Coyuntura

La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. La factibilidad y necesidad de un nuevo organismo regional


Nueva Sociedad 227 / Mayo - Junio 2010

En la Cumbre de Cancún, los países de la región anunciaron la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. El artículo sostiene que, lejos de una iniciativa aislada, se trata de parte del proceso de acercamiento regional consolidado en los últimos años. El desafío es crear un organismo que le permita a la región discutir sus problemas en sus propias instancias, pero hacerlo de manera tal de no generar un aislamiento y no añadir dificultades a las relaciones con otros países, en especial con Estados Unidos.

La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. La factibilidad y necesidad de un nuevo organismo regional

La II Cumbre de América Latina y el Caribe sobre Integración y Desarrollo (CALC) celebrada a fines de febrero en Cancún, México, constituye un importante hito en la política regional contemporánea. La Cumbre representa más que la simple continuidad del esfuerzo político de los jefes de Estado para rescatar un sentido de comunidad en América Latina, iniciado en la primera CALC convocada por Brasil y realizada en Bahía a fines de 2008. La Cumbre de Cancún, y el anuncio de la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, que espera consolidarse como el principal referente y foro multilateral para el tratamiento de temas claves de la política regional y para la concertación de los países frente a los retos políticos que provienen también del ámbito global, responden a un objetivo: revalorizar los elementos históricos, sociales, culturales, políticos e identitarios que le permitan a la región desarrollar sinergias y convergencias para lograr una actuación más proactiva en los principales espacios de negociación y de toma de decisiones internacionales. La iniciativa contribuye así a llenar un vacío en cuanto a la existencia de un foro de diálogo político latinoamericano, función que han cumplido, con sus altibajos y limitaciones, el Grupo de Río (desde su creación en 1986) y las diversas cumbres subregionales, regionales e interregionales que proliferaron desde los años 90.

Antecedentes

La propuesta de creación de un nuevo organismo regional ha sido interpretada como la culminación de un esfuerzo sostenido a lo largo de la presente década, de modo más claro en los últimos años, para fortalecer a la región a partir de la recuperación de un sentido de identidad y comunidad de América Latina y el Caribe. La búsqueda de este sentido estuvo presente, con mayor o menor énfasis, en distintos momentos de la historia política de la región, y ha inspirado diversos movimientos políticos y la estrategia exterior de varios países. Sin embargo, el interés de los países latinoamericanos en su propia región se había debilitado en el contexto de la Posguerra Fría. Esto fue resultado, por un lado, del protagonismo de Estados Unidos en los 90 y de su énfasis en el hemisferio como espacio de referencia para las políticas multilaterales y regionales. Y, por otro, fue consecuencia de la fragmentación que han generado en América Latina las iniciativas y propuestas estadounidenses, las distintas estrategias de desarrollo y de inserción internacional en curso en la región y, más recientemente, los rasgos políticos e ideológicos a partir de los cuales cada país ha planteado sus posiciones y respuestas a los desafíos políticos, económicos y de seguridad, tanto en el ámbito nacional como internacional.

Así, mientras América Latina se fragmentaba como referente identitario y político para los países que la integran, surgían otras formas y expresiones de organización y movilización en distintos niveles subregionales, como el G-3 formado por México, Colombia y Venezuela, el Sistema de la Integración Centroamericana (SICA), el Mercosur, la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y, más recientemente, la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN) y su sucedánea, la Unasur, con su Consejo Sudamericano de Defensa, y la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA). En este contexto de dispersión de los mecanismos de integración y de cooperación, el Grupo de Río logró subsistir como el único espacio en el cual la idea o el anhelo de América Latina todavía lograba algún reconocimiento, aunque la relevancia de la entidad haya sido fuertemente cuestionada en distintas ocasiones. Al mismo tiempo, la resistencia de algunos importantes países al sesgo hemisférico con el cual EEUU procuraba reafirmar regionalmente su condición hegemónica en el contexto de la Posguerra Fría, así como el rechazo a las políticas económicas, comerciales y de seguridad impulsadas por Washington, hicieron que la pérdida de importancia de América Latina como referente no se compensara necesariamente con el ascenso del hemisferio como sustituto fundamental para las políticas nacionales y regionales, como deseaba Washington. En efecto, las dificultades para revitalizar la Organización de los Estados Americanos (OEA) y lograr consensos en su seno en torno de los desafíos prioritarios de seguridad, así como la denuncia del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) por parte de México y, finalmente, el rotundo fracaso de las negociaciones para la creación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), ponen de relieve los muchos límites y resistencias que enfrentó el intento de consolidar el hemisferio como referente principal para el multilateralismo regional.

Por otro lado, hay que señalar el ascenso de las izquierdas, con sus distintos matices, en la presente década, que abrió espacio para el replanteo de vínculos políticos, dentro de América Latina, que trascendieran los espacios vecinales o subregionales. Así, gradualmente, América Latina comenzó a reaparecer, en el cálculo político de los países que la integran, como una referencia funcional para la reformulación de sus estrategias regionales y de inserción internacional.

En ese sentido, la Cumbre de Cancún puede ser considerada la expresión, aunque circunstancial, de un largo proceso de reconstrucción identitaria, en el cual se han manifestado tensiones entre dinámicas de fragmentación y de integración dentro de la región, intentos de afirmación de liderazgo regional, las no menos controvertidas políticas e iniciativas de EEUU y el incentivo a la integración proveniente de la Unión Europea, entre otros factores. En este complejo contexto, que todavía incluye importantes tendencias contrarias al acercamiento regional, la Cumbre celebrada en febrero implica un hito positivo, construido sobre la base de una importante convergencia en torno de la necesidad de lograr, por medio del diálogo y la concertación política, una mayor autonomía de América Latina en la política internacional. Pero al mismo tiempo es un desarrollo que encuentra límites tanto en la volatilidad política interna de los países como en las diversas formas de vulnerabilidad externa que siguen presentes en la región.

Factibilidad y utilidad

En ese sentido, cabe preguntarse acerca de la factibilidad y la utilidad de un nuevo organismo político regional que excluya a EEUU y Canadá. En relación con el primer aspecto, no cabe duda de que la decisión es resultado de un proceso, construido a lo largo de la presente década, que hace muy factible la creación de dicho organismo, cuyo lanzamiento formal se aguarda para 2011. Esto corresponderá a la decisión soberana de los 32 Estados latinoamericanos y caribeños, que han manifestado su voluntad política de concretar la iniciativa.

La cuestión que es preciso plantearse no es entonces la creación del organismo, sino más bien la posibilidad de que, una vez inaugurado, se convierta en un ejemplo más de la profusión, ineficacia y voluntarismo de tantas otras entidades e iniciativas con las que en el pasado se intentó dar expresión política, institucional y económica a América Latina; o, aún peor, el riesgo de la autofagia que frecuentemente afecta a los organismos regionales cuando los gobiernos les niegan su apoyo y recursos y no les otorgan la prioridad necesaria para cumplir los propósitos que se les asignan. Esto sucede, sobre todo, si se considera que, en un escenario en el que persisten significativas fuerzas tendientes a la fragmentación, la convergencia en cuanto a los medios, como la que se produjo en la Cumbre de Cancún, suele ocultar importantes diferencias entre los países respecto a objetivos o intereses de fondo. En otras palabras: en las actuales circunstancias, nada garantiza que el destino del nuevo organismo sea distinto al de otras iniciativas regionales, aun si la legítima búsqueda de una mayor autonomía, la genuina necesidad de disponer de un espacio propio para el diálogo y la concertación y la voluntad política para construirlo sugieren lo contrario.

Esto lleva a considerar la segunda cuestión: ¿cuál es la utilidad de un organismo regional en el que EEUU y Canadá no estén representados? En principio, es necesario señalar la legitimidad de la aspiración de los países latinoamericanos de dialogar y expresarse por los canales que consideren que mejor reflejan sus aspiraciones, posiciones e intereses, y que mejor sintonicen con los desafíos, requerimientos y complejidades de la política actual. En ese sentido, la iniciativa anunciada en la Cumbre de Cancún parece restarle legitimidad a la OEA, al mismo tiempo que sugiere no necesariamente la disposición a confrontar con EEUU, pero sí la voluntad de generar un cambio de perspectiva de parte de los países latinoamericanos en relación con las políticas y acciones norteamericanas hacia la región.

La creación de un espacio de interlocución y de interacción más equilibrado con EEUU suele ser considerada por muchos como una aspiración utópica, que desconoce las realidades del poder. Sin embargo, dicho objetivo es percibido por la mayor parte de los países latinoamericanos como una condición cada vez más necesaria para evitar la continuidad de prácticas hegemónicas y de patrones de relacionamiento que fomentan asimetrías y rivalidades, tanto en el interior de las sociedades nacionales como en la región. Complementariamente, un espacio de este tipo puede contribuir a una mejor articulación de América Latina para, a partir de allí, entablar un diálogo más balanceado con EEUU y otros actores de influencia internacional sobre los temas que conforman la agenda global y que inciden o se vinculan con la región de forma directa.

Sin embargo, no parece lógico suponer que una organización latinoamericana y caribeña pueda reemplazar a la OEA, pese a todas sus debilidades y la susceptibilidad que genera la influencia de EEUU. En caso de que la propuesta surgida en Cancún se concrete, seguramente se producirá una superposición de objetivos y espacios entre el nuevo organismo regional y la OEA. Pese a ello, esta última organización debe permanecer como el principal espacio multilateral en el cual los intereses y planteos de EEUU y Canadá respecto a la región, y los formulados por los países latinoamericanos, encuentran la posibilidad de confrontarse y, eventualmente, de ajustarse.

Por lo tanto, y pese a todos los problemas que posiblemente surjan en el camino, cabe apostar al (tardío) reconocimiento de la necesidad de que América Latina pueda discutir sus propios problemas en sus propias instancias. El desafío es hacerlo sin que esto derive en el aislamiento o plantee dificultades para las relaciones con otros actores, en particular con EEUU, pero también con Canadá. En otras palabras: si la iniciativa contribuye a lograr una mejor expresión institucional de las demandas, expectativas y necesidades del conjunto de los pueblos de América Latina, si ayuda a mejorar su capacidad de articulación en el marco de la política regional y global, bienvenida sea. No se trata de ignorar la cruda realidad del juego de poder en el escenario regional, sino de intentar cambiar sus términos. Esa es la expectativa de Cancún.

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