El coronavirus y la insoportable levedad del capitalismo
marzo 2020
En pocos días, el coronavirus parece haber apagado el corazón latente de nuestra civilización y trastocado la vida cotidiana de miles de millones de personas. Al mismo tiempo, la crisis plantea desafíos estructurales, que van desde iniciativas como nuevos tribunales sanitarios internacionales y formas de detectar y evitar la transmisión zoonótica hasta una redefinición del papel de los Estados y del reparto de las ganancias a escala global.
En Melancolía, el film de Lars von Trier, el espectador va entendiendo lentamente, con una mezcla de terror e impotencia, que el mundo va a llegar a su fin luego de chocar contra un planeta que lleva ese nombre. Al final de la película, entre la fascinación y la parálisis, observa el planeta en su curso de colisión contra la Tierra. Lo que al principio es un punto lejano en el cielo luego se convierte en un disco cada vez más grande, que por fin cubre la pantalla en el instante del choque.
Mientras todos nos vemos envueltos en un acontecimiento mundial cuya magnitud aún no hemos dilucidado por completo, trataba de encontrar analogías y recordé la escena final del film de Von Trier.
Leí por primera vez sobre un extraño virus en la prensa estadounidense durante la segunda semana de enero, y presté mucha atención porque mi hijo estaba por viajar a China. El virus todavía estaba lejos, como el disco lejano de un planeta amenazador. Mi hijo canceló su viaje, pero el disco continuó en su curso inexorable, chocando lentamente contra nosotros en Europa y Oriente Medio. Hoy todos observamos absortos la pandemia en desarrollo, mientras el mundo que conocíamos se apagó. El coronavirus es un acontecimiento planetario de una magnitud que nos esforzamos por comprender, no solo por su escala planetaria, ni por la velocidad de la infección, sino porque en cuestión de pocas semanas puso de rodillas a instituciones cuyo titánico poder nunca cuestionamos. El mundo primitivo de las pestes mortales hizo erupción en medio del mundo avanzado e higiénico del poder nuclear, la cirugía láser y la tecnología virtual. Aun en tiempos de guerra siguieron funcionando cines y bares clandestinos, pero ahora las bulliciosas ciudades de Europa se han transformado en espeluznantes pueblos fantasma y sus habitantes permanecen en sus escondites. En palabras de Albert Camus, «todos estos cambios eran, en cierto sentido, tan extraordinarios y se habían efectuado tan rápidamente que era muy difícil considerarlos normales y duraderos».
Desde el tráfico aéreo hasta los museos, el corazón latente de nuestra civilización ha sido apagado. La libertad, el valor moderno al que se subordinan todos los demás, ha sido suspendida, no a causa de un nuevo tirano sino a causa del miedo, la emoción que se antepone a todas las demás emociones. El mundo se volvió, de la noche a la mañana, unheimlich, extraño, se vació de su familiaridad. Sus gestos más reconfortantes –el apretón de manos, los besos, los abrazos, la comida compartida– se transformaron en fuentes de peligro y angustia. En cuestión de días, surgieron nuevas categorías para entender una nueva realidad: todos nos volvimos especialistas en distintos tipos de mascarillas y en su poder de filtro (N95, FPP2, FPP3, etc.), en la cantidad de alcohol que se considera eficaz para higienizar las manos, en la distinción entre supresión y mitigación, en la diferencia entre Saint Louis y Filadelfia durante la pandemia de gripe española y, por supuesto, nos familiarizamos sobre todo con las extrañas reglas y rituales del distanciamiento social. En cuestión de días surgió una nueva realidad, con nuevos objetos, conceptos y prácticas.
Las crisis ponen en primer plano las estructuras mentales y políticas y, al mismo tiempo, desafían las estructuras convencionales y la rutina. Una estructura está por lo general oculta, pero las crisis tienen sus propias formas de exponer a simple vista las estructuras mentales y sociales tácitas.
La salud, según Michel Foucault, es el epicentro del moderno arte de gobernar (llamó a esto «biopoder»). A través de la medicina y la salud mental, sostiene Foucault, el Estado administra, vigila y controla a la población. En un lenguaje que él no habría utilizado, podemos decir que el contrato implícito entre los Estados modernos y su ciudadanía se basa en la capacidad de los primeros de asegurar la seguridad física y la salud de la segunda. Esta crisis pone en primer plano dos hechos opuestos: que en muchos lugares del mundo este contrato ha sido paulatinamente roto por el Estado, cuya vocación pasó a ser ampliar el volumen de la actividad económica, disminuir los costos de la mano de obra, permitir o alentar la deslocalización de la producción (entre otras cosas, de productos médicos claves, como mascarillas y respiradores), desregular la actividad bancaria y los centros financieros y apoyar las necesidades de las corporaciones. El resultado fue, ya sea por voluntad o por omisión, una extraordinaria erosión del sector público. El segundo hecho que quedó a la vista de todos es que solo el Estado puede manejar y superar una crisis de tamaña escala. Ni siquiera el gigante Amazon puede hacer otra cosa más que despachar paquetes, y eso incluso con gran dificultad durante tiempos como estos.
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Según Dennis Carroll, un destacado experto mundial en enfermedades infecciosas de los Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades (CDC), esta pandemia es una de muchas que ya se han producido y de las que se esperan con mayor frecuencia en el futuro. La causa es lo que llama «transmisión zoonótica» –el contacto creciente entre patógenos animales y seres humanos–, a su vez causado por la creciente penetración de seres humanos en ecozonas hasta entonces fuera de nuestro alcance. Las incursiones en esas ecozonas son impulsadas por la superpoblación y por la explotación intensiva de la tierra (en África, por ejemplo, hay una mayor extracción de petróleo o mineral en áreas que tradicionalmente albergaban menor población humana). Carroll y muchos otros (Bill Gates o Larry Brilliant, entre ellos) vienen advirtiéndonos desde hace al menos una década que virus desconocidos amenazan cada vez en mayor medida a los seres humanos. Pero nadie prestó atención. De hecho, en 2018, Donald Trump cerró la agencia responsable de atender las pandemias. Estados Unidos tiene hoy la mayor cifra de infectados en todo el mundo. No hay duda de que está pagando el precio por la falta de atención de los republicanos a la catástrofe sobre la que muchos advertían. Pero no están solos: todas nuestras sociedades estaban demasiado ocupadas en perseguir incansablemente el beneficio y en explotar la tierra y el trabajo dondequiera y siempre que pudieran. En un mundo post-coronavirus, la transmisión zoonótica y los mercados al aire libre chinos tendrán que convertirse en un problema de la comunidad internacional. Si se monitorea de cerca el arsenal nuclear de Irán, no hay razón para que no debamos demandar un monitoreo internacional de los sitios y fuentes de las transmisiones zoonóticas. Es posible que la comunidad empresarial de todo el mundo finalmente se dé cuenta de que para poder explotarlo, es necesario que exista un mundo.
El miedo público siempre pone en peligro a las instituciones (todos los monstruos políticos del siglo XX utilizaron el miedo para despojar a la democracia de sus instituciones). Pero lo que es nuevo en esta crisis es hasta qué punto es acechada por el «economismo». El modelo británico (más tarde condenado) adoptó inicialmente la vía de intervención menos invasiva y optó por la autoinmunización (es decir, la infección) de 60% de la población, sacrificando de facto a entre 2% y 4% de sus habitantes en aras de mantener la actividad económica (el modelo también fue adoptado por los Países Bajos y Suecia). En la región italiana de Bérgamo, los empresarios industriales y los funcionarios gubernamentales exigieron que trabajadores y trabajadoras continuaran sus tareas, incluso cuando el virus ya estaba ahí. Alemania y Francia reaccionaron al principio de manera similar a Reino Unido, ignorando la crisis todo el tiempo que pudieron hasta que ya fue imposible. Como lo expresó el escritor Giuliano da Empoli, ni siquiera China, que tiene un registro espantoso en el terreno de los derechos humanos, utilizó el «economismo» como vara de su lucha contra el virus de una manera tan abierta como lo hicieron los países europeos (al menos al principio y hasta que fue casi demasiado tarde). La elección que no tiene precedentes es esta: sacrificar las vidas de los vulnerables o sacrificar la supervivencia económica de los jóvenes. A la vez que esto plantea dilemas auténticos y reales y preguntas horrorosas (¿cuántas vidas vale la economía?), también ha apuntado hacia las formas en que se descuidó la salud pública y constituye el terreno sobre el cual podemos construir la economía.
No sin ironía, el primero en desplomarse fue el mundo de las finanzas, habitualmente arrogante y raras veces dispuesto a hacerse responsable, lo que demostró que la indescifrable circulación financiera del dinero en el mundo se basa en un recurso que todos damos por sentado: la salud de la ciudadanía. Los mercados se alimentan de la confianza como una moneda para construir el futuro, y resulta ahora que la confianza descansa sobre el supuesto de la salud. Los Estados modernos garantizaron la salud de los ciudadanos: construyeron hospitales, formaron médicos, subvencionaron los medicamentos y organizaron sistemas de asistencia social. Este sistema de salud era el fundamento invisible que hacía posible la confianza en el futuro, que a su vez era necesaria para las inversiones y la especulación financiera. Sin salud, los intercambios económicos pierden sentido. La salud se dio por sentada, y en las últimas décadas, políticos, centros financieros y empresas coincidieron en presionar en favor de políticas que disminuyeron severamente los presupuestos para recursos públicos, desde la educación hasta la asistencia sanitaria, ignorando, irónicamente, hasta qué punto las empresas habían aprovechado los frutos de los bienes públicos por los que nunca pagaron: educación, salud e infraestructura. Todos ellos dependen del Estado y son recursos públicos indispensables sin los cuales los intercambios económicos no pueden producirse. Aun así, en Francia se suprimieron 100.000 camas de hospital en los últimos 20 años (el cuidado domiciliario no compensa las camas en unidades de cuidados intensivos). En junio de 2019, el personal sanitario de emergencias protestó contra los recortes presupuestarios que erosionaban el sistema de salud francés, otrora de excelencia, hasta llevarlo al borde del colapso. Mientras escribo este artículo, un grupo de médicos franceses demandan al primer ministro Edouard Philippe y a la ex-ministra de Salud Agnès Buzyn por su pésimo manejo de la crisis (para el 14 de marzo, todo seguía funcionando en Francia como de costumbre).
En Estados Unidos, el país más poderoso del planeta, faltan miles de millones de mascarillas para ayudar al personal médico y de enfermería a protegerse. En Israel, la proporción de camas de hospital en relación con la población estaba en 2019 en su nivel mínimo de las últimas tres décadas, de acuerdo con un informe publicado por el Ministerio de Salud. Esta proporción es una de las más bajas, si no la más baja, de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). En 2017, el número de camas de hospital por cada 1.000 habitantes en Israel era 1,796, contra 1,913 en 2010, 2,224 en 2000 y 2,68 en 1988 (en Alemania es de 8,2). Benjamin Netanyahu y sus sucesivos gobiernos han desatendido de manera espectacular el sistema de salud por dos razones: porque Netanyahu es, en cuerpo y alma, un neoliberal que cree en la transferencia del dinero desde los recursos colectivos hacia los ricos en forma de recortes impositivos, y porque como integrante de una coalición de partidos ultraortodoxos, cedió a las demandas de estos grupos, lo que creó enormes carencias en el sistema de asistencia sanitaria. La mezcla de solemnidad y amateurismo con que se ha manejado la crisis sanitaria en Israel tuvo por objeto ocultar la sorprendente falta de preparación (escasez de mascarillas para cirugía, respiradores, trajes protectores, camas, unidades de cuidados intensivos adecuadas, etc.). Netanyahu y una multitud de dirigentes políticos en todo el mundo han tratado la salud de los ciudadanos con una ligereza insoportable, incapaces de comprender lo evidente: que sin salud no puede haber economía. Hoy se ha vuelto dolorosamente clara la relación entre nuestra salud y el mercado. En el contexto israelí, podemos agregar lo obvio: sin salud, tampoco puede haber ejército. La seguridad del país se basa en la salud de sus ciudadanos.
El capitalismo que hemos conocido en las últimas décadas –desregulado, que penetra al Estado y su modo de pensar, que beneficia a los ricos, que crea desigualdades abismales– tendrá que cambiar. La pandemia provocará un daño económico inconmensurable, desempleo masivo y crecimiento lento o negativo y afectará al mundo entero; posiblemente las economías asiáticas emerjan fortalecidas. Bancos, empresas y firmas financieras tendrán que asumir la carga, junto con el Estado, de salir de la crisis y tendrán que ser socios en la salud colectiva de los ciudadanos. Tendrán que contribuir a la investigación, a la preparación para emergencias nacionales y a una inmensa oferta de puestos de trabajo una vez que la crisis termine. Tendrán que asumir la carga del esfuerzo colectivo para reconstruir la economía, incluso a costa de menores beneficios.
Los capitalistas dieron por sentados los recursos que provee el Estado –educación, salud, infraestructura– sin siquiera advertir que esos recursos del Estado que despilfarraban los privarían finalmente del mundo que hace posible la economía. Esto no puede continuar así. Para que la economía tenga sentido, necesita un mundo. Y ese mundo solo puede construirse colectivamente, mediante la cooperación de las empresas y el Estado. Solo los Estados pueden manejar una crisis de esta escala, pero no serán lo suficientemente fuertes para salir de ella solos: será necesario que las empresas contribuyan al mantenimiento de los bienes públicos de los que tanto se han beneficiado.
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En Israel, pese a las pérdidas relativamente bajas en vidas humanas (hasta el momento), la crisis del coronavirus produjo un impacto profundo en las instituciones. Como ha sostenido incansablemente Naomi Klein, las catástrofes son oportunidades para que las elites se apoderen de botines y los exploten. Israel ofrece un ejemplo llamativo. Netanyahu suspendió de facto derechos civiles básicos, cerró los tribunales israelíes (salvándose él mismo por un pelo de un juicio). El 16 de marzo, en medio de la noche, el gobierno israelí aprobó el uso de herramientas tecnológicas para rastrear a terroristas desarrolladas por el Shin Bet, la agencia de inteligencia, con el objeto de rastrear e identificar los movimientos de portadores del virus. Eludió en el proceso la aprobación del Knesset y tomó medidas que no tomó ningún otro país, ni siquiera los más autoritarios. Los ciudadanos israelíes están acostumbrados a obedecer rápido y con vergüenza las órdenes que reciben del Estado, en especial cuando están en juego la seguridad y la supervivencia. Están habituados a tomar la seguridad como justificación última de las infracciones a la ley y a la democracia. Netanyahu y sus compinches fueron más lejos: interrumpieron la formación del nuevo Parlamento, llevando a cabo de facto lo que Chemi Shalev y otros analistas han llamado un golpe político, despojando al Parlamento de su función de freno y contrapeso del Poder Ejecutivo y negándose a aceptar los resultados de las elecciones que los habrían convertido en minoría. El 19 de marzo, una procesión lícita de automóviles con banderas negras que protestaban contra el cierre del Parlamento fue interrumpida mediante la fuerza por la policía, sin otro motivo que el hecho de que se les había ordenado detener la manifestación.
Tucídides, el historiador ateniense del siglo V a.C., escribió en su Historia de la Guerra del Peloponeso sobre la peste que asoló Atenas durante el segundo año de la contienda: «La catástrofe fue tan abrumadora que los hombres, al no saber qué les sucedería a continuación, se volvieron indiferentes a toda norma de la religión o la ley».
Crisis de este tipo pueden generar caos, y del manejo de ese caos a menudo surgen los tiranos. Los dictadores prosperan a base de miedo y caos. En Israel, algunos analistas muy respetados ven en el modo en que Netanyahu maneja la crisis tan solo un ejemplo de ese tipo de explotación cínica del caos y el miedo. Así, Israel atraviesa una crisis que no tiene paralelo en otros lugares del mundo: es a la vez una crisis médica, económica y política. En tiempos como este, la confianza en los funcionarios públicos es crucial, y una parte significativa de la población ha perdido por completo la confianza en sus funcionarios, ya sea el Ministerio de Salud o cualquier otra rama del Poder Ejecutivo.
Lo que duplica la sensación de crisis es el hecho de que la pandemia requiere de una forma novedosa de solidaridad a través del distanciamiento social. Es una solidaridad entre generaciones, entre jóvenes y ancianos, entre alguien que ignora si puede tener la enfermedad y alguien que puede morir a causa de lo que el primero desconoce, una solidaridad entre alguien que puede haber perdido su empleo y alguien que puede perder la vida.
Llevo ya muchas semanas en confinamiento y el amor del que mis hijos me han colmado ha consistido en dejarme sola. Esta solidaridad demanda aislamiento, y de ese modo fragmenta el cuerpo social en unidades lo más pequeñas posibles, lo que vuelve difícil organizarse, encontrarse y comunicarse, más allá de las interminables bromas y videos que se intercambian en las redes sociales. La sociabilidad se ha vuelto indirecta. La utilización de internet creció a más del doble; las redes sociales se convirtieron en las nuevas salas de estar; la cantidad de chistes sobre el coronavirus que circulan por las redes de un continente a otro no tiene precedentes; el consumo de Netflix y Prime Video se decuplicó; estudiantes de todo el mundo toman hoy sus clases mediante sesiones virtuales organizadas por Zoom. En síntesis, esta enfermedad en la que hemos tenido que revisar todas las categorías conocidas de intimidad y cuidado ha sido la gran fiesta de la tecnología virtual. No tengo dudas de que en el mundo post-coronavirus la vida virtual y a larga distancia tomará un vuelo propio, ahora que nos vimos forzados a descubrir su potencial.
Saldremos de esta crisis, gracias al trabajo heroico del personal médico y de enfermería y a la resiliencia de ciudadanos y ciudadanas. Muchos países ya lo están haciendo. Pero la ciudadanía tendrá que hacer preguntas, exigir que le rindan cuentas y sacar las conclusiones correctas: el Estado, una y otra vez, probó que es la única entidad capaz de manejar este tipo de crisis de gran escala. El engaño del neoliberalismo debe ser denunciado. La era en que cada actor económico está ahí únicamente para acumular oro en sus bolsillos debe terminar. El interés público debe pasar al frente en las políticas públicas. Y las empresas deben contribuir a este bien público, si quieren que el mercado siga siendo al menos un marco para las actividades económicas. Más enfáticamente, la ciudadanía tendrá que ser inflexible en lo que atañe al estado del sistema sanitario.
Esta pandemia es un anticipo de lo que puede ocurrir cuando surjan virus mucho más peligrosos y cuando el cambio climático haga que el mundo se vuelva inhabitable. En ausencia de eso, no habrá interés privado ni público que defender. Contrariamente a algunas predicciones sobre el resurgimiento del nacionalismo y las fronteras, creo que solo una respuesta internacional coordinada puede ayudar a gestionar estos nuevos riesgos y peligros. El mundo es irrevocablemente interdependiente y solo una respuesta de este tipo puede ayudarnos a hacer frente a la próxima crisis. Necesitaremos una coordinación y cooperación internacional de nuevo tipo, una vigilancia internacional de los casos de transmisión zoonótica, posiblemente nuevos tribunales sanitarios internacionales (el silenciamiento de la crisis por parte de China hasta enero fue criminal, dado que en diciembre todavía era posible detener el virus), la creación de organismos internacionales para innovar en campos como el de los equipos médicos, la medicina y la prevención de epidemias. Sobre todo, necesitaremos que una parte de la vasta riqueza acumulada por las entidades privadas se reinvierta en bienes públicos. Esa será la condición para tener un mundo.
Traducción: Silvina Cucchi