Conjeturas sobre el Estado en América Latina
Nueva Sociedad 210 / Julio - Agosto 2007
El Estado no es un actor racional y separado de la sociedad, sino que forma parte de una configuración política compleja e inestable, que ha cambiado en los últimos tiempos. Una ilustración de esto, en América Latina, es la expansión de los márgenes: el narcotráfico, la economía informal o la ocupación de tierras son fenómenos que necesitan del Estado, pero que no por eso respetan la legalidad. Contra lo que afirman los análisis más simplistas, no es probable que en el futuro próximo desaparezca la idea de Estado, porque no hay una alternativa como forma política de organización social. Pero sí está cambiando su significado en un marco de incertidumbre. Por eso, cualquier afirmación será, cuanto mucho, una conjetura.
No tiene tiempo para nada: las flechas de las circulares no logran penetrar en las provincias: se quiebran; sólo en algún que otro sitio queda destituido un Ivanchevski cualquiera, o algún Kozlorodov. Apolón Apolónovich de cuando en cuando dispara desde San Petersburgo una andanada de papel; – y (últimamente)– yerra el tiro.Andrei Biely, PetersburgoEn lo que sigue no hay una explicación limpia e indudable de nada. Algunas preguntas, algunas conjeturas. La idea que sirve como punto de partida es muy simple: el Estado no es un actor racional, ajeno y separado de la sociedad, sino que forma parte de una configuración política más o menos fluida, compleja, inestable; esa configuración ha cambiado en los últimos tiempos, sigue cambiando. Hasta ahora asimilamos los cambios como anomalías, suponemos que serán pasajeros. Podría no ser así. El problema es que no tenemos una idea medianamente clara de cómo será el orden futuro, y eso hace el presente especialmente confuso, falto de sentido.
Panorama
Hace apenas veinte o treinta años parecía relativamente sencillo hablar del Estado en América Latina, porque había un consenso más o menos general sobre sus rasgos básicos. El Estado latinoamericano era una institución autoritaria, con frecuencia dictatorial, que intervenía masivamente en la economía y en el conjunto de la vida social: sobre eso no había casi dudas ni mucha discusión; hacía falta democratización, liberalización, apertura, iniciativa social. Había matices, por supuesto: algunos ponían el acento en la participación, mientras que otros lo ponían en el buen funcionamiento del mercado. Pero eso era ya parte de la política. La idea misma de Estado no ofrecía muchas dificultades.
Actualmente todo da la impresión de ser mucho más confuso. Para empezar, es difícil tener una imagen de conjunto, porque no parecen tener mucho en común Chile y Venezuela, Ecuador y México, Argentina y Bolivia. No solo por las diferencias de recursos, estructura productiva, lenguajes políticos, que vienen desde siempre, sino por otras que se refieren a la configuración del campo político, en extremos muy básicos. Hay países en los que el sistema de partidos se encuentra devastado, como Ecuador, Perú, Bolivia, y otros en los que tiene una muy razonable solidez, como Chile y México; algunos están prácticamente en trance de refundar el orden institucional, como Venezuela y Ecuador, y otros solo con muchos reparos, retrasos y precauciones adoptan reformas mayores, como México. Cuesta imaginar qué se puede decir sobre el Estado que sirva lo mismo para Chile que para Nicaragua o Venezuela. Podría argumentarse tal vez que son momentos distintos, salvo que no se alcanza a ver el proceso del que formarían parte.
Seguramente no era tan sencillo antes, no era tan uniforme el panorama, ni es tampoco tan heterogéneo el de hoy. Hoy es posible encontrar un común denominador, algunos rasgos compartidos. El problema está en que son fenómenos de difícil clasificación, que no remiten a una configuración política concreta. Ninguno de ellos es una novedad, pero sí es nueva su magnitud y su importancia: la expansión de la economía informal, la venta ambulante y la organización de sistemas de producción, comercialización e incluso sistemas financieros informales, el surgimiento de una gran industria de la falsificación y la piratería, la copia de libros, música, películas o ropa, la ocupación ilegal de tierras, la ocupación de viviendas, la organización de redes de migración ilegal hacia Estados Unidos o Europa, el extenso campo de la delincuencia organizada, en un espectro que va del narcotráfico al secuestro. Junto con eso, se consolida un espacio, cada vez más extenso, donde las responsabilidades y las funciones públicas se funden con la lógica del mercado, donde la rentabilidad significa interés público y donde prevalecen también nuevas formas de movilización difícilmente asimilables por el orden institucional: nuevas formas de protesta, a veces agresivamente antipolíticas. En conjunto, si hubiese que dar una definición acerca de este campo, diría que son fenómenos que hacen borrosas las fronteras del Estado: no está claro ni lo que es ni lo que se espera que sea, no está claro lo que se pide de él ni lo que podría hacer. No son ni remotamente fenómenos revolucionarios en el sentido clásico de la palabra. No anticipan otro orden, sino que prosperan en los márgenes, justo porque son márgenes: no sería negocio el contrabando si no hubiese fronteras, ni lo sería la recolección de basura si no hubiese impuestos para pagarla; el comercio informal puede desarrollarse solo porque existe el establecido; son útiles los documentos de identidad falsos porque se usan y resultan confiables los verdaderos. Son formas de supervivencia y acumulación que aprovechan las fronteras más fluidas e inestables de la globalización y el orden neoliberal, pero también son formas de organización política, nuevos recursos de identidad.
Todo ello se traduce en una nueva preocupación, casi obsesiva, por el Estado de derecho: la aplicación de la ley, la cultura de la legalidad, es decir, la definición mínima del Estado como sistema de normas con autoridad suficiente para imponerse. Cada vez con más frecuencia se piensa que la democracia no es la solución de nada, sino parte del problema, porque los problemas son la corrupción, las nuevas clientelas, la privatización de espacios y recursos públicos, los mecanismos corporativos y los caciques que protegen los mercados informales, es decir, la interpenetración entre esos fenómenos fronterizos o marginales y el sistema de representación política. Un ejemplo
Pongamos un ejemplo más o menos obvio, donde en principio no hay ninguna duda. En México, al igual que en Colombia, se ha convertido en prioridad la guerra contra el narcotráfico; no tiene nada de raro, en la medida en que representa un problema de seguridad pública gravísimo. Ahora bien, lo interesante es que se defina al problema, y la acción del Estado, como «guerra», no solo en el discurso oficial, sino prácticamente en el de todos los analistas, líderes políticos y periodistas. Evidentemente, no se trata de una guerra sino en sentido figurado: se trata de subrayar su importancia, explicar la cantidad de muertos, la enorme violencia del fenómeno e incluso el empleo del ejército o la colaboración de EEUU. Pero no es una guerra. Para empezar, porque no puede ganarse: no hay un adversario al que se pueda derrotar y con el que después sea posible firmar un tratado de paz; es decir, no hay una paz imaginable al término del proceso y, por lo tanto, no es imaginable el final del proceso.
Sin embargo, la palabra posee una carga simbólica que no tiene en otros usos metafóricos, como la guerra contra el hambre, la pobreza o el sida, porque en el caso del narcotráfico está implicado el ejército. Hablar de guerra en este caso significa afirmar la existencia del Estado mediante el recurso retórico –jurídico, institucional, material– más enfático y ostensible: si hay una guerra hay Estado, hay una frontera que defender, hay el enemigo del Estado, hay el Enemigo. Salvo que la frontera pasa por el interior de la sociedad, la cruza entera, en una red de complicidades más o menos activas. Ese extraño sujeto que es «el narcotráfico» está –todos lo sabemos– en las empresas hoteleras y los equipos de fútbol, también en los cuerpos de policía y en los juzgados, está en las oficinas de ministerio público, en los partidos políticos, congresos, ayuntamientos. En aquellas zonas en que se concentra la producción de drogas, «el narcotráfico» no solo organiza la vida económica, sino que es la única autoridad con alguna eficacia. Declararle «la guerra» implica recusar todas las ambigüedades y restituir un orden en el que el Estado es soberano: ésta, al menos, es la intención. El sentido del presente
Si pensamos en el narcotráfico, la informalidad, la corrupción, las nuevas clientelas, salta a la vista que el orden jurídico es bastante frágil, por decir lo menos. Esta sombra se extiende a todo el sistema de representación. Cada vez más el Estado que se invoca en los discursos parece una entidad imaginaria, pero no hay nada que pueda sustituirlo, ni en la práctica ni en la teoría. Autoridad última, poder soberano, interés público, orden jurídico, derechos de ciudadanía, todo resulta dudoso como caracterización del Estado; desde luego, siempre se lo podrá definir –y de hecho se hace cada vez más– a partir de hipótesis contrafácticas: suponer que existirá con pleno vigor cuando se elimine toda esa maleza, lo que equivale a decir que existe como idea al margen de la maleza. Pero es una salida en falso: a veces la maleza parece ser la estructura misma del edificio.
No está claro qué significa hoy el problema del Estado ni, mucho menos, cómo podría afrontarse. Tengo la impresión de que se debe, entre otras cosas, a que hemos perdido –como dice Claudio Lomnitz– la imagen del futuro: no sabemos cómo es el porvenir, no sabemos hacia dónde tiende el presente, no podemos saber qué sentido tiene. Es posible plantearlo en términos muy simples. Hasta hace relativamente poco tiempo no había duda de que, para nuestras sociedades, el futuro era un orden similar al de Europa o EEUU. Era un futuro más o menos lejano, más o menos difícil de alcanzar, que requería unas u otras políticas, pero nadie dudaba de que fuera un futuro deseable, más o menos asequible. Tampoco había otro. La historia tenía sentido, había un pasado de barbarie y un futuro de civilización, que se caracterizaba por un conjunto de instituciones, relaciones y prácticas, empezando por el Estado. Nuestro orden se definía entonces por sus carencias, como un «todavía no», pero no presentaba otra dificultad más que su propio desarrollo. Hoy no resulta tan obvio que ese futuro sea asequible, no está claro que sea nuestro futuro, ni siquiera que sea una imagen del futuro.
Me gustaría plantear una alternativa radical como un intento de abrir el espacio para pensar el futuro: ¿por qué no África? Quiero decir: ¿por qué nuestro futuro no puede ser similar a lo que vemos hoy en Sudán, Nigeria, Camerún o Liberia? Parece imposible pensarlo, ya lo sé. Sobre todo porque nos hemos acostumbrado a ver en África una imagen del pasado, donde todo es primitivo, ancestral. En concreto, en América Latina hay algunos avances que parecen imposibles de perder: industria, carreteras, servicios urbanos, una red básica de educación y salud, infraestructura de comunicaciones y obra pública. Pero vayamos un poco más allá de eso, sin discutir de momento si pueden perderse. Informalidad, violencia, privatización de la economía, la seguridad y las funciones básicas del Estado, sistemas de gobierno indirecto, organizaciones que son un poco guerrilla y un poco narcotráfico y un poco gobierno, sistemas democráticos convertidos en instrumentos de redistribución clientelista de base local: identidades primarias, inmediatas, redes de solidaridad y supervivencia. Eso es África, y eso está en el origen de muchos de los conflictos que vemos allí. Si ése no es un futuro posible, tendríamos que ser capaces de explicar por qué no, en qué o por qué nuestras sociedades no podrían evolucionar en ese sentido. Es una provocación. También un intento de exigir al análisis todo lo que pueda dar de sí: obligarnos a plantear las preguntas más radicales sobre el sentido del presente. Aventuro una hipótesis: si algo nos aleja de la situación de buena parte de los países africanos es el hecho de que no haya, en casi ninguno de nuestros países, unidades étnicas más o menos reconocibles, con una definición territorial. Eso es lo que contribuye a la desintegración de los espacios políticos africanos. La búsqueda de seguridad y supervivencia ante la desaparición de los servicios públicos, el recorte del gasto, la privatización de recursos, ha derivado en formas de identificación primarias de base local (favorecidas –y con frecuencia inventadas– por los poderes coloniales y las dictaduras de los años 60 y 70). Entre nosotros, la única forma de identidad política de los últimos siglos, por precaria que sea, ha sido la ciudadanía: la pertenencia a un mismo espacio jurídico. Por eso importa saber qué significa hoy.
El pasado inmediato
El clima político del fin de siglo en América Latina estuvo dominado por un generalizado antiestatismo. Hubo una extraña e improbable coalición antiestatal que se explica por la coincidencia de tres fenómenos: las transiciones a la democracia, el auge del neoliberalismo y la apoteosis de la sociedad civil. Para la izquierda, todavía dominada por las inclinaciones revolucionarias, el Estado era el enemigo de siempre: el Estado como aparato represivo, autoritario, como instrumento de clase. Para la derecha empresarial, el mayor estorbo también era el Estado: como regulador, como aparato de intervención económica y politización de los mercados. Pero sobre todo, para ambas, el Estado encarnaba en las dictaduras militares, de modo que había una coincidencia en el propósito de la democratización. A eso hay que sumar el auge de la sociedad civil como idea, consecuencia de la crisis final del sistema soviético. Por supuesto, la sociedad civil para algunos era básicamente la libertad de empresa, mientras que, para otros, era la democracia participativa: eso sin embargo no quita que fuese en principio una sola fuerza, ajena a la dictadura, partidaria de la democratización. Sindicalistas, dirigentes empresariales y eclesiásticos, todos eran la sociedad civil, todos pedían lo mismo.
Las diferencias ya eran visibles, pero no se les concedía importancia porque la democratización aparecía como la tarea más urgente. Anotemos dos libros de mediados de los 80 que se plantearon más radicalmente el problema del orden político. De un lado, El otro sendero, de Hernando de Soto: el cambio como liberalización, desregulación, apertura comercial. Del otro lado, La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado, de Norbert Lechner: el cambio como la creación de un orden en el que fuese posible el reconocimiento. De un lado, el programa del neoliberalismo más transparente, que no querría del Estado más que las funciones represivas y de acreditación. Y, del otro, una nueva aproximación al problema del Estado y la democracia, a la dimensión subjetiva de la política: la formación de identidades, memorias colectivas, espacios de encuentro, comunicación.
La tendencia general, el consenso básico por decirlo así, puede expresarse de manera muy simple: el problema era la democratización del Estado. Esto significaba que había un Estado autoritario –los militares en el poder– y que hacía falta transformarlo en un Estado democrático. Nótese: no se dudaba de que hubiese un Estado, tampoco de que fuese factible transformarlo mediante un arreglo institucional que garantizase elecciones libres.
Pero al poco tiempo las nuevas democracias comenzaron a producir resultados extraños. La crisis de los sistemas de partidos en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Perú, los gobiernos de Hugo Chávez, Abdalá Bucaram, Alberto Fujimori y Carlos Menem. Algo estaba mal. Formas de clientelismo cada vez más agresivo, aumento de la pobreza y de la economía informal, incremento de la delincuencia y de la corrupción, privatización masiva de la economía y de los servicios públicos. Comenzó entonces a plantearse el problema del Estado o, más concretamente, el problema de la debilidad del Estado y, junto con él, el de la cultura política: un Estado débil y la ausencia de una cultura cívica hacían necesario pensar en una estrategia para la consolidación de la democracia.En los 90 se podía hacer un primer diagnóstico sobre la debilidad del Estado en el que casi todos estarían de acuerdo. Contra las apariencias, habíamos tenido siempre Estados débiles: autoritarios, intervencionistas, de ambiciones desmesuradas, pero débiles. Dos indicadores básicos confirmaban esta idea: la debilidad fiscal y la debilidad jurídico-administrativa. Estados débiles, entonces, en primer lugar por falta de recursos, porque tenían una base fiscal insuficiente, porque el presupuesto público era precario, por el peso de la deuda. Y, además, Estados débiles porque eran incapaces de imponer el cumplimiento de la ley, porque no había ni funcionarios, ni recursos administrativos, ni policía, ni administración de justicia suficientes. El resultado estaba a la vista: Estados incapaces de administrar, de ordenar la vida social o poner freno a la corrupción, todo lo cual se traducía en el aumento de la economía informal y en la obstrucción permanente del crecimiento económico.
Sobre la base de las teorías del nuevo institucionalismo, se intentó hacer frente al problema de la debilidad del Estado mediante programas más o menos ambiciosos, que incluían la reforma del sistema de administración pública, el equilibrio presupuestario, el control del gasto público, el combate a la corrupción y una extensa pedagogía social en favor de la cultura de la legalidad. El resultado fue, en casi todas partes, paradójico: conforme se adoptaban las medidas para el fortalecimiento del Estado, para asegurar que tuviese recursos suficientes, funcionarios más vigilados y profesionales y un fuerte control democrático, los problemas de informalidad, delincuencia, clientelismo y corrupción parecían aumentar. En general, mientras aumentaba la vida en los márgenes del Estado, se hacían borrosas las fronteras de la legalidad.
Derecha, izquierda
A partir de entonces, en el diagnóstico y en los programas políticos comienzan a aparecer con más nitidez, bajo nuevas definiciones, las posturas de la derecha y la izquierda. La diferencia, para decirlo de manera simplificada, radica en la imagen del Estado y en lo que éste significa. Siempre ha sido ambivalente, para unos y otros. Para la sensibilidad y la cultura política de la izquierda, la imagen del Estado oscila entre el «Estado protector», que se hace cargo de las necesidades populares, y el «Estado represor», identificado con ejércitos y policías. Para la sensibilidad política de la derecha, oscila entre el «Estado corrupto», que distribuye beneficios entre clientelas debido a la politización de los mercados, y el «Estado modernizador», que garantiza las condiciones para el desarrollo económico. Eso significa que el enemigo de la izquierda no es el Estado, sino el mercado: concretamente, el mercado bajo su definición neoliberal, y el Estado que ampara y promueve las formas del orden neoliberal. Para la derecha, el enemigo tampoco es el Estado, sino lo público: propiedad pública, responsabilidad pública, intervención pública. Quieren, unos y otros, más Estado: un Estado que sea sobre todo garantía de participación e interés público, o bien un Estado que sea sobre todo protección de espacios privados.
Es una confrontación ideológica, que puede ser más o menos confusa en sus programas, pero cuya idea básica está bastante clara. Pueden ser más o menos impracticables las ideas concretas de unos y otros, pueden tener consecuencias indeseadas, pero están claras. No es solo un problema de equilibrio, de tanto privado y tanto público, sino de la imagen del Estado y de sus funciones; sobre todo porque hace falta el Estado como forma de identificación; esa «cultura ciudadana» que se reclama de un lado y otro, y que se desfonda bajo el peso de la informalidad y la privatización de espacios, formas de gestión y de gobierno.
El problema, por supuesto, es que la cultura no se improvisa ni puede elaborarse artificialmente. Es parte de un conjunto de prácticas. Pensar el Estado Da la impresión de que hace falta pensar nuevamente el problema del Estado, planteárselo como problema en términos más radicales de lo que se ha hecho hasta ahora. Esto significa pensarlo no como una entidad superior y ajena, racional, unitaria, exterior a las relaciones sociales, sino como parte del orden social.Tratemos de ser un poco más claros. El Estado define el campo político, define las normas para regular el conflicto, pero a la vez participa en ese campo político: el Estado define funciones, atribuciones, límites, pero después tiene que intervenir mediante individuos concretos, investidos como autoridades o funcionarios, en el campo social. En el momento de intervenir, los representantes del Estado están inmersos en un sistema de relaciones sociales que no controlan. Su autoridad, sus atribuciones y recursos, pueden usarse hasta cierto punto, porque con frecuencia tienen que negociarse con actores sociales que controlan recursos de distinto tipo.
Eso que llamamos «Estado» es al menos dos cosas. Es, por un lado, un conjunto de prácticas y relaciones sociales localizadas, materialmente observables: edificios de oficinas, uniformes, papel membretado, trámites, reglamentos escritos, personas concretas que vigilan, autorizan, solicitan, juzgan. Por otro lado, es la idea de una entidad única, abstracta, separada y situada por encima de la sociedad, con una lógica propia. Automáticamente, sin pensarlo, juntamos ambas cosas: en cada una de las «prácticas estatales» vemos al Estado, y así se construye nuestra noción de la autoridad, así como nuestras imágenes de la corrupción, la arbitrariedad o la ineficiencia. En general, perdemos de vista lo que el Estado tiene de hecho social: contingente, situado.
La idea del Estado no solo justifica y organiza las prácticas estatales, sino que contribuye a darles una coherencia imaginaria, como si fuesen efectivamente partes de un único mecanismo que se organiza en jerarquías, jurisdicciones y organigramas. Las prácticas estatales, por su parte, hacen verosímil la idea del Estado porque son básicamente formas de disciplina: organizan la distribución del espacio, el uso del tiempo, regulan comportamientos, distribuyen recursos, posiciones, atribuciones, de acuerdo con una lógica impersonal y abstracta, que no remite a la voluntad de los individuos concretos que vigilan, autorizan y juzgan. El efecto es esa imagen básica de nuestro lenguaje público que es la oposición entre Estado y sociedad, de donde resulta la idea de que podamos pensarlos por separado, pensar si el Estado es fuerte o débil, ineficiente o corrupto, con independencia del orden social del que forma parte. Pero es una ilusión. Doy por descontado que la autoridad del Estado y su legitimidad dependen de la idea de que está situado fuera y por encima de la sociedad, pero creo que ganaríamos bastante –si se trata de entender– si pudiéramos hacerla a un lado (o, al menos, ponerla entre paréntesis).
Las prácticas estatales suelen definirse de un modo más o menos unilateral y relativamente sencillo: basta con redactar una ley, un reglamento, un programa, imaginar una serie de atribuciones, una organización, acaso ordenar la construcción de un edificio o el diseño de un uniforme, un logotipo, establecer un procedimiento para la aprobación de gastos. Todo esto se hace con una idea concreta de lo que se quiere conseguir, sea el desarrollo agrícola, el control de la contaminación o la tranquilidad en las calles. Ahora bien: esas prácticas se introducen en un espacio social saturado de significados y relaciones de poder, un espacio siempre concreto, situado. Son un recurso más, disponible para los diferentes sujetos sociales. En la idea que nos hacemos de ellas, las prácticas estatales son formas de racionalización que se imponen desde un lugar abstracto, que está por encima de la sociedad. En los hechos, sin embargo, dependen de individuos concretos en situaciones concretas: en lugares mejor o peor comunicados, donde habitan cien, diez mil o diez millones de personas, donde hay una sola fuente de trabajo o cientos, lugares más o menos centrales o periféricos, con una trama densa de relaciones de clase, de parentesco, de identidad religiosa, étnica o local, y también formas de poder tradicional, económico, cultural. No están por encima de ese orden y no pueden darle forma libremente. Lo que hacen es introducir otros recursos, hacen más costosas o más difíciles algunas prácticas y favorecen otras, modifican el sistema concreto de relaciones, abren posibilidades nuevas. Pero no pueden imponerse como el único referente de orden, porque no lo son.
Los diferentes actores sociales utilizan los recursos que ofrecen las prácticas estatales en la medida en que pueden beneficiarse de ellos, y además, por supuesto, tratan de evitar las consecuencias que les son desfavorables. Los funcionarios del Estado, cuya autoridad depende de la idea del Estado tanto como de los recursos que controlan, están obligados teóricamente a imponer la lógica estatal –uniforme, general, abstracta– por encima de las varias, contradictorias lógicas sociales con las que se encuentran, incluyendo la de su propio interés particular: es difícil que se logre, casi imposible que se lo consiga del todo. El resultado es un proceso de permanente adaptación en el que se transforman a la vez el orden social y las prácticas estatales: es eso que llamamos política. Se dice que el Estado es «fuerte» allí donde la lógica estatal que se despliega en instituciones y prácticas concretas puede imponerse y disciplinar efectivamente el comportamiento social. El Estado es «débil» allí donde la lógica estatal es rebasada, en la práctica, por otras lógicas. Y eso es algo que no depende, o que solo en parte depende, de la cantidad de recursos de que dispongan los funcionarios, o de su honestidad o su capacidad profesional. Dicho de otro modo, no se arregla con más impuestos y mano dura. Tampoco es –hay que decirlo– un problema «cultural», que se refiera a las ideas y creencias de la gente y se remedie con clases de civismo: por supuesto, una sociedad es más disciplinada cuando interioriza la lógica estatal y los individuos la asumen como propia, pero eso solo sucede cuando se adaptan el orden social y las prácticas estatales de modo que éstas aparecen como referente «natural».
Eso implica que un mismo Estado puede ser fuerte en algunos lugares y débil en otros, fuerte en algunas funciones y débil en otras, según las características del campo social en que interviene y del poder, los recursos y los intereses de los actores afectados. Debería ser obvio, pero no lo es: por débil que sea un Estado, nunca es insignificante. Puede que fracasen los programas, que no consiga sus objetivos, puede que no se cumpla la ley, o que solo se cumpla a medias, puede que los recursos se desvíen o se usen de modo torcido. En cualquier caso, con su sola existencia las prácticas estatales producen efectos de poder: mientras no se declare en guerra abierta contra el Estado, incluso el más poderoso de los actores sociales –un banco internacional, un mandamás del narcotráfico– tiene que pagar una «mordida», conceder un favor o, por lo menos, amenazar seriamente a alguien que no tiene más que un escritorio, un uniforme o un sello. De modo parecido, una prohibición, aunque sea imposible de poner en práctica, modifica el precio de lo que prohíbe y una autorización o un reconocimiento oficial alteran las relaciones de poder.
Otro panorama ¿Qué sucede en la actualidad? Ha cambiado el orden social, han cambiado los mecanismos de agitación y representación. El aparato del Estado ha dejado de lado muchas de sus funciones, se han producido nuevas formas de desigualdad, desequilibrios regionales y nuevas formas de hacer política, nuevas formas de trabajo, producción, comercialización y delincuencia. La nueva configuración es todavía vacilante, incierta, a menos que la incertidumbre y la ambigüedad sean su naturaleza.
Se dice que impera el mercado. Es verdad, pero junto a las transacciones formales, reguladas, crece el extenso campo de la economía informal, que opera con otro sistema de reglas. No hay alternativa imaginable a la democracia representativa, pero la representación está entreverada en una tupida red de caciques, clientelas, corporaciones. Se dice que la globalización ha avanzado en detrimento del Estado. Es verdad, salvo que las oportunidades de ganancia, las formas de acumulación, los resortes dinámicos del mercado global dependen de la existencia de fronteras y legislaciones particulares. El neoliberalismo, por otra parte, es antiestatal solo hasta cierto punto: en realidad, más que nunca se necesitan los recursos represivos, la función de policía, la garantía judicial y las facultades de identificación y acreditación del Estado, su capacidad para cobrar impuestos y transferirlos a quienes son más eficientes en el mercado para ofrecer bienes públicos.
La idea del Estado de derecho adquiere en ese contexto una enorme importancia, no solo porque se eche de menos, no solo por la inseguridad, sino porque ofrece una ilusión de estabilidad. El Estado de derecho es lo más elemental, es el Estado en su definición última o primera. Previsiblemente, se desdobla en el campo político: para unos remite sobre todo a la propiedad, para otros remite sobre todo a los derechos de ciudadanía.
La defensa del Estado como Estado de derecho se convierte fácilmente en un lenguaje de clase porque se mira básicamente hacia la economía informal y ese cajón de sastre que es la corrupción. En las declaraciones de los políticos, en las plataformas de campaña, en artículos de prensa y en los reclamos de los grupos empresariales, la exigencia del Estado de derecho aparece como la condición necesaria para favorecer la inversión privada. Aparece asociada a otras expresiones, como «seguridad de los mercados», «confianza», «seguridad jurídica», «certidumbre». Cuando se usa en ese contexto, se trata explícitamente de evitar las intervenciones «políticas» en el mercado y limitar el poder del Estado. Dicho de otro modo, Estado de derecho se conjuga con privatización, liberalización, desregulación, porque se trata, en general, de eliminar las «distorsiones» y la «incertidumbre» que produce la politización de los mercados.La izquierda tiene más dificultades para reconciliarse con el Estado. Los temas suelen ser la plena ciudadanía, la participación, la responsabilidad pública. Lo que no está claro es cómo pueden traducirse en políticas concretas. En primer lugar, es una retórica que mira con frecuencia al pasado y que se manifiesta como forma de resistencia: resistencia sobre todo a las reformas neoliberales. Contra la privatización de empresas y funciones públicas, de los sistemas de pensiones, etcétera. No puede evitar un problema. Muchos de los sistemas públicos de seguridad social eran corporativos, para beneficio de una clase trabajadora asalariada, sindicalizada, que ya no es mayoría: es decir, que no puede evitarse el problema de que el viejo orden dejaba fuera a buena parte de la población que hoy se encuentra sumergida en la economía informal.
Mientras tanto, la globalización ha producido nuevos espacios económicos difíciles de controlar: ha producido, sobre todo, nuevas oportunidades en los márgenes del Estado. En ocasiones son grupos que piden su regularización, en ocasiones lo que piden es permanecer sin regulación, en ocasiones aprovechan precisamente los desfases entre el orden jurídico y el orden real. Los colonos asentados de modo irregular en la periferia de cualquiera de nuestras ciudades piden la regularización de sus títulos de propiedad, pero los narcotraficantes no piden la legalización del tráfico, ni los comerciantes ambulantes aspiran a un registro fiscal.
Las prácticas estatales intervienen en un espacio social saturado de relaciones, formas de poder, desigualdades. Y ofrecen recursos a unos y otros: son parte del sistema de relaciones sociales. Se cumpla la ley o no. Tienen que negociarse con actores locales que con frecuencia han constituido su poder en los márgenes del Estado. No es probable, entonces, que en el futuro próximo desaparezca la idea de Estado, ni siquiera que cambie mucho, porque no hay alternativa como forma política. Pero sí está cambiando su significado. En eso consiste la particular incertidumbre del presente.