Crónica
NUSO Nº 253 / Septiembre - Octubre 2014

El Dorado a 3.000 metros bajo tierra. Petróleo, dólares y mujeres en el «desierto» de Vaca Muerta

Todos los ojos miran hacia Vaca Muerta: el gas y el petróleo «no convencionales» que contienen sus rocas del subsuelo son vistos como la posibilidad de la salvación nacional. Desde comienzos del siglo XX, la Patagonia es un centro de explotación petrolera. Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) organizó tempranamente su propia «casa de tolerancia» para «abastecer» de mujeres a sus empleados y evitar su éxodo. Más tarde, la trata a gran escala reemplazó esta gestión estatal de la prostitución. Hoy, el pequeño pueblo de Añelo –próximo a Vaca Muerta– vive las paradojas de la abundancia extractiva: empresas que funcionan como poderes locales, un boom especulativo que amplía las fronteras de la desigualdad y la promesa de un futuro venturoso.

El Dorado a 3.000 metros bajo tierra. Petróleo, dólares y mujeres en el «desierto» de Vaca Muerta

A Morena le gusta dar besos y recibirlos. No es como sus compañeras, que se los guardan para sus novios. A ella le encanta sentir la lengua tibia del otro, el sabor del tabaco y los restos del alcohol en la boca ajena. Dice que puede adivinar qué bebida tomó su cliente antes de visitarla. Sabe que es la preferida entre los petroleros de Vaca Muerta pero no se aprovecha de ellos y les cobra lo mismo que las otras chicas: 80 pesos (menos de 10 dólares) por la copa y la compañía mientras juegan al pool; 300 pesos (30 dólares) la media hora de servicio. Sus curvas discretas enfundadas en calzas celestes y el lunar en la mejilla derecha la hacen más atractiva que sus compañeras, pero su metro sesenta de altura, obra de unos tacos infinitos, le desdibujan el aspecto de mujer «comehombres».

Sabe que su pelo negro pesado, atado con una gomita rosa, también la distingue: «A las rubias les tienen miedo, les desconfían. Las que vinieron acá se fueron. Los clientes las confunden con sus mujeres, como hay tanta rubia en este país», dice. Para mantener la conversación le pregunto cuántos años tiene. Tiene una respuesta bien pensada: «La mujer tiene tres edades. La que dice, la que tiene y la que aparenta». No me dice ninguna de las tres.

Morena llegó a Argentina hace tres años. En Buenos Aires estuvo apenas un día en un hotel que recuerda como un lugar muy oscuro, en algún rincón del barrio de Congreso. Al día siguiente llegó en micro a la ciudad de Neuquén gracias a una compatriota dominicana que había llegado meses antes y que ya había podido comprarse un auto. Allí se casó con «un tal Walter» para conseguir los documentos argentinos. Sabe que a Walter le pagaron por el casamiento, pero no sabe cuánto. Todo lo armó «un tal Marcelo», amigo de su amiga dominicana al que le dio la mitad de lo que recaudó durante los primeros seis meses. Enseguida quedó embarazada de su primer novio argentino, un cordobés del que se separó al poco tiempo. Como muchos de sus clientes eran de Añelo, el pueblo enclavado en el corazón de Vaca Muerta que ya fue rebautizado como la capital argentina del shale, decidió abandonar la ciudad de Neuquén y mudarse allá. «Soy una sucursal», se ríe.

Vaca Muerta saltó a la fama a fines de 2011 y de inmediato se convirtió en la gran esperanza dorada de Argentina: es la tercera reserva mundial de gas no convencional y la cuarta de petróleo no convencional (shale o esquisto). Los expertos dicen que ahí, a más de 3.000 metros de profundidad, puede haber gas para abastecer al país durante 200 años. Argentina necesita inversiones por 250.000 millones de dólares para explotar Vaca Muerta en los próximos diez años y Añelo es el epicentro de esa nueva fiebre del petróleo en la Patagonia.

Como tantas otras mujeres, Morena se instaló en el pool Resumiendo ubicado en la calle 1, una de las pocas de Añelo que tiene algún atisbo de vereda. Casi todos sus clientes son petroleros. Los reconoce por la piel más oscura y curtida por el trabajo a la intemperie. Las manos grandes y el pelo crespo son otro sello que aprendió a identificar, pero ella no cree que sean tan hoscos como dicen sus compañeras. «Conmigo se aflojan. Mi cántico dominicano los calma».

Muchos de ellos trabajan 15 días seguidos en un pozo en el desierto y viven en tráilers. Morena dice que le hablan, que le cuentan sus problemas. Agrega que casi todos le piden hacer «cucharita» y que acepta con gusto. Dice que más de uno se larga a llorar después de tener sexo, pero nunca antes. No la miran a la cara cuando lloran.

Morena no los deja tomar alcohol en su habitación y ellos se lo agradecen. Muchos están devastados física y anímicamente y a ella le cuesta satisfacerlos sexualmente. Pero aclara que nunca tuvo un incidente. «Los petroleros son unos caballeros», explica. Casi todos le dejan propina y le compran regalos –chocolates y ropa porque no hay ni una florería en Añelo–, especialmente después de cobrar la quincena. Incluso recibe invitaciones a cenar a las que siempre responde que «no» para evitarse problemas: hace poco se enteró de que en la competencia, La Mejor Onda, pegado a la ruta que va a los pozos de Vaca Muerta y donde también hay dominicanas con las que ni se saluda, una chica se puso de novia con un cliente y los celos se resolvieron a los cuchillazos.

Más de uno le pidió quedarse a dormir. Solo una vez hizo una excepción con un petrolero al que su mujer y su hijo de dos años habían abandonado. No soportaron más la vida seca y aislada de Añelo y se volvieron a la provincia de Santa Fe. Lloraba tanto ese supervisor que Morena no estuvo tranquila hasta que se él quedó dormido a su lado con la respiración entrecortada, en posición fetal.

No quiere explicarme por qué sigue en Añelo. Morena se contagió de los petroleros la escasez de palabras y la falta de argumentos para sostener una vida árida en condiciones hostiles. Solo se queja del poco tiempo que pasa con su hija de casi dos años.

Al día siguiente de conocerla, la vi parada frente a la vidriera de un negocio de zapatillas sobre la calle principal, la única asfaltada de todo el pueblo. El día estaba nublado, húmedo, fresco. La invité a tomar un café. Envuelta en un camperón naranja muy gastado con una gran etiqueta de Skanska –la constructora sueca envuelta en un megaescándalo de corrupción en Argentina en 2005–, me dijo que no con la cabeza, apretada por un gorro de lana multicolor, y escondió la mirada. «Tengo que ir a ver a mi niña».

«Se nos están yendo los muchachos»

El petróleo y la prostitución son dos negocios prósperos que van de la mano. Y aunque parezca increíble, la gran empresa estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) fomentó en el sur de Argentina uno de los oficios más antiguos de la humanidad.

En 1930, el ingeniero Alberto Landoni, administrador de los yacimientos de YPF en Plaza Huincul, en la provincia patagónica de Neuquén, visitó al ingeniero militar Enrique Mosconi, el primer presidente de la empresa recién creada. Después de hablar de inversiones, pozos petroleros y geología, Landoni le planteó un problema menos técnico pero no por eso menos estratégico: «Se nos están yendo los muchachos… mucha gente buena de la empresa renuncia. La Patagonia es dura por la soledad y el aislamiento». Otro inconveniente eran las peleas entre los empleados. Había una mayoría aplastante de solteros que, ante la escasez de mujeres disponibles, merodeaban a las señoras casadas.

«¿Qué solución propone, ingeniero?», le preguntó Mosconi. Landoni sacó la carpeta con el proyecto 1.120, que planteaba la creación de una «casa de tolerancia» para frenar el éxodo de empleados.

El geólogo e ingeniero Roberto «Cachi» Villa, que trabajó 40 años en YPF, fue uno de los clientes del prostíbulo. Recuerda que la petrolera estatal construyó una casa al costado de la ruta que divide Plaza Huincul. Tenía un patio central a cielo abierto, con bancos, y a su alrededor habitaciones con cocina, baño y dormitorio donde atendían y vivían las prostitutas. Todas habían sido reclutadas por el Departamento de Obra Social de YPF en los cabarets porteños de la avenida Corrientes y trasladadas hasta Neuquén en tren con camarote y en el máximo sigilo. A todas les hicieron contratos por tres meses. Cumplido ese plazo, las reemplazaban.

YPF llegó a tener entre 10 y 20 prostitutas al mismo tiempo en la llamada «casita». A todas les cubría el servicio médico en el hospital que había montado en el pueblo. YPF les aseguraba a las prostitutas una clientela fiel y necesitada, pero no les pagaba sueldo: en cambio, la empresa había establecido una tarifa básica para sus empleados por la cual la mujer entregaba su cuerpo con la ropa puesta. Los empleados debían informarle a la prostituta su número de legajo antes de ser atendidos, y si querían que la prostituta se desnudara, el precio era otro.

Para evitar el desorden, YPF fijó los lunes y los miércoles para los operarios, los martes y los jueves para los técnicos y los viernes para los ingenieros. El convenio de palabra entre las mujeres y la empresa también incluía estrictos hábitos de higiene y la desinfección del miembro viril del petrolero después de mantener relaciones sexuales. Enfermedades como la sífilis y la gonorrea eran una preocupación seria para YPF, sobre todo entre hombres de negocios cuya baja temporaria le costaba demasiado caro. Más allá de eso, las mujeres podían hacer dinero extra y a tarifa liberada con cualquier hombre que no fuera de YPF.

Un inspector de la empresa aseguraba la salubridad del prostíbulo y que todos los clientes fueran mayores de edad, algo que no siempre sucedía: después de unos pocos meses, los hijos adolescentes de los ypefianos habían aprendido de memoria el número de legajo de sus padres.

Como era de esperar, el proyecto 1.120 de YPF fue un éxito y se convirtió en un beneficio más de la empresa para sus empleados. «La casita» estaba ubicada a una cuadra de la comisaría. Para integrarla todavía más a la dinámica petrolera, la identificaron con el número 484, como todas las viviendas que construía YPF; se le anexó un bar y se mandó a instalar un teléfono interno con el número 213, que comunicaba con el teléfono central de YPF en Plaza Huincul. La oficina de Recursos Humanos de la empresa mantenía al día un abultado catálogo con fotos, nombres y atributos de las mujeres en oferta que un directivo quemó cuando la empresa estatal fue privatizada a comienzos de los años 90 para ocultar esa parte no oficial del pasado.

En 1961, cuando Neuquén ya había dejado de ser Territorio Nacional para convertirse en una provincia, llegó el primer obispo de la Iglesia católica, monseñor Jaime de Nevares. Su defensa de las huelgas de los obreros en la construcción de la represa El Chocón lo transformó en una figura muy querida en la Patagonia. Desde un lugar de poder tan simbólico como real, De Nevares inició una campaña para lograr el cierre de los prostíbulos en la provincia.

«La casita» sufrió el embate eclesiástico. El aumento de los casos de sífilis en la región también fue una razón de peso para cerrar en 1966 el primer prostíbulo de Neuquén ideado, construido y financiado por YPF. Hubo romances y hasta casamientos de último minuto entre empleados petroleros y prostitutas. Muchas de ellas, una vez cerrado el prostíbulo, se asentaron en Plaza Huincul y rearmaron su vida, como Raquel Gianetti, quien años después volvió a trabajar para YPF en la limpieza de las oficinas.

Del placer al tráfico: la trata de personas en la Patagonia

«El sur del país es un enorme prostíbulo», me explicó Mercedes Assorati, coordinadora general del Programa Esclavitud Cero de la Fundación El Otro. Lejos de una mirada bohemia sobre la prostitución, la concentración de hombres a cientos de kilómetros de sus hogares y con altos sueldos, típica del sector petrolero, es una combinación irresistible para las redes de trata de mujeres y niñas. A partir de una investigación de la Unidad Fiscal de Asistencia en Secuestros Extorsivos y Trata de Personas de la Procuración General de la Nación (Ufase), encabezada por el fiscal Marcelo Colombo, pudo reconstruirse un circuito de trata que va desde Santa Rosa, capital de La Pampa, a la ciudad de 25 de Mayo, en el extremo sudoeste de esa provincia; desde ahí se extiende a la localidad vecina de Catriel, en la provincia de Río Negro, y a las ciudades neuquinas de Añelo, Cutral Co, Plaza Huincul y Rincón de los Sauces. Todas son ciudades petroleras.

En Argentina no hay estadísticas oficiales sobre la trata de personas. Pero según las organizaciones que trabajan en el tema, se calcula que hay 627 mujeres y niñas desaparecidas en el país. Desde 2008, la Gendarmería Nacional y la Policía Federal liberaron a más de 200 mujeres que estaban en manos de redes de trata de personas con fines de explotación sexual. La mayoría eran argentinas, paraguayas y dominicanas.

YPF es consciente de este fenómeno: en 2011 inició una campaña interna con la foto de una niña con un ojo golpeado y la frase «No seas parte de esto». También firmó un convenio con la Fundación Marita Verón por el que brindó una capacitación a los empleados de sus estaciones de servicio en todo el país, para que sepan detectar y denunciar si están ante un posible caso de secuestro cuando un auto sospechoso se detiene a cargar combustible con una mujer adentro. El objetivo no es caprichoso: 90% de las mujeres capturadas para ejercer la prostitución son trasladadas en auto por las rutas argentinas.

Pero de poco sirven esas acciones en un territorio prácticamente despoblado, donde la connivencia política y policial regula el negocio de la trata a lo largo de las prósperas rutas del petróleo, la soja y la megaminería.

El falso oasis de Añelo

La ruta del petróleo probablemente sea la más desolada. La única empresa de micros que cubre el trayecto entre la ciudad de Neuquén y Añelo se llama Petrobus. Poco queda librado a la fantasía en ese nombre que deja bien en claro qué se encontrará al llegar a destino: petróleo y más petróleo.

El viaje para recorrer los 101 kilómetros de distancia entre ambas ciudades empieza lento. La ruta del petróleo, que incluye las rutas provinciales 7 y 51 que llegan a Vaca Muerta, está en pésimo estado. Hay un carril de cada mano, ambos con muchos pozos, nada de banquina y una incesante caravana de camiones que transportan equipos enormes, tanques y toneladas de arena que con su peso se están comiendo el asfalto. Hay una obra proyectada para duplicar la cantidad de carriles y repavimentar los existentes, pero todavía no fue siquiera licitada.

El chofer del Petrobus hace gala de su facilidad para pasar a los camiones con precisión: son demasiado largos para una ruta tan angosta, en la que cualquier maniobra significa morder el borde del asfalto. Dos horas después de haber salido de la terminal de Neuquén, el Petrobus me deja en la única estación de servicio del pueblo, propiedad de YPF, obviamente.

Pregunto dónde queda el hotel Sol del Añelo, supuestamente el mejor del pueblo, donde había reservado para pasar mis dos noches en la nueva meca petrolera de Argentina. «Agarre por la única calle asfaltada, al fondo», me indican. A esa altura ya casi no hay autos particulares pero los camiones siguen desfilando sin pausa, día y noche, por la ruta.

Después de caminar una cuadra, mi boca y mis manos se resecan por el aire duro del desierto patagónico. Los perros escuálidos y con los pelos revueltos me ladran desconfiados por haberlos despertado de su siesta. Las casas alineadas, todas iguales, de ladrillo a la vista, sin terminar, muchas de ellas sostenidas con tabiques de madera para evitar el derrumbe, dan paso de golpe al primer almacén de Añelo. Un papel manuscrito pegado a la caja advierte: «No se fía más la bebida alcohólica». A los costados de la única calle asfaltada de la ciudad en la que Argentina deposita sus esperanzas de salvación energética y económica se acumulan los restos de basura, coronados por el cuerpo de un gato muerto panza arriba, con la mirada congelada. En los jardines de las casas se apilan neumáticos descartados, motos y bicicletas desarmadas, maderas y hierros retorcidos.

Llego al hotel después de dejar atrás varias cuadras de barro apenas mejorado. En el estacionamiento solo hay camionetas Toyota Hilux blancas, muy sucias por la tierra, una al lado de la otra como en un cementerio. De inmediato me enfrento a una escena casi coreográfica: los dos comedores del hotel repletos de empleados de YPF con sus overoles puestos. El horario de almuerzo a pleno: más de 100 hombres y una sola mujer, rubia, de pelo fino y llovido, que apenas llega a los 30 años y que se desenvuelve como si fuera un varón más. Murmullo permanente, carcajadas aisladas, ruido de tenedores que chocan con los platos, una y otra vez, olor a puré de papas que envuelve los salones con pesadez.

El empleado del mostrador del hotel me registra sin sacarse el auricular del teléfono del oído. Se disculpa con su interlocutor por no tener habitaciones disponibles: «Si querés una reserva para tanta gente por 15 días seguidos me tenés que llamar con más anticipación». Corta la comunicación pero el auricular sigue ahí clavado. Antes de subir a la habitación pregunto dónde puedo comer. Le pregunto a otro ypefiano que revisa su laptop en el lobby si la comida en el hotel es buena. «No es gran cosa pero es la mejor del pueblo. No comas afuera». Como un viajante de comercio, me acomodo con mi valija entre los overoles. Dos mozas rellenitas atienden al centenar de clientes que devoran el menú fijo –bebida, plato principal y postre encimados en una bandeja– pagado por YPF al doble de precio que un almuerzo a la carta en un bodegón de Buenos Aires.

Pueblo chico, infierno grande

Darío Díaz, el intendente de Añelo, es la imagen de su pueblo. Después de esperarlo casi dos horas, sus colaboradores me hacen ingresar por la puerta trasera de la casa que oficia de Municipalidad. A las 6 de la tarde, el edificio, que abre religiosamente de 8 a 14, ya estaba cerrado. Díaz pasa delante de mí furioso, hablando por su teléfono celular: «Añelo sigue igual. Hay que dejarse de hacer política y hacer cosas. No sé qué más hacer».

La calle de la Municipalidad está cortada: de 17:30 a 19:30 la encargada de deportes de Añelo dicta clases de patín para niños en esa calle, sobre una de las seis cuadras del pueblo que tienen asfalto. No es la primera vez que la pista improvisada queda interrumpida por una camioneta Audi, propiedad de visitas del intendente y estacionada en la puerta de la Municipalidad.

Díaz empieza su día a las 7 de la mañana y lo termina a las 9 de la noche. «Casi no veo a mis hijos», admite. Tiene 37 años de edad que parecen muchos más. Está excedido de peso y fuma con constancia media docena de cigarrillos en casi dos horas. Es una de las pocas personas nacidas y criadas en Añelo. Es descendiente de uno de los soldados que formaron parte de la «Campaña del Desierto» de Julio Roca y que se asentaron en ese páramo agropecuario para dedicarse a la cría de chivos, ovejas y cerdos. Díaz trabajó en la industria petrolera desde los 18 años, primero como empleado administrativo, después como chofer y, antes de llegar a la Intendencia en 2011, en tareas sismográficas en los pozos.

Se queja de que todo va lento en Añelo, ubicado a solo 600 metros del primer pozo de petróleo no convencional de Vaca Muerta. Por ese pueblo en el que viven unas 6.000 personas, pasan cada día 3.000 vehículos y unas 5.000 personas en dirección a los pozos. En 2013 se produjeron 328 accidentes, casi uno por día. La Municipalidad cuenta con apenas seis inspectores de tránsito –casi todas mujeres– por las mañanas y solo dos por las tardes.

«Hace un año esto explotó. Estamos colapsados», admite el intendente. El gobierno de Neuquén prometió la construcción de un helipuerto y de un aeropuerto en Añelo. Mientras tanto, el pueblo ni siquiera tiene una comisaría: la policía atiende en un tráiler prestado por la empresa Skanska mientras espera que empiecen las obras del nuevo destacamento. El procedimiento con los detenidos es simple. Los oficiales llaman al pueblo vecino de San Patricio del Chañar; si hay lugar en la comisaría, los trasladan allí; si no, los dejan esposados en el tráiler unas horas y los sueltan.

Pero el principal problema de Añelo es la vivienda. Es insuficiente, las casas que hay son muy precarias y a causa del boom petrolero los precios de alquiler y venta se dispararon. En Añelo no hay edificios de departamentos y alquilar una casa sencilla de dos o tres ambientes cuesta al menos 1.500 dólares. Varios pueblerinos abandonaron el lugar después de vender sus casas a empresas petroleras muy por encima de su valor. Otros dan en alquiler su vivienda a precio petrolero y alquilan a su vez por menos de la mitad en ciudades más alejadas. La falta de vivienda la sufren menos los petroleros que, en última instancia, pueden pagar con las abultadas billeteras de sus empresas los precios inmobiliarios alentados por el shale.

Las nuevas víctimas son las familias que a diario llegan a Añelo ilusionadas después de leer en los diarios que se invertirán miles de millones de dólares para levantar una gran ciudad al lado de Vaca Muerta. No hay rastros de esas promesas en Añelo: la urbanización va de la calle 1 a la 30 y muchas familias viven en carpas a la espera de poder construir sus viviendas en los «lotes sociales» otorgados a bajo precio por la Intendencia. Más allá solo están los pozos de Vaca Muerta.

A esto se suma que está en discusión la propiedad de los terrenos. La Municipalidad debe establecer de quién es la tierra codiciada. Hace años, los crianceros (criadores de animales) se instalaron en los campos de la zona que ahora anhela el gobierno y codician las empresas petroleras. El primero para hacer más viviendas; las segundas, para extraer petróleo y gas del subsuelo o hacer cañerías para transportarlos. El Departamento de Tierras de la provincia tiene la tarea nada sencilla de normalizar la titularidad de los campos en un ambiente de alambres corridos y peleas entre vecinos.

Algunos crianceros iniciaron el trámite de titularidad hace varias décadas pero todavía no tienen los papeles; otros no tienen nada que mostrar y se limitan a ocupar un terreno fiscal o privado. Si la «toma» –como en Neuquén llaman a los asentamientos– se realiza sobre tierras fiscales, la Intendencia de Añelo tiene el poder de desalojo. Díaz recurrió a la fuerza pública el año pasado para desalojar a la familia mapuche Campo Maripe, que tomó 12 hectáreas de un futuro parque industrial en el que se instalarán 70 empresas. El intendente no lo dudó pese a que uno de los Campo Maripe más combativos fue su compañero de escuela. Los ocupantes, que aseguran haber llegado a esas tierras fiscales en 1926, alegaron un derecho de posesión ancestral y mostraron sus «permisos de pastaje» enviados desde Buenos Aires en 1940. Los mapuches resistieron. Treparon a las torres de YPF y comenzaron a alambrar parte de un yacimiento por considerarlo su tierra hasta que fueron desalojados a los tiros.

En medio del conflicto por la titularidad de las tierras están las más de 30 empresas petroleras que operan en la provincia. Las firmas iniciaron las tareas de exploración y producción en tierras fiscales con un permiso de concesión de explotación del subsuelo emitido por la Gobernación de Neuquén. Muchas de esas tierras están ocupadas desde hace varias décadas por los mapuches, los únicos moradores ancestrales que resisten en un desierto en el que nadie quiere vivir. Los crianceros con títulos de propiedad legítimos, en cambio, se hicieron millonarios gracias al cobro de lo que se llama «servidumbre de paso», una tarifa que pagan las petroleras por atravesar los terrenos ajenos. La prosperidad de los ex-criadores de animales se refleja en las camionetas último modelo que se ven en los campos de los alrededores de Vaca Muerta.

El trato con los pueblos originarios es un asunto sensible. La reforma constitucional de 1994 (artículo 75, inciso 17) reconoció la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas. En 2001 entró en vigencia el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que les otorga derechos de consulta sobre proyectos en sus territorios, y en 2007 Argentina firmó la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Sin embargo, en épocas en que las cuentas fiscales apremian y las regalías petroleras crecen, las empresas hacen valer su propia ley.

Sin agua ni bisturí

La salud es la gran cuenta pendiente. Parece increíble que un pueblo con 99 años de historia no tenga un hospital, pero resulta aún más difícil de creer que nada haya cambiado desde el descubrimiento de Vaca Muerta en 2011 y la llegada de miles de personas al pueblo. La broma triste que se suele escuchar en el pueblo es que en Añelo no hay añelenses: nadie nace en Añelo porque no hay sala de partos. Las embarazadas deben viajar a la ciudad de Neuquén para dar a luz. Hay una sola farmacia para todo el pueblo y no abre de noche. El único centro de salud de Añelo tiene dos ambulancias y hace poco comenzó a atender allí, una vez por semana, un ginecólogo contratado por la constructora Víctor Contreras. Los petroleros, en cambio, tienen su propia clínica privada con 10 médicos especialistas.

«Somos pocos y día por medio tengo guardia las 24 horas. No doy más», me explica el director del centro de salud, Rubén Bautista, un jujeño que llegó a Añelo con sus hijos para olvidar la muerte de su esposa. Sus hijos volvieron a Jujuy porque no les gustó la vida del pueblo. Bautista viaja a verlos dos veces por año. Con suerte, en los próximos años se sumarán un odontólogo y otro médico clínico al plantel fijo. El cuarto médico no está del todo convencido de mudarse a Añelo. No tiene vivienda asignada y solo le ofrecieron acomodarse en un tráiler prestado por YPF y Total, además de la promesa municipal de construirle una casa en el mediano plazo.

La salud sexual, en cambio, sigue siendo la vedette de Añelo. Bautista me cuenta que las casi 40 prostitutas del pueblo reciben una libreta sanitaria actualizada cada seis meses. Personal de un laboratorio de Cutral Co viaja especialmente a Añelo para hacerles análisis de sangre y orina. Hubo solo dos casos de VIH en trabajadores petroleros que fueron tratados y que, según Bautista, ya dejaron el pueblo.Una de las ocho enfermeras del centro de salud celebra mi visita. Se nota que quiere hablar. «Las inversiones de Vaca Muerta por acá no pasan, nosotros no las vemos». Y me ofrece como ejemplo que no puede mandar a su hija de tres años al jardín de infantes: solo hay una sala de cuatro años y otra de preescolar, con cupos limitados, en un aula prestada de la escuela primaria.

Después de una pueblada en diciembre de 2013 en reclamo de más médicos y de un hospital para Añelo, la provincia de Neuquén adjudicó la obra que estará lista recién en cuatro años. Hasta que se inaugure el nuevo hospital, la Fundación YPF se hará cargo de los costos de la ampliación del centro de salud, cuya obra todavía no empezó.

La falta de un hospital no es el único riesgo para la salud en Añelo. Al segundo día de estar en el pueblo se me ocurrió preguntar en la conserjería del hotel si se podía tomar el agua de la canilla. «Ni se te ocurra, está contaminada», me contestaron.

En 2006, la Asociación de Superficiarios de Petróleo de la Patagonia (Assupa) inició una demanda contra 18 empresas –entre ellas YPF, Chevron, Panamerican Energy, Total y Medanito– por la contaminación con cromo, mercurio y plomo del agua de los ríos Negro y Colorado. La causa llegó a la Corte Suprema. Está en juego una indemnización de 5.000 millones de pesos (unos 500 millones de dólares) en favor de 200 pobladores mapuches de Añelo. Una de las demandantes, Cristina Cherqui, de 55 años, falleció el 16 de abril de 2013 después de que le detectaran plomo y otros metales pesados en la sangre.

Añelo está a solo siete kilómetros del yacimiento de gas de Loma La Lata, uno de los más importantes del país. En enero de 2007 se organizó una pueblada para denunciar la situación de Nora Apablaza, postrada por haber consumido agua contaminada. Su esposo, Leopoldo Araneda, denunció que el agua de la canilla de su casa tenía un inconfundible «olor a querosén». La contaminación del agua también se manifestó en mutaciones de animales (chivos con dos cabezas dignos de una película de ciencia ficción clase B) y en dolores crónicos en los huesos y pérdida de la visión de los pobladores. En el pueblo recuerdan que «hasta llegaron las cámaras de los canales de televisión de Buenos Aires, pero todo quedó en la nada».

Las comunidades mapuches de Kaxipayiñ y Paynemil demandaron a Repsol, la petrolera española dueña de la mayoría accionaria de YPF hasta 2012, cuando el gobierno argentino decidió su renacionalización por 440 millones de dólares. Todas las denuncias, de forma directa o indirecta, están pendientes de lo que resuelva la Corte Suprema respecto de la presentación hecha por Assupa, que podría sentar jurisprudencia en la materia. En otra causa penal por la contaminación en la zona de Añelo están imputados nada menos que el presidente de Repsol, Antonio Brufau, y el ex CEO de YPF, Sebastián Eskenazi.

El agua corriente no es el único peligro: apenas 35% del pueblo tiene cloacas. Y además del mal estado del agua, la que hay no alcanza. El intendente recuerda que el verano pasado, a causa de la demanda hotelera –en Añelo hay tres hoteles, un apart hotel en construcción y otros tres proyectados– la presión del agua no alcanzó y el Municipio tuvo que llevar agua en camiones a los hogares.

A esto se suma que las petroleras necesitan agua para hacer la fractura hidráulica (fracking) de la roca madre y extraer el shale. Como no pueden usar el agua de las napas, el Municipio de Añelo les permite tomar el agua de los ríos, que es trasladada al pozo en algunos de los tantos camiones cisterna que circulan de forma incesante por la ruta.

El titular de Recursos Hídricos de la provincia, Ricardo Carvalho, confirmó que las empresas pagan en Neuquén apenas un peso (unos diez centavos de dólar) cada 1.000 litros de agua. En Chubut pagan 15 pesos (un dólar y medio) cada 1.000 litros. En Estados Unidos, el valor promedio es de 2,7 dólares.

¿Y dónde está la plata?

Para transformarse en una ciudad capaz de soportar el boom petrolero, Añelo necesita unos 3.000 millones de dólares en inversión, según estimaciones oficiales. La pregunta es quién aportará ese dinero en un momento en que las cuentas fiscales nacionales y provinciales son deficitarias y la macroeconomía entra y sale de la recesión.

Añelo tiene un plan estratégico llamado «Master Plan 2030», pero el intendente no tiene plata para las obras más básicas. Para pagar los sueldos de los 143 empleados municipales cada mes, necesita un giro de la gobernación provincial porque no le alcanza con la recaudación de impuestos. Cuando comenzó a sentir que la infraestructura crujía, Díaz recurrió a las empresas. Les pidió obras y dinero para asfaltar calles y para ampliar el centro de salud. Consiguió promesas de YPF y reacciones negativas de los poderes provincial y nacional. La plata sigue sin aparecer. Las obras también.

Pese a todo, las expectativas por el auge del shale crecen hasta convertirse en una bomba de tiempo. Según el censo de 2010, Añelo triplicó su población en los últimos diez años y se calcula que la multiplicará por diez en la próxima década, hasta llegar a los 30.000 habitantes. Pero por ahora no hay agua potable, ni cloacas, ni hospitales, ni viviendas, ni recién nacidos. Solo prostitutas y petróleo.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 253, Septiembre - Octubre 2014, ISSN: 0251-3552


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