Tema central
NUSO Nº 210 / Julio - Agosto 2007

Hacia el desarrollo de líneas de investigación

La heterogeneidad en los orígenes del Estado nacional en América Latina, a pesar de la coincidencia temporal en los procesos de emancipación, impide hablar de un único modelo. Sin embargo, pese a las diferencias, hay algunos elementos comunes, como las dificultades para alcanzar el desarrollo económico y social pleno y la persistente interrupción militar durante buena parte de la historia. Tras recorrer sus orígenes históricos, el artículo analiza la relación entre el Estado y cuatro instancias claves –los Estados subnacionales, las instituciones de la sociedad civil, los actores del mercado y los del ámbito supranacional– con el objetivo de plantear algunas líneas de debate acerca de las posibilidades y los límites para la construcción de un Estado auténticamente democrático en América Latina.

Hacia el desarrollo de líneas de investigación

El rol del Estado nacional desde una perspectiva histórica

El rol del Estado en cada caso nacional tiene una inherente especificidad que se explica por las cambiantes circunstancias enfrentadas, históricamente, por cada sociedad. Por eso se dedicará una primera sección de este trabajo a analizar el papel inicialmente cumplido por el Estado en América Latina y el Caribe (ALC), ya que en el examen de los elementos comunes y dispares de una experiencia semejante, pueden hallarse algunas claves para comprender su papel actual.

La formación del Estado y el proceso de construcción social. Visto en términos históricos, el Estado nacional es un fenómeno institucional nuevo. En la mayor parte de la región, tiene alrededor de un siglo y medio de existencia. De los apenas 36 Estados creados en el siglo XIX, una gran mayoría correspondió a América Latina.

Aun así, no siempre las fechas de declaración formal de independencia de una nación implican la simultánea creación de Estados nacionales. En tal sentido, la experiencia es muy diversa, incluso en América Latina. Más de medio siglo debió transcurrir en Argentina hasta que pudo iniciarse el proceso de organización definitiva de un Estado nacional. Para algunos autores, Brasil recién contó con un verdadero Estado nacional a partir del Estado Novo de Getúlio Vargas. Y según Julio Cotler (1978), Perú aún no consiguió constituir un Estado nacional que integrara las tres dispares regiones de su territorio.

Por otra parte, el momento histórico de surgimiento del Estado nacional es fundamental como elemento distintivo de su fisonomía y su papel en el proceso de construcción nacional. Los Estados latinoamericanos surgieron en sociedades aún coloniales, en territorios por lo general despoblados, que todavía no habían construido las instituciones básicas que conforman una sociedad nacional (relaciones de producción, sentimientos de nacionalidad, estructura de clases cristalizada, bases jurídicas, circuitos comerciales). El propio proceso de formación estatal fue parte fundamental de ese proceso de construcción social más abarcador. En otras naciones que accedieron a su independencia en el siglo XX, los territorios ya estaban poblados y las instituciones básicas estaban creadas (v.g., la burocracia estatal en la India o Pakistán).

En América Latina, las naciones que los Estados se propusieron preservar de las fuerzas secesionistas luego del rompimiento del vínculo colonial surgieron en una etapa en que recién comenzaba a producirse la inserción de su producción primaria en los mercados europeos, durante la fase del capitalismo que coincidió con la segunda Revolución Industrial y la revolución en los transportes. En cambio, en las naciones surgidas en el siglo XX, las relaciones de producción capitalistas ya se habían establecido plenamente y las naciones se incorporaban como late-comers (y aun como late-late-comers) al sistema capitalista mundial. Estas diferencias exigieron también la asunción de roles diferentes por parte del Estado.

Otros elementos diferenciales pueden ser observados dentro de la propia región. Por ejemplo, la rapidez con que luego del proceso independentista se resolvieron los conflictos de intereses intraburgueses; las características territoriales y el potencial de los recursos naturales; el peso de la inmigración y su impacto cultural; el aislamiento geográfico de los países. Se ha aducido, asimismo, que el peso de la tradición colonial, de virreinatos relativamente fuertes, como los que se crearon en México y Perú, y de sus resabios culturales persistieron en la etapa postindependentista y generaron sistemas de dominación locales fuertemente autoritarios.

Determinantes sociales del Estado democrático. Es evidente que ha existido una considerable heterogeneidad en los orígenes del Estado nacional en América Latina, a pesar de la notable coincidencia temporal de sus procesos de emancipación. También es probable que esas dispares condiciones en que se constituyeron las respectivas sociedades e instituciones de esas naciones hayan tenido alguna influencia sobre las perspectivas de afianzamiento de la democracia en cada una de ellas.Sería ocioso discutir si los Estados nacionales que se fueron formando y afianzando terminaron siendo fuertes o débiles. La pregunta que importa a nuestros efectos es si son, hoy, Estados democráticos. El camino para responder a este interrogante es sinuoso, exige desbrozar un denso terreno analítico y despejar una serie de cuestiones previas.

No hay duda de que la existencia del Estado, a secas, cumple un papel esencial en el mantenimiento y la reproducción de un determinado modo de organización social, entendido como un concepto que nos permite abarcar la extraordinaria complejidad de la realidad contenida en las relaciones Estado-sociedad y sus respectivas instituciones. En ese sentido, suponemos que en cada experiencia nacional la existencia de un Estado responde a la necesidad de resolver un conjunto de necesidades y demandas planteadas en el proceso de construcción de ese modo de organización social. Por lo tanto, el papel del Estado es el resultado del involucramiento de las instituciones que van surgiendo en el curso de los procesos de resolución de las cuestiones socialmente problematizadas, exista o no consenso en que sea el Estado nacional quien deba resolverlas.

Este planteo puede corresponder a una población (un demos) que convive en un territorio delimitado, que conforma un nosotros diferenciado por ser parte de un proyecto de nación. Obsérvese que esas instituciones estatales pueden no estar aún creadas, por lo que es la propia necesidad o demanda social la que, al mismo tiempo, genera la agenda estatal, construye el aparato institucional y afianza el «proyecto nacional». En la medida en que ese Estado en formación «resuelve» la demanda, confirma su capacidad para constituirse en la fundamental instancia para la articulación de las relaciones sociales, legitimando a la vez su intervención y su carácter «nacional».

El rol del Estado y la conformación de su agenda. La conformación de las agendas de los Estados que fueron surgiendo se produjo al ritmo de dos procesos paralelos: a) la «expropiación» de funciones que antes eran ejercidas por instituciones sociales (como la Iglesia o las asociaciones civiles) y gobiernos subnacionales (provincias, municipios), incluyendo el ordenamiento jurídico, la acuñación de moneda, la organización de fuerzas armadas o la administración del registro civil; b) la creación de nuevos roles, posibilitada por la extraordinaria capacidad de movilización de recursos que acompañó los procesos de consolidación de los aparatos estatales nacionales (como la recaudación de impuestos, la construcción de grandes obras públicas, la garantía de empréstitos, la representación externa del país, el sometimiento de poblaciones indígenas, la promoción de la inmigración o la conducción de guerras con otros países).

Estas «tareas» agregaron a la agenda estatal cuestiones problemáticas generadas por el proceso de construcción social. Esto, a la vez, supuso poner en marcha una serie de mecanismos que irían dándole al Estado nacional los atributos que finalmente constituirían su «estatidad», es decir, el conjunto de características que lo definen como tal. Éstas son: el reconocimiento externo de la soberanía política, de gran importancia en una época en que los Estados «eran» por la aceptación de los demás; el monopolio de la coerción física dentro de un territorio delimitado; el ejercicio pleno de la potestad impositiva y la conformación de una burocracia profesionalizada; y la capacidad de producción simbólica (Oszlak 1982).

Por otra parte, cada «tarea» implicó interacciones con uno o más actores, insertos en cuatro instancias diferentes: a) los Estados subnacionales; b) las instituciones de la sociedad civil y los movimientos sociales; c) los agentes del mercado; d) los actores supranacionales. La densidad de las interacciones en cada uno de estos ámbitos dependió centralmente de la modalidad que en cada caso fue adquiriendo la división social del trabajo en la resolución de los problemas sociales. Estos vínculos, que en la actualidad continúan siendo críticos para comprender el papel del Estado, tuvieron originariamente un contenido muy diferente al de nuestros días.

Históricamente, las interacciones con los Estados subnacionales fueron de naturaleza conflictiva, en tanto supusieron en la mayoría de los casos dirimir luchas por la imposición de una instancia «vertical» (nacional) a la hasta entonces existente igualdad «horizontal». Ello implicó sublevaciones o manifestaciones contestatarias de esas unidades subordinadas contra el orden nacional, lo que dio lugar a enfrentamientos armados, centralización de funciones, pactos fiscales, empleo de mecanismos de cooptación y, en última instancia, definición de los roles que corresponderían a cada instancia.

En el caso de las vinculaciones con las instituciones de la sociedad civil, fueron inicialmente escasas, con excepción de las que el Estado nacional estableciera con la Iglesia católica, que en algunos casos adquirirían un carácter de plena identificación (Colombia, México) y en otros, un casi total divorcio (Uruguay). El carácter confesional del Estado en las propias constituciones (como en Costa Rica, Bolivia y Argentina) o la plena separación fueron parte de los conflictos iniciales. El Estado también acrecentó su participación en la prestación de servicios que estaban anteriormente a cargo de la Iglesia y de asociaciones civiles. De todos modos, dentro del esquema de división social del trabajo, se produjo un creciente ejercicio de funciones compartidas entre la sociedad civil y el Estado, como ocurriera en el propio campo de la educación, en la asistencia social o en el desarrollo de las ciencias, las artes y la cultura.

Las vinculaciones entre Estado y actores del mercado fueron particularmente densas y, a veces, conflictivas. La inicial constitución de un «orden» en el que pudieron desarrollarse las fuerzas productivas resultó fundamental para el rápido progreso económico. La codificación jurídica, la promoción y regulación del comercio y la industria y la construcción de la infraestructura física necesaria para el transporte y la exportación facilitaron el aprovechamiento de las oportunidades generadas por la gradual inserción en los mercados mundiales como proveedores de materias primas y alimentos. El Estado oligárquico trasladó los costos del progreso a las clases subalternas mediante el control de una estructura impositiva regresiva y el manejo de las aduanas.

Las interacciones con los actores supranacionales también se manifestaron de maneras muy variadas. A la ruptura de los vínculos coloniales con las metrópolis europeas siguió el reconocimiento externo del carácter nacional de los nuevos Estados, la intensificación del comercio y, desde mediados del siglo XVIII, una participación cada vez más decisiva del capital extranjero en el desenvolvimiento de las economías de los nuevos Estados mediante empréstitos e inversiones directas. Europa proveyó además importantes contingentes de inmigrantes y a través de la actividad financiera y mercantil de importación y exportación de sus empresas contribuyó a la organización de los propios mercados nacionales. El carácter subordinado de los vínculos que las naciones latinoamericanas establecieron con los actores supranacionales y su especificidad terminaron por definir la naturaleza de su respectiva dependencia económica, política y cultural.

Las cuestiones centrales de la agenda y sus tensiones

Hasta fines del siglo XIX, las dos cuestiones centrales que integraban la agenda de los Estados latinoamericanos eran, en un plano analítico de máxima agregación, las del orden y el progreso, obviamente reflejadas en los múltiples problemas implícitos en la organización nacional y la promoción del crecimiento económico. Sin embargo, la naturaleza desigual del proceso de desarrollo, el carácter represivo que adquirió en muchos casos ese «orden» o la relegación de los sectores populares en el goce de las oportunidades y los beneficios del progreso, entre otros factores, alentaron el surgimiento de movimientos obreros y campesinos que se rebelaron contra la situación. Las huelgas obreras, la acción sindical y los partidos de tendencia anarquista y socialista se hicieron sentir en la agenda del Estado al problematizar el tema de la equidad distributiva (originando políticas que procuraron aumentar la protección laboral de los obreros) y la participación ciudadana (modificando en parte el «orden» vigente a través de la introducción de formas de acción directa de los sectores dominados y la gradual apertura política hacia formas de participación ciudadana crecientemente inclusivas). De esta forma, el Estado nacional comenzó –al menos en algunos casos– a adquirir rasgos democráticos que fueron modificando en parte su naturaleza oligárquica.

La lenta institucionalización de los sindicatos, el afianzamiento de los partidos liberales y conservadores, así como el surgimiento de nuevos partidos de cuño europeo en las primeras décadas del siglo XX, como el socialismo, el comunismo y la democracia cristiana, completarían poco a poco el andamiaje institucional de la democracia representativa y la construcción de una escena pública. Claro está, las alternativas y vicisitudes de este proceso fueron muy diferentes en nuestra región. No fueron pocos los casos en que se entronizaron regímenes patrimonialistas cuya subsistencia se extendió durante la mayor parte del siglo pasado. Por otra parte, la temprana irrupción de la institución militar en la política interrumpió la continuidad democrática.

Tal vez no se aprecie en toda su magnitud la importancia que tuvieron los golpes militares debido a que la experiencia común de la región al respecto fue particularmente intensa en la segunda mitad del siglo XX, con una coincidencia temporal notable en un gran número de países entre los 60 y 80. Debido a ello, existe un relativo desconocimiento del total de intervenciones militares que interrumpieron o pusieron en serio riesgo a los gobiernos democráticos de la región, así como sobre el grado en que estas experiencias influyeron sobre los procesos de democratización del Estado.

En siete países las sociedades pasaron varias décadas del siglo XX bajo regímenes militares: Venezuela, Paraguay, Guatemala, Nicaragua, Brasil, Argentina y Bolivia. Los únicos casos en que los ejércitos fueron derrotados y sustituidos temporalmente por milicias revolucionarias u otras formas irregulares de organización militar son los de México (1910), Bolivia (1952), Cuba (1958) y Nicaragua (1979). Algunos países, como Paraguay, Guatemala o Haití, solo conocieron en los últimos 15 años del siglo XX –o redescubrieron después de décadas– el voto y la libertad de expresión. Los países donde las democracias han durado más en este siglo son Chile, Uruguay, Colombia, Venezuela (segunda mitad) y Costa Rica, suponiendo que México pueda ser exceptuado de la lista por la llamada «dictadura» del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que desde 1930 hasta 1946 no permitió que un solo civil ocupara la silla presidencial. En casi 30% de los casos, los golpes resultaron de la intervención directa de tropas de Estados Unidos. Si solo registramos el Caribe, Centroamérica y Panamá, la proporción se acercaría a 70%. Con estos antecedentes, no es sorprendente que los países de la región no hayan conseguido todavía profundizar sus renacidas democracias, al punto de conferir a sus Estados ese carácter. Menos aún si se tiene en cuenta que la recuperación de la democracia no condujo a que los países alcanzaran tasas aceptables de desarrollo económico y de equidad en la distribución del producto social. Como región, ALC ocupa hoy –junto con África– el puesto más bajo en el ránking de regiones del mundo en términos de gobernabilidad, desarrollo y equidad (Oszlak/Gantman). ALC presenta valores en producto per cápita y gobernabilidad muy superiores a los de África, pero muy inferiores en términos de equidad distributiva. Las desigualdades de ingreso y de riqueza en África son menos extremas. Cuando comparamos a ALC con los países del Primer Mundo, las diferencias son mucho más significativas.

Por lo tanto, si el capitalismo social y democrático se erige actualmente como un modo de organización social deseable, ALC está muy lejos de alcanzarlo. Los países pueden presentar tasas de crecimiento económico relativamente altas y esquemas de gobernabilidad democrática muy aceptables, pero fuertes desigualdades sociales; o bien situaciones donde las tres variables son parejas pero tienen valores extremadamente bajos.

Obsérvese que en el análisis precedente nos hemos referido a «modos de organización social» y no a «democracias», «sistemas democráticos» o «Estados democráticos». Esta elección es deliberada, por cuanto, como ya señalamos, un modo de organización social es un concepto mucho más comprehensivo, que integra los componentes de desarrollo económico, gobernabilidad democrática y equidad distributiva. Por otra parte, el carácter democrático de la correlación de fuerzas que subyace al esquema de gobernabilidad vigente no se limita al Estado, sino que involucra el conjunto de las relaciones entre éste, la sociedad civil y los actores del mercado. Es inconcebible pensar en un Estado democrático que actúe en un contexto social no democrático. Por lo tanto, referirse al Estado democrático implicaría observarlo como un actor que, al promover procesos de cambio en la cultura política y fortalecer el carácter democrático de las instituciones sociales y estatales, logra justificar su caracterización de democrático. Relaciones del Estado con otros actores e instancias

Hemos analizado más arriba los vínculos que, en su origen histórico, el Estado fue estableciendo con los gobiernos subnacionales, las instituciones de la sociedad civil, los actores del mercado y el ámbito supranacional, vínculos que contribuyeron a conferirle estatidad al Estado y a completar el proceso de formación social. Retornaremos ahora al examen de estos vínculos en la actualidad.

Vínculos con los Estados subnacionales. Las relaciones entre el Estado nacional y los Estados subnacionales afectan el esquema de poder, la división social del trabajo y el pacto distributivo vigentes en una sociedad. En el primer aspecto, no es inusual que el Estado nacional muestre avances serios de institucionalización democrática, mientras que los regímenes subnacionales conservan rasgos patrimonialistas o no democráticos. Liderazgos caudillistas, estilos nepotistas y personalistas de ejercicio del poder, sin contrapesos institucionales, suelen caracterizar a estos gobiernos, postergando sine die la plena vigencia de reglas democráticas en todo el territorio nacional.

Otro tema importante, relacionado con el anterior, se refiere a las reglas de la representación política, dado un determinado esquema constitucional. Por ejemplo, la capacidad de veto del Senado cuando su composición sobrerrepresenta a la ciudadanía de los Estados subnacionales y la forma de contrarrestar ese poder de veto cuando la sobrerrepresentación se basa en regímenes de naturaleza patrimonialista. Otras cuestiones relevantes desde el punto de vista de la gobernabilidad se vinculan con la propensión de esos gobiernos subnacionales a formar bloques o pactos para contrarrestar las tendencias centralizantes del Estado nacional, lo cual puede incidir, en definitiva, en la distribución del poder de decisión política.

Desde el punto de vista funcional, se plantean principalmente cuestiones vinculadas con la división del trabajo. El peso relativo de las competencias funcionales otorgadas a cada esfera (por ejemplo, el grado en que las gestiones educativa, de salud o de seguridad están en manos de Estados subnacionales) puede tener consecuencias importantes sobre el equilibrio de poderes jurisdiccionales, sobre todo después de implementarse procesos de descentralización. En estos casos, los gobiernos locales suelen adquirir un mayor poder relativo en la obtención y asignación de recursos públicos y se plantea a veces el problema de lograr equilibrios políticos que contrarresten su mayor protagonismo. Por otro lado, también suele surgir la necesidad de establecer nuevas formas de administración territorial, cuyas premisas de funcionamiento pueden promover, o no, la vigencia de reglas e instituciones democráticas.

Sin dejar de tomar en cuenta las orientaciones democráticas de los respectivos Estados (o su ausencia), interesa aquí observar cómo se distribuyen los roles de dirección y orientación política sectorial, de promoción, de financiamiento, de regulación y, obviamente, de prestación directa de los servicios. Cómo se complementan (o no) las respectivas jurisdicciones continúa siendo parte de un proceso de aprendizaje y experimentación. Nuevas modalidades de acuerdos intermunicipales, interprovinciales o regionales comienzan a ser una práctica habitual, y se insinúa una tendencia a funcionar como organizaciones en red. Cómo influye esta nueva cultura sobre el carácter democrático de los Estados es, todavía, una pregunta poco explorada. Del mismo modo, se plantea el interrogante más general acerca de si la descentralización promueve o alienta la actuación de la sociedad civil en los procesos de formulación e implementación de las políticas públicas. Por último, una nueva línea de indagación podría examinar las novedosas formas de organización estatal que, atravesando en forma horizontal diferentes jurisdicciones, han sido caracterizadas por Oszlak (2001) como «Estado transversal».

Desde el punto de vista de la equidad distributiva, interesan las relaciones fiscales intergubernamentales y las modificaciones a los pactos fiscales. Si se admite que la gobernabilidad democrática alienta o es compatible con la equidad distributiva, interesará ver cómo el manejo de los recursos públicos por parte de cada instancia de gobierno genera –o no– una mejor asignación de los recursos con tal orientación. La tolerancia hacia la corrupción, la evasión tributaria y la captura o anulación funcional de los órganos de control por parte de los intereses concentrados del capital también pueden alterar la equidad.

Vínculos con actores y fuerzas del mercado. Como se ha señalado, el Estado nacional fue, en cierto modo, el creador de las condiciones para que emergieran mercados nacionales en los vastos territorios heredados del imperio colonial. La historia posterior ha oscilado entre mayores y menores grados de intervención estatal en la promoción y regulación de la actividad económica.

La oposición Estado-mercado se convirtió, desde los tiempos de Adam Smith, en el eje de una polémica aún no superada. El argumento de que la mano invisible del mercado asegurará la eficiencia económica provee una guía errónea para elegir entre distintos sistemas económicos. Ya no se trata de justificar la intervención del Estado apelando al argumento de las «imperfecciones» del mercado. Lo que ocurre es que tal mercado perfecto simplemente no existe. Como afirma Adam Przeworski (2004), debido a que los mercados son incompletos y la información imperfecta, no existe tal cosa como «el mercado», sino solo sistemas económicos organizados de manera diferente. Incluso el lenguaje, con su alusión a «el mercado» sujeto a intervenciones de «el Estado», confunde los términos. El problema a enfrentar no es liberar «el mercado» de «el Estado» o regular «el mercado» a través de «el Estado», sino diseñar mecanismos institucionales específicos que induzcan a los agentes individuales que operan bajo condiciones de mercados incompletos e información imperfecta a comportarse de una manera colectivamente beneficiosa. Este problema organizacional es la preocupación fundamental –intelectual y práctica– de la economía política contemporánea.

Pero Przeworski (1996) lleva este razonamiento un paso más adelante. La eficiencia de un sistema económico depende del diseño de relaciones entre el Estado y los agentes económicos privados, pero también de los vínculos entre ciudadanos y el Estado. Y agrega: los agentes privados deben beneficiarse comportándose a favor del interés público y deben sufrir cuando no lo hacen, al igual que los gobiernos. De este modo, lleva la discusión sobre cuánto Estado y cuánto mercado al terreno de la institucionalidad democrática.

Se ha dicho que la fórmula «transaccional» de la opción Estado-mercado sería tener tanto menos Estado cuanto sea posible pero, a la vez, tanto más Estado cuanto sea necesario. En la práctica, esto obliga a un análisis casuístico difícilmente generalizable. Por ejemplo, hasta qué punto una «excesiva» intervención es compatible con un Estado democrático sigue siendo una pregunta abierta. Max Weber advertía que la burocratización y la democratización suelen ser procesos contradictorios, de modo que encontrar el «justo medio» sería un raro ejercicio de ingeniería social.

Tomemos por ejemplo el caso de la privatización. Algunos países de la región, como Argentina, decidieron privatizar todo el aparato estatal empresario, mientras que otros, como Uruguay, solo llegaron a privatizar la gestión del puerto de Montevideo. La mayoría de los países adoptó posiciones intermedias. La decisión de Argentina generó altos costos sociales y reversiones en el proceso privatizador. Además, la transferencia de responsabilidades al sector privado (y, también, a los niveles subnacionales de gobierno) sumió al Estado nacional en una situación de desconcierto respecto del nuevo papel que debía asumir. El análisis de estas experiencias debería constituir uno de los ejes centrales de la discusión en lo relativo al vínculo entre Estado y agentes del mercado.

Desde el punto de vista de la gobernabilidad, la cuestión se vincula directamente con el grado de autonomía relativa del Estado frente a los intereses privados. Como señala Peter Evans (1996), en el espectro que va desde el Estado predatorio, sometido a la voracidad de los intereses privados y de los políticos corruptos, hasta el Estado con autonomía «enraizada», la forma que adopta esta relación resulta fundamental: no solo porque expresa la correlación de fuerzas existente, sino porque formas más predatorias de relación no hacen sino aumentar el poder de esos intereses espurios. En ese sentido, los procesos de privatización en muchos países de ALC han revelado el alto grado de captura de los débiles órganos reguladores por parte de las empresas concesionarias.

Las relaciones entre el Estado y los agentes del mercado también se manifiestan mediante formas directas e indirectas de transferencia de recursos, tales como la recuperación de empresas privadas en dificultades mediante el auxilio estatal, la promoción industrial, la exención o reducción de impuestos y los blanqueos y perdones fiscales periódicos, entre otros mecanismos por el estilo.

Más en general, el Estado crea estructuras de incentivos que confrontan a los agentes privados al exigirles o prohibirles ciertas acciones, modificando precios relativos a través de mecanismos fiscales, facilitando cierto tipo de transacciones o impidiendo acuerdos que generen monopolios. En años recientes, las tendencias hacia la desregulación de la economía y la supresión de organismos de regulación (v.g., inversiones externas, precios, tasas de interés, tipos de cambio, calidad de insumos, seguridad de servicios) aumentaron la vulnerabilidad de los usuarios como resultado de la reducción del papel de contralor por parte del Estado.

La relativamente baja participación de los Estados latinoamericanos en el PIB, en comparación con otras regiones del mundo, expresa de otra forma cómo el Estado ha contribuido a concentrar el ingreso en manos de los sectores económicamente dominantes. La tolerancia a la evasión tributaria y a la corrupción no ha hecho sino agravar esta tendencia. Es decir, ha favorecido el incremento de la inequidad distributiva, limitando las perspectivas de ciudadanización de los sectores sociales marginales. Los tibios esfuerzos que se registran para instituir orientaciones y prácticas que alientan la responsabilidad social empresaria y las conductas éticas no han producido todavía los efectos buscados.

Vínculos con las organizaciones y los movimientos de la sociedad civil. El concepto de sociedad civil continúa siendo una categoría analítica y una referencia empírica ambigua. Gran número de definiciones incluyen una obligada alusión al Estado para señalar lo que la sociedad civil no es. Casi parece una categoría residual, que a veces hasta incluye al mercado. Pero si, a su vez, el «mercado» es visto como un actor diferenciado de organización y acción, la sociedad civil pasa a convertirse en el único otro actor «no estatal» en el orden nacional. Por lo tanto, se requerirá distinguir quiénes actúan en este ámbito tan heterogéneo.

Una primera diferenciación consistiría en distinguir de este conjunto a los partidos políticos y las organizaciones corporativas que representan intereses sectoriales. La existencia, la organización y el funcionamiento de los primeros constituyen un test elocuente del carácter democrático del Estado y la sociedad. El autoritarismo militar proscribió a los partidos. Pero, aun en democracia, los partidos pueden jugar un rol muy diferente en su consolidación.

Los partidos pueden ser genuinamente representativos de corrientes político-ideológicas, sectores sociales, regiones o intereses distintos; pueden generar alianzas más o menos estables contribuyendo a un verdadero sistema de partidos; o bien pueden convertirse en simples sellos de goma para ocasionales enfrentamientos electorales, en la base política de líderes providenciales o en los residuos institucionales de un sistema de representación altamente pulverizado. La competencia electoral por ideas y proyectos fortalece al Estado democrático. En cambio, la utilización abusiva de la cooptación a cambio de prebendas o, en el otro extremo, el vaciamiento de la escena pública mediante la sistemática eliminación desde el Estado de la oposición partidaria debilitan el funcionamiento de la democracia.

De igual manera, el corporativismo a través del protagonismo de las corporaciones empresarias y sindicales en las decisiones relativas a las políticas públicas suele debilitar a la vez la naturaleza democrática del Estado y la de la sociedad civil. Si bien los sistemas corporativistas se difundieron y afianzaron en ALC hace ya varias décadas, actualmente su adaptación se manifiesta a través de formas novedosas (como el neopluralismo), en respuesta a los imperativos de nuevos modelos de desarrollo, en un contexto de heterogeneidad social y democratización. En situaciones de debilitamiento creciente de los movimientos obreros, pareciera que las nuevas formas de corporativismo solo son compatibles con las versiones menos participativas, que Guillermo O’Donnell (1997 [1992]) denomina «democracias delegativas».

En cuanto a las ONG también conviene distinguir. Por un lado, aquellas que están constituidas formalmente y legitimadas a través de formas jurídicas (fundaciones o asociaciones civiles) y que cuentan con patrimonio propio, una membresía regulada, autoridades elegidas periódicamente, etc. Por otro lado, existen diversas redes sociales solidarias cuyo rasgo dominante es la informalidad, que en general han surgido en situaciones de crisis, suelen ser efímeras y su objetivo común es resolver diversas cuestiones sociales específicas no atendibles por el mercado ni incorporadas a la agenda del Estado o de las ONG más estables.

Las primeras han tenido un creciente protagonismo en los procesos de formulación e implementación de políticas, sea como representantes de grupos sociales que pugnan por sus intereses específicos o como defensoras de ciertos valores que, según interpretan, son compartidos por extensos sectores no organizados de la sociedad. Algunos gobiernos de la región, como el brasileño, han promovido años atrás la transferencia a las ONG de funciones gubernamentales, como la gestión de museos, bibliotecas y centros de investigación científica. En otros casos, han sido convocadas para proponer políticas en las áreas de educación, salud, ambiente u otras. También colaboran habitualmente en la implementación de políticas públicas conjuntamente con gobiernos municipales, entidades religiosas y organizaciones comunitarias locales. En qué medida este nuevo rol de las ONG fortalece la participación de la sociedad civil en la acción de gobierno y torna más democrático al Estado es un interrogante que seguramente encuentra respuestas diferentes en cada experiencia nacional.

Las redes sociales solidarias, que han crecido como resultado del debilitamiento del Estado de bienestar, también plantean desafíos importantes a la institucionalización de la democracia, ya que abren la discusión acerca de la legitimidad de estas modalidades de democracia directa (movimientismo, basismo), que a menudo asumen formas de confrontación abierta con el Estado, con el capital privado y con los organismos internacionales. Hasta qué punto resulta posible o necesario canalizar estas expresiones movimientistas a través del sistema de partidos políticos como modo de robustecer la democracia representativa es, asimismo, uno de los temas centrales del debate político. Del mismo modo, se ha planteado la cuestión de la manipulación política de estos movimientos, sea como fuerza de choque, como mecanismo de legitimación del gobierno o como garantía de contención del descontento social.

Algunos autores sostienen que la actuación de la sociedad civil, sea a través de ONG o de redes sociales solidarias, no constituye una amenaza, sino un necesario complemento de la democracia, ya que amplía los canales para la expresión de la «voz» de la sociedad. Además, las ONG pueden cumplir un rol destacable en la coproducción y cogestión de servicios socialmente valiosos. En ese sentido, la literatura ha enfatizado la influencia de las ONG como generadoras de insumos para el sistema político y ha destacado los efectos sociales de su participación. Vínculos en el ámbito supranacional. La agenda del Estado incluye cada vez más cuestiones relacionadas con tres procesos que lo involucran como actor en el plano internacional: el proceso de globalización, el de internacionalización del Estado y el de integración regional. Cada uno de ellos entraña desafíos significativos para los Estados nacionales en tanto supone un recorte importante a su capacidad de decisión autónoma.

Las fuerzas que explican la globalización son mucho más abarcativas, poderosas y complejas que las que gobiernan el comercio internacional. Existe, hoy, una «agenda mundial» que incluye –entre otras– cuestiones relativas a las migraciones, el ambiente, el terrorismo, la corrupción, el tráfico de estupefacientes, la revolución comunicacional, los movimientos de capital golondrina y los mercados financieros online. Todas estas cuestiones tienen un elemento en común: las fronteras nacionales se vuelven móviles y porosas, o simplemente se disuelven.

La globalización es, entonces, una explosión de complejidad e incertidumbre. Para los Estados nacionales, supone la necesidad de contrarrestar algunos de sus efectos, de anclar algunas de las reglas que gobiernan esta nueva dinámica, en un intento por ganar previsibilidad. Se trata de una lucha desigual porque, en última instancia, la nueva agenda mundial parece originarse, en gran parte, en las nuevas modalidades que ha adquirido el sistema capitalista como patrón dominante de organización social.

En este contexto, la integración regional puede ser vista como una manifestación de voluntarismo no resignado, como una concatenación de acciones deliberadas y conjuntas, llevadas a cabo por dos o más Estados nacionales, para resolver algunas de las restricciones o efectos indeseables de una globalización tan determinante. En tal sentido, la integración no sería una manifestación más de la globalización sino, justamente, su opuesto, es decir, un intento de ordenar, fronteras adentro, el impacto de un mundo sin fronteras.

Lo expresado, sin embargo, no da cuenta totalmente de la distinción que se pretende establecer. Si bien la integración trasciende las fronteras nacionales, hecho que le otorga un carácter diferente al de otras cuestiones más propiamente nacionales también incorporadas a la agenda estatal, en el origen de muchas de estas últimas la presión internacional ha tenido un efecto determinante. Particularmente, en la conformación de las relaciones de fuerza dentro de los Estados y de las propias sociedades nacionales. Esa presión es casi siempre selectiva: apunta a fortalecer a determinados actores sociales o estatales y a debilitar a aquellos que defienden intereses opuestos. El juego de los «anillos burocráticos», que tan bien describiera Fernando H. Cardoso (1972) hace un cuarto de siglo, se extiende de este modo a un plano supranacional, y torna mucho más complejas las relaciones entre agencias estatales clientelas locales y lobbies foráneos de distinta naturaleza.

Una manera de distinguir «esta otra» frontera, vulnerable a fuerzas internacionales más «institucionalizadas» (llámese Iniciativa para las Américas, Fondo Monetario Internacional u Organización del Tratado del Atlántico Norte), es apelar a la noción de «internacionalización del Estado». Desde cierta óptica, este proceso podría verse como un aspecto más de la globalización. La diferencia estriba en que los efectos de esta última son omnipresentes y menos visibles, en tanto que los derivados de la internacionalización, en el sentido expresado, pueden atribuirse a actores y decisiones concretos: por ejemplo, condicionalidades de organismos financieros internacionales, presiones de gobierno a gobierno sobre legislación en materia de patentes medicinales o de control del narcotráfico, posiciones conjuntas sobre aborto o derechos humanos.

En cierto modo, podría afirmarse que los procesos de integración regional han implicado la enajenación de la capacidad de decisión unilateral de los Estados nacionales en ciertas áreas que antes estaban sometidas a su exclusivo arbitrio. A pesar de tratarse de un sometimiento voluntario, la integración supone resignar una porción del poder de decisión con el fin de promover intereses nacionales. Cuando a esta semidelegación de poderes a una instancia supranacional se le suma la vulnerabilidad que producen la internacionalización y la globalización, resulta evidente que los Estados nacionales ven crecientemente coartada su autonomía decisoria, tanto en relación con los asuntos externos como con los de su propia agenda interna. Como a la vez los Estados nacionales están transfiriendo recursos y facultades decisorias a gobiernos subnacionales y a operadores económicos privados, esta dimensión interna también está perdiendo competencias. La descentralización y la internacionalización operan como una pinza reductora de los espacios de decisión autónoma de los Estados nacionales.

Lo cierto es que los actores y procesos supranacionales han pasado a ser participantes naturales de la escena política nacional. El Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) tienen hoy mayores resortes para orientar las políticas públicas que la más poderosa coalición parlamentaria. Un narcotráfico globalizado entroniza y derriba gobiernos. Una crisis económica en un país produce efectos en cascada sobre otras economías. Los cambios en la economía mundial reformulan las situaciones de ventajas comparativas tradicionales, exigen una mayor articulación y dependencia del sector primario respecto al capital industrial, comercial y financiero y subordinan los instrumentos de política económica a decisiones supranacionales (Mercosur, GATT, entre otros). Desde el punto de vista de la situación interna de los países, las nuevas formas de articulación entre el mercado globalizado y las economías regionales localizadas en determinados espacios del territorio nacional rompen con el modelo anterior asentado en el Estado-nación. La reproducción de este modelo parece depender de las posibilidades de profundizar la competitividad interurbana, en condiciones tales que pueden quedar excluidas las regiones que no tengan opción de desarrollar nuevas ventajas comparativas. Esta situación puede originar tentaciones separatistas.

Otro aspecto que merece atención es que en los procesos de integración hay un cambio en la importancia relativa del papel de los actores. Muchas negociaciones del Mercosur han sido realizadas por el sector privado, como en el caso del sector automovilístico. La integración continúa siendo un proceso desde arriba, con carácter intergubernamental, pero la presencia del sector empresarial –como actor real del proceso– descentraliza y desconcentra la gestión y decisión estatales, especialmente en las negociaciones de carácter sectorial.

También la membresía en las organizaciones internacionales y supranacionales puede conducir a cambios en la estructura de poder y autoridad de los Estados. La pertenencia a la Unión Europea o al Mercosur puede otorgar a algunos de los Estados miembros más pequeños mayor voz en los asuntos internacionales que la que tendrían como naciones separadas. Pero la misma pertenencia ilustra la disyunción legal entre el concepto de soberanía y el de pertenencia a un grupo supranacional.

La apertura económica restringe la autonomía de los países en la planificación de sus políticas y modifica incluso las formas de organización y gestión empresarias. Sin embargo, algunos autores observan que se ha tendido a exagerar el grado en que las fuerzas globales determinan el destino de los Estados de bienestar nacionales o explican el fracaso de la gestión macroeconómica. Por ejemplo, la globalización no ha afectado mayormente la acción de los Estados de bienestar europeos.

Paul Krugman (1997) ha denunciado que la globalización ha sido responsabilizada muchas veces de todos los males y afirma que ni los mercados globales son omnipotentes ni la autonomía nacional ha muerto. El «globalismo económico desenfrenado» es, según este autor, una máscara para ocultar el consecuente fracaso de ciertas políticas internas (estatales o privadas). También puede observarse como un cínico intento por eludir un compromiso social con los sectores más desprotegidos o la adopción de medidas de defensa ambiental. Toda esta retórica estimula el fatalismo, la sensación de que no pueden enfrentarse los problemas porque superan la capacidad de los países.

La conclusión es clara: globalización, internacionalización e integración son tendencias instaladas por el propio desarrollo del capitalismo a escala planetaria. Pero, a menos que estemos embarcados –como algunos sueñan– en un proyecto de «Estado mundial», preservar para los Estados nacionales un espacio de decisión autónoma, deliberada y responsable es condición sine qua non para minimizar los efectos regresivos o desestabilizantes de esos fenómenos sobre las sociedades nacionales y la robustez de sus aún no consolidadas democracias.

Palabras finales

El objetivo de este artículo ha sido servir como documento de base para un grupo de académicos interesados en desarrollar, de manera sistemática, reflexiones teóricas y propuestas políticas en torno de las condiciones necesarias para promover y afianzar el carácter democrático de los Estados nacionales en América Latina.

Como consecuencia de ello, no finalizaremos el artículo con una serie de conclusiones que «cierren» la discusión, ya que el objetivo fue abrir una serie de interrogantes, debates y temas, que fueron formulados en el texto o que se encuentran implícitos en él, organizados en las cuatro dimensiones mencionadas: los vínculos entre el Estado y los Estados subnacionales, las instituciones de la sociedad civil, los actores del mercado y los del ámbito supranacional.En todo caso, su rescate en futuros trabajos, propios y de otros colegas, permitirá generar una agenda de investigaciones en torno de las condiciones que exige la construcción de Estados democráticos en la región.Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 210, Julio - Agosto 2007, ISSN: 0251-3552


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