Tema central

¿Especial, desdeñable, codiciada o perdida?


Nueva Sociedad 206 / Noviembre - Diciembre 2006

Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina han sido interpretadas tradicionalmente a partir de diferentes visiones: la de «hemisferio occidental», que convoca a cooperar sobre la base de supuestos valores compartidos; la de la irrelevancia de la región, que alude al aparente desinterés de Washington; y la de la práctica imperialista, en referencia a la voluntad de dominio militar y económico. El artículo argumenta que se trata de simplificaciones groseras de una relación más densa y compleja, caracterizada por la dinámica propia de los vínculos entre una potencia y su zona de influencia. Entenderlo implica comprender que Washington está dispuesto a establecer «esferas de responsabilidad» y cierta división del trabajo en la región, lo cual abre un espacio para una mayor autonomía que, hasta ahora, los países latinoamericanos no han sabido aprovechar.

¿Especial, desdeñable, codiciada o perdida?

Introducción

Las relaciones entre América Latina y Estados Unidos han sido interpretadas de distinto modo a partir de tres visiones dominantes. La primera es la llamada «idea del hemisferio occidental». La segunda alude a la supuesta «irrelevancia creciente» de la región para Washington, mientras que la tercera –y opuesta a la anterior– se apoya en la «voluntad y práctica imperialista» estadounidense en América Latina. Empleo aquí el término «visión» en dos de las acepciones que le asigna la Real Academia Española: como punto de vista particular sobre un tema, y como creación de la fantasía o imaginación, que no tiene realidad y se toma como verdadera.

La primera de las tres visiones, la idea del hemisferio occidental, convoca a los pueblos americanos a integrarse y cooperar. Nacida en la segunda mitad del siglo XVIII, se apoya en dos supuestos: la existencia de valores, intereses y metas comunes entre las dos Américas, como así también de una «relación especial» que distinguiría a las naciones del continente americano del resto del mundo. Esta idea tuvo tres momentos de auge: entre 1889 y 1906, entre 1933 y 1954, y entre fines de los años 80 y mediados de 1990. Fuera de estos periodos, Washington también apeló con frecuencia a esta idea para sustentar programas o políticas para América Latina que fueron invariablemente definidas como «nuevas». Así, los conceptos de «comunidad interamericana», «panamericanismo» y «relación especial» fueron empleados para estructurar esquemas tan diversos como la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy, el Nuevo Diálogo de Richard Nixon y Henry Kissinger y la Iniciativa Empresarial para las Américas de George H. W. Bush. Actualmente, la idea del hemisferio occidental sigue presente en numerosos documentos y declaraciones oficiales estadounidenses, que destacan no solo la singularidad del vínculo interamericano, sino también el ejemplo que constituiría para el resto del mundo. Se alude incluso a un sentido de misión universal para los pueblos americanos. Vale citar, a título de ejemplo, las declaraciones de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, formuladas en mayo de este año: «Estados Unidos ha forjado una estrategia comprehensiva de asociación con nuestros pueblos –los pueblos de nuestro hemisferio–. Esta estrategia cuenta con nuevo pensamiento y nuevos recursos, pero descansa en una aspiración compartida que es tan antigua como las Américas. Es la esperanza de un nuevo mundo».

La segunda visión sobre el tema, la tesis de la irrelevancia creciente, señala en su versión actual que América Latina es un área de escaso valor para EEUU, un fenómeno que se habría agudizado tras los atentados del 11 de septiembre y, más recientemente, debido a acontecimientos que ocurren fuera de la región, en particular en Oriente Medio y Asia. Aunque tiene antecedentes tan lejanos como la idea del hemisferio occidental, esta tesis cobró fuerza a partir de la década de 1970. Para sustentarla, sus defensores recurren a la relativa importancia y al tipo de atención que recibe América Latina de parte de los gobiernos estadounidenses en comparación con otros países o regiones del mundo. Esta tesis descarta toda «relación especial» con América Latina y considera que las políticas específicas que se despliegan hacia la región derivan, fundamentalmente, de procesos de naturaleza global o extrarregional, que son los que realmente ordenan la política exterior de Washington. De acuerdo con esta percepción, el eje alrededor del cual se estructura la política estadounidense hacia América Latina sería hoy la «guerra contra el terrorismo», como antes lo fue la contención del «expansionismo soviético».

Finalmente, la visión basada en la voluntad y la práctica imperialista sostiene que, desde sus mismos orígenes, EEUU ha procurado extender su dominio sobre América Latina por medio de la fuerza o por influjos económicos y políticos abusivos. Según esta lectura, la región jugaría en la actualidad un papel fundamental en el nuevo esquema de dominación mundial promovido por el gobierno de Bush y constituiría tanto una retaguardia militar y un mercado para las exportaciones como una fuente de cuantiosos recursos naturales.

A estas tres visiones se ha agregado recientemente una cuarta: la declinación hegemónica de EEUU en América Latina, en particular en América del Sur. Esta tesis se alimenta de dos fuentes principales: los reveses de Washington en Oriente Medio y Asia Central, anotados como una primera manifestación de la sobrextensión imperial, y la falta de comprensión –o el simple desinterés– del gobierno de Bush por América Latina.

Las tres visiones clásicas y sus principales errores

Los dos supuestos básicos en los que se apoya la primera tesis, basada en la idea del hemisferio occidental, si alguna vez tuvieron cierto sentido, ya no se sostienen. La relación interamericana carece de rasgos que la singularicen en un mundo que se globaliza. En todo caso, es la cercanía geográfica la que dota de cierta especificidad americana a cuestiones que componen la agenda global, tales como las migraciones, los acuerdos de libre comercio o las redes del crimen organizado. Pero no fue la geografía el aspecto que sustentó, durante más de dos siglos, la idea del hemisferio occidental. Por el contrario, la supuesta singularidad americana provenía de historias, valores, intereses y propósitos compartidos, que posibilitarían una nueva forma de relación entre países, alejada de las rivalidades y los modos propios de la política de poder. Sin embargo, la práctica de las relaciones interamericanas no mostraría desemejanzas con los modelos europeos que la idea procuraba superar. Antes bien, la tesis opuesta, basada en las diferencias –y hasta el conflicto– entre las Américas, fue ganando terreno, particularmente entre mediados de la década del 60 y fines de los 80. Después, los vientos de cambio que trajeron el fin de la Guerra Fría, la democratización y las reformas económicas realizadas en casi toda la región dieron un renovado vigor a la idea de hemisferio occidental, que se desvaneció nuevamente a partir de la segunda mitad de la década del 90.

Este nuevo ciclo de desencanto y frustración en el que ahora nos encontramos no admite explicaciones simples; tampoco es posible depositar la carga de la culpa en un solo lado. Una vez aclarado esto, es evidente que una de las principales causas del momento actual es la política exterior estadounidense, especialmente la desplegada tras los atentados del 11 de septiembre. El desastre de Iraq, los abusos a los derechos humanos en Abu Ghraib y Guantánamo y las violaciones –o el repudio mismo– al derecho internacional, por citar solo los ejemplos más notorios, han profundizado en América Latina la visión negativa acerca de la influencia internacional de EEUU.

Al mismo tiempo, la insistencia del gobierno de Bush en el libre mercado y en aquellas políticas orientadas a favorecer el mundo de los negocios ha contribuido a ahondar las diferencias con una región que reclama un papel más fuerte del Estado y más programas sociales para paliar sus elevadísimos niveles de pobreza y marginalidad. Washington sigue confundiendo democratización con elecciones (la mayor aberración al respecto es Iraq). Mientras tanto, en América Latina el eje del debate sobre el proceso de democratización se ha corrido drásticamente. En los 90, lo central era el fortalecimiento de la democracia liberal y el tipo de reformas que debían realizarse para consolidarla. Hoy, en cambio, la democracia liberal cuenta con altos niveles de rechazo en algunos países, mientras que en otros se discute su adecuación para hacer frente a los crecientes problemas sociales. Asimismo, las encuestas revelan que más de la mitad de la población latinoamericana estaría dispuesta a aceptar un gobierno no democrático si fuera capaz de resolver los problemas económicos.

La otra cara de la moneda del antinorteamericanismo prevaleciente en la región es la visión extrema, que existe en algunos círculos estadounidenses, de que América Latina carece de los elementos básicos para el «good and free government», tesis ya expresada en 1821 por el secretario de Estado John Quincy Adams. De acuerdo con este enfoque, América Latina sería, ante todo, una fuente de problemas para EEUU. De aquí se deriva la idea de la irrelevancia –y aun la inconveniencia– de establecer vínculos estrechos con los «países del sur». En suma, en uno y otro lado faltan los elementos orgánicos para pensar en una comunidad panamericana.

La segunda tesis, la irrelevancia creciente de América Latina, comete dos graves pecados por defecto y tiene, además, dos problemas fundamentales. El primer pecado es que puede inducir a creer que EEUU carece de políticas activas hacia América Latina, aunque sí las tendría para otras áreas del mundo. Algunos ejemplos bastan para ilustrar este error. Desde hace más de quince años, Washington cuenta con una estrategia comercial para la región, orientada básicamente a conformar un área de libre comercio de alcance hemisférico. A pesar de las dificultades con las que tropezó, tanto dentro como fuera de EEUU, esta estrategia le ha permitido a Washington convertirse en el eje central de una nueva generación de acuerdos de libre comercio que –como se muestra en el cuadro– incluyen a la mayor parte de los países latinoamericanos, con la excepción de los integrantes del Mercosur, Bolivia, Ecuador y Venezuela.

El otro eje de la estrategia de EEUU hacia América Latina es la seguridad. Ya durante el gobierno de Bill Clinton, Washington estableció bases denominadas «localizaciones de seguridad cooperativa» en Comalapa (El Salvador), Manta (Ecuador), Reina Beatriz (Aruba) y Hato Rey (Curaçao). Estas bases se agregaron a las de Guantánamo (Cuba), Fort Buchanan y Roosevelt Roads (Puerto Rico) y Soto Cano (Honduras). Por otra parte, el Comando Sur maneja una red de 17 guarniciones terrestres de radares: tres fijos en Perú, cuatro fijos en Colombia, y el resto móviles y secretos en países andinos y del Caribe.

Asimismo, la situación de Colombia y los atentados del 11 de septiembre han influido para que la asistencia económica y militar de EEUU a la región se distribuya hoy en partes iguales, cuando a fines de los 90 la primera era más del doble que la segunda. América Latina es –excluyendo a Iraq– la principal receptora de capacitación militar estadounidense en el mundo. El Plan Colombia seguirá recibiendo importantes fondos del Tesoro de EEUU, ya que se ha previsto asignarle 724 millones de dólares en 2007, una cifra similar a la de 2006. Estos datos, en suma, muestran el creciente peso del Departamento de Defensa y de los temas de seguridad en la definición de políticas hacia América Latina.

El segundo pecado por defecto de la tesis de la irrelevancia latinoamericana es que pone el énfasis casi exclusivamente en la dimensión interestatal, dejando de lado el plano transnacional y, por lo tanto, obviando a un conjunto de fuerzas sociales que dotan de una densidad inédita a la relación entre ambas partes. Estas fuerzas abarcan desde intereses empresariales, comerciales y financieros hasta numerosísimas ONG y el crimen organizado en sus variadas expresiones. A modo de ejemplo, basta señalar que tres naciones latinoamericanas (Brasil, México y Venezuela) integraron en 2005 la lista de los 15 principales países con los que EEUU desarrolla su comercio de bienes.

Finalmente, y más importante aún, esta visión tiene dos problemas fundamentales: la confusión entre prioridad e importancia, y la falta de especificidad. En efecto, que otros países o regiones del mundo estén en el centro del radar de Washington no convierte a América Latina en intrascendente. ¿Qué lugar ocupan en este esquema países como Brasil, Colombia, Cuba o Venezuela? ¿O temas como las migraciones, el lavado de dinero, el narcotráfico y la energía? Por otro lado, al trabajar con un universo de análisis tan agregado, la tesis es una mera generalidad. ¿Cómo aplicar la tesis de la irrelevancia a la subregión que incluye México, América Central y el Caribe, cuya integración funcional a EEUU se incrementará en los próximos años? Esa área, que representa solo un tercio de la población total de América Latina y el Caribe, concentra casi la mitad de la inversión estadounidense en la región, representa más de 70% del comercio interamericano, casi 60% de la presencia bancaria estadounidense en América Latina y alrededor de 85% de la inmigración latinoamericana en EEUU.

La tercera tesis, basada en la voluntad y práctica imperialista, peca tanto por exceso como por defecto. En el primer caso, porque concede a Washington una claridad de propósito y una consistencia en sus políticas que no guarda ninguna relación con lo que sucede en la práctica. Su representación de EEUU –o, mejor dicho, de las fuerzas imperialistas estadounidenses– como racionales y unificadas, y fundamentalmente perversas, puede ser útil como herramienta política para fines internos o como bandera de lucha para sustentar una estrategia de confrontación. También, como sucede con frecuencia, sirve para ocultar cuotas propias de responsabilidad por el subdesarrollo latinoamericano. Pero como instrumento de análisis es apenas una caricatura de una relación mucho más compleja.

Desde luego, es indudable que EEUU actuó en América Latina en numerosas ocasiones como un poder imperial, incluso imperialista. Esto es parte de una historia negra que está a la vista. Sin embargo, gran parte de su política latinoamericana escapa a este patrón simple: Washington también promovió la democracia y los derechos humanos y prestó ayuda genuina a la región en muchas oportunidades. Y aquí no hubo puro cinismo o mera conveniencia. Esta tesis, además, tiende a exagerar, al atribuir la mayor parte de nuestras desgracias a la cercanía con el imperio.

En lugar de definir una relación entre un poder imperial sediento de mercados y recursos y un conjunto de países sometidos por sus clases dominantes a esa voluntad, sería más adecuado explicar el vínculo en el marco de profundas asimetrías en un mismo continente. En términos más clásicos, se trata de la relación entre un gran poder y un área de influencia heterogénea, en la que sigue pesando la geografía. EEUU ha ejercido un control mayor, incluso mediante el uso habitual de la fuerza en forma directa o indirecta, sobre México, América Central y el Caribe. Su predominio sobre América del Sur, en cambio, ha sido menor, y se dio principalmente bajo la forma de presiones económicas o diplomáticas.

Finalmente, la visión imperialista comete dos pecados por defecto. Al colocar el énfasis en los factores metropolitanos, ignora o relativiza el peso que ejercen en la política internacional estadounidense las situaciones turbulentas que atraviesan las periferias. Son estas últimas, más que los designios imperiales, las que explican el aumento del poder y el interés estadounidense en ciertos países de América Latina, tal como revelan hoy los casos, muy distintos, de Colombia y Venezuela.

El segundo pecado por defecto es que esta tesis ignora, o no considera lo suficiente, la complejidad inherente al proceso de toma de decisiones en EEUU. Tomemos como ejemplo el papel del Congreso en la determinación de la política hacia la región en un tema que sería tan caro a las fuerzas imperialistas como la extensión de los acuerdos de libre comercio. La ratificación parlamentaria del tratado firmado con América Central y República Dominicana se aprobó en 2005 por un margen mínimo: 217 contra 215 votos, y hoy existen serias trabas para la ratificación de los acuerdos con Colombia y Perú. En este marco, ¿quiénes son los sujetos de la voluntad y práctica imperialista? ¿Cuáles son las fuerzas en América Latina dispuestas a la deferencia o a seguir al imperio por «falsa conciencia»? ¿Sería éste el caso de la Concertación chilena o de quienes en México promovieron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan)? Por otra parte, aquellos que, en EEUU, se opusieron a este acuerdo y hoy se oponen a los tratados con América Latina ¿pueden considerarse fuerzas antiimperialistas o, al menos, no imperialistas? Desde esta visión, podría responderse que objetivamente lo son. Evidentemente, volveríamos a caer en otra gruesa simplificación.

La tesis de la declinación hegemónica

Aunque menos antigua que las tres visiones anteriores, la tesis de la declinación o el desmantelamiento de la hegemonía estadounidense en América Latina ha reaparecido con fuerza en los últimos dos años. Hasta 2003, era muy común escuchar opiniones como la que sostenía el ex-canciller de México, Jorge Castañeda: «En verdad, a medida que el mundo post-11 de septiembre se hace crecientemente complejo, el hemisferio occidental todavía revela un patrón relativamente simple: la reafirmación de la hegemonía de Estados Unidos».

Pero ahora la visión ha cambiado. Y, en ese sentido, llama la atención que un país que hasta hace poco tiempo era visto casi unánimemente como una nueva Roma en su esplendor imperial aparezca hoy en el supuesto inicio de una fase de irreversible declinación. Los atributos de poder de EEUU no han cambiado tan drásticamente como para llegar a ese punto, y tampoco parece haber desaparecido de la noche a la mañana su voluntad de extender su poder en el plano internacional. Es demasiado pronto para celebrar, o lamentar, la declinación de la «nueva era americana» iniciada tras el desplome de la Unión Soviética. Y, más aún, para extender el diagnóstico a América Latina.En 1976, Abraham Lowenthal escribió un artículo en Foreign Affairs titulado «Estados Unidos y América Latina: el fin de la presunción hegemónica», que resume mejor que ningún otro la percepción reinante sobre el curso de las relaciones interamericanas. Acotado al continente americano, el artículo se hacía eco de las tesis que comenzaban a despuntar acerca del fin de la etapa de hegemonía estadounidense, que se habría extendido desde la segunda posguerra hasta fines de los 60. Durante ese periodo de 25 años, EEUU tuvo el poder, la capacidad y la voluntad para convertirse en el principal arquitecto del orden internacional emergido al término de la Segunda Guerra Mundial. En el caso de América Latina, el inicio de este modo de dominación puede situarse en 1933, con la puesta en marcha de la política de los «buenos vecinos», aunque su extensión plena a todo el continente también se produjo a partir de 1945.

Según ese enfoque, a fines de los 60 se vivió un punto de inflexión en esa forma de dominio hegemónico y comenzó el tránsito hacia otras formas, más diversas y menos claras. Esta tesis se apoyaba en una serie de indicadores: el ascenso de gobiernos dispuestos a ejercer una influencia internacional y ampliar sus relaciones exteriores para incrementar sus márgenes de autonomía; las nacionalizaciones de inversiones estadounidenses, particularmente en el campo de la minería y la energía; la diversificación de las compras de armamentos y de las fuentes de transferencia de tecnología; la oposición creciente a Washington en las Naciones Unidas; la pérdida relativa de la importancia de EEUU en el comercio regional, y la disminución del porcentaje de las inversiones estadounidenses en relación con las de otros países, en particular los europeos y Japón.

Con algunos pequeños agregados propios de este tiempo, la rescatada tesis de la declinación hegemónica apela hoy a los mismos indicadores. Afganistán e Iraq son puestos en el lugar que antes ocupaba Vietnam como muestra de la sobrextensión imperial, mientras que China habría reemplazado a Europa y Japón como nuevo competidor económico de EEUU en América Latina. También se destaca la apertura de nuevos espacios de autonomía para la región frente al desinterés de Washington (o, en todo caso, frente a su interés y preocupación por otras áreas u otros países del mundo, donde las cosas le resultan cada vez más incontrolables). De nuevo, la analogía con Vietnam.

Esta sorprendente similitud de lecturas, basadas en hechos fácilmente observables, lleva a preguntarnos qué pasó en el medio, entre 1980 y 2003. En la década del 80, Ronald Reagan puso en jaque las tesis declinistas. Su presidencia no implicó la recuperación del dominio hegemónico, pero sí una restauración del poder imperial. Por méritos propios y torpezas ajenas, su gobierno abrió las puertas para la victoria en la Guerra Fría. Sin embargo, la tendencia a la declinación del poder de EEUU en América Latina no se revirtió durante el mandato de Reagan, y la región no se sometió a los dictados de Washington ni renunció a desarrollar una estrategia exterior de diversificación en materia política, diplomática y económica. Por el contrario, como lo prueban el Grupo de Contadora y su Grupo de Apoyo, resistió con firmeza las duras políticas del gobierno republicano hacia América Central.

La década «rara» es la del 90. En ese periodo, EEUU ejerció una «hegemonía por default» sobre la región, dado que, por primera vez en la historia, no tuvo que preocuparse por actores extrarregionales. Por su parte, los países latinoamericanos buscaron acomodarse pragmáticamente al contexto de la Posguerra Fría y la globalización, y todos –salvo Cuba– se acercaron a Washington por necesidad, oportunismo o convicción. Esta situación no debería sorprender a nadie: expresa la reacción lógica de naciones pertenecientes al área de influencia del país que resultó victorioso en la confrontación con la Unión Soviética.

En la primera década del siglo XXI, la supremacía estadounidense sobre América Latina es un regreso a la «normalidad», pero con la fuerte marca del 11 de septiembre. Por un lado, siguen presentes las tendencias iniciadas en los 60, que la erosionan progresivamente, al tiempo que EEUU fortalece los vínculos comerciales y estratégicos con los países con los que ha suscripto tratados de libre comercio y extiende sus intereses de seguridad en la región, especialmente sobre México, América Central y el Caribe. El antiguo «patio trasero» hoy forma parte de lo que se denomina «homeland security».

En ese contexto, es correcto hablar de una declinación hegemónica, siempre y cuando se la inscriba en el marco de un proceso de largo plazo que ya fue claramente identificado en la década de 1970. La conclusión a la que llegó Abraham Lowenthal en esos años tiene hoy más valor que nunca: «Estados Unidos enfrentará serias dificultades en un hemisferio en el que es todavía muy poderoso, pero en el que no está más a cargo de modo incuestionable». La tesis es incorrecta y apresurada si de ella se deriva que Washington, como se ha puesto de moda afirmar, está «más lejos que nunca» de América Latina. No creo que nadie piense así en Colombia, México, América Central y el Caribe. Es cierto que, en el resto de la región, la presencia y la influencia estadounidenses son menores. Pero esto tampoco es una novedad.

¿Dónde estamos?

Las cuatro visiones aquí resumidas, si bien tienen algunos elementos de verdad, tienden a simplificar un vínculo cuya actual riqueza y complejidad requiere marcos de análisis más acotados y rigurosos. La idea del hemisferio occidental es inviable y anacrónica. Tres factores estructurales juegan en su contra: la enorme asimetría de poder entre las dos Américas, que obstaculiza la coincidencia de intereses; el fenómeno de la globalización, que echó definitivamente por tierra la noción misma de una «relación especial» y, por último, las diferencias entre los países latinoamericanos, que hacen difícil llegar a consensos «verdaderos» de alcance continental. No obstante ello, el sustrato de valores comunes y, en cierta medida, de metas comunes en que se apoya esta idea no se debe desestimar tan rápidamente, como suelen hacerlo sus más duros críticos. En teoría, podría constituir un factor de importancia para la cooperación y la creación de espacios de convergencia, aunque quizás en ámbitos más limitados. En la práctica, esto dependerá mucho de lo que haga EEUU, así como de la capacidad de América Latina para dar respuestas eficaces a la cuestión social, que hoy es una espada de Damocles sobre los avances producidos en el proceso de democratización. En el caso de Washington, es probable que las vulnerabilidades evidentes del modelo de «superpotencia militar» que ha orientado la política exterior de George W. Bush abran paso, en los próximos años, a una reformulación de la estrategia que permita, entre otros aspectos importantes, recuperar la legitimidad perdida. Está por verse si EEUU será, en el mundo y en nuestra región, una fuente de orden más que de desorden, y si es capaz de responder a las demandas latinoamericanas a favor de un cambio justo, especialmente en lo que hace a una mayor justicia económica y social. La tesis de la irrelevancia creciente es poco específica y engañosa. México, América Central y el Caribe –y en Sudamérica, Brasil– ocuparán un lugar cada vez más importante en la agenda estadounidense. Los primeros, por su inexorable integración con EEUU; Brasil, debido a su creciente poder y su intención de limitar la influencia estadounidense en Sudamérica, y también por su papel estabilizador en un área que seguramente atravesará serias dificultades. Además, Washington tiene necesidades concretas que la región puede satisfacer. Cabe esperar entonces más y no menos políticas, pero más específicas y bilaterales.

La tesis de la voluntad y práctica imperialista es simplista y vaga. La propensión estadounidense a involucrarse en América Latina es una función compleja del carácter del sistema internacional, de su posición global de poder, de su política interna y de factores propios de la periferia, que pueden generar la clásica dinámica del imperialismo defensivo. Este último aspecto juega un papel considerable en la evolución de esa forma de intervención. En efecto, algunas investigaciones han mostrado que también existen fuentes de expansión imperial en la periferia, tales como la existencia de «fronteras turbulentas» y la debilidad, la inestabilidad o el colapso de los Estados periféricos. Esos dos factores –fronteras turbulentas y periferias «fallidas»– generan reacciones metropolitanas que se conciben en términos defensivos, pero en la práctica tienen un efecto expansivo. Como concluye John Galbraith en su brillante artículo sobre la «frontera turbulenta» como factor de la expansión del Reino Unido en la India, África del Sur y Malasia, «los gobernadores británicos continuaron tratando de eliminar el desorden en las fronteras mediante la anexión, lo que a su vez produjo nuevos problemas de frontera y una mayor expansión. La ‘frontera turbulenta’ contribuyó por lo tanto a la paradoja del imperio del siglo XIX, que creció a pesar de sí mismo». La larga historia de los imperios y de las grandes potencias incluye numerosos ejemplos de esta forma no querida de prolongación del poder metropolitano. Conviene registrarlos, dado que las crisis y las debilidades de nuestra región son un factor que, objetivamente, sigue alentando la extensión del poder estadounidense, incluso en términos militares. Los defensores de la tesis imperialista convocan al fantasma que quieren alejar cuando defienden, sin proponérselo pero como conclusión natural de sus argumentos, la necesidad de una resistencia estructural a Washington.

Por último, la dinámica propia de las relaciones entre una gran potencia y su área de influencia es también la más adecuada para acercarse a la cuestión de la declinación hegemónica. El retorno de esta tesis se nutre de los mismos argumentos utilizados en Estados Unidos en el debate académico de los 60 entre declinistas y triunfalistas. La antigüedad del debate sobre el proceso que lleva de la hegemonía a la declinación debería ser tomada como una advertencia para quienes auguran el pronto debilitamiento de América Latina, en especial de América del Sur, como área de influencia de Estados Unidos. La tesis declinista, sustentada en la creencia de que EEUU está política, económica, militar y hasta moralmente sobrextendido, tiene más de treinta años. Durante ese periodo, Washington ganó la Guerra Fría y extendió su poder en el mundo. No está claro, entonces, si la actual fase de extensión –o de sobrextensión– es la que finalmente anticipará el inicio de la verdadera caída.

Para los latinoamericanos, y especialmente para los sudamericanos, es más importante entender que, declinante o no, EEUU carece del poder para controlar mucho de lo que hacemos, o de lo que nos gustaría hacer. Es necesario tener en cuenta, también, que Washington está dispuesto a establecer con los países de la región «esferas de responsabilidad» para realizar tareas en común mediante una cierta división del trabajo. Hoy contamos con un espacio de autonomía objetiva para vincularnos entre nosotros y con un mundo que es cada vez más plural que unipolar.

Lamentablemente, nuestros problemas internos y las diferencias y los conflictos entre nuestros países abren grandes interrogantes sobre la voluntad y la capacidad de América Latina para aprovechar esa autonomía. Pero eso es harina de otro costal.

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