Opinión
julio 2019

Es tiempo para el poscapitalismo

La medida del avance del poscapitalismo es la caída en el número de horas trabajadas en el sistema salarial, el aumento en la cantidad de tiempo dedicado al ocio sin valorización del capital a través de la extracción de datos y el incremento de la actividad realizada en el marco de instituciones no mercantiles. Ni la disminución de la pobreza ni el aumento del bienestar: el tiempo será la medida final de la transición poscapitalista.

<p>Es tiempo para el poscapitalismo</p>

Si somos afortunados, el mundo está al borde de una rápida transición más allá del carbono. Sabemos cómo se medirá la transición poscarbono: el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático y otros organismos han creado indicadores y cronogramas bastante detallados. Necesitamos reducir a la mitad las emisiones de carbono para 2030 y llegar al carbono cero neto para 2050.

Pero supongamos que en el mismo plazo quisiéramos comenzar una transición más allá del capitalismo. ¿Cómo la mediríamos? La única vez que se intentó antes comenzó con la arrogancia del «comunismo de guerra» comandado por Vladimir Lenin y terminó con la decadencia y la esclerosis de la Unión Soviética de Leonid Brézhnev. Uno de los aspectos más sorprendentes de la fallida transición soviética fue su completa confusión teórica.

El economista Yevgeny Preobrazhensky entendía la transición como la interrelación entre las leyes objetivas del mercado y los intentos de planificar la economía. Pero bajo la ortodoxia estalinista los procesos objetivos que subyacen a los mecanismos de distribución del mercado recibieron su acta de defunción.

La tesis del poscapitalismo sugiere una ruta diferente más allá del mercado, sobre la premisa de una automatización decisiva de la actividad productiva, la desvinculación entre el trabajo y los salarios, el potenciamiento del efecto de red y la democratización de la información. Es necesario que los Estados hagan cuatro cosas:

Primero, es necesario que hagan posible el surgimiento de un sector no mercantil de la economía, conformado por asociaciones mutuales, cooperativas y reservas de abundancia relativa. Segundo, es preciso que expandan el sector estatal para proveer servicios básicos universales y un ingreso básico. Tercero, deben mejorar los efectos de red para crear utilidad gratuita que no sea captada por la propiedad privada y el intercambio del mercado. Finalmente, en cuarto lugar, es necesario que promulguen leyes que rompan los monopolios tecnológicos y desalienten los modelos de negocio que promueven la renta, incluyendo aquellos más tradicionales, como la especulación inmobiliaria y financiera.

La teoría del valor trabajo

¿Pero cómo medimos el progreso? Aunque Preobrazhensky se equivocó en muchos aspectos, uno de los principios fundamentales que introdujo en la economía transicional fue que el Estado debería «desmitificar» sus propias acciones. Mientras que Karl Marx, siguiendo a Adam Smith y David Ricardo, había utilizado la teoría del valor trabajo como una forma de desmitificar el proceso que subyace al intercambio comercial, Preobrazhensky quería que esta guiara las políticas.

La teoría plantea que el valor monetario de todo lo creado en una economía determinada equivale a la fuerza de trabajo incluida en el producto total. Para los marxistas, esto abarca tanto el trabajo vivo como el «muerto», es decir, el trabajo realizado por un salario durante un cierto periodo considerado, más el trabajo representado por las maquinarias, las materias primas, la planta, la capacitación, la energía, etc. Los precios son estimaciones de cuánto tiempo de trabajo abstracto hay en cada mercancía.

En el capitalismo tradicional, la generación de excedente se impulsa extrayendo de los trabajadores más trabajo del necesario para reproducir la fuerza de trabajo. Sin embargo, el inicio del capitalismo de la información produjo un cortocircuito en el proceso tradicional de multiplicación del capital, en dos aspectos.

El primero es el llamado «efecto costo marginal cero», por el cual el precio de una mercancía cae de manera exponencial hasta acercarse a su costo de producción, lo que deja a las empresas dependiendo en gran medida del poder de mercado (sobre los trabajadores, los consumidores y otras empresas) para defender la fijación de precios con un recargo comercial. En segundo lugar, la tecnología de la información puede estimular la automatización de tal manera que esta destruya y reste calificación a los empleos más rápido de lo que esos empleos puedan ser reinventados por las nuevas necesidades y formas de escasez.

La caída en las horas de trabajo

La promoción de estos dos procesos está en el corazón de la transición al poscapitalismo. La disolución y/o propiedad pública de las grandes empresas, que elimina su poder de fijar precios en forma predatoria, promueve el derrumbe de los precios y los acerca a los costos de producción. Mientras tanto, potenciar la negociación salarial y proveer un alto salario social, compuesto por servicios públicos gratuitos y seguridad social universal, alienta la rápida automatización de la economía, lo que resulta en la caída de las horas de trabajo necesarias para reproducir la vida humana.

Preobrazhensky escribió que «para la época de transición (…) el termómetro que determina el éxito de una nueva sociedad es el incremento (…) en la cantidad de productos (no de mercancías) que manejan los órganos distributivos del Estado proletario». Pero para la transición poscapitalista, que se basa en la idea de un reemplazo granular y orgánico de las relaciones de mercado por otras colaborativas, una medición del resultado basada en la cantidad de productos sería completamente inadecuada (dejando de lado el evidente problema ambiental de medir el éxito en estos términos).

Los poscapitalistas no tienen la intención de crear un Estado con «órganos distributivos», sino más bien un sector no mercantil con su propia dinámica espontánea: la cooperativa de crédito, el banco sin fines de lucro, la plataforma cooperativa, la panadería anarquista, el proyecto de software de código abierto, la guardería con voluntarios, el proyecto cultural subsidiado, etc. En consecuencia, el «termómetro» no pueden ser las «cosas producidas fuera del mercado». Tiene que ser la proporción decreciente de las horas trabajadas a cambio de un salario, en comparación con aquellas dedicadas al ocio y a la actividad no remunerada.

En Reino Unido, el promedio anual de horas trabajadas por trabajador ha caído, desde 1950, de 2.200 a 1.700. Hay 8.760 horas en un año. Si deducimos unas 2.920 horas de sueño, eso significa que el trabajador promedio goza de 4.140 horas de ocio por año (presuponiendo cinco semanas de vacaciones, los fines de semana, los feriados y otras licencias).

Pero la economía dominante muestra poco interés en el ocio como actividad productiva. El supuesto es que, durante el tiempo en que no trabaja, el trabajador está económicamente activo solo como consumidor. Incluso la economía sindical estándar concibe el equilibrio entre trabajo y vida puramente como trabajo versus ocio.

Una difusa línea divisoria

Sin embargo, en menos de una generación, la tecnología de la información en red ha comenzado a desdibujar la línea divisoria entre el trabajo y el ocio. Las 1.700 horas de trabajo incluyen el tiempo ocupado en el uso de celulares inteligentes o el empleo de la computadora del trabajo para hacer transacciones de consumo o llevar adelante interacciones personales. Aunque resulta imposible en el caso de empleos de alto grado de coerción, en el extremo poco calificado del mercado laboral, el derecho a llevar a cabo estas actividades se ha establecido en amplios sectores de la clase trabajadora asalariada y los estratos profesionales.

El quid pro quo es que estos mismos trabajadores tienen que hacer una gran cantidad de trabajo durante su tiempo libre. Como resultado, la obsesión capitalista por establecer unidades de tiempo de trabajo abstractas e imponer movimientos precisos a los trabajadores, que se inició bajo el taylorismo en la década de 1890, perdió importancia frente a la concreción de proyectos en ciertos plazos y con determinado nivel de calidad.

En lugar de una única corriente de valor que emana de la explotación en el lugar de trabajo, hay ahora tres corrientes de valor que se originan en nuestras actividades habituales. Primero está el trabajo, que produce valor excedente en el sentido marxista tradicional y provee los salarios con los que el excedente se puede canalizar a través del consumo. En segundo lugar, está la explotación financiera a través del sistema crediticio: hipotecas, deudas con las tarjetas de crédito, préstamos para la compra de automóviles y para estudiar, y la titulización de pagos regulares. En tercer lugar, está la extracción de datos, por medio de la cual un nuevo tipo de empresas utiliza el efecto de costo marginal cero para proveer bienes tecnológicos a precio menor que el costo y para crear un «jardín amurallado» de elecciones para los consumidores, en el cual se nos venden productos con sobreprecio (como el contenido de Netflix) o se comercializan nuestros datos de comportamiento a publicistas y especialistas en mercadeo.

Profundas implicancias

Esto tiene profundas implicancias para la visión bidimensional del «balance trabajo-vida» propia de los sindicatos o la socialdemócrata: no puede tratarse solo de reducir el promedio anual de 1.700 horas de trabajo en un quinto.

Los capitalistas de la información y los buscadores de renta necesitan, por sobre todo, una fuerza laboral que esté empleada con la suficiente estabilidad como para ganar acceso a los dos dispositivos más importantes: un teléfono móvil inteligente y una cuenta bancaria (que se funden en una única tecnología mediante la billetera electrónica de Apple, Paypal y la nueva moneda digital de Facebook). No necesitan que la tasa de extracción de excedente sea alta dentro del trabajo productivo, solo que los salarios parezcan lo suficientemente altos como para ajustarse a la tasa de interés y que la disciplina en el ámbito de trabajo sea lo bastante débil como para que el empleado pueda usar su teléfono.

Podríamos, en teoría, expandir el «tiempo libre» y seguir facilitando la esclavización de grandes porciones de la fuerza laboral en estas formas de explotación no centradas en el trabajo. En el proyecto poscapitalista, sin embargo, lo fundamental no es simplemente reducir las horas trabajadas a cambio de un salario, sino extender el número de horas empleadas en no valorizar el capital. La asignación de una porción definida del día, semana o año laboral dedicada a crear bienes no mercantiles es central para este concepto: participando en un proyecto de software de código abierto o en una guardería comunitaria, trabajando como voluntario en una huerta urbana o simplemente creando cultura para que otros la consuman.

El proyecto tiene que ser concebido de manera sinérgica. El establecimiento por ley de semanas laborales más cortas sin pérdida de salario promueve la automatización. La introducción de un ingreso y servicios básicos universales provee un subsidio por única vez para la automatización. Debilita la conexión entre subsistencia y trabajo, al permitir a más gente sobrevivir mientras el trabajo bien remunerado se vuelve escaso, y compensa el inevitablemente débil poder de negociación de los trabajadores en una economía voluble y financiarizada.

Incluso el paso de una semana laboral de cinco días a una de cuatro crearía un gran cambio cultural en términos de actitudes hacia el trabajo: quienes lo han puesto a prueba dicen que crea mucho más que un «fin de semana extralargo»: tiene efectos cualitativos en la creatividad durante la semana laboral, mejora el bienestar e impulsa nuevas actividades durante el tiempo de no trabajo.

Pero el cambio a una semana de tres días iría más allá: definiría el no trabajo como la norma y el trabajo remunerado como la excepción. La producción y el consumo cultural por parte de trabajadores menos estresados, menos controlados por dispositivos alienantes y más educados se convertirían en un rasgo fundamental de la vida para la mayoría de la gente.

Un sector no mercantil pujante

En este espacio, el apoyo estatal a los modelos de negocios no mercantiles comenzaría luego a crear un sector económico no mercantil con sus propias sinergias internas. Empezaríamos a ver la formación de cadenas de distribución no mercantiles, así como también el tipo de sinergias más horizontales entre el consumidor y las cooperativas de productores que se dan en ciudades como Madrid y Ámsterdam (donde el Estado promueve su creación). No hay otra cosa –más que la naturaleza predatoria de las empresas existentes y la sumisión de los legisladores– que nos impida exigir el formato de plataforma cooperativa como la norma para el alquiler de minitaxis o el de propiedades a corto plazo. Y lo mismo respecto a la provisión de capital para cooperativas y bancos sin fines de lucro por parte del Estado.

Como sostuve en Postcapitalismo, el rol del Estado no es planificar resultados precisos sino crear un espacio para nuevas instituciones, formas de propiedad, fuentes de capital y comportamientos productivos. Para Preobrazhensky –quien, por supuesto, fue ejecutado durante la Gran Purga de 1937–, la medida del avance del socialismo era el número de bienes provistos por el Estado. El derecho del trabajador a estas cosas siempre estuvo relacionado, mediante un sistema de fichas o moneda no comerciable, con la cantidad de trabajo realizado.

Para nosotros, la medida del avance del poscapitalismo es la caída en el número de horas trabajadas en el sistema salarial, el aumento en la cantidad de tiempo dedicado al ocio sin valorización del capital a través de la extracción de datos y el incremento de la actividad realizada en el marco de instituciones no mercantiles. En consecuencia, es improbable que en este marco el derecho al ingreso y los servicios básicos estuviera relacionado con un número definido de horas de trabajo o con niveles de calificación. En una sociedad desarrollada, deberían ser incondicionales y por ende, universales.

Aunque habrá otras formas de medición –como la disminución de la pobreza, el aumento del bienestar y el derrumbe de la tasa de interés que se puede aplicar a los consumidores–, la medida final de la transición más allá del capitalismo será el tiempo.

Este artículo es una publicación conjunta de Social Europe y el IPS-Journal

Traducción: María Alejandra Cucchi



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