El derecho y la ley frente a las protestas en Cuba
julio 2022
Las protestas del 11 de julio de 2021 tuvieron muchos significados para la sociedad cubana. También los ha tenido para el mundo del derecho. A las manifestaciones, mayormente pacíficas, que se realizaron en decenas de ciudades del país, el gobierno les dio una respuesta jurídico-política punitiva -con largas condenas de cárcel- que ha zarandeado la precaria legitimidad que la legalidad y el Estado de derecho conservaban en Cuba.
La bienvenida en 2019 a una Constitución con derechos humanos, supremacía constitucional, Estado socialista de derecho, consagración del habeas corpus y reglas del debido proceso, podía hacer creer que la respuesta a situaciones como las que presentaron las protestas del 11 y 12 de julio de 2021 encontraría formas jurídicas diferentes. Sin embargo, la reacción del gobierno cubano no dio margen a la prudencia ni a la moderación. El derecho cubano, atado de forma asfixiante a directrices ideológicas y políticas concretas distintas a las que la Constitución y la ética informan, no pudo resolver —ni científica ni técnicamente— los dilemas jurídicos derivados de aquellos días.
Todos los ordenamientos jurídicos nacionales, del país que sean, han sido producidos por un aparato de poder estatal y tienen lastres políticos e ideológicos. El derecho no se declara, entonces, independiente de una maquinaria política. Pero su legitimidad depende, sin excepciones, de que él mismo produzca los límites de la intervención del Estado y de los gobiernos que se sucedan, tanto en el desempeño de la legalidad como en la administración de justicia. El derecho cubano es, por ende, el del Estado socialista; al menos el del Estado que emergió de la Constitución de 2019: un derecho de la reforma liberal de la economía cubana, jamás completada, y de la reforma de la democracia, jamás comenzada.
Si se estudia el ordenamiento jurídico insular, encontraremos contradicciones típicas de las etapas de transición del socialismo con un Estado todopoderoso, al socialismo con una economía mixta, estatal y privada, que apuesta por la inversión extranjera y elimina el vocabulario y principios del constitucionalismo soviético. Por otro lado, el derecho cubano padece de graves problemas de unidad interna de su ordenamiento jurídico, pues en él coinciden propuestas de leyes como el Código de las Familias —avanzado, progresista, técnicamente complejo, al rescate de la autonomía de la voluntad para la solución de muchas relaciones jurídicas familiares—, con otras como el Código Penal, que conserva la pena de muerte frente a una Constitución que consagra el derecho a la vida, y penaliza conductas eminentemente civiles, como la manifestación política y la utilización de fondos extranjeros, legalmente recibidos, para desarrollar cualquier actividad que los intérpretes del derecho consideren contraria al orden político vigente.
A este momento hemos llegado tras décadas de una férrea «administrativización» del derecho civil cubano, en un ambiente donde el tráfico jurídico patrimonial —en el que debían resolverse la aplicación de las normas de los derechos de obligaciones y contratos de propiedad, de sucesiones por causa de muerte, y mercantiles—, fue amarrado a decisiones menores del Ministerio de Justicia y a otras normas especiales que redujeron estas ramas del derecho a indicaciones que los notarios y notarias debían conocer con más profundidad que la ley.
En el ámbito penal la crisis tampoco es nueva. Las políticas penales han sido más importantes que la franca interpretación de la ley durante toda la historia de la institucionalización socialista. Se han llegado a concebir abominaciones como el «índice de peligrosidad predelictiva», afortunadamente abrogado en la nueva Ley de Proceso Penal, o los «delitos priorizados» (no reconocidos en la ley pero sí presentes en la cotideanidad de los operadores del derecho penal en Cuba). Un delito que se considere priorizado debe juzgarse de forma distinta a la que indica la ley, sus consecuencias trascienden el momento de la instrucción y de su posible condena porque llega hasta a la prohibición de los beneficios penales que un sancionado merece. Si el delito es priorizado, el sancionado puede encontrarse ante un callejón sin salida. Aquí también los controles administrativos han sido inmensos. Los jueces son inspeccionados por sus sentencias absolutorias, los fiscales por no mantener la petición de un marco sancionador alto para el acusado, y la propia administración de justicia se ha organizado para priorizar la sanción de los procesados y no precisamente el hallazgo incontestable de la verdad.
La Constitución de 2019 mantuvo la regla, ya existente en la de 1976, de que los tribunales reciben directrices del Consejo de Estado. Con esto se redondea la influencia del Partido Comunista en la administración de justicia, porque en Cuba el Partido dirige el Estado y a la sociedad toda. A tenor de ello, queda en entredicho el principio, también constitucional, de independencia de los jueces.
Esa práctica pudo constatarse en el video, difundido recientemente por Diario de Cuba, de una reunión efectuada en 2018 entre dirigentes del Tribunal Supremo, la Fiscalía General de la República y el Ministerio del Interior. En ella, el presidente del Tribunal Supremo declara a viva voz que la administración de justicia se pacta entre los diferentes órganos intervinientes en el proceso penal y deja claro cómo los Tribunales Populares ayudan a la Fiscalía a arreglar sus expedientes y conclusiones provisionales acusatorias con el fin de sancionar de manera categórica a los acusados. Todo esto ha sucedido en un contexto político de expansión del totalitarismo en el que el derecho no es precisamente la baza preferida. La antipatía manifiesta de los cuadros de dirección cubanos por las cuestiones jurídicas no es consecuencia únicamente de su acomodamiento al burocratismo, sino del desprecio a los límites, a los valores de justicia, equidad, legalidad, transparencia, rendición de cuentas y a cualquier enfoque de derechos humanos en la administración pública y en el funcionamiento interno del Partido.
Se ganó la batalla por la inclusión de los derechos humanos en la Constitución, pero la batalla por la realización de los mismos no ha traído una victoria similar. Cuba es, desde la incorporación de esta institución en el proyecto constitucional de Chile, el único país de América Latina que no cuenta con una Defensoría del Pueblo. Somos, asimismo, un Estado sin control constitucional como actividad especializada en un órgano, ya que no existen en la isla un Tribunal Constitucional ni otra institución política independiente que realice dicha función, que recae esencialmente en la Asamblea Nacional del Poder Popular. Para colmo de males, la reciente Ley de Amparo cubana ha reducido la defensa judicial mediante recurso interpuesto a salas de lo constitucional en los tribunales, a los derechos que no puedan defenderse por otra vía procesal, es decir, que no cuenten con un proceso propio de protección. De esta forma, se reducen mucho las posibilidades de desarrollo de esta garantía, esbozada en la Constitución de 2019.
En este contexto, el derecho cubano no hizo otra cosa que responder como podía. La orden de combate dada el 11 de julio por el presidente de la República Miguel Díaz-Canel, no solo fue para que el pueblo que apoyaba al oficialismo y las instituciones armadas del país se enfrentaran a los manifestantes, sino que se extendió al ámbito de la justicia. Los días posteriores a los hechos de julio no anunciaban una respuesta legal ajustada a derecho. Tampoco lo hacían las cientos de detenciones arbitrarias del 11, el 12 y los días venideros. Además, las manifestaciones fueron consideradas como organizadas desde territorio de Estados Unidos y orquestadas por la contrarrevolución, lo que dejaba el escenario listo para la represión, incluida la penal.
Es en momentos como estos que una administración de justicia independiente es necesaria y se echa de menos. A la hora en la que políticos y miles de personas exigen respuestas punitivas, alguien debe poner un paño frío sobre la situación. Cuando debió darse el ejemplo de una fiscalía que protegiera los derechos humanos y la Constitución, nos encontramos con miles de detenidos sin garantías del debido proceso, sin paradero conocido, sin derecho a una defensa, con las manos desatadas.
La petición fiscal de graves sanciones de privación de libertad por el delito de sedición a los acusados demostraba que estos procesos no discurrían por un camino de independencia política e ideológica. Ningún fiscal en Cuba habría sido capaz de calificar las manifestaciones del 11 y el 12 de julio como «sedición» si no se les hubiese indicado eso como solución ejemplarizante. Los tribunales también tenían las manos atadas. La propaganda política oficial que acompañó estos procesos no permitía juzgar de forma independiente y neutral. Gran cantidad de personas menores de edad, pero imputables, habían sido detenidas; las sanciones que se solicitaban para ellas no eran lógicas, no eran educativas, no encontraban correspondencia con los hechos juzgados. Pero fueron sancionados, y cuando fue necesario reducir las sanciones ello se hizo de la misma manera arbitraria con que se impusieron.
Muchos jueces, fiscales y abogados cubanos no quieren ser parte de ese carnaval dantesco, donde la justicia no importa y los juicios y procesos son resueltos en lugares y momentos distintos a los que manda la ley. Pero ese es el ambiente real en el que trabajan y en el que tratan de actuar de manera honesta alguna que otra vez, cuando se les permite.
El derecho cubano, la legalidad, el orden y la justicia, se tambalean desde mucho antes del 11 de julio de 2021. El golpe brutal que recibió la inocente quijada del Estado cubano hace un año, cuando supo que el pueblo sí se podía cansar, gritar, andar, levantar y exigir, no lo ha hecho aprender la lección con humildad y respeto por el soberano a quien se debe, sino que lo ha conducido a reforzar las bases políticas y legales para responder con más severidad a cualquier intento semejante de la gente.
El pueblo de Cuba tampoco es ya inocente. No lo fueron nunca los pobres que se lanzaron a las calles en julio, los más necesitados y los más preteridos por el proyecto socialista cubano, que hace mucho abandonó su camino hacia la socialización y se concentró en una sola vía hacia el poder absoluto e incontestable de un partido y una forma exclusiva e incuestionable de organización política, económica, con su correspondiente administración.
La gente aprendió, eso sí, que la ley del pueblo no existe. Que el derecho en Cuba debe ser cambiado, tanto como la economía y como las formas de hacer política. Que la ley no basta, que hacen falta un Estado y un gobierno que la defiendan, que la respeten, que la dejen ser y proteger, aun cuando esto tenga que ser muchas veces contra los intereses de los poderosos.
Nota: este artículo fue publicado originalmente en la revista digital La joven Cuba con el título «El derecho y la ley a un año del 11-J». Disponible en https://jovencuba.com/