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China en el norte de América: la relación con México y Estados Unidos


Nueva Sociedad 203 / Mayo - Junio 2006

China y México comparten rasgos históricos comunes: se trata de naciones pluriétnicas, construidas a partir de políticas estatales, con instituciones herederas de dos revoluciones fundamentales del siglo XX. A pesar de estos rasgos similares, los intentos de modernización y apertura económica de los últimos años han resultado en evoluciones muy diferentes: en México, el creciente pluralismo democrático no ha derivado en una política exterior consistente; en China, el férreo control del poder por parte del Partido Comunista fue clave para una exitosa estrategia de inserción internacional. Luego de analizar ambas experiencias, el artículo evalúa los vínculos bilaterales y la relación con Estados Unidos, y concluye que México tiene mucho por hacer para ponerse a la altura de su socio y competidor asiático.

China en el norte de América: la relación con México y Estados Unidos

Existe, entre México y la República Popular China, una característica similar que prácticamente ha pasado inadvertida: ambos son, más allá de las obvias diferencias, Estados pluriétnicos con mayorías construidas a partir de políticas estatales. Los mestizos en México (85%) y los han en China (92% a 94%) constituyen mayorías con pretensiones de homogeneidad, hegemonía y superioridad. En México, la mayoría actual se construyó en el siglo XIX como continuación-ruptura de la estructura socioeconómica colonial; esta construcción estaba sustentada en argumentos biológicos y sus primeros antecedentes se encuentran en las diferenciaciones identitarias impulsadas por las órdenes religiosas. De hecho, el reconocimiento constitucional del carácter plural de la etnicidad mexicana se remonta apenas a 1994, como producto del levantamiento zapatista.

En China, a mediados del mismo siglo XIX se reconfigura la sinidad, que resultaría, sobre todo a partir de los años 50 del siglo XX, en una abrumadora mayoría han, que se erige imbatible frente a 55 «minorías nacionales» atomizadas. Ambas concepciones identitarias se alimentaron, con variantes, de la Ilustración europea.

Parafraseando a Andrés Molina Enríquez (en Los grandes problemas nacionales, de 1909), el sustento de las políticas de ambas naciones pasa por la idea de lograr Estados-nación homogéneos con «elementos étnicos» que se han «elevado a la condición de predominante». El rasgo identitario es central para entender ambos países, sobre todo porque uno de los principales objetivos de sus elites gobernantes ha sido transmitir al exterior una imagen de unidad, donde la riqueza étnica ha sido confinada al pasado (en el caso mexicano) o al aspecto turístico (en el caso chino). A partir de la asunción señalada, ambos países, aparentemente unitarios, pueden compararse, sobre todo en materia de política exterior, con el fin de entender su funcionamiento y la manera en que establecen sus relaciones y abordan sus vínculos con Estados Unidos. Esto nos permitirá asomarnos a sus grandes retos.

Dos maneras de encarar la política exterior

A inicios del siglo XXI, los regímenes políticos de ambos países son una continuación desdibujada de los aparatos estatales surgidos de dos revoluciones: la mexicana de 1910 y la china de 1949. Con el paso del tiempo, han cambiado sustancialmente, debido a presiones internas (movimientos sociales que cuestionaron el orden existente y ayudaron a cambiar estructuras socioeconómicas) e impactos externos (algunos institucionales, derivados del GATT-OMC, y otros empresariales, que obligaron a la apertura de los mercados internos). Como consecuencia de ello, han surgido de manera paulatina claras señales de ruptura con el pasado. Las nuevas relaciones de fuerza y las renovadas formas de hacer política se manifiestan con particular intensidad en la reestructuración de la economía y en el diseño y la puesta en marcha de la política exterior. En este último aspecto se vive un creciente pluralismo, que adquiere un carácter sobre todo informal debido a considerables coerciones legales (en México) y a restricciones legales y políticas (en China).

Desde luego, existen diferencias abismales entre ambos países. En el aspecto político, la mayor fluidez, funcionalidad y éxito en la aplicación de las políticas gubernamentales en el caso chino, sobre todo debido a la claridad de los objetivos y las mayorías generadas alrededor de ellos. En lo económico, la inserción china en el mercado mundial ha sido gradual, mientras que la mexicana fue muy rápida, por lo que el impacto fue devastador para algunos sectores, como el campesino.

La mayor parte de las elites de ambos países son conscientes de la inevitabilidad de la apertura financiera y comercial y de la creciente importancia de los mercados internacionales. Sin embargo, difieren respecto al papel del Estado. A diferencia de lo que ocurre en México, en China la mayoría gubernamental es proestatista, aunque con una visión considerablemente pragmática al momento de hacer concesiones y aprovechar la inversión extranjera. El gran contraste, sin embargo, reside en el aspecto político. En México, el partido único, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), perdió en 2000 la Presidencia de la República, y parece difícil que logre recuperarla en los próximos años. La clase política está construyendo una sólida y legal partidocracia. El objetivo es avanzar hacia un régimen político de tres partidos, con la creación de cotos de poder regionales. Incluso el PRI, la única institución partidaria de alcance nacional, parece destinado a regresar a sus orígenes: una amalgama de caciques con poder limitado y carente de ideas políticas claras.

En China, por su parte, las autoridades regionales son cada vez más importantes en la distribución del poder. En lo fundamental, el proceso de negociación se da en los canales informales y el gran reto político, hasta ahora logrado con éxito, es la permanencia del Partido Comunista como principal detentador y distribuidor del poder. Esto, por supuesto, no quiere decir que los procesos políticos sean totalmente autoritarios. Por el contrario, el mismo partido abre sus puertas a actores antes considerados inaceptables, como quienes se dedican a los negocios. Los procesos electorales en los niveles básicos del sistema tienden a convertirse en una característica de la vida política, sobre todo en el campo. Independientemente de cualquier valoración de carácter ético, el aparato estatal chino se revela como más eficiente y audaz que el mexicano y, por lo tanto, es más exitoso.

México, transmisión multipartidista del poder y política exterior

En México, en los años previos a las elecciones de 2000, el PRI perdió la posibilidad de reinventarse y conducir a la nación por un camino menos escabroso, por lo que terminó derrotado. Hoy, algunos de los grandes problemas políticos que enfrenta el país residen en las relaciones con los resabios de las instituciones priistas, tanto sindicales como jurídicas. El gobierno de Vicente Fox cortejó y fortaleció al viejo corporativismo sindical y dejó intactos los viejos rituales políticos de intercambio de lisonjas.

La estructura jurídico-institucional mexicana, en constante reforma desde 1929, no se corresponde con las nuevas relaciones de fuerza ni con la situación económica. Hoy existen terribles callejones sin salida aparente. El aparato estatal se parece a la gigantesca imagen soñada por Nabucodonosor: pies en parte de hierro, que le impiden moverse con agilidad, y en parte de barro cocido, por lo cual se desmorona debido a los resquebrajamientos de sus torpes movimientos, como la corrupción y los liderazgos autoritarios. La maquinaria estatal se encuentra considerablemente desarticulada, lo cual se debe, básicamente, a la ausencia de un liderazgo con visión y consistencia, además de la carencia de instrumentos institucionales y jurídicos adecuados. Constructoras de organismos acotados, como la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y el Instituto Federal Electoral (IFE), las elites políticas mexicanas se muestran incapaces de levantar una estructura institucional que permita solucionar los problemas internos e insertarse exitosamente en el mundo. Los políticos están atrapados por su pasado y la historia les impide actuar con agilidad. Los principios, que pueden ser un poderoso instrumento para la movilización de recursos políticos, sirven solamente como pesadas anclas.

Estos problemas, taras y miopías políticas se encuentran reflejados en la Constitución, un instrumento jurídico esencialmente corporativo y presidencialista, que ofrece prácticamente todo el poder al presidente en materia de política exterior, pero que se ha ido reformando para fortalecer al Senado. La transmisión del poder entre partidos, sustentada en el voto ciudadano pero sin los cambios jurídicos adecuados, no ha desembocado en una política exterior consistente, global y exitosa. Por el contrario, los dos resultados más evidentes han sido una parálisis relativa, que se ha manifestado incluso en el impedimento impuesto por el Senado a un viaje del presidente al extranjero, y enfrentamientos estériles con EEUU y varios países de América Latina. La política exterior mexicana se ha desarrollado a través de diferentes formas a lo largo del tiempo: históricamente, el prestigio ha sido esencial; en los 80, la disciplina para acatar políticas económicas también fue indispensable; y, más recientemente, se volvió fundamental la capacidad para realizar cambios a través del voto sin provocar crisis políticas o económicas. Sin embargo, la economía no despega y el potencial comercial no crece. El gobierno de Fox no articuló de manera coherente y consistente una política exterior y ésta, al final, ha terminado alimentada solamente por elementos discursivos.

China, transmisión intrapartidaria del poder y política exterior

En China, el sistema político se ha ido transformando sustancialmente gracias al lento proceso de reforma de las instituciones, lo que se sintetiza en profundos cambios constitucionales, entre los que se destacan los de 2004. El sello ha sido el gradualismo como estrategia para impedir el resquebrajamiento del aparato estatal y la salida del Partido Comunista del poder. Una de las grandes luchas políticas entre los altos dirigentes chinos se ha dado alrededor de un liderazgo centrado en una persona, Mao Zedong (1893-1976), vis à vis con una dirigencia colectiva, es decir institucional, encabezada por Deng Xiaoping (1904-1997). El éxito político alcanzado hasta el momento ha residido en lograr la transmisión del poder ajustándose a los requerimientos constitucionales, pero siempre dentro del partido hegemónico. Las luchas facciosas han existido, solo que han sido relativamente ordenadas y han estado enmarcadas legal e institucionalmente, lo cual contrasta con la imposibilidad de Fox de aprovechar para su beneficio la existencia de grupos diferentes en el seno de su gobierno. Más allá de la muerte de determinados dirigentes, lo trascendental ha sido la capacidad de un sector de la dirigencia china, agrupada inicialmente alrededor de Deng, para levantar un andamiaje institucional sobre los cimientos del aparato estatal de los años 50. El Partido Comunista se ha reinventado para ponerse a tono con los nuevos procesos económicos y políticos del país.Todo esto sirve para constatar la existencia, en China, de un aparato estatal considerablemente homogéneo, que le permite actuar de forma unificada ante los retos externos. Esto, por supuesto, no implica la ausencia de procesos de negociación a partir de intereses divergentes. Lo importante es que la elite es capaz de controlar la mayor parte de las variables con relativo éxito, y que logra presentarse de forma unida.

Aunque el diseño y la puesta en marcha de las políticas gubernamentales giran alrededor del Partido Comunista y de un grupo reducido de dirigentes, sería una simplificación plantear que se trata de entes totalmente refractarios a presiones exógenas. La política exterior es consecuencia del hecho de que se involucran en ella varias entidades: organismos partidarios de diferente nivel, como la Comisión Militar, el Comité Central o el Buró Político; grupos del Consejo de Estado y los ministerios, y el Ministerio de Asuntos Exteriores, que es fundamental por su alto grado de preparación y experiencia, de la que es buen exponente su titular, Li Zhaoxing, quien fuera embajador ante Washington y la Organización de las Naciones Unidas. Hay que tener en cuenta, también, a los diferentes grupos de la Asamblea Popular Nacional, unidos sobre todo por su origen geográfico; a los gobiernos de diferente nivel, que buscan insertar su región en el mercado mundial; a las personas dedicadas a los negocios, muchas de ellas organizadas en cámaras de comercio, y a los grupos pertenecientes a diferentes «minorías nacionales», que promueven actividades de política exterior, a veces en contra del gobierno.

La participación de muchos de estos actores en la política exterior tiene como objetivo fundamental la búsqueda de un impacto en la agenda doméstica, como en el caso de las minorías nacionales y de algunos grupos de interés dentro de la burocracia. La población, al menos la informada y participativa, es importante para que el gobierno actúe de determinada manera en la arena internacional, sobre todo en temas sensibles como la relación con Japón o la cuestión de Taiwán. Para entender la actual política exterior china hay que tener en cuenta la base material, expresada en un crecimiento económico que le permite al gobierno lidiar adecuadamente con las fuerzas adversas, tanto internas como externas. El margen logrado por China para negociar, buscar aliados o enfrentarse a rivales y enemigos es enorme, y se explica por la identificación de objetivos claros, la consistencia de las políticas y la precisión con la cual se transmiten las ideas, así como por la firmeza en la defensa de posturas políticas, lo que no elimina la flexibilidad en ciertas circunstancias. Pese a que el proceso político es autoritario y jerárquico, de ninguna manera están ausentes grupos y personas que, a veces sin el consentimiento gubernamental, buscan incidir en la elaboración y la puesta en marcha de la política exterior. En momentos específicos, como en los sucesos de Tiananmen de 1989, algunas decisiones son tomadas por un grupo político reducido, pero a costa del desgaste de la maquinaria estatal y la pérdida de aliados, tanto dentro como fuera del gobierno.

Las relaciones sino-mexicanas, entre la impotencia y el voluntarismo

El gobierno de México, no siempre con las mejores políticas, se esfuerza por convencer a los empresarios de que la economía china está llena de posibilidades. Algunos empresarios, sobre todo en el sector textil y del zapato, conciben a los chinos como una competencia letal. En el otro extremo, el magnate Carlos Slim, que podría encontrar grandes posibilidades en China, y no solo en el sector de las telecomunicaciones, ve ese país como un ejemplo por imitar.

Para entender este punto es indispensable constatar que, desde la década de 1970, Beijing ha fijado la agenda de la relación: logró que México aceptara la política de «una sola China» y, en el plano económico, fortaleció intercambios asimétricos. En este contexto, el gobierno de Fox terminó dando un sprint como parte de un intento por diversificar las relaciones económicas de México, concentradas de manera fatídica en EEUU, y superar el fuerte déficit comercial con China. Dio un paso importante en febrero de 2006, con una serie de actividades de promoción del comercio y el viaje a China del secretario de Relaciones Exteriores, Luis Ernesto Derbez. Para subrayar la idea de una alianza estratégica, Derbez mencionó, entre sus objetivos más importantes, inaugurar un consulado, ayudar a abrir mercados y, sobre todo, lograr diplomáticamente lo que no se ha conseguido a través de la economía: contener la «amenaza» china (según los mexicanos), o la «amenaza asiática» (según los chinos), que enfrentan ciertos sectores económicos en México. Este viaje fue la culminación de un proceso que ha estado dominado por el voluntarismo y la impotencia para revertir el déficit comercial.

A corto plazo, el interés consiste en lograr relaciones comerciales ordenadas, que no se salgan de madre. Sin embargo, en un contexto de libre comercio México nada puede hacer, por ahora, para revertir las ventajas chinas. Y posiblemente nada podrá hacer, sobre todo por la manera en que se ha abordado el problema, bajo la idea de un Estado chino omnipotente y capaz de contener a sus actores económicos. El gobierno mexicano se ha enfocado en el aspecto burocrático, lo que ha significado, entre otras cosas, intentar contener el comercio ilegal que los propios ciudadanos mexicanos fomentan mediante la triangulación y el contrabando. Para China no hay demasiado que hacer, en gran parte debido a que su éxito radica precisamente en un particular laissez faire, laissez passer. La fortaleza de su economía se ha sustentado, justamente, en que el gobierno finge no ver; de hacerlo, se arriesgaría a chocar frontalmente con ciertos actores económicos y a frenar el crecimiento. Contra lo que comúnmente se piensa, el Estado chino no es tan fuerte: se trata de una versión del libre mercado que ha resultado exitosa debido a la posibilidad de los interesados de actuar sin demasiadas restricciones económicas o legales.

México tiene que lidiar con un comercio bilateral que muestra un patrón deficitario, estructural y permanente, en forma de palillos chinos abiertos: cuantos más intercambios, mayor déficit comercial. Las importaciones provenientes de China representan casi la totalidad del comercio entre ambas naciones: durante 2004, el total ascendió a poco menos de 15.000 millones de dólares, de los cuales 14.457.727.000 correspondieron a productos chinos vendidos en México, lo que significa un saldo negativo de 13.990.994.000 para los mexicanos. Hace apenas 16 años, el déficit acumulaba 6.853.000 dólares. Aunque fuentes chinas, como la Administración General de Aduanas, no coinciden con las cifras mexicanas, todos están de acuerdo en señalar el dinamismo y el rápido crecimiento favorables al país asiático. De acuerdo con el embajador mexicano Sergio Ley, existe una «balanza comercial descompensada», y la divergencia en los datos se debe a la triangulación comercial. Se trata, en cualquier caso, de cifras muy desfavorables para México. El comercio ha sido deficitario por lo menos desde 1990, pero el empuje chino ha tenido años clave: 1991, 1992, 1996 y 2003. No obstante, en lo que respecta a los productos de alto valor agregado e inversión extranjera directa, China se encuentra detrás de Japón, Singapur, Corea del Sur y Taiwán. En este contexto, la diplomacia mexicana señala que «el intercambio comercial entre México y China ha venido creciendo a un ritmo acelerado con un promedio geométrico de 39,08%» en los últimos años. De acuerdo con esta fuente, entre las razones del déficit en la balanza comercial puede mencionarse el hecho de que los productos mexicanos no son llevados al mercado chino «de manera sistemática y bajo una estrategia de mediano y largo plazo», a lo que se suma el creciente número de mexicanos que compran a «proveedores chinos por el alto rendimiento que ofrece la venta de estos productos de bajo precio».

A pesar de las históricas relaciones de amistad, los mexicanos han sido incapaces de aprovechar al máximo el vínculo con China. De acuerdo con Carlos Rojas, presidente del Consejo Mexicano de Comercio Exterior,

lo que verdaderamente hace mucha falta es que los fabricantes mexicanos se decidan a ver a China como un gran mercado potencial y vayan allá a buscar clientes. Me parece que hasta ahora hemos tenido una posición extraordinariamente cómoda de decir: «si todo se lo vendo a un mexicoamericano que habla español en Los Ángeles, adonde además tengo 14 vuelos al día, por qué me quieres mandar a Beijing, a vender cosas allá, si no hablo chino mandarín, y además está carísimo el boleto de avión. (...) El hecho concreto es que se trata [China] de un mercado gigantesco que no deberíamos desatender, ya que vamos a perder una oportunidad fabulosa de hacer negocios. Hasta el momento, sin embargo, las iniciativas mexicanas de este tipo son contadas. Se reducen a incursiones de grandes empresas, como el Grupo Maseca, dedicado a productos relacionados con el maíz, y a iniciativas individuales de personas que, sin ningún conocimiento de China, han conquistado pequeños espacios en ese mercado.

Las medidas tomadas por México van desde el impulso al turismo y el trueque (por ejemplo, de aguacates mexicanos por manzanas chinas), a la formación del Grupo de Trabajo para la Promoción del Comercio y la Inversión, al que pertenecen organismos privados como la Asociación Nacional de Importadores y Exportadores de la República Mexicana e instituciones gubernamentales como el Bancomext y las Secretarías de Relaciones Exteriores y de Economía. Asimismo, se ha abierto un nuevo consulado en Guangzhou, provincia de Guangdong, y ya existen consejerías comerciales en Shanghai y Beijing. En ese mismo sentido, instituciones educativas privadas, como el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, han abierto oficinas en China.

A pesar de los problemas, no se deben subestimar los esfuerzos gubernamentales para fortalecer y profundizar la relación bilateral, como quedó demostrado con la visita a México, en septiembre de 2005, del presidente chino, con quien se firmaron varios tratados y pactos: para evitar la doble tributación y la evasión fiscal; de cooperación complementaria en materia de minería; de cooperación técnica para el desarrollo social; de cooperación en cuestiones fitosanitarias; un protocolo para la exportación de uvas mexicanas e importación de peras; y un memorando de acuerdo para el establecimiento de un centro cultural chino en México. Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, a largo y mediano plazo el interés fundamental, tanto de México como de China, no radica en sus relaciones bilaterales, sino en sus lazos multidimensionales con EEUU. Para los gobiernos de ambos países, e incluso para sus sociedades, EEUU es el país más importante: constituye un mercado ávido de sus bienes, pero también hambriento de su fuerza de trabajo. Los gobiernos de México y China se enfrentan con diferente intensidad a Washington, pero también cooperan más de lo que a veces quisieran aceptar públicamente.

En su trato con EEUU, el gobierno chino cuenta con ciertas ventajas, entre las que se destacan tres: su pertenencia al selecto grupo de miembros –con voz y voto– del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas; la integración cada vez mayor de ambas economías, que hace impensable el rompimiento; la capacidad político-diplomática para navegar sin demasiada zozobra entre lo no negociable (por ejemplo, Taiwán) y lo negociable (por ejemplo, la creciente cooperación en la lucha contra el terrorismo).

México tampoco carece de puntos a favor, aunque a veces le han faltado habilidades negociadoras. En su relación con Washington, los mexicanos cuentan con la constante fluidez de los vínculos bilaterales en cuestiones que no se encuentran bajo el control total de los gobiernos federales, lo que hipotéticamente permitiría a México influir en diferentes sectores sociales e instituciones. A esto se suma el marco institucional construido por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte que, usado de manera hábil, debería permitir profundizar la relación.

Los retos

En el orden global, China parece haber superado a México en dos sentidos: su comercio está más diversificado, además de que cuenta con mayor claridad y consistencia en política internacional. El desafío para México pasa por diversificar sus mercados, algo que ha estado presente en los discursos gubernamentales de los últimos años, pero respecto a lo cual se ha hecho poco. Por supuesto, eso implicaría lograr un equilibrio comercial mínimo con China. Hasta ahora, sin embargo, las iniciativas mexicanas son apenas destellos de lo que debiera ser una política más consistente. Además de evitar propuestas que pudieran complicar la relación con EEUU, como plantear la incorporación de China al Banco de Desarrollo de América del Norte, el gran reto para ambas naciones es dejar el sótano de la maquila y escalar en la evolución económica hasta convertirse en productoras de bienes y servicios de alto valor agregado capaces de competir con las compañías estadounidenses, muchas de las cuales producen en México y China para regresar a sus mercados con bienes baratos. Ocasionalmente, algunos intelectuales y políticos chinos han puesto los ojos en las experiencias de otros países, sobre todo Singapur, para justificar la verticalidad política, lo que dio nacimiento, entre 1988 y 1989, a los planteos teóricos del llamado «nuevo autoritarismo». Pero, más allá de estos episodios, el eje del diseño político chino es el conocimiento a fondo de su propio país. En México, en cambio, se ha recurrido –en exceso y de manera superficial– a la experiencia española tras la muerte de Francisco Franco y muy poco a la propia historia para decidir sobre el futuro.

Los análisis comparativos son útiles, pero se debe evitar recurrir a otras experiencias, en este caso a la de China, para buscar resolver a través de ellas problemas que tienen sus raíces y sus soluciones en suelo mexicano. El reto es comprender la evolución del sistema político de México para poder realizar cambios sustanciales. La historia no se puede repetir ni transplantar, y no hay modelos para copiar de manera absoluta.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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