Opinión
marzo 2020

Izquierdas y derechas en tiempos de coronavirus

En plena pandemia de coronavirus, hay quienes –desde la derecha pero también desde ciertos progresismos– miran hacia los Estados autoritarios como modélicos. Mientras, otros piensan en la necesidad de recuperar y reinventar la mejor tradición socialista: la que piensa en términos de Estado y bienestar en democracia, apelando a sociedades civiles robustas que sean capaces de producir un nuevo pacto social global para enfrentar el miedo. ¿Qué tipo de Estados queremos?

Izquierdas y derechas en tiempos de coronavirus
De la amarga experiencia del siglo pasado hemos aprendido que hay cosas que los Estados definitivamente no deben hacer. Hemos sobrevivido a una era de doctrinas que pretenden decir, con un aplomo alarmante, cómo deben actuar nuestros gobernantes y recordar a los individuos –mediante el empleo de la fuerza en caso necesario– que quienes están en el poder saben lo que es bueno para ellos. No podemos volver a todo eso.
Tony Judt, Algo va mal (2011)

Autoritarismos a la carta

«Observamos un cierto vínculo entre el coronavirus y los inmigrantes ilegales», dijo el primer ministro húngaro Viktor Orbán el 3 de marzo pasado. Cuando le preguntaron por los datos, solo se limitó a hacer silencio. Para Orbán, los lazos entre la epidemia y los inmigrantes ilegales deberían ser evidentes para todos. Tras su declaración, aprovechó para hacer lo que mejor sabe: limitar los derechos de asilo a los extranjeros. Ahora Orbán, líder autoritario de un régimen que no duda en llamar «iliberal», se prepara para gobernar por decreto de manera indefinida. Si bien asegura que lo hará solo durante la crisis del coronavirus, no hay buenas razones para pensar que no está utilizando la epidemia para fortalecer su poder y su gobierno. En Hungría el Estado es fuerte. Para perseguir a opositores políticos, hacer proclamas antisemitas, atacar a las diversidades sexuales, étnicas y religiosas. En definitiva, para producir control social.

Xi Jinping, el líder de la República Popular China, está mostrando una relativa eficacia para controlar la pandemia de coronavirus dentro de sus fronteras. Pero en China la eficacia dista mucho de estar fundada en un orden democrático. De hecho, esto se hizo patente desde las primeras semanas del brote del virus. Primero, el gobierno obligó a retractarse a las dos enfermeras que denunciaron la falta de equipamiento y las condiciones ominosas a las que eran sometidas en Wuhan en una carta a la revista médica The Lancet. Después, la policía del Ministerio de Seguridad Pública de China obligó a Li Wenliang, el médico que alertó de la enfermedad a principios de enero, a decir que estaba difundiendo «falsas noticias». Li murió de coronavirus al poco tiempo. Tras la expansión del virus, el gobierno chino actuó rápidamente para atajarlo. Pero también para reprimir y fortalecer sus dispositivos de control social. China que, recordémoslo, vive bajo un régimen de partido único cuyo líder Xi quiere incluso emular en fortaleza a Mao Tse-Tung y que posee el poder de un big data al servicio del control que es, como lo han llamado Maya Wang y Kenneth Roth, un «Leviatán de los Datos».

China tiene capacidad instalada para controlar a la ciudadanía. Pero, a diferencia de las grandes empresas del capitalismo occidental –que pretenden capturar los Estados–, allí no hay ningún contrapeso jurídico: el control de datos es llevado a cabo directamente por el gobierno. Lamentablemente, no son pocos los sectores políticos del mundo occidental, y particularmente algunos autoproclamados progresistas y liberales, que están celebrando a China. Aseguran que en el país asiático la ciudadanía acata seria y responsablemente las órdenes del Estado, que se construyen hospitales y que los científicos muestran una especial responsabilidad con la situación. Celebran, en definitiva, el rol eficiente del Estado chino. Solo que esa eficiencia –que, para colmo, no siempre es real y está plagada de gobiernos provinciales corruptos que falsean información al propio Estado– viene por debajo de un régimen de partido único, con escasas garantías para las libertades individuales y en el que lo que se sindica como «responsabilidad» puede ser mera obediencia por temor. En China el Estado es fuerte y, en ocasiones y en temas específicos, efectivo, pero ¿es el Estado que queremos?

Algo similar sucede en Rusia, donde Vladímir Putin está intentando perpetuarse en el poder mediante una consulta popular que, hasta ahora, no se suspende por la epidemia. Putin es otro de los líderes mundiales que agradece al virus: las protestas en su contra amainaron por el pánico que conlleva la enfermedad. El de las protestas es, justamente, uno de los argumentos que utiliza el líder ruso: asegura que su gobierno debe seguir hasta el año 2036 porque garantiza la paz y el orden en el país. Al igual que en el caso de China, no son pocos los que ven en la mano firme de Putin un Estado presente. Su accionar rápido frente a la crisis del coronavirus también le dio crédito entre sectores progresistas de Occidente, que han visto el desmoronamiento de sus Estados de Bienestar, la inacción o la acción lenta de sus gobiernos y las crisis de los sistemas de salud. Pero, nuevamente, ¿es un Estado como el ruso, con sus facetas autoritarias y autocráticas, lo que deben buscar los progresistas?

Los ejemplos son de lo más variados. La líder de la derecha radical francesa Marine Le Pen también quiere un Estado presente y apela a él en tiempos de coronavirus. De hecho, pidió una medida que ya tenía en mente: el cierre de la frontera con Italia –algo que lleva, según su modo de ver, al principio del fin del espacio Schengen–. Matteo Salvini, líder de la extrema derecha italiana, empezó, por supuesto, culpando a los inmigrantes y, particularmente, a los «minimercados étnicos». Y el gobierno de la extrema derecha griega encontró en el coronavirus una estrategia perfecta para reivindicar uno de sus proyectos más reaccionarios: el desarrollo de centros de detención forzados –llamados eufemísticamente «campamentos cerrados» – para solicitantes de asilo en las islas de Chios y Lesbos.

En Israel, donde la derecha gobierna, pero estaba dada la posibilidad de que fuera desalojada del poder por una alianza entre fuerzas centristas y progresistas, Benjamin Netanyahu también aprovechó el coronavirus. Según afirma el periodista Sylvain Cypel, el primer ministro israelí está provocando un «golpe de Estado en cámara lenta». Bernard Avishai, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, apunta en la misma dirección. Según su criterio, Netanyahu aprovechó el necesario aislamiento para perpetuarse en el cargo, luego de que, hace dos semanas, tras el recuento oficial de votos de la última elección, se evidenciara que su bloque político se encontraba con tres escaños menos que el dirigido por Benny Gantz, el líder de la coalición Azul y Blanca. La polémica llegó a tal punto que la presidenta de la Corte Suprema de Israel, Esther Hayut, afirmó que «las llaves de la Knesset (el Parlamento israelí) están encima de la mesa: quien gana las elecciones va y las toma, pero resulta que alguien se ha guardado las llaves en el bolsillo». Y Yuval Noah Harari afirmó que «en Italia, España y Francia, los decretos de emergencia los promulga un gobierno que el pueblo ha elegido, no alguien que no tiene el mandato de su pueblo». Finalmente, Netanyahu consiguió salirse con la suya aprovechando la urgencia ciudadana originada por la crisis del coronavirus: logró que Gantz le diera su apoyo para gobernar durante 18 meses, con el compromiso de que dejará el cargo en ese momento y será Gantz quien lo asuma.

En América Latina, las derechas punitivistas también aprovecharon. Martín Vizcarra, el presidente peruano que se presentaba como un liberal pero que acabó mostrando su faceta autoritaria, declaró un toque de queda que ya habilitó abusos del Ejército contra los sectores más vulnerables de la sociedad. El ministro del Interior del gobierno de Bolivia que depuso a Evo Morales, Arturo Murillo, viste de policía para anunciar el combate al coronavirus con un discurso castrense y amenaza a todo el mundo con la prisión. A ellos se suman los negadores como Jair Bolsonaro, quienes, por supuesto, no necesitan del coronavirus para creer en un Estado que reprime a la población.

Hay muchos progresistas en el mundo felices por la posible vuelta del Estado. Pero la globalización, como aseguran numerosos analistas, está lejos de terminar. E incluso ellos, los autoritarios, lo saben. De hecho, lo que pretenden algunos es, en realidad, autoritarismo para adentro y globalismo mercantil hacia afuera (lo que algunos llaman «nacional-liberalismo»). Lo peor de los dos mundos se ve claramente en Estados Unidos: un sistema de salud desestructurado, un Estado de Bienestar que nunca terminó de desarrollarse y una retórica de autoritarismo presidencialista en manos de Donald Trump.

La crisis y la ineficiencia de los liberales económicos (y de su versión farsesca, los libertarios) no deberían llevarnos a admirar a cualquier régimen por la fortaleza de su Estado. Tampoco a desterrar toda idea de globalización y a cerrarnos en un imposible –y probablemente indeseable– retorno del Estado-nación como único estructurador social. La globalización parece, como apuntan diversos economistas y cientistas sociales, lejos de tocar el suelo. El globalismo liberal y el Estado autoritario no son las únicas alternativas: un mundo global con Estados y sociedades civiles robustas, con bienestar, cuidado y democracia, quizás también sea posible.

Si queremos Estado, no estaría mal preguntarnos cuál.

¿La ineficiencia de la (social)democracia?

Frente a las imágenes de autoritarismo –y de eficacia, solo en algunos casos–, ¿cuál ha sido la respuesta de la avanzada Europa? Ha sido, ciertamente, disímil. Sería fácil englobar a todos los países, arrojar cifras y culpar de todo al desarticulado Estado de Bienestar. Y puede que eso sea parcialmente cierto. Pero no totalmente. Italia aparece devastada por el virus y plagada de muertos, con niveles de inacción o de acción a destiempo imposibles de entender. Alemania, en cambio, no: tiene muchos infectados pero poca cantidad de muertos. Su sistema de salud –que ahora se encuentra bajo una importante presión– es más robusto que el de otros países de Europa occidental y realizó más tests que los demás países de la región. ¿La diferencia entre Italia y Alemania es solo la robustez del Estado de Bienestar, o la posición de liderazgo en Europa? Evidentemente no. También se trata de decisiones políticas. Así es, claro, como funciona la democracia. Lo mismo puede decirse respecto de Francia, que aún sostiene estructuras de sanidad derivadas del bienestarismo, pero que está en plena crisis: tiene casi 700 muertos y más de 20.000 infectados. ¿Todo se debe a las flaquezas del bienestarismo (que Macron defiende en tiempos de pandemia pero que muchas veces pone en duda fuera de ella)? Evidentemente no: también se trata de decisiones políticas. Macron no postergó, en plena pandemia, la primera vuelta de las elecciones municipales (que, como es lógico, tuvieron un récord de abstención).

Pese a las diferencias en las decisiones, es igualmente cierto que la ya muy discutida crisis del Estado de Bienestar se volvió más evidente. Y no es solo por el coronavirus. Hubo problemas en los sistemas de salud, pero también en las decisiones vinculadas a las cuarentenas: parte de la ciudadanía que no percibe ingresos –o que recibe muy poco dinero mensual a través de políticas focalizadas de asistencia– debió aislarse, del mismo modo que aquellos que sí cuentan con recursos para hacerlo. Esto fue claramente visible en los países de la periferia y en los países más empobrecidos de Europa. Países como Suecia, Dinamarca o Noruega enfrentaron la epidemia correctamente, no solo por la rapidez, sensatez y agilidad política, sino también por poseer, aún hoy, estructuras de bienestar más robustas. Aún con estrategias diferenciadas –por ejemplo, Suecia apuesta por aconsejar, en lugar de imponer, el aislamiento–, los países ridiculizados permanentemente por el nacionalismo –y por parte de la izquierda, que los critica por ser «modelos no exportables» debido a la lógica de funcionamiento del capitalismo– dieron, hasta ahora y otra vez, en la tecla. Aun así, todos ellos también se encuentran en serios problemas: algunos incluso han cedido a tentaciones nacionalistas cerradas.

Lo cierto es que, frente a los modelos autoritarios, puede que la democracia sea más lenta –e incluso, en ocasiones, más ineficaz–, pero ese sigue siendo un precio a pagar. De lo que se trata, quizás, es de volver a pensar esa eficiencia, esa celeridad y esa capacidad de resolver en democracia.

Una nueva imaginación política

«Los grandes trastornos, como la actual pandemia de coronavirus, a menudo pueden reducir la desigualdad. La primera y más inmediata razón es que tienden a dañar económicamente a casi todos, y los ricos tienen más riqueza que perder. La caída de la fortuna de estas personas acomodadas las acerca relativamente a cómo están los demás», dice Adam Rasmi, periodista de Quartz y del Financial Times. Su perspectiva, como la planteada por el economista serbo-estadounidense Branko Milanovic, es sintomática de estos tiempos: la desigualdad se hace más visible cuando un fenómeno inesperado toca las puertas de las casas de los más beneficiados.

Rasmi recupera la posición del profesor de la Universidad de Stanford Walter Scheidel. En su libro The Great Leveler: Violence and the History of Inequality from the Stone Age to the Twenty-First Century (El gran nivelador: violencia e historia de la desigualdad desde la Edad de Piedra al siglo XXI), Scheidel apunta cuatro fenómenos brutalmente igualadores: las epidemias, las revoluciones, las guerras masivas y los colapsos estatales. La gran igualadora, para Scheidel, siempre es la catástrofe.

Ahora, el mundo vive una. El coronavirus se lleva vidas humanas allí donde llega. Y llega a todos. El miedo se apodera de millones de seres humanos. La pregunta por el futuro del orden global vuelve a ponerse encima de la mesa. Algunos aseguran que estamos atravesando otra de las grandes crisis de la historia sistémica. Hay quienes afirman que este es el verdadero comienzo del siglo XXI y que pronto entraremos en un escenario en el que habrá que barajar las cartas con las que querremos jugar. Otros, aventuran que viviremos una situación análoga a la del contexto de la segunda posguerra: la recuperación de un acuerdo que tendrá al Estado como actor central, pero con problemas y circunstancias muy diferentes de aquellas del pasado.

En medio de la vorágine, es muy probable que algunos piensen así. Y quizás sea correcto. Pero ¿cuáles serán las bases sociales, éticas y programáticas para un nuevo contrato? ¿Qué es lo que es dable esperar y qué es lo que verdaderamente se puede pretender?

No alcanza solo con esperar el desenlace de esta crisis. Es evidente que, en términos más o menos generales, los ultraliberales de mercado están perdidos: reclaman Estado, el mismo que contribuyeron ferozmente a desguazar, incluso en sus funciones esenciales. Pero es igualmente evidente que el peligro del Estado de control y represivo no puede ser la alternativa a ello. ¿No se trata, más bien, de reconstruir una comunidad en la que el Estado tenga una dimensión central, pero comprendiendo que este ya no es ni será el del pasado?

El Estado es hoy, como dice Tony Judt en su libro Sobre el olvidado siglo XX, «una institución intermedia». «La idea de un Estado activo hoy significa reconocer los límites del empeño humano, en contraste con las utópicas y soberbias ambiciones del pasado reciente: porque no todo puede hacerse, hay que seleccionar lo más deseable o importante entre lo que es posible. La idealización del mercado, con el supuesto concomitante de que, en principio, todo es posible, encargándose las fuerzas del mercado de determinar qué posibilidades se harán realidad, es la más reciente (si no la última) ilusión moderna. (…) Únicamente el Estado puede representar un consenso sobre qué bienes son posicionales y solo pueden obtenerse cuando hay prosperidad, y cuáles son básicos y deben proporcionarse en todas las circunstancias».

El coronavirus no producirá necesariamente un nuevo pacto social. Pero no tiene por qué producir el aplauso del progresismo al fortalecimiento de un tipo de Estado que no le es propio. Más bien, el coronavirus debería ser la ventana de oportunidad para retomar la tradición de una izquierda comunitarista, que piense la necesidad de un potente sistema de salud público, una sociedad civil robusta, un Estado presente como garante de acuerdos sociales, unas fuerzas de seguridad estructuradas bajo principios democráticos. Aplaudir a Rusia o a China, o adoptar una posición acrítica sobre los vínculos entre la ciencia (y la tecnología) y el Estado –un vínculo muy parecido al que tantas veces se critica respecto de la religión organizada– no va a ayudarnos. La tradición socialista democrática es, aunque no esté pasando por su momento más luminoso, la mejor variable a tener en cuenta. La ciencia y la tecnología al servicio del bien público (pero no para controlar a la población ni para ejercer vigilancia o experimentos sociales), la religión como asunto social que dota de valores morales por los más débiles (pero no para regular las vidas individuales, como sucede cuando la intromisión en el Estado se hace patente). Los mejores exponentes del antiguo socialismo democrático confiaron en que la ciencia ayudaría a paliar enfermedades, en que los aspectos misericordiosos de la religión podrían ser incorporados a un credo social laico, en que el Estado debería estar ahí para garantizar acuerdos fundamentales, pero nunca para sobrepasar la vida de cada ciudadana y ciudadano.

Dicho de otro modo: si el coronavirus y las reacciones estatales que produce no escriben automáticamente un nuevo pacto social, la lectura lineal que hace creer que la pandemia denota una restablecimiento del Estado-nación, y que en clave progresista se interpreta con la voluntad de que sea en la versión del viejo Estado de Bienestar, puede no solo ser apresurada. En el mismo apresuramiento, no advierte la tarea que a la izquierda le toca: construir ese escenario y separar la paja del trigo para que no resulte en el establecimiento de un Estado policial. Esto significa hacer que esa lectura construya la realidad efectiva de un Estado social frente a una pandemia que descubre en él un rol intransferible: recuperar las dimensiones no mercantilizables de su función social. La salud. La vida.

En Algo va mal, uno de sus mejores ensayos sobre la socialdemocracia, Judt propone exactamente eso: desarrollar una política de izquierdas, no ya solo por imperativo ético, sino por temor. Los autoritarios siempre se han hecho cargo de él, pero el temor a futuras catástrofes y muertes también llevó a los mejores acuerdos sociales democráticos. ¿No es eso lo que la izquierda podría pensar ahora? El modo de enfrentar el temor es la seguridad en un sentido extenso (seguridad social, cuidado público, lazos sociales comunitarios, Estado presente, ciudadanía garantizada). Pero el temor, y esto lo saben bien los socialistas, no puede ser el único vector: el temor a perder derechos y a catástrofes sociales no puede construir nada por sí mismo. Son necesarios los valores positivos que expliquen por qué ese orden es mejor para garantizar una comunidad. Quizás los socialistas tengan qué explicar por qué es necesaria la democracia, por qué y qué Estado se necesita, por qué creen en sistemas de salud públicos, por qué una sociedad de iguales produce mejores resultados –incluso en término productivos y utilitaristas– que una sociedad desigual.

Para esto sí serán necesarios los intelectuales y los imaginadores políticos. Los que ahora piden que solo «hablen los médicos» y «la ciencia», porque la necesidad apremiante es la vacuna contra el coronavirus, son, como los llamaba Leszek Kołakowski, «los intelectuales contra el intelecto». Esos que, en virtud de las situaciones apremiantes del presente se niegan a pensar con imaginación –y racionalidad– el futuro. En el fondo, se parecen a los analistas que, durante la Segunda Guerra Mundial, pedían hacer silencio y reclamaban reflexiones sobre el futuro para después de la contienda. Afortunadamente, estaban los Malraux, los Gide, los Keynes, los Orwell, los Benda, los Beveridge. Fue sobre esas cabezas sobre las que se edificaron los fundamentos morales, económicos y políticos del mundo nuevo. Quizás hoy nos preocupemos porque solo hablan filósofos –o sofistas– y porque no contemos con cabezas como aquellas. Pero ahí están también Branko Milanovic, Mariana Mazzucato, Paul Mason, Dani Rodrik, Sheri Berman, por nombrar solo a algunos de los exponentes globales más importantes que, también ahora, están imaginando una salida a esta crisis.

Un óptimo por izquierda

Puede que la palabra «socialdemocracia» remita demasiado a una «idea europea». A veces, de hecho, se la confunde acríticamente con el tibio «liberal-progresismo», del que tanto se han burlado escritores como Michel Houllebecq –empeñado en negar, o en desconocer, una genealogía histórica de la izquierda–. Pero su expresión bien podría ser la de una «sociedad del bienestar», algo que, en muchos países no europeos también se desarrolló –con sus propias características– durante la segunda posguerra.

No será posible volver, como decía Stefan Zweig, al «mundo de ayer». Pero quizás sí sea posible tenerlo en cuenta para una nueva imaginación colectiva que reponga el valor de la comunidad y de una sociedad organizada y con reglas claras, y derechos para los más vulnerables. Recordar y evocar las imágenes de ayer, en medio de la pandemia y tras ella, no implica reponer aquel mundo. Implica reubicar sus ideas fuerza para hacernos cargo de un horizonte en el que, probablemente, la izquierda pueda forzar la combinación de elementos pasados con proyectos claramente futuros. Y es justamente ahí donde los «melancólicos de izquierda» y los futuristas y aceleracionistas se unen: en pensar una idea de comunidad en la que ya no solo habrá que reinventar los sistemas de salud y educación, sino también avanzar en temas como la automatización, la economía colaborativa, el cambio climático, las relaciones de género, la renta básica universal. ¿Qué servicios queremos que sean públicos? ¿Bajo qué marco estatal podremos desarrollar las políticas que imaginamos como progresistas? ¿De qué forma podemos desarrollar algo más que un acuerdo social general para que efectivamente un nuevo pacto tenga como privilegiados a los que nunca lo son? ¿Qué se hará con las deudas y con las empresas? ¿Cómo se pensarán las reformas tributarias? Ninguno de estos puntos son necesariamente de izquierda: la automatización y la renta básica también pueden ser capturadas por la derecha. Incluso el sistema de cuidados puede ser una alternativa para la flexibilización salarial. Que las proclamas sean de izquierda no quiere decir que lo sean «esencialmente».

Para conseguir un resultado de izquierdas se necesitará gente dispuesta a pelear por plataformas radicales. Es momento de recordar que las ganancias tibias del pasado no fueron encaradas por programas igualmente tibios. Los socialdemócratas tienen, por ejemplo, mucho que agradecerles a los comunistas y trotskistas. Los nuevos temas vinculados a una agenda que algunos llaman poscapitalista precisan una militancia activa: por el sistema de cuidados que pone en debate el género, por ingresos ciudadanos que no sean apropiados por perspectivas puramente (neo)liberales, por división de jornadas de trabajo, por economías solidarias y populares que ya tienen ensayos en organizaciones territoriales del Tercer Mundo. Solo con programas más o menos máximos, algunos se atreverán a garantizar programas mínimos. En la América Latina periférica, donde los arreglos entre Estado y sociedad civil están sometidos a otra ecuación, es posible que las fuerzas populares hagan arreglos desde una lógica defensiva. Pero en estos países ya hay una experiencia: las organizaciones de trabajadores desocupados, las redes de salud comunitarias, la defensa de estructuras de cuidado organizadas desde el mundo periférico, quizás sean ahora necesarias para encarar ese combate. No se trata solo de cosas por ganar, sino de muchas otras por defender.

Hace pocos días, y en el contexto de la pandemia de coronavirus, el asesor político y periodista de la BBC Alex Bell escribía en las páginas de The Courier: «La función principal del gobierno es proteger a sus ciudadanos de los caprichos de la vida moderna, no solo de la guerra, como alguna vez se pensó. Cambio climático, conmoción económica, contagios, desigualdad: estos son los enemigos modernos. Deberían convertirse en los pilares de un nuevo Informe Beveridge, un nuevo tipo de bienestar, donde el individuo sea igual a la empresa económica, donde los rescates públicos sean para el público. (…) Pero la prioridad ahora es hacer cosas radicales que ayuden a las personas de inmediato. Eso significa poner dinero en efectivo en el bolsillo de los que quedaron atrás por el daño que le hicimos al gran legado de la última guerra, el Estado de Bienestar». La reciente propuesta del presidente argentino ante el G-20 de un Plan Marshall global parece apuntar en este sentido.

Sin embargo, hay algo más. No se trata solo de luchas radicales, de memoria de los aspectos positivos del Estado de Bienestar ni de los proyectos futuristas. Es cierto que uno de los aprendizajes que el progresismo puede capitalizar en esta crisis es el que refiere a la importancia del Estado, a la necesidad de planificación racional, a un acuerdo basado en sistemas de salud robustos. Pero también, probablemente, el progresismo tenga que asimilar el valor de la productividad y la existencia de una sociedad que, a diferencia de las de posguerra, es mucho más heterogénea que en el pasado. Una sociedad donde los intereses individuales existen –donde los deseos de las clases subalternas no son los imaginarios de la izquierda sino, muchas veces, coincidentes con los consumos propiciados por las derechas – y no dejarán de existir. El Estado de excepción no puede asimilarse como la normalidad. ¿Pero cuál es la normalidad que nos imaginamos?

El 15 de enero de este año, poco antes de que se desatara la crisis del coronavirus, la politóloga Sheri Berman escribía: «el mundo no está cerca de la situación que enfrentó en las décadas de 1930 y 1940, pero las señales de advertencia son claras. Solo se puede esperar que no haga falta otra tragedia para hacer que las personas de todo el espectro político reconozcan las ventajas de una solución socialdemócrata a nuestra crisis contemporánea».

¿Será esta tragedia que estamos viviendo?



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