Coyuntura
NUSO Nº 254 / Noviembre - Diciembre 2014

La economía argentina, entre la «década ganada» y los «fondos buitre»

La decisión adversa de la justicia estadounidense en el juicio entablado por un grupo de «fondos buitre» complicó el panorama económico argentino. La situación –considerada como injusta y perniciosa para el buen funcionamiento de los mercados de capitales por una amplia gama de figuras y organismos internacionales– invita a un replanteo de los aspectos institucionales que imperan en los mercados globales de capitales. Pero el problema económico de Argentina es previo, y los buitres encontraron el momento de mayor debilidad para intensificar su ofensiva.

La economía argentina, entre la «década ganada» y los «fondos buitre»

El 16 de junio de 2014, la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos debía expedirse sobre la apelación realizada por el gobierno argentino contra el fallo del juez de Nueva York Thomas Griesa, ratificado por la Cámara de Apelaciones. Ese fallo obligaba a Argentina a pagar una suma estimada en 1.600 millones de dólares a un grupo de fondos que habían adquirido bonos argentinos en cesación de pagos por un monto de 80 millones de dólares y que se habían negado a participar de las dos instancias de reestructuración de deuda (2005 y 2010). Pero, además, señalaba mediante una curiosa interpretación de la denominada cláusula de pari passu (que establece la igualdad de condiciones entre los diferentes tenedores de un bono o serie de bonos) que Argentina no podría continuar pagando los vencimientos de capital e interés de los bonos reestructurados sin cancelar, en forma simultánea, la deuda pendiente con los «fondos buitre» litigantes.

Los demandantes son fondos especulativos que, entre otras actividades, adquieren títulos de deuda de países con dificultades de pago apostando a una valorización posterior mediante acciones judiciales. Dado que la reestructuración de la deuda argentina incluyó fuertes quitas de capital, estos fondos se negaron a canjear sus tenencias y procedieron a entablar demandas en los tribunales. Durante cierto tiempo su acción se concentró en intentos de embargos de activos del Estado argentino, pero esta estrategia tuvo pocos resultados concretos. Finalmente, el intersticio hallado en la cláusula pari passu resultó exitoso y llevó a Argentina a una nueva e inesperada cesación de pagos. Ello se debió a que la Corte Suprema estadounidense optó por no tomar el caso, dejando así firme la decisión del juez de primera instancia.

Argentina depositó el 30 de junio el monto correspondiente al vencimiento de intereses del bono Discount, pero el juez Griesa rechazó el pago y determinó que ese dinero no podía llegar a las cuentas de los tenedores del mencionado bono mientras los «fondos buitre» no cobraran el monto de la sentencia. La situación llegó a tal absurdo que el propio juez designó a un mediador con el objetivo de entablar una negociación para proceder al efectivo cumplimiento de su sentencia.

El principal escollo planteado por el gobierno argentino, amén de las cuestiones éticas y la denuncia política por la injusta situación, ha sido la vigencia de la cláusula de «mejor oferta». Cuando el país hizo la reestructuración de su deuda, en 2005 y 2010, incluyó una cláusula que establecía que en caso de realizarse una oferta superadora en el futuro, debería hacerse extensiva a todos los acreedores (es decir, debía incluir a quienes ya habían aceptado canjes anteriores). Era una cláusula lógica habida cuenta de que la oferta de canje incluía quitas de hasta 75%. Aun así, el grado de aceptación fue muy elevado, y más de 92% de la deuda en cesación de pagos fue reestructurada de forma voluntaria.

Pero la decisión de Griesa cayó en un momento interno muy inoportuno. Habría bastado que la sentencia demorase seis meses más para que las facultades de negociación del gobierno argentino fueran completamente diferentes, dado que la cláusula de mejor oferta expira a comienzos de 2015. A partir de entonces el gobierno argentino podrá negociar con los tenedores de bonos que no entraron en los canjes (menos de 8% del total) sin correr el riesgo de que quienes sí aceptaron las quitas demanden al Estado para mejorar sus condiciones.

Es cierto que la cláusula de mejor oferta hace alusión a ofertas voluntarias de canje y no al pago por el cumplimiento de una sentencia judicial que ha transitado todas las instancias legales. Pero aun así es comprensible el resquemor del gobierno argentino tras la curiosa interpretación de la justicia neoyorquina, la cual alimentó el temor de que un pago previo a la expiración de la cláusula dispare nuevas acciones judiciales que terminen derrumbando la reestructuración de la deuda y aumentando enormemente los montos por pagar.

Sin embargo, las razones por las que esta decisión fue inoportuna no radican exclusivamente en los aspectos contractuales. El fallo encontró a la economía argentina en una situación de vulnerabilidad que excede la cuestión de su endeudamiento. De hecho, el peso de la deuda externa se ha reducido a menos de 10% del PIB en los últimos años, luego de haber superado largamente el 100% del PIB hace algo más de una década. ¿Cómo se explica entonces que Argentina sufra una cesación de pagos y un problema de crisis externa en estas condiciones? La respuesta es algo más extensa y requiere hacer un poco de historia acerca de las decisiones y el manejo macroeconómico de los últimos años.

La «década ganada»

Tras la grave crisis económica y social de los años 2001 y 2002, Argentina inició un nuevo ciclo político liderado primero por Néstor Kirchner a partir de 2003 y luego por Cristina Fernández de Kirchner, desde 2007. El cambio propuesto fue tan intenso como sorpresivo. Desde una condición de fuerte debilidad inicial, Kirchner ganó legitimidad a partir de una gestión pragmática y de transformaciones, cuestionando muchas de las visiones económicas heredadas de la década anterior. Las reformas neoliberales se habían asentado sobre la inmutabilidad de las relaciones de mercado y la sacralización de las condiciones contractuales emanadas de dicho régimen. La centralidad de los organismos internacionales de crédito establecía un círculo vicioso según el cual, para acceder al financiamiento, era necesario implementar reformas que, a su vez, agregaban obstáculos para el crecimiento económico.

El principal aporte de Kirchner fue poner en discusión ese núcleo de ideas que mantenía en cierta forma atrofiada a la economía argentina. En poco tiempo, implementó medidas que pusieron a la economía nuevamente en crecimiento. Es cierto que lo acompañó una coyuntura externa favorable, con alzas en los precios internacionales de las materias primas. Pero a finales de la década, Argentina mostraba las tasas de crecimiento más altas de la región y podía exhibir con orgullo los resultados de un estudio de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) que concluía que, en la era del auge de los commodities, Argentina era el único país de la región que no había primarizado su canasta exportadora.

Si bien Kirchner no implementó una reforma tributaria, la introducción de impuestos a las exportaciones primarias –beneficiadas por la fuerte devaluación de 2002 y el alza de los precios internacionales– modificó las cargas tributarias e intensificó la presión sobre sectores de mayores recursos, lo que permitió recobrar capacidades recaudatorias para políticas públicas redistributivas.

El mercado interno comenzó a recuperarse y, en solo tres años, el desempleo se redujo de 22% en 2003 a menos de 9% en 2006 y 2007. El crecimiento del PIB promedió 8,2% entre 2003 y 2007. El sector industrial argentino, que navegaba entre la heterogeneidad y el estancamiento durante el último cuarto del siglo XX, vivió un periodo de oro, con un crecimiento superior a 9% tanto en su producción como en la creación de empleos, una ampliación del stock de firmas industriales superior a 30% en solo cinco años y de la capacidad productiva del orden de 40%.

En este contexto de recuperación económica, sin ayuda externa alguna, tuvo lugar la reestructuración de la deuda externa argentina. Argentina hizo lugar al principio de corresponsabilidad. Durante los años 90, la situación de endeudamiento argentina había adquirido características explosivas. Las necesidades financieras se incrementaban año a año pero la situación económica del país no mejoraba de manera consistente con la carga que se iba generando. El país debía cada vez más y las condiciones de repago se deterioraban paulatinamente con una economía que crecía poco, achicaba sus capacidades productivas y creaba muy poco empleo. El resultado de ese proceso fue el incremento del índice de riesgo país y de las tasas de interés que Argentina debía pagar ante la emisión de cada nuevo bono.

La idea central que signó filosóficamente la reestructuración de la deuda fue que si los inversores aceptaron comprar bonos argentinos con tasas de interés cada vez más altas, era porque estaban asumiendo mayores riesgos. El default en que incurrió Argentina a fines de 2001 mostró entonces que las pérdidas debían ser compartidas, y que así como Argentina tuvo que atravesar una crisis de cuatro años en la que perdió 25% de su PIB, los inversores debían aceptar pérdidas por las riesgosas inversiones que habían realizado.

Este principio se aplicó en un escenario signado por un cambio de enfoque en Washington a partir del regreso del Partido Republicano a la Casa Blanca, que introdujo la idea de que los paquetes financieros de ayuda no acudían siempre en rescate de los países en problemas, sino de los inversores que habían realizado inversiones equivocadas. El antecedente era la crisis mexicana de 1994-1995, en la que el Congreso estadounidense intervino aprobando un apoyo financiero superior a los 20.000 millones de dólares. ¿A quién había ayudado ese paquete financiero? ¿A México o a los fondos de inversión estadounidenses que, con esa ayuda, pudieron cobrar sus papeles y salir indemnes de la crisis?

La idea de que los tenedores de bonos debían asumir pérdidas tenía entonces cierto respaldo en el escenario político internacional. Pero Argentina fue bastante más allá de lo que el contexto le mostraba como viable. En septiembre de 2004 formuló una propuesta de reestructuración que consistía en un canje de bonos en default por nuevos títulos que incorporaban una quita próxima a 75%. Asimismo, se establecía una proyección en la que los servicios de deuda no superarían el 3% del PIB, bastante por debajo del promedio histórico y de lo sugerido por organismos internacionales. En 2005 se efectivizó el canje y 76% de los tenedores aceptó las nuevas condiciones.

Argentina había roto los manuales. El de los buenos modales, en primer término, con una propuesta radical y sin mostrar voluntad de moverse de su posición, mientras la economía se recuperaba y el país mostraba que le podía ir bien sin apoyo financiero externo. Y también el de las tradiciones de izquierda en la región, de las comisiones investigadoras orientadas a repudiar el origen de la deuda. Pudo, por este camino, mostrar resultados superadores de los de Ecuador, país que tuvo asesoramiento de sectores tradicionales de la izquierda argentina que aconsejaron la declaración de ilegitimidad de la deuda y terminaron acordando una reestructuración de solo 32% de los bonos con una quita de 65%, cuando Argentina había logrado reestructurar más de 62% de su deuda con una quita de 75%.

Pocos meses después, y en el marco de una favorable coyuntura en la que, por primera vez en mucho tiempo, Argentina crecía tanto con superávit fiscal como externo, Kirchner anunció el pago integral de la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) por casi 10.000 millones de dólares con reservas internacionales, lo que ponía fin a una turbulenta y conflictiva relación.

En las elecciones de 2007, el kirchnerismo consolidó su ciclo político y Cristina Fernández de Kirchner se impuso con nitidez. Pero la situación iba a alterarse, y las bases del exitoso ciclo económico comenzaron a modificarse.

Los tres kirchnerismos

La idea de la existencia de una «década ganada» fue planteada por Cristina Fernández en su discurso de apertura de las sesiones legislativas en marzo de 2012. Presentó entonces un conjunto de indicadores que mostraban los logros alcanzados desde 2003 e invitaban a completar una década de crecimiento, inclusión social y transformaciones.

Pero en realidad, el ciclo kirchnerista podría ser dividido en tres etapas diferenciadas en las que la conjunción de los elementos virtuosos de la primera fase ya no iba a repetirse.

El segundo kirchnerismo estuvo atravesado por la aparición de una mayor conflictividad interna y por la crisis internacional. A comienzos de 2008, el recién iniciado gobierno de Cristina Fernández avizoró un problema fiscal en ciernes y lo quiso resolver de un plumazo y con un solo tiro, incrementando en forma marcada las alícuotas de los impuestos a las exportaciones de soja. Los productores agrarios reaccionaron con virulencia.

La rebelión del sector agrario, históricamente concentrado y muy refractario a proyectos de inclusión social, se hizo eco en numerosos sectores de la oposición que se encontraban agazapados ante la contundencia del proceso político kirchnerista. La presidenta, confiada en su poder acumulado, no cedió, y a pesar de las numerosas instancias de negociación que le hubieran permitido ganar la batalla otorgando mínimas concesiones, fue por la rendición incondicional y llevó la disputa al Congreso, donde creía tener mayorías para imponer su proyecto. Contrariando las previsiones, perdió la batalla y a partir de entonces ya nada fue igual.

No obstante, cuando parecía que el ciclo kirchnerista entraba en su fase descendente, vino la crisis internacional, que golpeó a la economía argentina, aunque en una magnitud mucho menor que crisis anteriores, aspecto en el que tuvo mucho que ver la nula exposición financiera internacional que el país tenía tras la reestructuración de deuda. De la crisis, que incluso trajo una dura derrota en las elecciones legislativas de 2009, sobrevinieron dos reformas que dieron respiro y posibilidades de acumulación al proyecto kirchnerista. La primera fue la reestatización de los recursos previsionales, cuya administración había sido cedida al sector financiero en los años 90. Esta reforma tuvo un impacto fiscal positivo, al tiempo que permitió canalizar parte del ahorro previsional a inversiones productivas y de infraestructura. La segunda fue la sanción de la Asignación Universal por Hijo, probablemente la política social más importante de América Latina, que extendió las asignaciones familiares al universo de trabajadores desocupados y precarios.

Estas reformas se sumaron a la idea generalizada de que el gobierno había administrado correctamente las consecuencias adversas de la crisis internacional, acotando sus impactos internos y generando buenas condiciones para una rápida recuperación. Pero mientras esto tomaba cuerpo y el kirchnerismo recuperaba posiciones, murió Néstor Kirchner en octubre de 2010. El velatorio del ex-presidente movilizó a muchos sectores sociales y el forzado balance del ciclo resultó positivo, lo que le aportó a Cristina Fernández una fuerza adicional para pujar por un nuevo periodo presidencial.

En este escenario, el bienio 2010-2011 fue de recuperación, pero también de una extraordinaria acumulación de desa-justes macroeconómicos que fueron socavando las bases que habían posibilitado el crecimiento. El PIB creció a un promedio de 8%, pero la inflación se aceleró y, de acuerdo con diversas estimaciones, se ubicó en torno de 25%. El gobierno estableció una política cambiaria destinada a evitar mayores desbordes inflacionarios que generó un fuerte atraso cambiario. El consumo creció notablemente, pero bastante menos que las importaciones, y reapareció el desequilibrio externo.

La conjunción entre el proceso político resultante a partir de la muerte de Kirchner, las reformas sociales inclusivas y una economía en crecimiento con salarios en dólares que aumentaban un 50% dio como resultado un aplastante triunfo electoral de Cristina Fernández en las presidenciales de octubre de 2011. Se abría entonces un tercer ciclo de gobierno que arrancaba con mucho respaldo, pero también con nuevos desafíos económicos y considerables riesgos.

El tercer kirchnerismo

A fines de 2011, la macroeconomía argentina mostraba importantes desa-justes. El tipo de cambio prácticamente no se había movido en los años precedentes, mientras que los costos internos crecían de manera notable. Las importaciones se incrementaron en un escenario de elevado consumo interno. La política energética no logró expandir la inversión, mientras crecía la demanda tanto en hogares como en la actividad productiva, de modo que el sector se tornó deficitario y debió recurrir a costosas importaciones para evitar el colapso. La industria argentina, que había crecido de manera virtuosa hasta 2008, mostraba señales de estancamiento en términos de creación de empleo y problemas de competitividad en algunas ramas, y no hubo nuevas políticas industriales para profundizar y fortalecer los logros anteriores; el panorama mostraba un peso mayor de las importaciones y un abultado déficit externo.

En este marco, reaparecieron presiones en el mercado de cambios y hacia fines de 2011 se intensificaron las compras de dólares por parte de particulares y empresas. Argentina es una economía en la que el dólar convive con la moneda local; hay mercados que directamente operan de manera dolarizada (el inmobiliario) y el ahorro en dólares se intensifica en contextos inflacionarios.

La presidenta hizo una lectura política de esta tendencia a la dolarización. La asoció a objetivos desestabilizadores destinados a condicionar su nuevo mandato, en el que prometía profundizar algunas reformas, y la desligó de los mencionados desa-justes macroeconómicos. Como resultado de este diagnóstico, no se propuso corregir los problemas de la macroeconomía y dispuso el inicio de un programa de restricciones en el mercado de cambios que culminó con la prohibición de la compra de dólares que no estuviera estrictamente asociada a operaciones comerciales y financieras con el exterior. Esta secuencia de restricciones recibió la denominación mediática y popular de «cepo cambiario» y derivó en la constitución de un mercado paralelo (de lo que se conoce como «dólar blue»), que comenzó a operar con una brecha considerable respecto al dólar oficial.

En rigor, el cepo tuvo características más amplias y fue solo una cara de la administración del mercado de cambios. Desde comienzos de 2012, comenzaron a restringirse los ingresos de importaciones a través de un nuevo régimen de declaraciones juradas anticipadas de importaciones (DJAI). La Secretaría de Comercio se atribuyó la facultad de autorizar el ingreso de todo tipo de bienes importados y estableció negociaciones informales con los sectores importadores con el objeto de estimular cierto equilibrio en el intercambio. En tal sentido, invitó a sectores con necesidades de importaciones a compensar esas salidas de divisas con mayores exportaciones. Pero como muchas veces esos sectores no tenían capacidad para generarlas, sea porque operaban en sectores no transables o porque las condiciones económicas no eran propicias para vender bienes en el exterior, se habilitó que la compensación pudiera hacerse en forma asociada a firmas exportadoras, es decir, mediante una simulación de mínimo o nulo efecto neto en cuanto al incremento de las exportaciones. De este modo, importadores de automóviles aparecieron exportando vinos o limones, y se generó un mercado secundario de compraventa de cuotas de exportación cuyo costo osciló entre 5% y 13% sobre el valor de lo exportado. Esta política mejoró los márgenes de las firmas exportadoras, algunas de las cuales padecían las consecuencias del atraso cambiario, pero tornó ilusoria la idea de que era posible compensar el incipiente desequilibrio comercial.

Las restricciones podrían haber tenido algún sentido en un marco coyuntural, mientras se implementaba un plan de correcciones graduales en la macroeconomía. Pero llegaron para quedarse. La inversión privada se desplomó y el sector público no tuvo los recursos, ni el financiamiento, ni la institucionalidad suficientes para compensarla.

Por otra parte, a fines de 2011 la presidenta anunció el inicio de una etapa que denominó de «sintonía fina», en la que, entre otras cosas, se revisaría la estructura de subsidios al consumo de electricidad, gas y agua. Desde 2003, el gobierno había mantenido bajas las tarifas e introducido subsidios. Este esquema tenía algún sentido a la salida de la crisis, pero no fue corregido y el peso de los subsidios fue creciendo hasta alcanzar guarismos superiores a 2% del PIB. En muchos casos esos subsidios resultaron profundamente regresivos, ya que incluían a los habitantes de barrios de ingresos medios y altos de la Ciudad de Buenos Aires, empresas y bancos.

Cuando la presidenta hizo este anuncio recibió muestras de apoyo. Sin embargo, se avanzó poco. Ante las primeras señales de desaceleración de la actividad económica, primó la idea de que la baja de subsidios reduciría el consumo interno y se optó por posponerla.

La política energética había procurado desactivar el régimen de inversión privada de la década de 1990, que había tenido algunos resultados en materia de inversiones pero muy pobres en términos de sustentabilidad y equidad. El gobierno desarmó ese régimen pero no logró reemplazarlo por otro, ni público ni mixto, que acompañara la creciente demanda de energía resultante del crecimiento económico del periodo y la mayor inclusión social. Realizó algunas inversiones en generación, pero fueron insuficientes y la política tarifaria inhibió la posibilidad de generar inversiones privadas. El desfase se cubrió con mayores importaciones y cortes selectivos en la provisión para la industria. Las demandas del sector privado en pos de incrementar tarifas fueron rechazadas por el gobierno y no hubo inversión pública, ni privada ni mixta que alcanzara. La respuesta del gobierno fue la reestatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), histórica bandera de muchos sectores políticos de Argentina. Pero los tiempos eran insuficientes para revertir el problema en el corto y mediano plazo.

A comienzos de 2013, la tensión en el mercado de cambios se intensificó y la brecha entre el dólar oficial y el dólar blue superó el 50%. La política cambiaria no tuvo mayores modificaciones y se limitaba a un suave deslizamiento del tipo de cambio oficial que, en el mejor de los casos, prometía un empate con la tasa de inflación, es decir que no corregía el atraso cambiario pero tampoco lo ampliaba. En este escenario, las firmas importadoras aceleraban sus pagos al exterior y las exportadoras ralentizaban sus liquidaciones. La oferta de dólares era cada vez menor y la demanda, más intensa. Al déficit industrial y energético se adicionó una creciente demanda de dólares para turismo en el exterior, y en poco tiempo se generó un déficit casi tan grande como el energético.

La tasa de interés se mantenía muy baja con el objetivo de estimular el crédito. Pero al ser casi la mitad de la tasa de devaluación, agravaba el problema cambiario, por cuanto las firmas que operaban con el exterior preferían cubrir sus pagos en moneda local tomando crédito barato antes que liquidando divisas. Al mismo tiempo, el magro rendimiento en los depósitos bancarios estimulaba una fuga hacia el dólar blue. El Banco Central comenzó a modificar esta situación introduciendo alzas en la tasa de interés, pero el Ministerio de Economía frenó esta política por sus posibles efectos adversos sobre el crecimiento, y a mediados de año las tasas se estabilizaron bien por debajo de la tasa de devaluación. En este marco, las firmas exportadoras cancelaron las líneas de crédito que tenían con el exterior y las reemplazaron con fondeo de bancos locales en moneda nacional, lo que agravó aún más el problema.

En la industria automotriz crecieron significativamente las ventas debido a que las restricciones a las compras de dólares llevaron a algunos sectores con capacidad de ahorro a direccionar recursos a la adquisición de bienes durables. Esto condujo a un incremento de las importaciones de vehículos terminados y de algunas partes y piezas que en ciertos meses llegó a 30% interanual. Pero la financiación externa para estas importaciones se canceló, y todo ese incremental de importaciones fue pagado al contado, lo que agravó aún más el déficit de divisas.

La respuesta que surgió ante esta situación crítica fue la búsqueda de dólares mediante la emisión de nuevos instrumentos financieros, sobre los cuales se generaría un incentivo a través de un blanqueo de capitales. Si bien las proyecciones iniciales del gobierno hablaban de un ingreso de 5.000 millones de dólares, el resultado final no llegó ni a 10% del estimado. En el último trimestre de 2013, el balance de divisas mostraba un hecho alarmante: por primera vez en mucho tiempo el resultado del intercambio comercial era negativo. Se avecinaba el verano, el peor momento del año de liquidación de divisas, y la perspectiva era muy negativa.

El plan de estabilización de 2014

A comienzos de 2014, la caída en las reservas era insostenible. El Banco Central aceleró la pauta de devaluación pero sin modificar las tasas de interés, con lo cual agravó la situación. A esta altura, el mercado de cambios tenía una oferta mínima y la demanda era creciente. El dólar blue se volvía a disparar. La corrida cambiaria amenazaba convertirse en crisis financiera.

El gobierno reaccionó y sobre finales de enero convalidó una fuerte devaluación, llevando la cotización del dólar a un nivel 30% más elevado que el de fines de diciembre. Paralelamente, el Banco Central incrementó las tasas de interés en más de diez puntos porcentuales y «pisó» los pagos de importaciones.

La idea de este programa era trabajar en tres fases. La primera, de freno a la corrida cambiaria, que se logró con las medidas mencionadas, para establecer un puente financiero hasta el inicio de la liquidación de la cosecha (fines de marzo) con buenas perspectivas de precios y rendimientos. Tras la devaluación y el aumento de tasas, las exportadoras de cereales y oleaginosas incrementaron sensiblemente sus liquidaciones de divisas.La segunda fase del programa incluyó señales al mundo financiero externo. La primera, el anuncio de un nuevo índice de precios para reemplazar el desprestigiado y poco creíble con que se actualizaban algunos bonos. La segunda, la resolución del diferendo con Repsol por la estatización de YPF. La tercera: la realización de un acuerdo de pagos con el Club de París, pendiente desde 2003.

Finalizada esta segunda fase, el país podría encontrarse en condiciones de acceder a préstamos internacionales, con lo cual obtendría el tercer puente financiero, una vez finalizada la liquidación de la cosecha.

Es interesante analizar el cambio de estrategia con respecto al financiamiento externo. El gobierno de Cristina Fernández transformó el manejo financiero externo en una bandera ideológica. Nunca estuvo en discusión la idea de volver a tener un relacionamiento pleno con los mercados de capitales externos, por cuanto el país se había autoexcluido y le había ido muy bien por ese camino. Pero una cosa es decidir crecer sobre la base de un manejo criterioso de los superávits externos y otra es directamente eliminar la posibilidad de refinanciar vencimientos de deuda de la lista de opciones. En tal sentido, el gobierno tendió a ideologizar los instrumentos, confundiéndolos con el rumbo general. Este punto no es menor si se tiene en cuenta que la política monetaria de Estados Unidos, tras la salida de la crisis mundial, fue de tasas bajas. En este contexto, no tenía demasiado sentido para Argentina liquidar sus reservas cuando tenía la oportunidad de obtener recursos para el pago de sus vencimientos de capital a tasas muy bajas.

Claro está que para lograr tal objetivo debía resolver algunos de sus diferendos externos. Este era el plan que planteaba en 2011 el entonces ministro de Economía y luego vicepresidente Amado Boudou: acordar con el Club de París, resolver el problema de los índices de precios y los diferendos en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) y realizar colocaciones de deuda en mercados externos. Su sesgo amigable hacia el mundo financiero le valió la oposición de sus adversarios internos, que calificaron ese enfoque de «estrategia endeudadora» e impusieron el criterio de instrumentar restricciones al comercio. El camino no era uno ni otro, sino una resolución paulatina de los desajustes macro y el restablecimiento de flujos de capitales, no para financiar desequilibrios –lo cual hubiera implicado reiniciar una fase de endeudamiento externo–, sino para refinanciar vencimientos de capital y estabilizar el ratio de endeudamiento externo con privados sobre PIB, en torno de 10%-15% (sin dudas, de los más bajos de la historia).El mecanismo de pago de deuda con reservas tenía sentido en 2010 y 2011, cuando el crédito internacional para Argentina no era viable a tasas razonables. Luego empezó a perder relevancia, pero el gobierno lo adoptó como bandera. Lo notable entonces fue que este decidió cambiar de estrategia en su peor momento de fragilidad y vulnerabilidad, no por convicción sino por necesidad. Ello explica por qué, luego de años sin negociaciones fructíferas con el Club de París, el ministro de Economía cerró un acuerdo en 24 horas en el cual accedió a pagar toda la deuda, con intereses vencidos y hasta el último punitorio. Seguramente esta necesidad fue la que olieron los «fondos buitre».

El plan de estabilización sacrificaba crecimiento por ordenamiento macroeconómico con el objetivo de tener un buen 2015 y finalizar de la mejor manera posible el ciclo presidencial. El nivel de actividad se redujo, pero no de manera estrepitosa. Se empezaron a ver impactos en el empleo, pero moderados. El plan avanzaba relativamente bien priorizando la estabilidad cambiaria. Y en el medio se interpusieron Griesa y la Corte Suprema de EEUU.

El gobierno se vio ante una disyuntiva: pagar la sentencia y correr algún riesgo de futuras demandas de tenedores de bonos de las reestructuraciones de 2005 y 2010, o entrar en default y tirar por la borda el plan de estabilización –al no poder completar con financiamiento externo las divisas necesarias para el último trimestre del año–, pero a la vez hacerse fuerte en lo político atribuyendo los daños a factores externos que no despertaban simpatías en nadie. Finalmente se quedó con la segunda opción. En el medio fracasaron gestiones privadas para acordar con los «fondos buitre» y se iniciaron acciones en el ámbito internacional, efectivas desde el punto de vista de las simpatías políticas pero sin consecuencias prácticas. Iniciado el último trimestre del año, la situación económica se complicaba, reaparecía la tensión en el mercado de cambios, las liquidaciones de las exportadoras de cereales y oleaginosas mostraban caídas interanuales de 40% y la cotización del dólar blue rei-niciaba su marcha ascendente.

La situación mostraba las arbitrariedades del mundo financiero internacional, que requiere un replanteo integral de su institucionalidad. Pero también los errores y limitaciones del tercer kirchnerismo, de cierto voluntarismo político para encarar la gestión de la política económica y de insuficiencias en las políticas estructurales en sectores claves como la industria y la energía. Un proceso político con un comienzo promisorio y un rumbo adecuado, pero que mostró importantes limitaciones a la hora de ejecutar la política económica e implementar algunas reformas estratégicas para darle otro horizonte al desarrollo económico y social del país.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 254, Noviembre - Diciembre 2014, ISSN: 0251-3552


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