Opinión

El Frente Amplio, entre el milagro y el descontento


septiembre 2017

Un caso de corrupción golpeó al gobierno uruguayo en sus más altas esferas. El Frente Amplio reaccionó rápidamente. Es momento de entender que las distintas formas de corrupción no son de derecha ni de izquierda, pero sus consecuencias resultan mucho más devastadoras para esta última.

<p>El Frente Amplio, entre el milagro y el descontento</p>

A mitad de su tercer gobierno consecutivo, iniciado en marzo de 2015 bajo una nueva presidencia de Tabaré Vázquez, y con las elecciones nacionales de finales de 2019 a la vista, el Frente Amplio (FA) acaba de ser sacudido por una crisis política de gran envergadura. El vicepresidente Raúl Sendic, hijo del mítico fundador del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros del mismo nombre, fallecido en 1989, se vio obligado a renunciar ante un severo dictamen adverso del Tribunal de Conducta (TCP) del FA. Sendic se había presentado voluntariamente ante este órgano partidario, ante denuncias públicas sobre el uso con fines personales de tarjetas corporativas de la empresa petrolera estatal ANCAP, de la que fue director y luego presidente entre 2005 y 2014.

El dictamen de este órgano interno de la tradicional fuerza política de la izquierda uruguaya no pudo ser más demoledor. Con una sistematicidad quirúrgica, sin estridencias, los integrantes del TCP establecieron por unanimidad que un análisis serio de la conducta de Sendic «no deja[ba] dudas de un modo de proceder inaceptable en la utilización de dineros públicos», que su responsabilidad era «múltiple», que sus explicaciones y descargos «no tienen sustento de prueba fehaciente que los corrobore», que sus justificaciones públicas «no son una versión veraz y coherente de los hechos», que era «inexacta» su afirmación «de que sus gastos se ajustaron siempre a las normas aplicables».

Incluso ante lo limitado (sobre todo, en clave comparativa continental) del dinero involucrado en las denuncias (algo más de 60.000 dólares), no vacilaron en afirmar que «desde el punto de vista ético la cuantía de una malversación y el grado de enriquecimiento [personal] tienen importancia solo relativa». En consonancia con la apelación clásica de la izquierda uruguaya a los valores de la ética como signo de identidad y a las tradiciones republicanas e institucionalistas del país, la «vara» de juicio se ponía alta, en lo que configuró un gesto cívico respaldado por la gran mayoría del FA y del país en su conjunto.

Este dictamen no tiene carácter vinculante ni jurídico, configura solo una recomendación para la decisión política de las autoridades orgánicas del FA. A pesar de conocerlo desde fines de julio pasado y luego de haber anunciado hasta el día anterior que no renunciaría y que demostraría «su verdad», el vicepresidente uruguayo finalmente anunció su dimisión en forma sorpresiva al comienzo mismo del Plenario Nacional del FA, reunido el 9 de setiembre para resolver sobre su situación. Lo hizo con un discurso breve y airado, en el que denunció ser víctima de maniobras políticas en su contra. En los días siguientes formalizó institucionalmente su renuncia «por problemas personales» ante el Parlamento, el que a través de su Asamblea General y luego de un acuerdo político interpartidario, la aceptó por unanimidad y sin debate, para confirmar luego la designación de la senadora Lucía Topolansky en su lugar, de acuerdo con las normas constitucionales vigentes.

Esta decisión se enmarca en un proceso de fuerte cuestionamiento público a Sendic desatado principalmente desde el primer año del actual gobierno. En efecto, en la segunda mitad de 2015, una comisión parlamentaria encontró evidencias sobre presuntas irregularidades y un déficit de aproximadamente 800 millones de dólares por malas inversiones en su gestión al frente de ANCAP (2010-2013), asunto que actualmente se encuentra en proceso judicial y por el que el propio Sendic deberá comparecer como imputado en los próximos meses. Al año siguiente, denuncias periodísticas volvieron a ponerlo en la picota, al informar sobre la inexistencia del título de licenciado en Genética Humana con el que se presentaba en forma pública. Luego de respuestas contradictorias del imputado y del respaldo de algunas instancias de la orgánica frenteamplista que denunciaron «una campaña de la derecha y de los medios de comunicación» en su contra, a finales de junio de 2016 Sendic debió reconocer públicamente que el título «no existía» y que había cometido el «error (…) de dejar que se pusiera licenciado delante de su nombre». Finalmente, en junio de 2017, varios medios de comunicación denunciaron que el vicepresidente había utilizado tarjetas corporativas de ANCAP «para compras personales en tiendas de ropa, electrónica, joyería, supermercados y locales de muebles, tanto en Uruguay como en otros lugares del mundo».

Varias de estas denuncias –como se ha dicho– están actualmente bajo la consideración formal en juzgados penales y en la Junta de Transparencia y Etica Pública (JUTEP), lo que ha provocado un auténtico derrumbe político de Sendic. Aun antes de renunciar, tras ese largo y penoso periplo de dos años, el ya ex-vicepresidente había dilapidado su prestigio personal y su legitimidad política. De acuerdo con las empresas encuestadoras de opinión pública, una clara mayoría de los uruguayos ya no le creía y exigía su renuncia. Sendic no tenía condiciones mínimas para el desempeño de su muy relevante cargo institucional, se había distanciado de su propio gobierno y del presidente Vázquez y hasta se había convertido en un factor de disputa dentro del propio FA.

Debe recordarse que esta coalición política de izquierda, fundada en 1971, constituye una fuerza multipartidaria muy particular, cimentada trabajosamente en equilibrios difíciles y en negociaciones cotidianas sobre los más diversos temas. El «proceso Sendic» terminó por desbordar toda la laberíntica urdimbre institucional del FA, cimiento clave para la «unidad política y programática» desde la «diversidad ideológica», una suerte de abecé de la experiencia de convergencia de las izquierdas uruguayas. Su intento final de apelación directa a las «bases» –con visitas y discursos ante algunos comités– generó malestar en muchos dirigentes, al tiempo que su actitud ante el dictamen del TCP del FA –que él mismo había solicitado y luego criticó– desbordó todas las fronteras. A su notorio aislamiento ante el electorado vino a sumarse también la implosión de su propio grupo político, Compromiso Frenteamplista Lista 711, que no solo perdió en el camino a sus principales cuadros, sino que terminó por llevar el conflicto a un terreno inédito, a partir de la amenaza pronunciada por uno de sus legisladores de «decirlo todo» o de quitarle al gobierno el respaldo político de lo que quedaba de la bancada del sector.

El episodio también golpea al tercer gobierno frenteamplista en la mitad de su mandato. Con éxitos en el campo económico –más de 12 años de crecimiento ininterrumpido y una proyección para este año de incremento del PIB que puede acercarse a 4%– y social –descenso pronunciado de la pobreza y de la indigencia, incremento sostenido del salario real de los trabajadores, entre otros–, el gobierno progresista uruguayo enfrenta sin embargo un fuerte descontento dentro y fuera de filas. Ya no parece enamorar con sus propuestas y hasta evidencia no solo desgaste sino pérdida de iniciativa política. Esto se refleja en las encuestas que miden la intención de voto a los partidos, que por primera vez desde el inicio de los gobiernos frenteamplistas indican al FA por debajo del Partido Nacional de cara a las próximas elecciones de 2019.

Esta situación genera perplejidad en el propio gobierno y aun en la mirada desde el exterior. En el contexto de una América Latina marcada por fuertes crisis de varios gobiernos progresistas, El País de Madrid ponía en primera página el 25 de julio de este año un artículo titulado «El discreto milagro de la izquierda uruguaya: 15 años de crecimiento económico ininterrumpido», en el que destacaba que mientras los gigantes vecinos (Brasil y Argentina) se caían, «este pequeño país se desmarcó con una tercera vía tranquila». Como suele ocurrir, no todo es lo que parece. En el mismo artículo se entrevistaba a jerarcas del gobierno que confesaban no comprender las causas de ese extendido malestar que advertían en la respuesta de la ciudadanía uruguaya.

Lo ocurrido con el «caso Sendic» –que, como vimos, dista de haber terminado– no ha sido en modo alguno una «crisis institucional», como denunciaron inicialmente algunos de los principales dirigentes del Partido Nacional (entre ellos, Luis Lacalle Pou, el contendiente de Vázquez en el balotaje de noviembre de 2014), en un diagnóstico que no encontró eco ni siquiera en el resto de la oposición. La institucionalidad uruguaya se encuentra muy sólida y funcionó de manera adecuada ante una crisis política que conmocionó al partido de gobierno. Sin embargo, este episodio viene a golpear a un gobierno progresista y a una coalición de izquierdas que enfrentan una encrucijada con algunos rasgos comunes a otras experiencias similares en la América Latina de los últimos años.

Más allá de los éxitos distributivos y de una economía sólida, la izquierda uruguaya parece estar perdiendo su «GPS ideológico» (como señaló el senador nacionalista Jorge Larrañaga, candidato presidencial del Partido Nacional en 2005) y revela avances escasos o insuficientes en reformas estructurales decisivas para la coyuntura que atraviesa el país (la reforma educativa, el cambio en la matriz productiva, la consolidación de políticas públicas genuinamente innovadoras en campos estratégicos como el empleo, la consolidación de nuevos complejos productivos, entre otros).

Más allá de sus éxitos, ante la opinión pública parece prevalecer la imagen que este nuevo gobierno de Vázquez se ha quedado sin una agenda vigorosa y sin la fuerza necesaria para un renovado impulso en términos de una nueva etapa del proyecto transformador. En la clásica dialéctica uruguaya «del impulso y del freno», como diría el intelectual Carlos Real de Azúa (1916-1977), la sociedad uruguaya y en particular el electorado tradicional de izquierda parecen coincidir –con mayor o menor justicia– en la visión de un frenazo de las reformas.

Luego del éxito reconocido del primer gobierno frentista presidido por Vázquez (2005-2010), el empantanamiento de varios de los principales «buques insignias» del progresismo uruguayo (que el carisma de José «Pepe» Mujica y la concreción de leyes reformistas en materia de la llamada «agenda de nuevos derechos» logró en parte disimular durante el controvertido gobierno anterior, entre 2010 y 2015) parece confirmarse en este tercer gobierno. Como se ha anotado, esto profundiza la visión de una sensibilidad de distanciamiento creciente de la ciudadanía respecto al actual gobierno de Vázquez. Esta percepción extendida enfada a los principales líderes de gobierno y amplía los espacios de una oposición que, por lo menos por ahora, se limita a esperar el desgaste de la izquierda y a «contraatacar» sobre él. Este escenario se ha vuelto tan conocido como reiterado en varios de los ciclos políticos más recientes en América Latina. Más que a sus propios méritos, el avance opositor a menudo obedece a los errores y a la falta de impulso transformador de los gobiernos progresistas. Aunque se explique desde múltiples factores, la ampliación de los descontentos ciudadanos en el continente tiende a radicarse en el «fin de la ilusión» (utilizando parte del título del último libro del chileno Joaquín Brunner) proveniente de las izquierdas en el gobierno.

El desafío principal del «caso Sendic» apunta en esa dirección, en una perspectiva que sin duda sintoniza –aunque desde umbrales mucho más «amortiguados» que en otras realidades del continente– con retos comunes al conjunto de las experiencias progresistas en América Latina. Puede saberse desde siempre que las distintas formas de corrupción no son de derecha ni de izquierda. Pero sus consecuencias resultan mucho más devastadoras para esta última, que siempre necesita antes que nada de una legitimidad ampliada para persuadir a las mayorías populares de su capacidad de liderazgo de un proceso genuino de cambios. Por cierto que el «tema Sendic» no es el único, ni siquiera el principal, en la agenda de los problemas de las izquierdas uruguayas. Creerlo sí sería tomarlo como chivo expiatorio.

Lo que está en juego –entre otras cosas– es la épica de la «unidad» frenteamplista. Pero ese desafío se perfila hoy de la forma más radical posible: la peor manera de que el FA se quiebre es perdiendo su identidad en el campo de los valores compartidos. Esa matriz ha sido forjada desde una historia cargada de sacrificios y compromisos, con errores y aciertos, con días de triunfo y de derrota, muchos más de estos últimos que de los primeros. El FA puede terminar siendo un partido de Estado más, solo preocupado por mantener el poder, como tantos que desde derecha e izquierda se han forjado en América Latina. Si así lo hiciera, sin duda que pagará el alto costo de perder esa matriz, lo más valioso que tiene, de cara a su pasado pero sobre todo frente al porvenir.

La izquierda uruguaya, en particular a partir de su rol de primer orden en la resistencia a la dictadura, ha podido alojar –y ese tal vez sea uno de sus principales éxitos políticos– una «comunidad de sangre», una tradición desde la que ha logrado acomunar y movilizar, que puede referir sentidos de pertenencia fundados precisamente en ese tipo de convicciones. El apego inclaudicable a la ética, en particular en el manejo de los dineros públicos, debiera ser uno de sus principales factores de identidad. Es esto lo que hoy está desafiado, algo por cierto mucho más importante que el resultado electoral de 2019, la valoración pública del gobierno actual o la suerte política del ex-vicepresidente de la República. Y más allá de las peculiaridades de escala de este «caso» singular, sus señales trascienden las fronteras nacionales y alcanzan proyección en todo el continente. En la erosión de las convicciones democráticas y en las renuncias a la ética como principio de identidad, las izquierdas y los progresismos latinoamericanos pueden perder la legitimidad duramente ganada durante décadas en la promoción de las luchas populares y en la resistencia a las dictaduras del terrorismo de Estado.

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