Opinión
diciembre 2017

¿Evo for ever?

Un fallo judicial habilita la reelección de Evo Morales. El presidente boliviano mira a Argentina o Ecuador (e incluso Brasil) para convencerse de que el «proceso de cambio» depende solo de él. Pero Argentina y Ecuador muestran también el desgaste que genera forzar las instituciones. Los repliegues hacia los creyentes terminan, a la larga, por erosionar las banderas del cambio.

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Este domingo, los bolivianos votaron en unas elecciones sui géneris para elegir a los jueces del Tribunal Supremo de Justicia, el Tribunal Agroambiental, el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) y el Consejo de la Magistratura. Al cabo de dos años en los que la posible repostulación de Morales para un cuarto mandato ocupó una enorme proporción de los debates políticos, la oposición buscó transformar la elección en un referéndum contra el mandatario boliviano mediante un llamado al voto nulo.

A la luz de los resultados, los críticos parecen haber logrado su meta, o al menos eso quisieron mostrar desde que la autoridad electoral anunció que los votos nulos pasaban el 50%, que se sumaban a un 17% de votos en blanco. Es decir, quienes eligieron a algunos de los candidatos solo rondaban el 30%, mientras que las leyendas contra el gobierno en las papeletas anuladas y las fotos de los recuentos en las ciudades –donde el voto nulo en muchos barrios arrasó– dominaban la información poselectoral. La oposición salió rápidamente a festejar los resultados, más desde las redes sociales que desde la movilización callejera.

Sin duda, el voto nulo informa de un serio debilitamiento de un gobierno que, desde su reelección en 2014, carece de nuevas ideas para impulsar su gestión y se posiciona en «lo logrado». La elección estuvo marcada por el fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional que dio luz verde a la reelección indefinida. Pero el problema del oficialismo es que en febrero de 2016, por un estrecho margen, los bolivianos dijeron «No» a una nueva repostulación de Morales en un referéndum… convocado por el propio gobierno. Así, la invocación al pueblo abstracto «nacional-popular» o a los más concretos «movimientos sociales» choca con el pueblo electoral que se pronunció en la consulta.

El golpe de esa derrota, la primera en doce años en los que Evo Morales ganó reiteradamente con porcentajes superiores al 60%, fue muy duro y la repostulación se transformó en una obsesión para el oficialismo. La explicación de lo ocurrido en las urnas se limitó a detallar una supuesta conspiración de la derecha y la embajada de Estados Unidos, retratada en un documental de factura oficial y titulado «El cartel de la mentira», en el que se acusa a una serie de medios de comunicación de mediano tamaño de haber montado una serie de falsedades para derrotar al presidente en el marco de la «guerra de cuarta generación» del imperialismo.

Con el objeto de recuperar la iniciativa, el gobierno puso toda su energía en evaluar diversas «vías» para la reelección, mientras crecían los discursos que ponían el acento en la excepcionalidad del liderazgo de Morales. La vía finalmente elegida fue una demanda ante el TCP, el cual finalmente estableció que la repostulación forma parte del derecho inalienable «a elegir y ser elegido» consagrado por el Pacto de San José de Costa Rica para todo ciudadano, incluidos los presidentes. Por ello, el artículo de la Constitución (de 2009) que lo impide sería inconstitucional, dado que los pactos internacionales de derechos fundamentales están por encima de la Carta Magna. Se trata de un argumento utilizado ya en Costa Rica, Nicaragua y Honduras, pero que en una oportunidad fue puesto en cuestión por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en un informe sobre el ex dictador guatemalteco Efraín Ríos Montt, donde se reconoce que las Constituciones nacionales pueden establecer límites al derecho a ser elegido en el caso de los presidentes.

Hoy, el gobierno se enfrenta a la acusación de desconocimiento de la voluntad popular. Y frente a ello, el presidente del senado, Alberto «Gringo» González, respondió de manera polémica que el resultado del referéndum «ya fue aplicado» y por eso la Constitución no fue modificada, sino interpretada por el tribunal.

Los resultados de este domingo, no obstante, deben leerse con cuidado: en 2011, el voto nulo ya había superado el 40% (y luego Morales fue reelegido con más de 60%). El llamado a impugnar el voto es bastante fácil de conseguir en la medida en que la mayoría de los electores desconoce a los candidatos a jueces y además la Justicia es una de las instituciones más impopulares del país. La idea de elegir a los magistrados de manera democrática –y «descolonizadora»– es solo una de las buenas intenciones de la Constituyente de 2006 que derivó en formas institucionales inoperativas. Pese a esto, el voto nulo estuvo por debajo del sorpasso esperado por algunos sectores, lo que explica cierto alivio en el gobierno.

Esto no quita que el 50,02% de votos nulos sea una severa llamada de atención a un gobierno que parece replegarse en sus bases rurales y construir demasiados escenarios conspirativos para explicar sus problemas. Sin duda, la salida elegida parte de la convicción de que un nuevo referéndum (única vía para superar la derrota del 21F sin costos de legitimidad) implicaba demasiados riesgos e incluso la certeza de perderlo y allí residen sus límites. El rechazo al gobierno es hoy muy evidente en las grandes ciudades (en las redes suele combinar argumentos democráticos contra déficits institucionales muy reales con dosis evidentes de racismo social) y los argumentos para la repostulación solo convencen a los ya convencidos.

En síntesis: los resultados son «buenos» para el gobierno, que mantiene una base dura del 30% para intentar recuperarse, y «buenos» para la oposición que puede dar disputas en las urnas: es decir, se mantiene abierta la pugna política. Pero que Evo mantenga el músculo electoral no es nuevo, lo nuevo es que la oposición esté en condiciones de dar otras batallas impensadas hace unos años. Pero esto es aún en potencial cuando se trata de unas presidenciales.

Para disputar en ese terreno, la oposición necesita construir figuras competitivas para enfrentar a un candidato que sigue siendo fuerte: Evo Morales presenta una economía que, pese a la baja de los precios de las materias primas, mantiene elevados niveles de crecimiento y consumo; algunas de sus cifras forman parte del «milagro boliviano». Tiene, además, el control del aparato estatal (que en Bolivia es una variable bastante decisiva, especialmente cuando el Estado tiene recursos). Adicionalmente, los discursos hiperbólicos que denuncian a Morales como un gobierno «peor que las dictaduras de los 70» o equivalente en carencias a los regímenes comunistas, terminan por desvirtuar, en gran medida, el objetivo buscado, que es poner de relieve las derivas poco pluralistas.

Venezuela muestra, en su versión dramática, que la revitalización de la oposición no siempre es una función lineal inversa del debilitamiento de los gobiernos. En este marco, el ex presidente Carlos Mesa –el único potencial candidato que según las encuestas podría dar batalla a Evo Morales– escribió una columna este mismo domingo electoral que puede leerse como una virtual renuncia de quien ya renunció a seguir en el Palacio Quemado de manera anticipada en 2005: «Evo Morales, finalmente, ha cruzado el río que separa la democracia del totalitarismo. Lo que viene es muy claro, la preparación de un proceso electoral que garantice el triunfo del Presidente-candidato al costo que sea necesario. El celofán democrático –ya inútil– seguirá intentando cubrir el corazón autoritario que late en el pecho de los gobernantes, que quieren mandar a Bolivia hasta el último día de sus vidas». Luego de esto viene la frase definitoria: «Escribo estas líneas desde una convicción expresada públicamente innumerables veces, la del ciudadano que ni es ni quiere ser candidato a la presidencia de Bolivia».

Morales mira a Argentina o Ecuador (e incluso Brasil) para convencerse de que el «proceso de cambio» depende solo de él. Pero Argentina y Ecuador muestran también que los excesos de soberbia, la «viveza criolla» y los repliegues hacia los creyentes terminan, a la larga, por erosionar las banderas del cambio y los liderazgos que ayer parecían invencibles.


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