Cuatro descubrimientos inesperados y una conclusión sorprendente
Nueva Sociedad 213 / Enero - Febrero 2008
Tras una historia marcada por golpes y dictaduras, América Latina ha logrado una subordinación bastante efectiva de los militares al poder civil. Esto ha sido posible en buena medida por el creciente rechazo regional a los gobiernos autoritarios, pero no implica que las Fuerzas Armadas se hayan retirado definitivamente a los cuarteles: en los últimos años, los crecientes problemas de seguridad pública y desarrollo han hecho que cada vez más gobiernos recurran a los militares para la lucha contra el narcotráfico, el control de la delincuencia o la asistencia en programas sociales. Lo sorprendente es que, a pesar de ello, la subordinación de los militares al poder civil no se encuentra en peligro, al menos en el corto plazo.
A comienzos del siglo XXI, las relaciones cívico-militares en América Latina son más estables y las Fuerzas Armadas, políticamente más débiles que en ningún otro momento de la historia. En la mayoría de los países de la región, los ejércitos han perdido tamaño, recursos, influencia e importancia. Ya no pueden blandir la amenaza del golpe de Estado como en el pasado, pues los costos profesionales y políticos que generaría el derrocamiento de un gobierno constitucional son más altos que nunca. Sin arriesgarse, es posible plantear dos generalizaciones sobre la situación de los militares latinoamericanos hoy. Por un lado, tienden menos a intentar derrocar gobiernos y más a conservar cierta influencia en los regímenes democráticos. Y, por otro lado, tienen menos capacidad e interés en enfrentarse a los civiles en relación con la política nacional, y más preocupación por proteger su bienestar institucional. Los militares de hoy están aprendiendo a vivir bajo las reglas de los sistemas democráticos.
Un indicio interesante de la declinación de la influencia militar es la sucesión de crisis presidenciales de los últimos años. En varios países latinoamericanos, los presidentes se han enfrentado con el Poder Legislativo y el Judicial por cuestiones de legislación, accountability y mecanismos de control y equilibrio de poderes. En muchos casos, el resultado ha sido la parálisis y el fracaso de los gobiernos. En el pasado, las crisis de este tipo se habrían resuelto a través de la intervención militar y la instalación de un régimen autoritario, pero ya no. Si bien algunos presidentes han sido removidos de su cargo antes de completar su mandato, los responsables no han sido generales sino legisladores, manifestantes o la fuerza misma de los acontecimientos. En todos los casos, el régimen democrático sobrevivió, pero los militares fueron incapaces de «salvar» al gobierno.
Algunos ejemplos. Luego de su fracaso económico, Raúl Alfonsín tuvo que renunciar a la Presidencia argentina cinco meses antes del fin de su mandato, en 1989. En 2001, también en Argentina, Fernando de la Rúa tuvo que huir de la Casa de Gobierno mientras manifestantes furiosos irrumpían en la Plaza de Mayo reclamando su renuncia. En ambas ocasiones, los militares permanecieron en los cuarteles. Del mismo modo, los militares brasileños no intervinieron cuando en 1992 el Congreso llevó adelante el impeachment contra Fernando Collor de Melo por corrupción. De hecho, los militares latinoamericanos no impidieron el juicio político de ningún presidente en los últimos 15 años. En Perú, no pudieron salvar a Alberto Fujimori de su vergonzosa caída en 2000, en Bolivia no lograron rescatar de la ruina a Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003 ni a Carlos Mesa en 2005. De hecho, desde comienzos del nuevo siglo, los militares no han evitado la destitución de un solo presidente removido de su cargo como resultado de rebeliones civiles.
La tendencia combina crisis presidenciales con la supervivencia de los regímenes democráticos en un marco de progresiva desmilitarización de los conflictos políticos. En una investigación sobre los conflictos entre el Ejecutivo y el Legislativo en América Latina, Aníbal Pérez-Liñán determinó que en 1977, antes de que comenzara la «tercera ola» democrática, 73% de las crisis presidenciales resultaban en rupturas del régimen, habitualmente debido a la acción de los militares. Desde 1977, en cambio, solo 13% de las crisis terminaron con una interrupción de la democracia. Esto, indudablemente, es una buena noticia. Los militares ya no son los árbitros del poder político, ya no pueden por sí solos inclinar la balanza entre poderes antagónicos o fuerzas políticas en competencia, ni desean hacerlo.
Estas cuestiones se han desmilitarizado, pero no ha sucedido lo mismo con otras. Los gobiernos democráticos buscan la ayuda de los militares para resolver problemas de seguridad y desarrollo. En el primer caso, se los convoca cuando se presenta alguna amenaza armada de gran magnitud, como las guerrillas en Colombia, o cuando el riesgo no es tan grande pero basta para desbordar la capacidad de la policía. Los gobiernos recurren a los militares para que lideren o los asistan en la lucha contra la guerrilla, el tráfico de drogas, el crimen y el terrorismo. Desde este punto de vista, la idea es que la negativa a permitir la participación militar en cuestiones de seguridad interna bien podría colocar a la nación en una posición de riesgo considerable.
También se convoca a los militares para resolver problemas de desarrollo. Aquellos gobiernos que no cuentan con organismos civiles entrenados y financiados para asistir a las poblaciones carenciadas apelan a menudo a las Fuerzas Armadas, que participan en toda clase de acciones, desde proyectos comunitarios de largo plazo hasta campañas de auxilio en emergencias. La idea, en este caso, es que la renuencia a aprovechar la asistencia militar podría poner en peligro a poblaciones necesitadas, lo que a su vez perjudicaría políticamente a los gobiernos.
Dado que los gobiernos democráticos todavía dependen de los militares para llevar adelante operaciones de seguridad y desarrollo, hay razones para preocuparse. Si algo nos ha enseñado la historia es que los militares fueron capaces de arrancar concesiones políticas a los gobiernos que necesitaban su ayuda. Los militares obtuvieron nuevos derechos a partir de su amplia participación en la asistencia a la nación y demandaron –o esperaron a cambio– mayores recompensas o un mayor poder de decisión. Los gobiernos que otorgaron esas concesiones con demasiada facilidad socavaron su propio poder.¿Es esa la situación actual? ¿Qué tan bien han enfrentado los civiles el desafío de controlar a las Fuerzas Armadas a pesar de seguir dependiendo de ellas en tareas de seguridad y desarrollo? ¿Pueden controlar los asuntos militares y de defensa, o les han cedido demasiado poder a los uniformados? Este artículo evaluará estas cuestiones a través de la observación de un conjunto de circunstancias curiosas y a veces paradójicas. La historia tiene mucho para enseñarnos, pero la política nos sorprende. A menudo hay giros y vueltas inesperadas. Esto es justamente lo que sucede en el caso de la relación cívico-militar. A continuación, cuatro variaciones de lo inesperado y una conclusión sorprendente. 1. Las organizaciones regionales elevan los costos de los golpes militares, pero las debilidades de los gobiernos incrementan los costos de la no intervención militar
La era de los golpes militares puede haber concluido, pero no ha terminado la era de la intervención militar. Los militares latinoamericanos se han involucrado en numerosas funciones, pero lo han hecho a pedido, y no en contra, de los funcionarios elegidos democráticamente, y con mucha frecuencia. Se siguen produciendo intervenciones militares, esta vez autorizadas por el poder político, para enfrentar una cantidad de problemas internos de índole social, económica y física, al tiempo que la amenaza de golpe militar se ha disipado.
La comunidad latinoamericana defiende la democracia con mayor decisión que nunca, y su maquinaria institucional y legal está mejor preparada para reaccionar de manera contundente y oportuna ante el riesgo de una ruptura de la legalidad democrática. Los organismos regionales, como la Organización de Estados Americanos (OEA), y subregionales, como el Mercosur, e incluso el gobierno de Estados Unidos, han elevado el costo del derrocamiento de gobiernos democráticos. En este contexto, los militares latinoamericanos han tenido que pensarlo dos veces antes de decidir tomar por la fuerza el poder, a sabiendas de que si lo hacen la comunidad regional responderá rápida y contundentemente, y que se producirán sanciones diplomáticas y económicas que podrían causar mucho daño. El comercio, la inversión y las relaciones financieras futuras con el resto de la región, y especialmente con EEUU y otras democracias desarrolladas, correrán serios riesgos si un gobierno no democrático toma el mando. Esta respuesta regional ante amenazas a la democracia ha sido tan eficaz que ha disuadido a los golpistas. En los pocos casos en que se llevaron a cabo golpes de Estado, las juntas duraron menos de 48 horas, tras sucumbir a las enormes presiones internas y externas, conformando lo que yo llamo «golpes efímeros». Sin embargo, aunque la mayor fortaleza de las instituciones regionales y subregionales ha sido una barrera para los golpes militares, la creciente debilidad institucional y los fracasos de gestión de los gobiernos democráticos han funcionado como una invitación a otras formas menores de intervención militar. Las democracias latinoamericanas han sobrevivido por más tiempo que nunca justamente porque la región hoy cuida de ellas. Pero eso significa que ciertos problemas que antes se resolvían mediante un cambio de régimen ahora son heredados por gobiernos democráticos que se encuentran bajo una presión creciente. Las demandas sociales por mayores ingresos, trabajo, justicia, asistencia médica y seguridad individual y colectiva han aumentado como nunca, pero la capacidad de los gobiernos para responder a ellas no ha mejorado. La brecha entre las necesidades y las soluciones se ha ensanchado en un contexto de crisis económica y social que alimenta las dudas respecto a la capacidad de quienes están en el poder para resolver estos problemas. Cuanto menos capaces son los gobiernos democráticos para salvar esta brecha, más dependen de la asistencia de los militares. La sociedad ha incrementado su presión para que los militares colaboren en el control del crimen (Centroamérica, Brasil), lideren las campañas de contrainsurgencia (Colombia), ayuden en misiones antidrogas (Colombia, Bolivia, Brasil), asistan en programas de alivio a la pobreza (Argentina, Venezuela, Ecuador) o en situaciones de desastre (los países de Centroamérica y muchos otros) y provean servicios sanitarios en áreas rurales (Uruguay) y asistencia general para el desarrollo (en toda la región).Como consecuencia de esto, los militares se ven implicados en todo tipo de funciones internas. Y, aunque está claro que no pueden resolver la mayor parte de estos problemas, sí pueden –y de hecho lo hacen– brindar servicios allí donde los organismos civiles no llegan. Tomemos el ejemplo de la asistencia al desarrollo: ya sea para proyectos de largo plazo como para situaciones de emergencia, los militares tienen capacidad instalada (bases, personal, comunicaciones, transporte, logística) para lanzar operaciones no letales de gran escala. Habitualmente, además, pueden hacerlo dentro de los límites presupuestarios preexistentes, algo que los gobiernos latinoamericanos a los que les preocupa el equilibrio fiscal valoran mucho.
Por supuesto, a largo plazo resulta mucho mejor para las democracias construir organismos civiles capaces de entregar alimentos, vestimenta y medicamentos, transportar servicios sanitarios móviles a áreas rurales, construir caminos, reforzar diques y puentes, etc. A corto plazo, en cambio, la escasez de recursos presiona para mantener abierta la opción militar.
Esto genera una inesperada tensión. Mientras que las instituciones regionales empujan a los militares de regreso a los cuarteles, los problemas internos los reinstalan en la arena económica y social. La buena noticia es que las operaciones militares internas no son intrínsecamente riesgosas, lo que nos conduce al segundo descubrimiento inesperado.
2. Las operaciones militares de seguridad interna y desarrollo han aumentado, pero el control civil no ha resultado perjudicado
Los expertos en relaciones cívico-militares han advertido muchas veces acerca de los riesgos de la intervención de las Fuerzas Armadas en cuestiones internas. Sostienen que ese tipo de participación fortalece políticamente a los militares y podría eventualmente llevar al derrocamiento de los gobiernos democráticos. Este peligro, ausente cuando los militares se concentran en las amenazas externas, aparece cuando las Fuerzas Armadas vuelcan su energía a los temas internos.
La idea es que, a medida que los gobiernos se vuelven más dependientes de las Fuerzas Armadas para llevar a cabo misiones internas, estas pedirán más a cambio, presionarán para obtener más recursos o más poder. También, de acuerdo con esta perspectiva, intentarán convertir las tareas temporarias en permanentes. Esto se va incorporando a sus doctrinas y se transforma en parte de su razón de ser. Pronto, los militares extenderán sus prerrogativas, insistiendo en lograr una mayor autonomía en su propia esfera de influencia y una mayor participación en la arena política. Poco después habrán asumido poderes tutelares, y de ahí a apoderarse completamente del gobierno hay una corta distancia. Al final, la democracia es la víctima principal de la expansión del rol de los militares.
Pero esto ya no es así. Los militares no han transformado las misiones internas en poder político; tampoco han traducido su creciente rol en la seguridad interna y el desarrollo en un derecho permanente a formular o vetar decisiones políticas, o a designar o desplazar a líderes políticos. La expansión de roles no condujo a una mayor autonomía militar ni en Brasil ni en Argentina, donde los presidentes han conseguido la ayuda de los militares para poner freno al crimen vinculado con las drogas y distribuir alimentos y servicios sanitarios. El éxito salvadoreño en dominar a sus Fuerzas Armadas luego de la guerra civil se logró a pesar del permanente empleo de militares para afrontar los desastres naturales y el incremento del delito. Por su parte, el presidente colombiano Álvaro Uribe mantiene el control civil sobre los militares pese a la fuerte intervención de estos en el combate contra la guerrilla.
Las misiones internas no son intrínsecamente riesgosas ni más peligrosas que las misiones externas. Del mismo modo, las funciones militares no tradicionales (acción comunitaria) no son más difíciles de manejar que las tradicionales (defensa). Los requerimientos de control operativo por parte de los civiles son los mismos cuando se envía a los militares a una misión en el extranjero que cuando se los destina a una tarea interna: en ambos casos, los gobernantes deben ser capaces de establecer su autoridad suprema sobre los militares y su misión; deben fijar objetivos claros, establecer límites, supervisar y suspender las operaciones cuando lo consideren conveniente. Con frecuencia, el mayor desafío para los civiles es manejar la operación una vez que esta se ha iniciado. En muchas ocasiones, los políticos se ven tentados a adoptar un enfoque de laissez-faire y permitir que los comandantes militares tengan la última palabra. A veces, incluso, los civiles ordenan una operación militar y otorgan a los comandantes demasiadas facultades discrecionales al permitirles operar de manera autónoma dentro de algún territorio o esfera de influencia. Pero lo central es que este problema surge también en misiones externas.
Aun así, los gobiernos latinoamericanos, desde la recuperación de las democracias, han tenido más éxito en el control de operaciones militares de lo que se podría imaginar. El análisis que llevé a cabo junto con Craig Arceneaux sobre 33 operaciones militares en América Latina entre 1980 y 1997 reveló que los civiles lograron un nivel de control sobre las operaciones militares entre moderado y elevado, en la misma proporción (60%) en campañas internas y externas. También confirmó que los civiles han tenido el mismo éxito en regular a los militares tanto en las misiones tradicionales como en las nuevas. Dicho de otra manera, los militares no han logrado ampliar su autonomía o su poder político pese a su mayor participación en tareas internas.
En última instancia, lo que importa es quién toma las decisiones. Para lograr un control efectivo sobre los militares, y para que las democracias resistan, deben ser los civiles quienes decidan cuándo, dónde y cómo utilizar a las Fuerzas Armadas. Ellos deben trazar la línea que separa medios y fines. De lo contrario, podrían surgir problemas si los militares extendieran los límites de un conflicto o cambiaran su forma pensando que solo hacen un ajuste operativo, cuando en realidad están interfiriendo en objetivos políticos. Si las autoridades políticas legítimas toman este tipo de decisiones, entonces lograrán controlar las misiones internas. No es necesario que los gobernantes civiles controlen todas las funciones militares, pero sí que se reserven la autoridad suprema. En consecuencia, la clave del éxito pasa por establecer los límites dentro de los cuales las Fuerzas Armadas deben respetar las funciones que el gobierno les delega, sin importar cuáles sean estas funciones o en qué ámbito, interno o externo, deban desempeñarse. Cuando esto se logra, las misiones militares internas dejan de ser una amenaza para las democracias. 3. Los líderes civiles saben poco del manejo de la defensa, pero esto no afecta su capacidad de controlar a los militares
Por lo general, los gobiernos democráticos civiles pueden manejar a los militares, pero no los asuntos de defensa. Hay una diferencia importante entre ambos. Los gobernantes latinoamericanos han tenido un éxito considerable en subordinar a las Fuerzas Armadas al poder civil. Esto se ha logrado por medios políticos, a través de la hábil manipulación y administración de recursos legales, fiscales y de personal para restringir la influencia militar, pero sin adquirir un conocimiento fundamental de los temas de defensa. Los jefes de Estado y sus ministros civiles no están preparados para debatir, y menos aún para ejercer el liderazgo, en la preparación para la defensa, el despliegue de fuerzas, los objetivos, la estrategia o la doctrina. Los gobiernos no están construyendo instituciones sólidas vinculadas a este tema ni adquiriendo una gran sabiduría. Pero, aunque este desconocimiento inclina la balanza en favor de los militares, el poder se inclina en favor de los civiles.
Los presidentes y sus ministros de Defensa han logrado, con unas pocas excepciones, construir relaciones respetuosas basadas en la subordinación militar al poder civil. El equilibrio de poder se ha inclinado de manera decisiva en favor de los gobiernos democráticos en Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Bolivia, Perú, Honduras, Nicaragua y El Salvador. En menor escala, pero también en forma visible, ocurre lo mismo en Guatemala. E incluso en Colombia, donde se prolonga una brutal guerra civil, nadie cree que el gobierno civil vaya a perder el control sobre las Fuerzas Armadas. Solo en Ecuador y Paraguay los esfuerzos por reducir el poder político de los militares han resultado insuficientes.
Los civiles mantienen esta ventaja a través de una forma particular de control político civil, que les permite lograr una relativa calma en los asuntos cívico-militares sin tener que invertir en construir una amplia organización institucional, sin expertise, supervisión legislativa o grandes presupuestos. Ese ha sido el modus operandi de la mayoría de los presidentes y ministros de Defensa latinoamericanos. El método consiste en un control político personal: en lugar de tratar de socializar a todos los militares desde una perspectiva civil, los presidentes se apoyan en unos pocos oficiales claves que se pliegan a sus deseos y promueven sus posturas entre sus subordinados. Se trata de oficiales cercanos, a los que generalmente conocen a través de un partido político o de conexiones familiares, y que suponen les serán fieles. Al mismo tiempo, tratan de expulsar de los altos mandos a aquellos que pueden causar problemas. Al hacerlo, a menudo trastornan las reglas de jerarquía, aunque hasta ahora no se han creado problemas insuperables.
Otra estrategia consiste en designar ministros de Defensa que, aunque llegan a su puesto sin experiencia o formación en el área, saben cómo manejar a los militares. No conocen especialmente el tema, pero son políticamente hábiles y saben cómo mantener a la institución castrense fuera de las primeras planas de los diarios. Liman asperezas, extinguen pequeños incendios, calman los nervios alterados, prometen apoyos, reinterpretan los mensajes políticos de manera positiva, etc. Los civiles que manejan hábilmente los asuntos militares son comunicadores capacitados: pueden enfrentar las inquietudes militares y, al mismo tiempo, transmitir de un modo diplomático pero firme las preferencias y demandas del presidente.
Tener un representante eficaz al frente del Ministerio de Defensa es especialmente importante cuando las prioridades políticas del gobierno difieren de las de los militares. Los gobiernos no han ganado ni ganarán nunca el consentimiento de los militares demostrando sus credenciales ni su conocimiento en temas de defensa, sino recordándoles que es al poder civil al que le corresponde formular las políticas y que la obligación constitucional de los militares es implementarlas de manera subordinada.
De hecho, los políticos tratan generalmente de no inmiscuirse en asuntos militares básicos, en tanto que los militares respetan reglas similares cuando se trata de la esfera de influencia del gobierno. Ambos adhieren al principio «Vivir y dejar vivir». El núcleo de la acción militar concierne a la administración de cada una de sus funciones, especialmente el planeamiento, la preparación y la programación de la defensa. Esto diferencia al modelo latinoamericano del norteamericano, donde el Secretario de Defensa y su equipo, mayoritariamente integrado por civiles, están a cargo de diseñar e implementar las políticas del área. En América Latina, las cuestiones referidas al planeamiento de la defensa, la estrategia, las tácticas y su relación con el entrenamiento, la estructura y el despliegue de la fuerza se han dejado casi totalmente en manos de los militares. Al encontrarse América Latina en un contexto en el que la amenaza de guerra es remota, los gobernantes civiles deben conducir políticamente a los militares, pero no necesariamente manejar la defensa. Al menos hasta ahora, esto no ha dañado las relaciones cívico-militares.
4. El desconocimiento de los políticos latinoamericanos de los temas de defensa no solo es racional, sino inevitable
La defensa no es una prioridad entre los políticos latinoamericanos. Durante más de un siglo, hasta el ciclo de recuperación democrática iniciado en los 80, los militares se involucraron en conflictos políticos internos y se dedicaron a conspirar contra los gobiernos democráticos, lo cual hizo que los civiles prestaran más atención a la forma de evitar los golpes de Estado que a la guerra.
Por otro lado, la infraestructura de defensa y las industrias construidas para sostenerla generan, en América Latina, escasos empleos. Al no conformar un sector económico importante en la mayoría de los países, no ha despertado un interés especial en los políticos civiles.
Pero lo central es que casi no hay amenazas externas que pongan en riesgo la existencia de las naciones latinoamericanas. La región ha quedado en su mayor parte al margen de las guerras mundiales y los conflictos geopolíticos más importantes. En raras ocasiones es objeto de problemas de seguridad o amenazas, o escenario de carreras armamentistas, como sí ocurre en otras regiones del mundo. De hecho, muchos describen América Latina como una zona de paz. Por lo tanto, los políticos pueden ignorar los temas relacionados con la defensa sin incurrir en grandes riesgos para la seguridad nacional.
Como resultado de todo esto, los grandes grupos económicos y los sectores más importantes de la población prestan poca atención a estas cuestiones. Los civiles que participan en actividades relacionadas con la defensa no son tantos como para que la atención a esta área genere réditos electorales: ni en las bases, ni en los ministerios, ni en las academias militares, ni en las fábricas. En ausencia de amenazas militares reales o potenciales y al no existir grandes fábricas de armamentos ni importantes sectores sociales preocupados, la desatención civil hacia las políticas de defensa resulta comprensible.
Los legisladores son los que ven menos ventajas en convertirse en expertos en defensa, ya que no pueden otorgar empleos en el sector para los electores de sus distritos a cambio de votos. En algunos países, hay casos de legisladores que adquieren conocimientos al trabajar en las comisiones de defensa durante periodos prolongados. Pero, en general, los legisladores latinoamericanos no permanecen en su cargo el tiempo suficiente como para acumular una pericia real en algún tema, y menos aún en defensa. Las tasas de reelección son bajas tanto por el fracaso en retener sus bancas como por la búsqueda de nuevas oportunidades fuera de la legislatura.
En cuanto a las comisiones de defensa, sus integrantes suelen ser designados como recompensa por los servicios prestados a un partido antes que para la adquisición de una pericia sustancial en el tema. Estas comisiones carecen, además, de atribuciones importantes, y entonces resultan poco atractivas. Por ejemplo, la mayoría de las comisiones de defensa carece del poder para reabrir, examinar y modificar el presupuesto del área. No pueden revisar ítem por ítem ni modificar la asignación en algún rubro o redistribuir los recursos. Esto afecta la capacidad de las comisiones para llevar adelante su función fundamental de supervisión. Sin la información necesaria sobre los gastos, el Poder Legislativo no puede reconvenir a los militares por asignaciones incorrectas, derroches o fraudes.
En el futuro inmediato, lo más probable es que los políticos sigan desconociendo los asuntos de defensa. Dado que es un área difícil de manejar, es tentador delegarla en los militares que, después de todo, dedican su vida a aprender el oficio, en la academia, en los entrenamientos y en los cuarteles. Aunque los políticos civiles dedicaran más tiempo y energía a entender el tema, nunca igualarían a los militares. ¿Por qué entonces no elegir la vía más fácil y simplemente adherir a sus criterios? Esto es, en efecto, lo que ha hecho la mayoría de los políticos latinoamericanos.
Este camino puede no ser el más deseable. Sin algún conocimiento de los temas de defensa, es difícil que los civiles puedan supervisar los intentos de reformar las prácticas y las doctrinas militares. Esto lleva a los militares a autodirigirse y les otorga una mayor autonomía. También será difícil, si no imposible, que los gobernantes construyan instituciones de defensa más fuertes, en las que empleen a un equipo civil a la altura del personal militar. Pero es poco probable que estos problemas desaparezcan en el corto plazo.
Conclusión
En el futuro cercano, no creo que se produzcan amenazas militares serias a la democracia y el control civil de las Fuerzas Armadas en América Latina. Los costos de una intervención militar son muy altos y los beneficios, demasiado escasos. Inesperadamente, ni siquiera el giro político a la izquierda registrado en los últimos años ha aumentado los riesgos de una intervención militar. Los militares siguen respetando a comandantes en jefe civiles, aun si son políticamente progresistas. Los militares latinoamericanos y la izquierda política han tenido a menudo una relación tormentosa, marcada por la mutua desconfianza, la intolerancia y la violencia, pero esos días han pasado. En parte, esto se debe a que muchos líderes de izquierda han resultado más moderados de lo que se esperaba. Michelle Bachelet en Chile, Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Tabaré Vázquez en Uruguay y Néstor Kirchner en Argentina han adoptado programas económicos orientados al crecimiento, que no amenazan los intereses de los empresarios, los banqueros u otros sectores que en el pasado formaban parte de la coalición golpista. En consecuencia, los militares no reciben ninguna presión social para vetar o anular las políticas económicas de estos gobiernos.
Los gobiernos de izquierda no solo no han impedido, sino que incluso han impulsado, que la justicia lleve adelante investigaciones sobre violaciones a los derechos humanos durante las dictaduras. ¿Por qué no ha representado esto una amenaza para los militares? La principal razón es que los gobernantes han establecido una distinción entre los militares de hoy y los de ayer. A la mayor parte del cuerpo de oficiales, que ascendió de rango y avanzó en su carrera bajo gobiernos democráticos, se le ha asegurado que no tienen nada que temer del sistema de justicia, y efectivamente no le temen. Solo un puñado de oficiales, muchos de ellos ya retirados, que ocuparon roles importantes durante las dictaduras, pueden llegar a ser procesados. Los militares de hoy parecen aceptar esta distinción a sabiendas de que la gran mayoría no resultará afectada. Inesperadamente, ni siquiera los presidentes de izquierda más radicalizados han enfrentado la resistencia de sus Fuerzas Armadas. Hugo Chávez, de Venezuela, y Evo Morales, de Bolivia, parecen capaces de manejar políticamente a los militares. Chávez lo ha logrado tras limpiar al servicio activo de los elementos que participaron en el frustrado golpe de abril de 2002 y recompensando con generosidad a los oficiales leales. Y no solo ha manejado a los militares políticamente, sino que ha politizado a las Fuerzas Armadas, involucrándolas directamente en sus proyectos sociales ideológicos. Esto podría resultar potencialmente riesgoso, pero hasta ahora se ha salido con la suya. También Morales ha cultivado las relaciones con los oficiales superiores. Sin embargo, en lugar de imitar a Chávez y forzarlos a adherir a su «revolución», ha apelado a un recurso más tradicional: el nacionalismo. Los militares latinoamericanos son en su mayoría nacionalistas y están instintivamente a favor de las políticas de control de los recursos estratégicos. Morales nacionalizó los hidrocarburos con la entusiasta ayuda de los militares bolivianos. Y además comparte con ellos una preocupación: impedir que Bolivia se divida. Las regiones ricas del oriente han buscado una mayor autonomía y han amenazado con separarse de la república. Con el apoyo de las Fuerzas Armadas, Morales ha enfrentado los esfuerzos de esas regiones por debilitar el control del gobierno central.
La situación actual de los vínculos entre los militares y la democracia puede sintetizarse con estas afirmaciones: democracias que siguen apoyándose en la asistencia militar, pero sin sucumbir a los uniformados; militares que se involucran en cuestiones internas, pero que respetan el control civil; gobernantes civiles que pueden controlar políticamente a las Fuerzas Armadas, pero sin manejar eficazmente la estrategia de defensa; y políticos de izquierda que no amenazan a los militares ni son amenazados por ellos. Esta es la inesperada realidad de la relación actual entre civiles y militares en América Latina.