre la nacionalización es tabú, hay Estados que intervienen sectores estratégicos de distintas maneras para protegerlos. Emmanuel Macron ha adoptado un lenguaje gaullista y coquetea con el clásico capitalismo dirigista francés. La Comisión Europea apoyará la nacionalización de empresas. El jefe de la diplomacia de la UE, el español Josep Borrell, ha pedido no caer en prejuicios ideológicos sobre el intervencionismo y ha defendido que el Estado entre en el capital de empresas en riesgo. Italia ha nacionalizado la compañía aérea Alitalia, que ya estaba desde 2017 bajo tutela administrativa. En un reciente decreto, el gobierno de Pedro Sánchez ha blindado a las empresas españolas ante inversores extranjeros que quieran aprovechar la crisis para adquirirlas: cualquier inversor extranjero tendrá que pedir permiso previamente al gobierno (antes bastaba con informar tras la adquisición). El gobierno ha prometido, como con la renta mínima, que esta medida sobrevivirá a la crisis y no es puntual.

El Estado vuelve para quedarse

Los Estados intervienen y vuelve la economía de guerra, con nacionalizaciones y confiscaciones. Pero quizá lo importante no es cómo se comportan los Estados en guerra, sino en tiempos de paz. ¿Será el mundo post-covid más intervencionista y proteccionista? Es muy posible que sí. En primer lugar, por una cuestión básica de cómo se comportan los Estados cuando acumulan más poder. Como explica un reporte de The Economist, «la historia nos indica que después de las crisis los Estados no suelen ceder el terreno que han conquistado»5. Como dice el historiador económico Larry Neal, la Revolución Industrial «se produjo precisamente durante y como consecuencia de las guerras napoleónicas» de finales del siglo xviii y principios del xix. Desde entonces, los Estados han aumentado su tamaño progresivamente. Como explica el artículo del semanario británico,

El tipo máximo del impuesto sobre la renta en Francia en 1914 era cero; un año después del final de la guerra era de 50%. Canadá introdujo el impuesto sobre la renta en 1917 como una medida «temporal» para financiar la guerra. Durante la Segunda Guerra Mundial, el impuesto sobre la renta pasó de ser un «impuesto de clase» a ser un «impuesto masivo», y aumentó su base de cotización de siete millones de personas en 1940 a 42 millones en 1945.

También es muy posible que el proceso de desglobalización que vivimos desde hace unos años (con guerras comerciales y arancelarias, una tendencia hacia el proteccionismo, partidos de derecha populista contrarios al comercio internacional y los tratados comerciales) siga su curso. En el corto y medio plazos, los países priorizarán la autosuficiencia y la producción nacional, especialmente de materias primas.

Nos olvidaremos durante un tiempo de los déficits presupuestarios y los niveles de deuda. La pregunta «¿cómo se paga esto?» es legítima, pero habrá preocupaciones mayores y muchos Estados la responderán simplemente de manera tautológica: pagándose. Porque, realmente, se puede pagar; el verdadero problema es que el precio será alto. Los partidarios de la Teoría Monetaria Moderna (mmt, por sus siglas en inglés), que sugiere que los Estados dueños de su propia divisa no deberían imponer restricciones presupuestarias ni preocuparse por gastar más de lo que ingresan vía impuestos (ya que se financian mayoritariamente a través de la emisión de deuda), ven hoy cómo los Estados siguen sus recomendaciones. Pero, de nuevo, estamos en tiempos de guerra.

Un Estado grande no es siempre un buen Estado

Este nuevo rol activo del Estado, que está desplegando sin complejos todo su poder coercitivo, ha ilusionado a la izquierda, que de pronto anticipa un nuevo «espíritu del 45» como en la posguerra mundial, con una renovada conciencia sobre el rol del Estado en la economía. Es una visión ligeramente naíf. Se cae en el error común de definir la socialdemocracia exclusivamente como Estado grande y gasto público elevado. El biógrafo de John M. Keynes, Robert Skidelsky, criticó recientemente esta visión: «muchos de los nuevos conversos simplemente asocian a Keynes con los déficits presupuestarios cuando, de hecho, la aritmética keynesiana también puede implicar superávits»6.

La asociación entre socialdemocracia y Estado grande es más o menos comprensible tras décadas de neoliberalismo desregulador y privatizador, pero es una visión muy estrecha. Asume de manera ingenua que un Estado grande es necesariamente un Estado virtuoso, formado por tecnócratas ilustrados y bienintencionados, obviando la capacidad enorme que tiene un Estado de intervenir en la economía para empeorarla. Un Estado grande no es siempre un Estado eficiente o solidario.

Como recuerdan a menudo economistas y estudiosos del neoliberalismo, un Estado grande también puede ser neoliberal. El neoliberalismo no es exclusivamente la falta de Estado o de regulación sino un Estado que interviene para defender al capital y no al trabajo (por usar categorías clásicas). El rescate de los bancos durante la Gran Recesión respondió a esta lógica. Boris Johnson ya ha prometido que esta vez no se rescatará solo a los bancos, como se hizo en 2008, sino también a las personas. ¿Es Johnson un socialdemócrata? Claramente no. Parece que quiere mover al Partido Conservador hacia posiciones menos neoliberales y más gaullistas. Esto supone un reto para la izquierda, acostumbrada a tener en la derecha un enemigo neoliberal bien definido y con una política económica muy clara: desregulación, libertad económica, bajo déficit y baja deuda.

En una crisis como la del coronavirus, el análisis clásico ideológico sobre el papel del Estado no aporta mucho. Los países que están interviniendo más en la economía no son necesariamente los más progresistas, los países que menos están interviniendo en la economía no son necesariamente los más neoliberales. La intervención de la economía para resolver la crisis del coronavirus no inaugura necesariamente una nueva era socialdemócrata. O, como bromeaba el 5 de abril pasado en Twitter el historiador Quinn Slobodian, autor de una historia del neoliberalismo7: «Recordad, niños. Estatismo de crisis ≠ socialismo».

Un nuevo mundo, ¿un nuevo capitalismo?

Es fácil caer en la tentación de anticipar un nuevo mundo. A menudo lo que creemos que ocurrirá coincide con lo que deseamos que ocurra. Pero eso no significa que el mundo no esté cambiando. Muchos de esos cambios serán permanentes. Se producen, además, en una importante etapa de transición y cambio en el capitalismo. Señalar esto suena a cliché. La famosa frase de Antonio Gramsci «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos» es a menudo una muestra de pereza, una excusa para no pensar más allá o simplemente un ejemplo de voluntarismo. Los marxistas llevan más de 100 años hablando de «capitalismo tardío» o de un eventual fin del capitalismo como consecuencia de sus contradicciones, pero el sistema sobrevive y se adapta.

El capitalismo está hoy en su clímax, no en fase terminal. Como dice Milanović, «no estamos en una crisis sino, por el contrario, en el momento de mayor poder del capitalismo, tanto en amplitud geográfica como en su expansión a áreas (como el tiempo de ocio o las redes sociales) donde ha creado mercados completamente nuevos y comercializado cosas que tradicionalmente nunca habían sido objeto de transacción»8. Para el economista serbio, si atendemos a las condiciones básicas que convierten un sistema en capitalista (la propiedad de los medios de producción es privada, el capital contrata al trabajo y la coordinación está descentralizada), vivimos en el momento más capitalista de la historia global.

El capitalismo occidental no está en crisis, pero se enfrenta a una importante prueba de estrés. La crisis del covid-19 ha provocado un choque entre dos concepciones antagónicas: por un lado, un capitalismo «tardío» financiarizado, desregulado, monopolista, desigual, altamente endeudado y globalizado; por otro, una idea de capitalismo dirigista, autárquico, con economía de guerra y con una función del Estado como benefactor y gran empresa de seguros.

La «economía del Fyre Festival» (como llama el blog financiero Alphaville a la tendencia del capitalismo contemporáneo hacia la extracción de valor, la especulación y el fake, en referencia al fiasco del festival de música Fyre) de pronto se convierte en la política económica aplicada en la Segunda Guerra Mundial. El capitalismo posmoderno se enfrenta hoy a una crisis moderna.

El capitalismo liberal meritocrático, como denomina Milanović al capitalismo occidental, lleva décadas perdiendo sus características liberales y meritocráticas. El autor de Capitalismo, nada más9 explica que la alta concentración de riqueza en pocas manos, la existencia de individuos ricos tanto en trabajo como en capital (individuos que obtienen altos ingresos de las rentas del capital pero también de las del trabajo, algo inédito en la historia del capitalismo), la enorme influencia del dinero en la política, la «reproducción» de clase de las elites (que usan la educación como marcador social y la riqueza heredada como colchón material) o la reducción de la movilidad social dañan la legitimidad de un sistema que hoy se pone a prueba.

Aunque un Estado grande no significa necesariamente socialdemocracia, es posible que tras la crisis la demanda de un capitalismo más inclusivo se vuelva más fuerte. El debate sobre salvar al capitalismo de sí mismo lleva produciéndose hace casi un lustro. Medios como el Financial Times han hecho campaña en defensa de un «capitalismo con conciencia», menos centrado en el beneficio de los accionistas. Economistas como Martin Wolf han criticado la financiarización y la lógica extractiva del capitalismo contemporáneo. En EEUU, dos candidatos demócratas (Elizabeth Warren y Bernie Sanders) se atrevieron a atacar la influencia del dinero en la política estadounidense y el poder de los monopolios tecnológicos (un cambio considerable respecto de Barack Obama, que llegó a emplear en sus campañas electorales al ceo de Google Eric Schmidt, a quien también ofreció el puesto de secretario del Tesoro). Hay multimillonarios pidiendo impuestos al patrimonio, inversores preocupados por la desigualdad y la concentración de riqueza (aunque no por justicia social sino por miedo al populismo), antiguos neoliberales convertidos en proteccionistas. Estamos en un nuevo mundo ideológico.

De pronto, algunas de las medidas propuestas para salvar al capitalismo de sí mismo se están aplicando o debatiendo a toda prisa para luchar contra la pandemia. Sea esto o no el inicio de una nueva era, queda claro que hay cosas que cambiarán para siempre y medidas que reaparecerán en el futuro. A veces, porque habrá una demanda de ellas (si el Estado pudo rescatarnos durante el coronavirus, pensarán muchos ciudadanos, ¿por qué no puede hacerlo más a menudo?) y otras porque las circunstancias lo exigirán: el capitalismo de Estado, la economía de guerra, el intervencionismo, las nacionalizaciones y confiscaciones volverán cuando tengamos que enfrentarnos a las crisis climáticas.

En El planeta inhóspito, David Wallace-Wells aporta datos sobre el daño económico que provocará el calentamiento global: «551 billones de dólares en daños con solo 3,7 grados de calentamiento, una pérdida de 23% de la riqueza global potencial para 2100, si no se cambia el rumbo. Un impacto mucho más fuerte que el de la Gran Depresión; diez veces más profundo que el de la más reciente Gran Recesión, que aún nos perturba tanto»10.

La crisis del coronavirus tendrá una magnitud menor, pero la reacción y movilización de los Estados que ha provocado la pandemia puede entenderse como la versión de bolsillo de la guerra que libraremos en este siglo contra el cambio climático. Las crisis no son necesariamente aprendizajes, como pronostican muchos hoy, pero sí nos revelan muchas cosas. Nos descubren a los verdaderos líderes, nos enseñan las costuras y los límites del sistema y cuestionan las categorías con que interpretamos el mundo. Las recetas clásicas no sirven, las divisiones ideológicas tradicionales explican menos de lo que pensamos y las fronteras entre lo que es excepcional o convencional, ortodoxo o heterodoxo se difuminan.

  • 1.

    «FMI: coronavirus conducirá a la ‘peor recesión desde la Gran Depresión’» en El Economista, 14/4/2020.

  • 2.

    Steve Matthews: «US Jobless Rate May Soar to 30%, Fed’s Bullard Says» en Bloomberg, 22/3/2020.

  • 3.

    M. Arias Maldonado en Twitter, 15/4/2020.

  • 4.

    M. Blyth: «The US Economy is Uniquely Vulnerable to the Coronavirus» en Foreign Affairs, 30/3/2020.

  • 5.

    «Rich Countries Try Radical Economic Policies to Counter Covid-19» en The Economist, 26/3/2020.

  • 6.

    R. Skidelsky: «What Would Keynes Say Now?» en Project Syndicate, 20/3/2020.

  • 7.

    Q. Slobodian: Globalists: The End of Empire and the Birth of Neoliberalism, Harvard UP, Cambridge, 2018.

  • 8.

    B. Milanović: «Por qué el capitalismo no está en crisis» en Letras Libres, 15/10/2019.

  • 9.

    B. Milanović: Capitalismo, nada más. El futuro del sistema que domina el mundo, Taurus, Madrid, 2020.

  • 10.

    D. Wallace-Wells: El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento, Debate, Barcelona, 2019.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 287, Mayo - Junio 2020, ISSN: 0251-3552


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