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NUSO Nº 210 / Julio - Agosto 2007

Escenarios posibles y el papel de Alemania en la región

Aunque no sufre extremismos religiosos y políticos y sus países son formalmente democráticos y respetan los derechos humanos, América Latina es hoy una región heterogénea, que ocupa un lugar marginal en el sistema internacional y que se ha dividido en dos: el grupo de países situado al norte del Canal de Panamá, cada vez más integrado a Estados Unidos, y América del Sur, que busca dificultosamente una alternativa propia bajo el liderazgo aún no consolidado de Brasil. Partiendo de este diagnóstico, el artículo define dos escenarios posibles para el futuro y explora, en el final, el posible papel de Alemania en la región.

Escenarios posibles y el papel de Alemania en la región

Escenarios posibles y el papel de Alemania en la región

Aunque no sufre extremismos religiosos y políticos y sus países son formalmente democráticos y respetan los derechos humanos, América Latina es hoy una región heterogénea, que ocupa un lugar marginal en el sistema internacional y que se ha dividido en dos: por un lado, el grupo de países situado al norte del Canal de Panamá, cada vez más integrado a Estados Unidos, y por el otro América del Sur, que busca dificultosamente una alternativa propia bajo el liderazgo aún no consolidado de Brasil. Partiendo de este diagnóstico, el artículo define dos escenarios posibles para el futuro y explora, en el final, el posible papel de Alemania en la región.

Punto de partida: una región en desintegración

En sentido político y económico, América Latina ya no puede considerarse una unidad regional. Desde el fin de la Guerra Fría, las cinco subregiones (México, Centroamérica, el Caribe, los países andinos y el Cono Sur) se han dividido, sobre todo en lo que concierne a la política económica y de seguridad, en dos grupos claramente distinguibles, cuya frontera geopolítica está ubicada en el Canal de Panamá. Por un lado, Centroamérica y el Caribe están vinculados a través de unas interdependencias variadas y complejas a una «Comunidad de América del Norte» que está desarrollándose lentamente. Por otro lado, en América del Sur, bajo el liderazgo aún no consolidado de Brasil, comienza a desarrollarse un nuevo subsistema regional cuya agenda política y económica de desarrollo sigue siendo muy debatida entre los países que lo integran.

A pesar del aumento de las tensiones sociales e intrarregionales, en América Latina no ha surgido ninguna forma de extremismo con motivos políticos o religiosos. La región, además, aún permanece libre de armas de destrucción masiva. La homogeneidad cultural y política –formalmente democrática– es indudable. Sin embargo, esto no garantiza una cooperación entre los países ni tampoco una posición conjunta en relación con el resto del mundo. Brasil y México, las dos potencias que asumían tradicionalmente el liderazgo latinoamericano, se han limitado a impulsar modelos de cooperación subregionales, como el Mercosur y el Plan Puebla-Panamá, a punto tal que las potencias medianas, como Chile y Venezuela, han impulsado sus propias iniciativas políticas regionales. Sin embargo, la integración de México en América del Norte convierte a Brasil en la única potencia regional de América Latina.

Debido a las crisis financieras y de endeudamiento, desde el final de la Guerra Fría, y sobre todo a partir del cambio de prioridades de la política exterior estadounidense tras el 11 de septiembre de 2001, América Latina ha perdido peso en el sistema internacional. Esto influye negativamente en sus posibilidades de competir en la economía mundial a pesar del crecimiento económico sostenido que viene experimentando gracias a la demanda de materias primas. La participación de la región en el comercio mundial, en las inversiones totales y, sobre todo, en los gastos de investigación y desarrollo, continúa en descenso. Así, mientras que la participación de Asia en las exportaciones mundiales aumentó a más del doble entre 1953 y 2005 (de 13,4% a 27,4%), la de América Latina prácticamente se redujo a la mitad en el mismo periodo (de 11,1% a 5,6%). Esto produjo una heterogeneidad y una desintegración inusuales, de la que ni siquiera se salvaron aquellos procesos subregionales que se consideraban relativamente estables, como la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el Mercosur. Nunca antes en la historia reciente de América Latina existió tal cantidad de tensiones bilaterales, incluso entre países con orientaciones ideológicas similares. Esto no solo dificulta la cooperación intrarregional y pone en peligro la continuidad del desarrollo de los mecanismos de integración existentes, sino que además convierte a América Latina, o al menos a sus países más importantes, en socios impredecibles en lo que respecta a su política internacional. Y esto es particularmente importante porque, además del intercambio comercial con EEUU, las relaciones económicas Sur-Sur se han vuelto un factor de integración decisivo, tanto dentro de la región como en el proceso de globalización. Prueba de ello es no solo el vertiginoso aumento de la importancia de China para el desarrollo económico latinoamericano, sino también la dinámica del proceso de cooperación de IBSA (el grupo conformado por India, Brasil y Sudáfrica), y, sobre todo, el G-20, una iniciativa brasileña en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Los 25 años de democratización y globalización han modernizado a América Latina en múltiples aspectos, tanto políticos como económicos. Sin embargo, en comparación con otras regiones, se han producido pocos avances en el desarrollo macroeconómico. Una prueba de esta afirmación son los movimientos migratorios de millones de personas hacia EEUU (aunque también, cada vez más, hacia la Unión Europea). Otro ejemplo lo constituyen las remesas de los latinoamericanos que viven en el exterior, cuyo monto total, 62.000 millones de dólares en 2006, sobrepasa ya en seis veces los fondos de la cooperación para el desarrollo, y probablemente alcanzará muy pronto a las inversiones extranjeras, que llegaron a 72.000 millones de dólares en 2006, puesto que el crecimiento de estas remesas es de 14% anual.

La distribución del ingreso ha empeorado en forma generalizada y América Latina hoy es estigmatizada en el ámbito internacional como la región más injusta del mundo. A pesar de que las tasas de crecimiento han mejorado notablemente durante los últimos años, no se han producido cambiosimportantes en ese sentido: de hecho, 10% de la población continúa quedándose con más de 48% del ingreso.

Al mismo tiempo, la democratización y la globalización contribuyeron de manera diversa, pero convergente, a que una gran mayoría de latinoamericanos tomara más conciencia de las asimetrías nacionales y regionales de poder y de bienestar. De los casi 550 millones de personas que viven en América Latina, más de 200 millones (39,8%) se encuentra por debajo de la línea de la pobreza. De ellos, casi 80 millones (15,4%) pasa hambre. En este contexto, la democracia, que en la mayoría de los países está afianzada en sus criterios mínimos, está expuesta a una sobrecarga excesiva, sobre todo teniendo en cuenta que, con la tasa actual de reducción de la pobreza (alrededor de 1% anual), se necesitarían más de tres generaciones para asegurar la satisfacción de las necesidades básicas.

La decepción y la irritación por la escasa responsabilidad social de gran parte de las elites ha generado un cambio radical del comportamiento electoral, que ha consagrado o reafirmado en el poder tanto a gobiernos conservadores (Colombia, México y casi todos los países de Centroamérica) como socialdemócratas (Brasil, Chile, Perú, Uruguay) o incluso populistas de izquierda (Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Venezuela). Más allá de cada resultado electoral, lo notable es que en algunos países se ha producido el ascenso de partidos y líderes antisistémicos. Por eso, la democratización, al igual que la globalización, ha generado en algunas naciones latinoamericanas complicaciones de gobernabilidad. A los partidos ya establecidos les resulta cada vez más difícil construir un modelo de gobernabilidad capaz de generar consenso en sociedades muy polarizadas, especialmente cuando ni siquiera existe un acuerdo básico en cuanto a los instrumentos necesarios para preservar la estabilidad económica. La toma de conciencia política por parte de los pueblos indígenas –así como las formas de protesta y de participación que se desarrollaron a partir de ella– hace cada vez más necesaria la adaptación de los sistemas políticos tradicionales a los nuevos valores sociales. Esto ya ha conducido, en algunos países, a un cambio de elites.

Casi todas las sociedades latinoamericanas se encuentran en transformación. En la mayoría de los casos, además, aún no ha concluido el proceso de constitución del Estado o la nación. Por eso, la inestabilidad política, económica y social que América Latina atraviesa en la actualidad constituye una expresión de normalidad histórica. Los sistemas políticos de la región se caracterizan por tener presidentes fuertes apoyados en estructuras partidarias clientelistas que se limitan a la construcción de mayorías y no se destacan especialmente por el trabajo parlamentario.

De todos modos, se han producido avances sustanciales en la defensa de los derechos humanos y se ha mantenido un gasto en armamento relativamente bajo para los estándares internacionales, de 1,4% del Producto Bruto Social (PBS) regional (salvo excepciones, como Chile, Colombia y Venezuela). Pero, aunque esto ha hecho que América Latina no genere grandes motivos de preocupación internacional, sigue siendo una región con niveles de violencia e índices de homicidio muy altos, no solo en Colombia, sino también en México y América Central.

El debilitamiento del Estado en América Latina, provocado sobre todo por la liberalización y la modernización de la economía, condujo a la privatización de algunos de sus deberes fundamentales, incluso el de la seguridad pública, lo cual, en algunos países, restringió notablemente los deberes sociales del Estado tendientes a fomentar la estabilidad. Esto contribuyó, en buena medida, a que la delincuencia común y el crimen organizado, principalmente relacionados con el tráfico de drogas, aumentaran hasta alcanzar dimensiones casi inimaginables, convirtiéndose así en un factor central para la ingobernabilidad en ciertas ciudades y regiones. La tendencia a considerar que los actores privados garantizan la seguridad con más eficiencia que las fuerzas públicas constituye unsigno claro de la pérdida de influencia del Estado. Por eso, una de las características de la política en la región es la demanda actual de un Estado fuerte. En este marco, se discute una nueva división de tareas entre las fuerzas armadas y la policía para mejorar la seguridad pública, aunque estos cambios en los roles de cada una resultan inviables en aquellos países que, como Argentina y Uruguay, están marcados por sus experiencias de dictaduras militares.

Pero el Estado no solo es necesario para paliar la criminalidad y la violencia. También resulta esencial para integrar a las minorías –a veces incluso a la mayoría de la población– a la economía y a la sociedad, así como para mejorar la igualdad de oportunidades en lo referente a la educación y la salud, el sistema de pensiones y la satisfacción de las necesidades básicas. No obstante, aun cuando las tasas de crecimiento siguen siendo todavía buenas, esto parece muy poco factible en el mediano plazo si no se genera un fuerte proceso de redistribución de la riqueza. En ese sentido, en América Latina se hace cada vez más evidente la división de modelos entre el neoliberalismo y el neodesarrollismo. Este último apela a distintas formas de inversión estatal para cubrir aquellas necesidades básicas que el mercado no puede satisfacer, además de estimular la economía mediante el impulso del sector público. Esta división entre dos estrategias diferentes confirma la idea de que América Latina busca un modelo de desarrollo que le permita salir de la crisis y generar una mayor estabilidad social y política.

América Latina en 2020: entre el aislamiento y la integración

Escenario 1: el «Extremo Occidente» como perdedor de la globalización. En 2020, la región habrá quedado marginada del sistema internacional y se habrá vuelto aún más heterogénea, tanto dentro de cada país como entre los países que la conforman. México y Centroamérica, al igual que gran parte del Caribe, incluida Cuba con su riqueza energética, se habrán adherido –o estarán asociados– a una Comunidad de América del Norte bajo el liderazgo de unos EEUU «latinizados» en su política interna.

Por su parte, América del Sur no logrará, pese a diversos y prometedores intentos –sobre todo el Mercosur–, crear una estructura de cooperación e integración sostenible. En la subregión sudamericana las concepciones acerca del desarrollo y la integración serán tan diversas que se llegará a hablar de una división geográfica entre los países del Pacífico y los del Atlántico. El primer grupo, debido a su política económica y a su colaboración con EEUU, se considerará «modernizado» de acuerdo con las reglas del mercado. El segundo grupo será criticado, tanto por los países del eje del Pacífico como por EEUU, por regresar a formas ya superadas de intervención del Estado. Debido a la falta de interés de sus vecinos en aceptar su liderazgo, Brasil se irá liberando poco a poco de sus responsabilidades regionales para fortalecer sus lazos políticos y económicos con China, la India y Rusia, aprovechando su lugar de importante productor de alimentos y energía. Por razones tanto tecnológicas como de estatus, y pese a la decidida resistencia estadounidense, Brasil se convertirá en un miembro más del club de las potencias atómicas. Los conflictos entre los países por obtener un mejor acceso a las fuentes de energía y los mercados ocasionarán una serie de disputas limítrofes de corto plazo y también un pequeño número de desplazamientos de límites.

La democracia se mantendrá bajo distintas formas, se incrementará la participación de los grupos étnicos en los países andinos y se profundizará el debilitamiento de los partidos tradicionales. El cambio de elites generado por estas circunstancias producirá distintas crisis de estabilidad que marginarán aún más a América Latina del sistema internacional. La diversidad de modelos de desarrollo y la falta de colaboración regional harán que, a excepción de Brasil, disminuya la competitividad de los países latinoamericanos. La incapacidad de la mayoría de ellos para crear consensos y conciliar los intereses de los distintos sectores, sumada al abismo entre las promesas electorales y las mejoras reales, reducirá la legitimidad de los gobiernos democráticos. Los partidos y la justicia seguirán siendo actores relevantes solo para una parte de la sociedad, aquella que no se encuentra sumida en la informalidad, la pobreza y la exclusión.

Los militares ocuparán un papel cada vez más importante. Aunque no asumirán oficialmente el poder en ningún país, las inestabilidades nacionales y regionales, junto con la creciente demanda de seguridad debido al aumento de la criminalidad organizada relacionada con la violencia y las drogas, incrementarán el despliegue de las estructuras de seguridad, tanto públicas como privadas. Sin embargo, dada la gran cantidad de conflictos entre países, no será posible desarrollar una nueva estructura de seguridad regional. Salvo Brasil, los países latinoamericanos integrarán el club de los grandes perdedores de la globalización. Sus socios tradicionales, EEUU y Europa, reducirán notablemente sus relaciones con América Latina, mientras que Asia –con excepción de su interés en las materias primas– tampoco construirá relaciones sólidas más allá de Brasil. Al mismo tiempo, China inundará los mercados latinoamericanos con sus productos industriales, reduciendo a la región al papel de proveedor de materias primas.

El envejecimiento creciente de la sociedad sudamericana como resultado de la emigración y la ausencia de una cohesión nacional o regional harán que las elites se aferren a sus «valores occidentales» y consideren sus sistemas políticos como democracias consolidadas. Sin embargo, estos valores democráticos no se podrán poner en práctica en la mayoría de las sociedades. En un mundo cada vez más abierto y competitivo, la región habrá perdido el tren de la modernidad debido a la falta de predisposición de la mayoría de las elites a efectuar transformaciones sociales radicales, y también a causa de las dificultades para manejar sus recursos humanos y económicos y a la escasez de inversiones a futuro.

La UE, consolidada, estará dedicada casi exclusivamente a la política europea, con su política exterior centrada en Rusia y Oriente Medio y su estrategia económica orientada a ampliar la relación con Asia, cada vez más importante como socio en la globalización. En este contexto, América Latina disminuirá su participación en el comercio y las inversiones de la UE, que solo la considerará estratégica por algunas materias primas. La tríada EEUU-América Latina-Europa, a la que se aspiraba a fines del siglo pasado, habrá cedido su lugar al triángulo EEUU-América Latina-China.

El escaso interés de EEUU en América del Sur –pese a las tensiones motivadas por la producción de drogas en los países andinos y las iniciativas de Brasil (sobre todo en biocombustibles) y de Venezuela (petrodiplomacia) en materia de política energética– le permitirán a la región iniciar un desarrollo autónomo, tomando como ejemplo el exitoso ascenso de Asia, lo que a su vez permitirá aunar el funcionamiento de la democracia formal con una mayor competitividad internacional. Aunque al principio prevalecerán las situaciones de conflicto intrarregionales causadas por los diversos modelos de desarrollo y las distintas alianzas, Brasil logrará conciliar los intereses de una CAN en decadencia con los de un Mercosur ampliado. Esto no solo traerá aparejado un nuevo estilo de cooperación en la Unasur. También permitirá confirmar una estructura de seguridad regional sudamericana cuya capacidad militar será usada por la ONU para las misiones de paz.

Será un proceso innovador debido a la decisión de los países sudamericanos de efectuar reformas radicales, sobre todo sociales, y redefinir el papel del Estado, algo que en algunos casos solo se logrará tras superar grandes dificultades. Este proceso de transformación también se generará a partir de una exitosa política de redistribución interna en Brasil. La lenta reestructuración de los distintos modelos de desarrollo y la creación, relativamente rápida, de un mercado interno sudamericano harán que disminuyan las inestabilidades regionales y las desigualdades sociales. Los instrumentos para este desarrollo serán la ampliación de la infraestructura regional y la implementación de fondos estructurales, lo cual generará también una reducción considerable de los conflictos intrarregionales. América del Sur habrá conseguido, en este proceso, independizarse por completo de las importaciones de energía mediante la integración inteligente y la ampliación de las fuentes renovables.

A pesar de estos avances, América del Sur no alcanzará la posición que buscaba como plataforma de producción global debido a las ventajas de Asia en cuanto a las capacidades industriales y de investigación, así como por la falta de confianza de las empresas multinacionales en la previsibilidad de las políticas de cada país. Al mismo tiempo, sin embargo, el procesamiento de las materias primas minerales, tan abundantes en la región, contribuirá, junto con la expansión del agrobusiness –cuestionable desde el punto de vista social– a una balanza comercial muy positiva. La fuerte diversificación de los flujos comerciales, con una cierta concentración en las relaciones Sur-Sur, podría compensar la pérdida parcial de mercados tradicionales en América del Norte y Europa.

Por cierto, el desarrollo democrático latinoamericano no siempre estará a la altura de lo esperado. El fracaso de los partidos, que ya había comenzado a advertirse a comienzos de siglo, habrá llevado a que en muchos países se consolide un régimen más bien autoritario liderado por «caudillos». Estos caudillos serán frecuentemente reelegidos gracias a los avances económicos y sociales, fácilmente palpables por la mayoría de la población, lo que no impedirá que la oposición denuncie la pérdida de pluralismo y las restricciones al Estado de derecho. En este aspecto, los críticos también habrán advertido el «ejemplo» de Asia. Sin embargo, en todos los países se registrarán altos estándares de derechos humanos y una actitud claramente democrática de los militares. Se fortalecerá el Estado, a pesar de lo cual la problemática de la seguridad pública continuará requiriendo una atención especial debido a que, en algunos países, las fuerzas de seguridad y la justicia habrán caído en descrédito, no solo por la violencia de las protestas sociales, sino también por la criminalidad transnacional.

Debido a su pertenencia, formal o informal, a la Comunidad de América del Norte, México, Centroamérica y el Caribe desempeñarán un papel más bien secundario en las organizaciones internacionales y votarán alineados con EEUU. Los integrantes de la Unasur, en cambio, se convertirán en socios importantes de la UE dentro de un orden mundial multilateral. Así, por ejemplo, en acuerdo con la UE y a través de iniciativas propias, la Unasur contribuirá a desarrollar instrumentos fundamentales de la global governance, tanto en relación con la arquitectura financiera internacional y la reforma de la OMC, como en la creación de una Organización Mundial del Medioambiente. Por sus estrechas relaciones con África y Asia, América del Sur se habrá transformado en una aliada central de la UE para el impulso de las políticas medioambientales y de paz. En aquellas cuestiones relacionadas con el comercio mundial, funcionará como portavoz de los intereses del Sur, criticando frecuentemente las ventajas económicas que el sistema otorga a los países desarrollados.

La UE, fortalecida tras superar las numerosas crisis padecidas tanto a escala transatlántica como en su propio territorio, también alcanzará una posición de global player en la que, en su calidad de «madre de la integración», puede aparecer como rulemaker (creadora de reglas) y no solo como ruletaker (seguidora de reglas), tanto en temas económicos como de seguridad. La capacidad de integración de la UE, puesta en duda a principios de siglo, quedará claramente confirmada y le otorgará una legitimidad importante en el escenario internacional, que resultará especialmente beneficiosa en su relación con las regiones del sur que atraviesan procesos de integración. Alemania, en su condición de motor histórico de la integración europea, gozará de algunas ventajas especiales como socia en la política exterior y en la formulación de reglas políticas y de mercado de los países de América Latina, lo que contribuirá a un incremento de su influencia en la región.

Márgenes de actuación para la política alemana: un «socio parcial»

Teniendo en cuenta estos escenarios, tanto Alemania como la UE solo pueden ser un socio parcial, con una influencia limitada en el desarrollo social y económico de América Latina. Sin embargo, a través de una relación de colaboración, Alemania puede contribuir, en cierta medida, a definir el espacio y la forma en que América Latina puede construir su capacidad de alianza en el sistema internacional. Su principal socio estratégico en la región debería seguir siendo Brasil, entre otras cosas para conservar a este importante global player como un socio clave,al menos en determinadas áreas. Es por eso que una orientación bilateral en el trato con cada uno de los países latinoamericanos podría resultar más eficiente y generar una mejor percepción desde ambos lados. Así, por ejemplo, con Brasil el vínculo se apoyaría en los temas globales, con Colombia en los problemas de seguridad, con Bolivia en las políticas de desarrollo y con Chile, en las cuestiones de política social. En política exterior, a veces menos puede ser más.

El intento de la UE de tratar a América Latina como un bloque, sin tener en cuenta los diversos acuerdos comerciales existentes y aspirando a una visión del mundo compartida muy difícil de alcanzar, sobrecargó la cooperación birregional en forma innecesaria. Esta percepción se basó en la idea de que América Latina atravesaría en el futuro un proceso de unificación similar al de Europa, cuando, como ya señalamos, en realidad la región parece estar adquiriendo un perfil cada vez más heterogéneo. No es casual que los dos acuerdos de asociación con la UE de mayor alcance hayan sido logrados por Estados individuales –México y Chile–, mientras que las negociaciones entre bloques resultan mucho más difíciles. En este contexto, Alemania debería construir con México, pero sobre todo con Brasil, una relación distinta de la que mantiene con los otros países o subregiones, sobre todo en lo relacionado con la global governance. La participación de Brasil y de México en las reuniones del G-8 expresa ya una política en ese sentido, que a su vez debería reflejarse en la pronta incorporación de Brasil a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Además de contemplar la situación de cada país, será necesario armonizar los intereses europeos. No será fácil congeniar una variedad de políticas nacionales, pero quizá sea menos difícil si se compara América Latina con otras regiones más conflictivas del mundo, donde persisten intereses históricos y estratégicos europeos más arraigados. En cualquier caso, habría que encontrar fórmulas que compensaran la pretensión española de ser el único representante de la política europea en América Latina, lo que contribuyó a que la política común de la UE quede desdibujada y no guarde relación con el peso efectivo de los intereses alemanes, británicos, franceses e italianos en la región. Solo una división clara entre las políticas bilaterales y las comunitarias podrá contribuir a mejorarla imagen de la UE y de sus Estados miembros en América Latina. En este contexto, la posición de Alemania se verá fortalecida si contribuye a exponer las divergencias de intereses europeos (por ejemplo, el efecto negativo que produce en América Latina la política agraria de Francia) y también si interviene activamente para que la UE acepte algunas inquietudes específicas, como la reforma del régimen bananero o la extensión de la condonación de las deudas del Club de París.

Alemania haría bien en ampliar su papel para mantener la gobernabilidad en las sociedades latinoamericanas polarizadas, esforzándose por consolidar la democracia, implementar medidas para reformar el Estado de derecho y fortalecer la sociedad civil. Esto contribuiría a mejorar la gobernabilidad y fortalecer la democracia, condición esencial para disminuir la desigualdad y avanzar en la construcción de un auténtico Estado social. Si bien la política de la UE, que ubica el concepto de cohesión social en el centro de los esfuerzos birregionales, apunta en la dirección correcta, no enfatiza con suficiente fuerza que, para llevar a la realidad esta idea, es necesario un cambio radical en la forma de pensar de las elites latinoamericanas, junto con una clara política de redistribución en favor de los sectores más desfavorecidos.

La experiencia de reunificación y de integración con Europa dotó a Alemania de la capacidad necesaria para asumir un rol de liderazgo en la promoción de las iniciativas de integración latinoamericana. No obstante, es necesario considerar las circunstancias y los requisitos históricos de América Latina, que son muy diferentes de los de Europa. Así, es probable que, en este momento, sea más importante apoyar las políticas vecinales –tomando como ejemplo las relaciones franco-alemanas o polaco-alemanas– que promover los parlamentos regionales, como el Parlacen o el Parlasur, sobre todo si se tiene en cuenta que, en la mayoría de los países latinoamericanos, ni siquiera los parlamentos nacionales cumplen una función importante en el proceso de toma de decisiones en el campo de la política exterior.

Temas como la necesidad de tener en cuenta la situación específica de cada país o subregión y su diversidad; la defensa de la democracia y del Estado de derecho; la reducción de las desigualdades sociales; la promoción de la integración regional; la exigencia de la responsabilidad global de la región y la armonización de los intereses europeos serán claves para el futuro de las relaciones entre Alemania (y la UE en general) y América Latina. Por esto Alemania debería determinar claramente cuáles son sus intereses en la región y definir los sectores y temas en los cuales pretende comprometerse e invertir, pues solo así podrá convertirse en un socio parcial, pero predecible, para la región.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 210, Julio - Agosto 2007, ISSN: 0251-3552


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