Cuando todo se desmorona
abril 2016
Frente a una nueva etapa del capitalismo, la renovación del pensamiento económico se vuelve imprescindible. Si los políticos no la alientan, el desmoronamiento de todas las estructuras conocidas será absoluto.
En todo el mundo, se percibe el final de una era; un profundo presagio de desintegración de sociedades antes estables. Como en los versos inmortales del gran poema de W. B. Yeats, «La segunda venida»:
«Todo
se desmorona; el centro cede;
Una
total anarquía se abate sobre el mundo (…)
Los
mejores no tienen convicción, los peores
Están
llenos de fanática pasión (…)
¿Qué
horrible bestia, llegada al fin su hora,
Se
arrastra hacia Belén para nacer?»
Yeats
escribió estos versos en enero de 1919, dos meses después del fin
de la Primera Guerra Mundial. Instintivamente, sintió que pronto la
paz cedería lugar a horrores aun peores.
Casi
50 años después, en 1967, la ensayista estadounidense Joan Didion
tituló Arrastrarse
hacia Belén a
una
colección de ensayos sobre las fracturas sociales de fines de los
sesenta. En los doce meses que siguieron a la publicación del libro,
Martin Luther King Jr. y Robert Kennedy fueron asesinados; en los
barrios bajos estadounidenses estallaron revueltas; y los estudiantes
franceses salieron a las calles a protestar, dando inicio a la
rebelión que un año más tarde pondría fin al gobierno del
presidente Charles de Gaulle.
A
mediados de los setenta, Estados Unidos había perdido la Guerra de
Vietnam. Las Brigadas Rojas, el grupo radical estadounidense Weather
Underground, el Ejército Republicano Irlandés y terroristas
neofascistas italianos hacían atentados en todo Estados Unidos y
Europa. Y el juicio político al presidente Richard Nixon había
puesto en ridículo a la democracia occidental.
Pasaron
otros 50 años, y el mundo es nuevamente asaltado por temores a que
la democracia haya fracasado. ¿Podemos extraer alguna enseñanza de
aquellos períodos anteriores de duda existencial?
En
los años veinte y treinta, como a fines de los sesenta y en los
setenta, y nuevamente ahora, la pérdida de fe en la política se
relacionaba con la desilusión por el fracaso de un sistema
económico. En el período de entreguerras, el capitalismo, acosado
por desigualdades intolerables, deflación y desempleo a gran escala,
parecía tener los días contados. En los sesenta y setenta, también
pareció que se derrumbaba, pero esta vez por los motivos opuestos:
la inflación y la reacción de contribuyentes e intereses
empresariales contra las políticas estatistas redistributivas.
Señalar
este patrón de crisis recurrentes no implica postular alguna ley
natural por la que cada 50 o 60 años el capitalismo deba entrar en
crisis terminal. Pero sí reconocer que el capitalismo democrático
es un sistema cambiante, que responde a las crisis con una
transformación radical de las relaciones económicas y de las
instituciones políticas.
Así
que, en la turbulencia actual, deberíamos ver una respuesta
previsible al quiebre, en 2008, de un modelo específico del
capitalismo global. A juzgar por la experiencia del pasado, es muy
probable que nos espere una década o más de inestabilidad y
reflexión, que en algún momento darán paso a una nueva decantación
de la política y la economía.
Es
lo que sucedió cuando Margaret Thatcher y Ronald Reagan ganaron las
elecciones después de la gran inflación de principios de los
setenta, y cuando de la Gran Depresión se pasó al New
Deal
estadounidense y a la «horrible bestia» del rearme europeo. Cada
una de estas decantaciones que siguieron a una crisis fue acompañada
por transformaciones en el pensamiento económico y en la política.
La
Gran Depresión condujo a la revolución keynesiana en economía y al
New
Deal
en política. Las crisis inflacionarias de los sesenta y setenta
provocaron la contrarrevolución monetarista de Milton Friedman,
que inspiró a Thatcher y Reagan.
De
modo que era de preverse que la ruptura del capitalismo financiero
desregulado provocaría un cuarto cambio cataclísmico (lo que en
2010 denominé «capitalismo 4.0») tanto en política cuanto en el
pensamiento económico. Pero si el capitalismo global está realmente
entrando a una nueva fase de su evolución, ¿cuáles son sus
características probables?
Cada
etapa sucesiva del capitalismo global estuvo signada por un
corrimiento de la frontera entre la economía y la política. En el
capitalismo clásico decimonónico, la política y la economía se
idealizaban como esferas distintas; las interacciones entre el Estado
y las empresas se limitaban al cobro (necesario) de impuestos para
financiar aventuras militares y a la protección (nociva) de
poderosos intereses creados.
En
la segunda versión del capitalismo, la keynesiana, los mercados eran
vistos con sospecha, mientras que se daba por sentado que la
intervención estatal era correcta. En la tercera fase, dominada por
Thatcher y Reagan, los supuestos se invirtieron: ahora por lo general
era el Estado el que se equivocaba y el mercado el que siempre daba
en la tecla. Lo que tal vez defina la cuarta fase será el
reconocimiento de que tanto el Estado cuanto el mercado pueden
equivocarse catastróficamente.
Reconocer
semejante grado de falibilidad puede ser paralizante (algo de lo que
sin duda el clima político actual es reflejo). Pero también puede
ser liberador, ya que implica la posibilidad de hacer mejoras, tanto
en economía cuanto en política.
Si
el mundo es tan complejo e impredecible que ni los mercados ni los
gobiernos pueden alcanzar los objetivos sociales, entonces se
necesitan nuevos sistemas de controles y contrapesos que permitan a
las decisiones políticas poner límites a los incentivos económicos
y viceversa. Si el mundo se caracteriza por ser ambiguo e
imprevisible, entonces hay que revisar las teorías económicas de
antes de la crisis, que nos hablan de expectativas racionales,
mercados eficientes y neutralidad monetaria.
Además,
los políticos tendrán que reconsiderar gran parte de la
superestructura ideológica que se erigió sobre los supuestos del
fundamentalismo de mercado. Esto incluye no solo la desregulación
financiera, sino también la independencia de los bancos centrales,
la separación de las políticas fiscal y monetaria, y el supuesto de
que la competencia de mercado sin intervención estatal es suficiente
para lograr una distribución aceptable del ingreso, generar
innovación, crear las infraestructuras necesarias y suministrar
bienes públicos.
Es
evidente que las nuevas tecnologías y la integración de miles de
millones de nuevos trabajadores a los mercados globales han creado
oportunidades que deberían implicar más prosperidad en las décadas
venideras que antes de la crisis. Sin embargo, en todas partes los
políticos «responsables» advierten a los ciudadanos de que la
«nueva normalidad” es el estancamiento económico. No es raro que
los votantes estén furiosos.
La
gente considera que los gobernantes tienen potentes herramientas
económicas que podrían mejorar los niveles de vida: emitir dinero y
distribuirlo entre los ciudadanos; subir los salarios mínimos para
reducir la desigualdad; aumentar la inversión pública en
infraestructuras y en innovación (con costo nulo); usar la
regulación bancaria para estimular el crédito en vez de
restringirlo.
Pero
para implementar políticas tan radicales habría que abandonar las
teorías que han dominado la economía desde los ochenta, y con ellas
los arreglos institucionales basados en ellas, como el Tratado de
Maastricht en Europa. Pocas son aún las personas «responsables»
que están dispuestas a poner en duda la ortodoxia económica
anterior a la crisis.
El
mensaje que transmiten las revueltas populistas actuales es que los
políticos deben olvidar los manuales de antes de la crisis y alentar
una revolución del pensamiento económico. Si los políticos
responsables se niegan a hacerlo, alguna «horrible bestia, llegada
al fin su hora» lo hará por ellos.
Fuente: Project Syndicate
Traducción: Esteban Flamini