La doctrina internacional de Milei
abril 2024
La reunión del presidente argentino con Laura Richardson, la jefa del Comando Sur de Estados Unidos, así como su posicionamiento frente a Israel y los conflictos en Oriente Medio, dejan ver una política exterior marcada por las desmesuras y el amateurismo en el escenario global.
El pasado 2 de abril –fecha en que se conmemora el Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas–, la jefa del Comando Sur de Estados Unidos, generala Laura Richardson, arribó a Argentina para una visita oficial de varios días. La agenda de Richardson incluyó reuniones con el ministro de Defensa, Luis Petri, y la vicepresidenta Victoria Villarruel, una visita a la ciudad austral de Ushuaia y una ceremonia en la aeroestación militar de Buenos Aires, en la que se anunció la donación de un avión de carga Hércules C-130H. La visita, sin dudas, dejó varios hitos. Uno de ellos fue la promulgación por parte del presidente Javier Milei de una «nueva doctrina de política exterior» basada en una alianza estratégica con Estados Unidos que, según el mandatario, «inaugura una nueva época de las relaciones de Argentina con el mundo». Ahora bien, más allá de la pretendida novedad (a tono con el carácter refundacional que propone el gobierno en todas las áreas de la sociedad), lo cierto es que el vínculo que se pretende lograr con la potencia del Norte parece rememorar el de la década de 1990, cuando el gobierno peronista de Carlos Menem asimiló su alineamiento con Estados Unidos con «relaciones carnales», en palabras del entonces canciller Guido Di Tella.
Casi como una nota de color, el «lenguaje corporal diplomático» que expresó Milei durante la visita reveló una combinación de sobreactuación con subordinación. En un gesto disonante para lo que implica la investidura presidencial, fue Milei quien viajó a Ushuaia para reunirse con la generala Richardson, quien a su vez estaba acompañada por el embajador norteamericano Mark Stanley. Si bien la jefatura del Comando Sur es un cargo importante dentro del aparato estatal para América Latina, no es ni de cerca equiparable al de un jefe de Estado.
Pero más allá de las cuestiones de protocolo y ceremonial, tanto en Ushuaia como en Buenos Aires Milei volvió a delinear una mirada del mundo similar a la que había esbozado en su participación en el Foro de Davos. Esta lectura afirma que hay una civilización occidental –cuyos valores fundamentales son la libertad económica y la propiedad privada– que se encuentra amenazada por la expansión del socialismo y el comunismo. En palabras del presidente argentino: «Las alianzas tienen que estar ancladas en una visión común del mundo y no deben someterse a los que atentan contra los valores de Occidente. Esto se funda en la defensa de la vida, la libertad y la propiedad privadas de las personas. Occidente, tal como conocemos, corre peligro en parte por darle la espalda a estas ideas».
Aunque esta idea resuene anacrónica y remita a la época de la Guerra Fría, lo cierto es que es un ropaje que ha sido reciclado por Estados Unidos en el marco de la competencia global con la República Popular China. Desde hace varios años es común encontrar en los discursos y documentos oficiales estadounidenses el señalamiento de que todo se reduce a una suerte de clivaje global entre democracias y autoritarismos. Por caso, la Estrategia de Seguridad Internacional de la Casa Blanca del año 2022 tiene un apartado que directamente se titula «The Nature of the Competition Between Democracies and Autocracies» [La naturaleza de la competencia entre democracias y autocracias]. Mientras que las primeras se encuentran representadas por los países europeos, Japón, Australia y el hemisferio occidental, los autoritarismos son característicos de países de Oriente Medio y Asia, especialmente Rusia, Irán y China.
Aquí es, de hecho, donde se expresa el meollo de la cuestión y el que explica que China haya sido el tema central que atravesó la visita de Richardson a Argentina. Resulta evidente que Beijing es el principal rival que enfrenta Washington a escala global y que esta rivalidad se está haciendo cada vez más presente en América Latina, lo que genera presiones para que los países de la región adopten políticas contrarias al país asiático. En efecto, la jefa del Comando Sur viene llevando a cabo una prolífica diplomacia regional, con visitas a países con gobiernos de variado signo político, como el Brasil de Jair Bolsonaro y la Colombia de Gustavo Petro. En el caso argentino, es la tercera vez en tres años que un jefe del Comando Sur realiza una visita oficial al país. Y en las tres ocasiones se incluyó a Ushuaia en el itinerario. En este marco, no es casual que Milei haya mencionado en la ciudad más austral del mundo el «esfuerzo conjunto» para la conformación de una base naval integrada y un centro logístico antártico que, según el presidente, «convertirá a nuestros países en la puerta de entrada al continente blanco».
Si bien la idea de construir un Polo Logístico Antártico en la provincia de Tierra del Fuego que permita ampliar y diversificar los servicios antárticos que ofrece Argentina se remonta al año 2000, durante los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández el proyecto fue cobrando cada vez más protagonismo. En el caso del gobierno de Alberto Fernández, inicialmente se había anunciado que el Polo Logístico sería financiado por el Fondo Nacional de la Defensa y luego se especuló con la posibilidad de que participaran empresas chinas.
Como era de esperar, esta información generó acaloradas críticas y manifestaciones de preocupación por parte de funcionarios estadounidenses y medios afines que pusieron en entredicho los avances. En una exposición ante el Senado de su país en marzo de 2023, la jefa del Comando Sur expresó: «Lo que me preocupa son las formas en que China está extendiendo su influencia maligna [en la región], invirtiendo en infraestructuras críticas, incluyendo puertos de aguas profundas, instalaciones cibernéticas y espaciales que pueden tener un potencial uso dual para actividades comerciales y militares». Aquí vale recordar el antecedente de la estación de exploración espacial china emplazada en la sureña provincia de Neuquén, que despertó y aún despierta críticas relacionadas con las supuestas capacidades militares que podría desarrollarse.
La pesca ilegal en el Atlántico Sur es otro asunto que se ha colado en la rivalidad sino-estadounidense y que también viene teniendo incidencia en la agenda sudamericana y argentina. En abril de 2021, el ex-jefe del Comando Sur, el almirante Craig Faller, visitó Argentina y también incluyó Ushuaia en su itinerario. En la capital fueguina, Faller afirmó que la pesca ilegal de barcos chinos «con patrocinio estatal» en el Atlántico Sur constituye un problema de seguridad regional. Richardson, su sucesora en el cargo, también se manifestó en ese sentido, cuando sostuvo en 2022 que «los megaproyectos financiados por China están causando daños al medio ambiente en América Latina» y citó como ejemplo el accionar de las flotas pesqueras chinas. Al año siguiente, Richardson advirtió ante el Congreso estadounidense que «China ha ampliado su capacidad para extraer recursos, establecer puertos, manipular a los gobiernos a través de prácticas de inversión depredadoras». Ese mismo año, el secretario de Estado Antony Blinken llevó a cabo una gira por Colombia, Chile y Perú. Los temas principales fueron la promoción de la democracia, la migración, los derechos humanos, el cambio climático y, también, la pesca ilegal en los mares de la región. Con China en la mira, la construcción de amenazas por parte de Washington se ha sofisticado y diversificado: ya no es la tríada narcotráfico-terrorismo-migración, sino que ahora se han agregado cuestiones ambientales, de telecomunicaciones, energéticas, recursos ictícolas y mineros.
Con estos antecedentes, que el presidente haya resaltado -flanqueado por la jefa del Comando Sur y el embajador estadounidense- que existen «pesqueros ilegales que invaden el Mar Argentino» constituye una alusión directa a la presencia de China y es, a la vez, un gesto claro y sin matices –y por demás sobreactuado– de alineamiento con Estados Unidos. Entre otras cosas, porque hay estudios que revelan que, en realidad, las embarcaciones que incurren en prácticas depredatorias en el Mar Argentino provienen de diversos países, algunos de los cuales son además aliados importantes de Estados Unidos, como Corea del Sur, Taiwán y España.
Por último, cabe destacar el fragmento del discurso en que Milei sostiene la existencia de una relación especial con el país del Norte: «Los argentinos como pueblo tenemos una afinidad natural con Estados Unidos. Ambos países pertenecemos a la tradición occidental, con una cultura, una historia política y una forma de vivir en sociedad en buena parte compartida. Una tradición que tiene en su base las ideas de la libertad, la propiedad privada, la vida, que fueron el estandarte de los padres fundadores de ambas naciones cuando diagramaron sus primeras constituciones».
Lo interesante de este planteo es que, para el presidente argentino, la «relación especial» no está determinada por lo que hagan o dejen de hacer los gobiernos, sino que está basada en un conjunto de creencias compartidas, fuertemente arraigadas en ambas sociedades. En buena medida, esta posición entronca con aquello que el académico Roberto Russell definió como una «visión panamericanista» de las relaciones entre América Latina y Estados Unidos. Originada en la segunda mitad del siglo XVIII, esta visión se basa en dos supuestos. El primero es que existen valores, intereses y metas comunes entre las «dos Américas». El segundo es que las naciones del continente americano tienen una «relación especial» que las distingue del resto del mundo. La última vez que se había esbozado algo parecido fue, no casualmente, a comienzos de la década de 1990, cuando Estados Unidos redefinió su política hemisférica mediante el relanzamiento de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la propuesta del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA).
Pese a las notorias similitudes, no todo es igual a lo que fue. De hecho, en los tiempos de las «relaciones carnales» esbozadas por el presidente argentino Carlos Menem, la «racionalidad» de la política exterior estaba más o menos clara: acoplarse a Estados Unidos era una forma de vivir en sintonía con un mundo que tenía un hegemón indiscutido y, a su vez, obraba como una llave para obtener crédito e inversiones externas, elementos vitales para el plan económico de los años 90. Hoy, además, Milei busca integrarse a un Occidente que está lejos de las veleidades antiestatales del presidente.
Otra diferencia es que en el escenario actual no se avizora un apoyo claro del gobierno estadounidense al programa económico mileísta. Esto se hace evidente en los reparos que viene manifestando el Fondo Monetario Internacional (FMI) para otorgar financiamiento, así como en la falta de apoyo a una eventual dolarización de la economía. Es cierto que la situación podría cambiar en caso de que Donald Trump vuelva a ocupar el Salón Oval en 2025. Pero esto revela otra particularidad de la política internacional del gobierno argentino: a pesar de que Milei sostiene que el núcleo central de su política exterior es la relación con Washington (independientemente de qué partido ocupa la Casa Blanca), en la práctica el presidente argentino ejerce una suerte de diplomacia «paragubernamental», en la que se priorizan los lazos políticos con partidos, líderes y actores económicos que no gobiernan, desde figuras de la extrema derecha hasta empresarios como Elon Musk. En gran medida, el posicionamiento de Milei en la arena internacional es sumamente ideológico y superficial. El mandatario argentino sigue considerando que el Estado es una «organización criminal» y ha insultado a mandatarios como Gustavo Petro, a quien llamó «asesino y terrorista», o a Andrés Manuel López Obrador, a quien llamó «ignorante». También amagó, contra el ala económica del gobierno, con no comerciar con «comunistas» como China, socio comercial clave de Argentina. Su hiperbólico apoyo a Israel se basa también en cuestiones muy alejadas de la geopolítica concreta: además de su acercamiento a grupos jasídicos como Jabad-Lubavitch, ha señalado que su apoyo a Israel se debe a que «el máximo héroe de la libertad de todos los tiempos es Moisés». Algo parecido ocurre con su apoyo a Ucrania como emblema de la libertad, mientras no repara en tejer vínculos con simpatizantes de Vladímir Putin como el periodista Tucker Carlson, cuya entrevista a Milei alentó una apoteósica movilización de sus seguidores libertarios. Paradójicamente, es un economista que propone una política exterior más orientada por ideas y creencias filosófico-civilizatorias que por la «racionalidad» de los intereses materiales.
En la bibliografía académica, la mayoría de los autores que han trabajado el concepto de «alianza estratégica» consideran que el leitmotiv más común en este tipo de alianzas es afrontar conjuntamente una amenaza común: Gran Bretaña y Francia contra la Alemania nazi, Estados Unidos y Europa frente a la Unión Soviética o, más recientemente, Washington y Taiwán frente a la República Popular China son ejemplos de ello. A diferencia de lo sucedido durante la década de 1990, solo un alineamiento pueril y sobreactuado, basado en una batalla cultural y geopolítica más ajena que propia, pareciera ser lo único que explica que Argentina intente situar a China como una amenaza para el desarrollo y la integridad nacional.
Estados Unidos, en cambio, opera sobre la base de posiciones más ancladas en la realidad. Además de intentar poner un límite a la creciente presencia de China en el Atlántico Sur y la Antártida, tras el anuncio de que Argentina le comprará a Dinamarca 24 aviones supersónicos F-16 de origen norteamericano y de que manifestara la intención se sumarse a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) como «socio global», Estados Unidos se aseguraría de que Argentina, Chile y Brasil -los tres países más importantes de América del Sur, que a su vez tienen proyección bioceánica o hacia la Antártida- tengan un sistema de armas, tecnológico, de inteligencia y doctrinario altamente dependiente de los «estándares OTAN» y se mantengan «de este lado» de la disputa geopolítica entre Washington y Beijing.