Capitalismo decente. Una contribución progresista al debate sobre la reforma económica mundial
Nueva Sociedad 243 / Enero - Febrero 2013
El término «capitalismo» está de vuelta en la calle. En un mundo que se mueve al ritmo de la crisis, se discute todo tipo de enfoques sobre el tema. En contraste con los debates de la primera década de este siglo, de pronto se han comenzado a examinar nuevamente con seriedad políticas alternativas a una liberación absoluta de los mercados. En ese marco, este artículo se propone reflexionar y ofrecer algunas propuestas tendientes a poner en marcha un proceso posneoliberal, que los autores llaman «capitalismo decente», a partir de una mirada que no se enfoque solo en los mercados financieros, sino que analice el sistema en su conjunto y ofrezca alternativas de carácter global.
Sacudida entre un crecimiento en alza y crisis feroces, América Latina es una importante fuerza motriz de la economía mundial, y al mismo tiempo, un polvorín. Equilibrar las economías latinoamericanas es fundamental tanto para el desarrollo de la región como para el desarrollo y la estabilidad del resto del mundo. Algo más de 20 años después de la «década perdida» y tras una serie de crisis en los años 90 y 2000, la economía mundial recibió otro golpe que dejó en claro que todas las economías son frágiles no solo en relación con su exposición a las finanzas globales, sino también en cuanto a los desequilibrios económicos dentro de los países y entre ellos. El concepto algo obsoleto de sostenibilidad debe llenarse de nuevo contenido y de otras dimensiones, para que las economías funcionen mejor y produzcan mejores resultados. En Europa, el desarrollo de un «capitalismo decente» es el motor económico para construir una «buena sociedad» basada en el crecimiento estable, la equidad y la sostenibilidad. El núcleo conceptual de un modelo económico de ese tipo es, por definición, la multidimensionalidad del progreso y el crecimiento. Ningún país o región va a desarrollarse de manera aislada. Antes bien, el discurso sobre una «economía cerrada» tropieza con la perspectiva planetaria en la que tiene que forjarse cualquier modelo económico. Por esa misma razón, es necesario entablar un diálogo progresista entre las regiones, en lugar de jugar a echarse mutuamente la culpa. En lo que sigue, describiremos en forma sintética los argumentos y pilares principales de un modelo de capitalismo reformado para debatir entre las diferentes regiones; lo hemos llamado «capitalismo decente».
Discutir el capitalismo
El término «capitalismo» está de vuelta en la calle. Colapso, desmantelamiento, reforma, reparación, restauración: en el contexto de la crisis reciente se discute todo tipo de enfoques sobre el tema. El debate ha recibido mucho más impulso hoy que en la década pasada, a pesar de que ya hemos asistido a una cantidad de crisis de igual tenor. En contraste con los debates de la primera década de este siglo, de pronto se han comenzado a examinar nuevamente con seriedad políticas alternativas a una liberación absoluta de los mercados. En la práctica, sin embargo, la brecha entre la retórica regulatoria y la reforma real de nuestras economías es todavía considerable. Nuestros sistemas siguen en riesgo de inestabilidad permanente. Si continuamos operando con las disfunciones del capitalismo actual, las crisis seguirán siendo la norma antes que la excepción. Para muchos de nosotros será imposible llevar una vida decente en condiciones de creciente inseguridad, desigualdades y presión en términos de salarios, empleos, educación de los hijos y previsiones para la vejez. Un grado excesivo de desigualdad en la distribución del ingreso y de inseguridad personal no solo es perjudicial para una buena vida; también es económicamente peligroso e ineficiente. Las causas de las crisis económicas y la desigualdad creciente –que son síntoma y raíz de inseguridad personal y sistémica, pero también de ineficiencia– son diversas.
La mayoría de los libros de economía de la corriente que domina hoy la disciplina se enfocan en el factor más evidente de la crisis: los mercados financieros. Buena parte de las obras publicadas en el contexto de la crisis sugieren que existe una falla grave en esta esfera del capitalismo. Y, de hecho, las finanzas han jugado un rol crucial en la mayoría de las crisis económicas que se experimentaron desde la década de 1990. Los mercados financieros son a la vez gigantescos amplificadores de los desequilibrios que se registran dentro de cada economía y entre economías, y una fuente de tales desequilibrios. En consecuencia, iluminar las grietas en el campo financiero es el punto de partida lógico para reparar, o superar, nuestro sistema capitalista actual. Corregir de raíz la influencia y las funciones de los mercados financieros es también el punto de anclaje de cualquier proyecto político progresista. Sin embargo, es preciso ser muy cuidadoso y no aceptar con demasiada facilidad el argumento de que las grietas, a fin de cuentas, no son tan graves. Detrás del complejo discurso financiero sobre el control de los swaps de incumplimiento crediticio (credit default swaps) y de los títulos valores respaldados por activos (asset-backed securities) se oculta a veces la intención de convertir a determinados actores o instrumentos financieros en chivo expiatorio, para mantener intacta la estructura básica del sistema. Como el economista Nouriel Roubini y el historiador Stephen Mihm, ambos estadounidenses, pensamos que es necesaria una mirada más amplia del capitalismo. También coincidimos en que apegarse a ideologías o prejuicios tales como la simple creencia en que el libre mercado solucionará siempre los problemas económicos reduce demasiado la perspectiva de lo que no funciona en el capitalismo de hoy. Como sostienen Roubini y Mihm: «Es necesario dejar la ideología afuera y observar las cosas de una manera menos apasionada».
Es preciso un enfoque sobrio y abarcador de las disfunciones económicas actuales, porque los excesos del sector financiero son solo una parte de los problemas de fondo que enfrentan las economías y las sociedades y que han contribuido a la crisis reciente. Hay al menos tres dimensiones de la inestabilidad que se relacionan con las finanzas, pero van más allá del límite de las inestabilidades del sistema financiero. En primer lugar, se han intensificado los desequilibrios entre sectores dentro de cada economía. Una expresión de esto es el alto endeudamiento tanto de los hogares como de los gobiernos, como consecuencia de burbujas inmobiliarias y de otros tipos, que fueron alimentadas por el sistema financiero. En segundo lugar, nunca antes han sido tan grandes los desequilibrios internacionales; considérense por ejemplo los casos más notorios: el déficit de cuenta corriente de Estados Unidos y el superávit de China, Alemania o Japón. En tercer lugar, junto con la desregulación financiera, el principio de creación de valor para los accionistas se volvió dominante en el gobierno corporativo. Esto condujo a que el manejo de las empresas se orientara al corto plazo y al pago de altas bonificaciones a los gerentes, a costa del desarrollo sostenible a largo plazo de compañías y firmas.
Con el principio de valor para los accionistas se relacionan también los márgenes de beneficio más altos que impusieron instituciones financieras poderosas, y un decrecimiento de la participación de los salarios como porcentaje del ingreso nacional. Además de estos procesos, la globalización radical del mercado registrada en las últimas décadas condujo a un enorme aumento de la dispersión del salario y a un crecimiento incesante del sector de bajas remuneraciones que no se había visto desde las épocas tempranas del capitalismo brutal, antes de la Primera Guerra Mundial. En casi todos los países industriales se desregularon los mercados de trabajo, al tiempo que los sindicatos se debilitaban. En muchos casos, se redujo la negociación colectiva en el nivel de las economías o el nivel sectorial. Comenzaron a generalizarse las negociaciones salariales por empresa o los contratos de trabajo individuales sin convenio colectivo alguno. Esto no solo condujo al aumento de la dispersión salarial, también reintrodujo el riesgo de deflación. Instituciones del mercado laboral erosionadas y sindicatos débiles no son capaces de impedir los recortes en los salarios monetarios, y así el punto de anclaje salarial se desploma y se dispara una espiral deflacionaria de precios y remuneraciones. Japón ingresó en esa combinación luego de la burbuja de precios de los activos a fines de la década de 1990; países como Grecia, Irlanda, Portugal o España han entrado en esa situación luego de la crisis de las hipotecas subprime, y de no haber cambios fundamentales, toda Europa y EEUU se enfrentan al peligro de un proceso deflacionario.
Sin duda, un cierto grado de desigualdad basado en el esfuerzo o el emprendimiento innovador es el combustible del capitalismo. Sin embargo, cuando como hoy el grado de desigualdad se vuelve muy alto y el nivel de ingresos pierde toda relación razonable con el esfuerzo o la actuación individual, el sistema comienza a agrietarse. No es sorprendente que la «equidad» esté de nuevo en la agenda cuando se debate sobre los éxitos y el futuro de las sociedades de mercado. Entre los libros influyentes sobre el tema se encuentran The Spirit Level, de Richard Wilkinson y Kate Pickett, y Animal Spirits, de George Akerlof y Robert Shiller. El crecimiento de la desigualdad es un fenómeno que puede encontrarse en casi todos los países. La elevada desigualdad no solo provoca un sentimiento de «injusticia» dentro de cada sociedad y entre sociedades; también dificulta la movilidad social y tiene impactos negativos en la salud, así como en la productividad. Los lobos hambrientos no cazan mejor; de hecho, en las economías de hoy se verifica justamente lo opuesto. El «sueño americano» de una gran movilidad social y de la oportunidad de enriquecerse para cualquiera siempre que se esfuerce lo suficiente es, de hecho, poco más que un espejismo. Actualmente, la movilidad dentro de la sociedad es una realidad más cercana en los países escandinavos, donde la equidad es mayor que en el mundo capitalista anglosajón. Es importante comprender esta idea para rediseñar el capitalismo en el sentido de una «buena sociedad».
El capitalismo tiene otros problemas: en el pasado, ha conducido a un tipo muy particular de crecimiento tecnológico, productivo y del consumo, ciego a los problemas ecológicos y al hecho de que los recursos naturales son limitados. El sistema de precios fracasa sistemáticamente en incorporar las dimensiones ecológicas y el deterioro de la naturaleza de una manera adecuada, y da así señales equivocadas para orientar tanto la innovación como la producción, el consumo y el modo en que vivimos. Tras haber experimentado una serie de desastres ecológicos regionales durante el siglo pasado, el mundo se dirige hoy hacia un desastre ecológico global, a menos que se produzcan muy pronto cambios fundamentales. Esto vuelve muy complicada la búsqueda de soluciones: la actual no solo es una crisis profunda del capitalismo tradicional, sino que ha surgido en un momento en que también se está desarrollando una profunda crisis ecológica. Solucionar solo una de las crisis no basta para proveer a la humanidad de condiciones de vida sostenibles y aceptables.
Rasgos principales de un nuevo modelo económico
Un capitalismo decente debería incluir tres dimensiones interrelacionadas. En primer lugar, el modelo debería ser ecológicamente sostenible: evitar el calentamiento global, optar por una base energética renovable y prevenir el desarrollo de otros procesos problemáticos, como la reducción de la biodiversidad. En segundo lugar, debería conformarse de modo tal que el proceso de crecimiento no se vea amenazado por burbujas en el mercado de activos o por inflación o deflación en el mercado de bienes, ni resulte en el endeudamiento excesivo de sectores particulares o aun de economías enteras, lo que llevaría de manera inevitable a la siguiente crisis. Al mismo tiempo, ese modelo debería alentar la innovación y, en consecuencia, el desarrollo tecnológico necesario tanto para resolver problemas ecológicos como para aumentar la productividad del trabajo en el mediano y largo plazos y, de esa manera, ofrecer la posibilidad de una prosperidad creciente para todos. En tercer lugar, a nuestro modo de ver, es crítico que todos los grupos de la población participen en el progreso social. La desigualdad en el ingreso y en la distribución de la riqueza debe mantenerse dentro de límites política y socialmente aceptables.
Foco en la demanda y en el crecimiento verde. Para empezar, queremos abordar la cuestión de cuáles son los motores del crecimiento en un «capitalismo decente». El volumen de producción de una sociedad está determinado, en última instancia, por su nivel de demanda; este se compone de demanda de inversión, demanda de consumo, demanda del gobierno y exportaciones netas de importaciones. Si la demanda y el volumen de la producción aumentan a menor ritmo que la productividad, cae el empleo. Si en esas circunstancias el tiempo de trabajo y la tasa de actividad se mantienen sin cambios, sube el desempleo. Para que el desarrollo sea duradero, el volumen de demanda debe crecer a una tasa estable y adecuada. Eso requiere de una cierta proporción entre los diferentes componentes de la demanda. Por ejemplo, no tiene sentido desarrollar capacidades económicas a través de una elevada inversión si el consumo y los demás componentes de la demanda son demasiado débiles como para utilizar a pleno esas capacidades. Como el consumo es el principal elemento de demanda (usualmente, entre 60% y 70% del PIB), es importante lograr una expansión regular de la demanda de consumo basada en los ingresos de los hogares.
De importancia primordial es, por supuesto, la demanda de inversión, que proviene de fuentes privadas y también del ámbito público. La inversión no solo crea demanda; los bienes de inversión incorporan nueva tecnología y son vitales para un crecimiento económicamente sostenible en el futuro.
Para permitir un crecimiento suficiente de la demanda originada en los hogares, lo primero y principal es asegurar que vuelvan a crecer los salarios como porcentaje del ingreso y, luego, que la masa salarial aumente a la misma tasa que el PIB –al menos a lo largo del ciclo económico–. Es verdad que, en última instancia, la mayor parte del ingreso por beneficios también se dirige a hogares privados. Sin embargo, para la mayoría de los hogares es el salario lo que representa el grueso de los ingresos y define por lo tanto las posibilidades de consumo. Además, la experiencia demuestra que la inclinación al consumo es mucho menor en el caso del ingreso por beneficios que en el del ingreso salarial. Por lo tanto, un incremento en los beneficios y, de ese modo, en los ingresos de hogares con una alta tasa de ahorro, sin un incremento correspondiente en el ingreso en general, no basta como motor de la demanda. También son importantes para la demanda la dispersión salarial y las políticas gubernamentales que influyen en la distribución. En una constelación en la que la distribución del ingreso se vuelve más desigual, la demanda de consumo basada en el ingreso se transforma en un problema.
La demanda originada en los gobiernos también es importante. Estos proveen muchos bienes públicos importantes, como educación o atención de la salud, y de ese modo estructuran el consumo de una sociedad de un modo positivo. Los gobiernos también son claves en la provisión de infraestructura, así como en el crecimiento ecológicamente sostenible. Muchos de los países del mundo de mayor éxito económico, los escandinavos por ejemplo, tienen una alta proporción de gasto público en relación con el PIB. Si los gobiernos deben proveer bienes públicos esenciales y al mismo tiempo desean modificar una distribución del ingreso inaceptable originada en el mercado, los presupuestos públicos no pueden ser «optimizados».
Sin embargo, un crecimiento tal basado en exportaciones es, naturalmente, un juego de suma cero, ya que los excedentes por exportación de un país conducen a déficits por importaciones en otros. En general, las estrategias de crecimiento basado en exportaciones sostenidas de manera excesiva y duradera por los países en forma aislada son en consecuencia perjudiciales para el resto del mundo y deberían estar limitadas por regulaciones globales.
Existe un conflicto fundamental entre las formas actuales de producción y consumo, por un lado, y las necesidades ecológicas, por el otro. Si no empezamos pronto a tratar de resolver los problemas ecológicos, estará en peligro la supervivencia de gran parte de la población mundial, y esto a su vez creará conflictos gravísimos por las áreas del mundo en las cuales vivir y trabajar, por el agua y el alimento, y por último, pero no menos importante, por recursos naturales como el petróleo. Lo que hoy observamos es un enorme y letal fracaso del mecanismo de mercado para combinar crecimiento económico y necesidades ecológicas. Esto no solo se refiere a los métodos actuales de producción y consumo; también involucra el tipo de desarrollo tecnológico que ha tenido lugar a lo largo de los dos últimos siglos. No se puede culpar por ese desarrollo a empresas o consumidores individuales. Es el fracaso del sistema de precios, que durante siglos ha enviado señales erróneas acerca del desarrollo tecnológico, la producción y el consumo. Pese a esto, no consideramos que exista un conflicto fundamental entre el crecimiento económico en sí y necesidades ecológicas tales como evitar el calentamiento global o desarrollar métodos de producción y consumo que no agoten los recursos no renovables. Con cambios radicales en la estructura de producción y consumo y desarrollos tecnológicos, que afectarán naturalmente en profundidad nuestro modo de vida, es posible un crecimiento verde sin efectos ecológicos negativos. No asumimos que el crecimiento sea necesario por siempre. Si la prosperidad creciente basada en el desarrollo tecnológico ha de tomar la forma de un mayor consumo o de más tiempo libre es una pregunta que cada sociedad deberá plantearse a sí misma una vez que haya alcanzado un cierto grado de desarrollo y determinado nivel de estándares de vida.
El proyecto de globalización radical del mercado se ha combinado con una acumulación insostenible de deuda en muchos sectores. Por ejemplo, aun si el sector de hogares como un todo ocupa una posición de acreedor, es perjudicial para la estabilidad de una economía si una proporción sustancial de hogares privados tiene deudas muy altas. También los gobiernos se han endeudado mucho (midiéndolo en porcentaje del PIB), así como países enteros. Además hay diferencias según el sector del que se trate. El sector empresarial, por ejemplo, puede endeudarse en mucha mayor medida que los hogares privados, porque estos últimos no pueden utilizar el dinero tomado en préstamo para dedicarse a producir y crear valor en el mercado. No obstante, en la era radical del mercado, las empresas y las instituciones financieras han descuidado también aumentar lo suficiente su capital propio.
El hecho es que el crecimiento en la demanda no puede generarse de un modo duradero si un sector económico determinado acumula deudas excesivas, mientras otros sectores acumulan excedentes. Lo mismo se aplica, en términos globales, a las economías individuales. No es necesario que los balances de los actores económicos, sectores y economías estén equilibrados individualmente. Pero el endeudamiento (siempre medido como porcentaje del PIB) debería mantenerse dentro de ciertos límites para evitar el sobreendeudamiento de ciertos sectores o de algunas entidades de un sector. En un régimen de laissez-faire, la demanda de consumo y la demanda de inversión no se desarrollan automáticamente en formas que permitan un crecimiento estable y sostenible. Lo que se necesita es controlar de manera coordinada la demanda de consumo y la de inversión, en interés de la economía y de la sociedad como un todo. Para alcanzar un crecimiento constante y satisfactorio de la demanda sin que se registren tendencias al endeudamiento, se requiere la imposición de un cierto marco y una intervención económica por parte del Estado. Debe elaborarse un marco institucional que conduzca a una relativa equidad en el ingreso y que revierta la redistribución que ha perjudicado seriamente a los grupos de bajos ingresos. Al mismo tiempo, la inversión debe estabilizarse mediante la intervención estatal. Las empresas públicas pueden jugar un papel importante en este aspecto, y también la inversión en infraestructura, la cooperación entre los sectores público y privado y los incentivos a la inversión impulsados por el gobierno.
Transformar la producción y el consumo de una manera ecológicamente sostenible requerirá un cambio esencial en los modos en que se produce la energía, se organiza la movilidad y se construyen las viviendas. Ese cambio tendrá que combinarse inevitablemente con una ola inmensa de nueva inversión. Si el cambio ecológico fundamental se produce, las próximas décadas conducirán a nueva inversión pública y privada y al crecimiento del PIB.
Un sistema financiero para la prosperidad económica y la innovación. Los sistemas financieros representan algo así como el cerebro del sistema económico. Son importantísimos para un desarrollo dinámico, aunque también pueden llevar a las economías a la ruina. De hecho, un sistema financiero eficiente desempeña en una economía moderna al menos cuatro tareas que son indispensables para el crecimiento sostenible.
En primer lugar, mediante la creación de crédito, posibilita a las empresas –y, en particular, a las innovadoras– tanto invertir como producir. El sistema crediticio puede crear dinero y crédito ex nihilo, por así decirlo, sin necesidad de ahorro previo. Estos fondos pueden ponerse a disposición de los emprendedores, que pueden utilizarlos para comprar materiales o máquinas para la producción. El circuito se cierra cuando las inversiones de una empresa particular incrementan el stock de capital y, por lo tanto, el potencial productivo de la economía, así como los ingresos y los ahorros, asegurando de ese modo, casi retrospectivamente, el financiamiento de la inversión. Como este proceso va a menudo de la mano de la innovación, el sistema financiero sostiene el desarrollo de la productividad en una economía de una manera crucial.
La segunda tarea del sistema financiero es la redistribución del riesgo. Aunque esta función en alguna medida ha caído en el descrédito en el contexto de la crisis de las hipotecas subprime, la redistribución del riesgo entre diferentes entidades económicas sigue siendo una función importante del sistema financiero. Las inversiones en proyectos individuales a menudo conllevan un riesgo enorme, incluso el de la pérdida total. En consecuencia, los individuos pueden dudar sobre la conveniencia de soportar por sí mismos tales riesgos, o solo lo hacen con la promesa de obtener rendimientos considerables. Pero como el sistema financiero hace posible repartir el riesgo entre muchos inversores, y además los individuos no se ven obligados a comprometer el total de sus activos, aumenta la disposición agregada a invertir en tales proyectos.
La colocación de créditos por parte de los bancos es un componente importante de la liquidez y de la transformación del riesgo del sistema financiero. El sistema bancario acumula los depósitos de corto plazo del público en general y al mismo tiempo otorga préstamos de largo plazo a las empresas que invierten. Los mercados bursátiles pueden asumir esta función, porque los accionistas compran una inversión de largo plazo bajo la forma de acciones que pueden vender en cualquier momento en el mercado secundario. Las entidades financieras no bancarias, como los bancos de inversión, que habitualmente son más propensos al riesgo, también financian actividades de riesgo y pueden sostener el crecimiento (siempre y cuando estén regulados de manera adecuada). Una sociedad en la que el sector financiero provee mayor liquidez y transformación del riesgo tendrá un stock de capital mayor, y por lo tanto mayor productividad del trabajo y mayor prosperidad material, que otra que carezca de un sector financiero de esas características.
La tercera tarea del sector financiero es poner capital y crédito a disposición de los sectores y empresas que ofrecen los proyectos de inversión más promisorios. Al explotar economías de escala en la obtención de información, el sistema financiero tiende a evaluar mejor que los inversores individuales qué proyectos es más probable que den frutos. El mecanismo de asignación para la distribución de recursos financieros que tiende a su aplicación más eficiente es compatible con rendimientos generales bajos. De esa forma, la tasa general de rendimiento podría caer prácticamente a cero, y así el ingreso por tecnología puede transformarse, para las empresas innovadoras, en la única fuente importante de mayores rendimientos.
La cuarta función de un sistema financiero consiste en acumular activos de pequeños inversores y utilizarlos para posibilitar inversiones mayores.
En este marco, no tiene sentido luchar por un orden económico que trate de arreglárselas sin un sistema financiero o sin el endeudamiento de sectores particulares. El problema es que a lo largo de las últimas décadas se configuró un sistema financiero que no cumple las funciones mencionadas o solo lo hace de una forma que crea inestabilidad. A nuestro modo de ver, hay cinco aspectos básicos en relación con la regulación y la reforma necesarias para el sistema financiero.
En primer lugar, las instituciones financieras no bancarias de riesgo, como fondos de inversión o fondos de cobertura, deberían estar separadas de los bancos comerciales. Estos últimos deberían verse impedidos de otorgar préstamos a instituciones financieras no bancarias; la venta de préstamos de bancos comerciales a instituciones financieras no bancarias debería estar limitada y no deberían existir operaciones por cuenta propia (proprietary trading) de bancos comerciales ni propiedad cruzada entre bancos comerciales y otras instituciones financieras. Este marco permitiría igualmente proveer suficiente capital para las operaciones más riesgosas, ya que las instituciones financieras inclinadas al riesgo pueden atraer fondos del público.
En segundo lugar, no es aceptable permitir el desarrollo de un sistema bancario «en las sombras» que, explotando lagunas jurídicas y desplazando sus actividades a áreas menos reguladas del sistema financiero, o incluso a Estados cuya legislación es absolutamente insatisfactoria, absorben de manera sistemática operaciones del sistema financiero regulado. Todas las instituciones financieras deben ser reguladas. Las instituciones financieras han operado no solo con un apalancamiento creciente, sino también de una manera más riesgosa, cortoplacista, especulativa y ávida de rendimientos, que ha llevado a que las expectativas de rendimiento treparan a cifras irracionales. Es asimismo inaceptable que las instituciones financieras hayan podido reducir en forma constante sus coeficientes de adecuación del capital, para terminar teniendo un escaso «colchón» de capital propio cuando golpeó la crisis. Deben aumentarse nuevamente los estándares de adecuación de capital para los bancos comerciales, pero también para otras instituciones financieras.
La tercera dimensión consiste en la creación de instrumentos anticíclicos para el gobierno macroeconómico en general y el del sistema financiero en particular. Especialmente en los mercados financieros –aun en aquellos mejor regulados– surgen a menudo excesos que tienen potencial para desestabilizar el resto de la economía, a menos que el Estado intervenga. Esta tendencia ha sido intensificada por regulaciones de supervisión y reformas contables desacertadas. En consecuencia, deben reformularse sustancialmente las reglas del juego del mercado financiero para que el sistema financiero vuelva a ser capaz de llevar a cabo sus valiosas funciones en la economía.
En el marco de las políticas anticíclicas, la posición de los bancos centrales y los ministros de Finanzas en el sistema financiero llega a ser clave. En cuanto las cosas parecen salirse de curso, como sucedió en el caso de la burbuja inmobiliaria, debe ser posible responder por medios administrativos. Los aumentos de la tasa de interés no bastan para detener las burbujas y son potencialmente perjudiciales para el conjunto de la economía. También habría que utilizar con mayor firmeza otras políticas para corregir ciertos errores macroeconómicos. Por ejemplo, la política impositiva puede combatir excesos en los mercados inmobiliario y bursátil mediante gravámenes a las ganancias especulativas.
En cuarto lugar, es necesario que todos los productos financieros (en especial, todo tipo de derivados) sean aprobados por un organismo de supervisión antes de que se permita su introducción en el mercado. Las operaciones solo deben tener lugar en mercados organizados. Estas reglas pueden permitir oportunidades suficientes para cubrir los riesgos y no incrementan de manera relevante los costos para las empresas. Asimismo, las agencias de calificación deberían ser supervisadas por autoridades públicas, y también las instituciones que definen los estándares contables internacionales.
En quinto lugar, los movimientos internacionales de capital plantean otro problema. Mientras que los bancos centrales de cada país apenas pueden influir sobre ellos por medio de la política de tasas de interés, estos movimientos pueden conducir a enormes desequilibrios de cuenta corriente y a una turbulencia desestabilizadora en el tipo de cambio. También en este caso, los bancos centrales necesitan instrumentos adicionales que les permitan intervenir en los movimientos internacionales de capital. En conjunto, las decisiones en este campo en las últimas décadas nos parecen desacertadas, ya que los instrumentos a disposición de los bancos centrales se redujeron progresivamente, hasta que al final no quedó otra cosa que la política de tasas de interés. Debería dotarse nuevamente a los bancos centrales de instrumentos con los que puedan combatir en forma enérgica las burbujas del mercado de activos en el ámbito nacional y la inestabilidad de los flujos internacionales de capital. Estas herramientas deberían formar parte del herramental normal de los bancos centrales.
Distribución más equitativa del ingreso. En décadas recientes, creció marcadamente la desigualdad en relación con la distribución del ingreso, y esto pone en peligro la cohesión social y política de las sociedades. Además, una distribución del ingreso demasiado desequilibrada resulta desestabilizadora en el plano económico. Cuando los hogares consumen principalmente a partir de su ingreso, la desigualdad creciente en la distribución termina teniendo un efecto perjudicial en la demanda de consumo, ya que quienes tienen altos ingresos tienen también una tasa de ahorro más elevada. Alemania y Japón son ejemplos típicos de cambios sustanciales en la distribución, en los que el aumento de la precariedad en las condiciones de vida ahoga aún más la demanda de consumo. En otros países –por ejemplo, EEUU y Reino Unido–, el consumo de los hogares se ha mantenido a pesar de la desigualdad creciente de ingresos, a través del aumento del endeudamiento de los hogares privados. Estos países experimentaron un mayor crecimiento desde la década de 1990 hasta el estallido de la crisis de las hipotecas subprime, pero este se vio acompañado por la acumulación de inestabilidad financiera. Un modelo de estas características es insostenible a largo plazo, ya que conduce al endeudamiento excesivo de sectores de la población. Tanto el modelo de consumo basado en el crédito de EEUU o Reino Unido como el modelo basado en exportaciones de Alemania o Japón llegaron a su fin con la crisis de las subprime y parecen estar agotados.
Un modelo capitalista decente debe revertir los cambios negativos en la distribución del ingreso y conceder a todos los grupos de la población una participación adecuada en la riqueza creada por la sociedad. Uno de los secretos del éxito del capitalismo regulado luego de la Segunda Guerra Mundial fue el incremento del poder adquisitivo general de los trabajadores, basado en el aumento de los ingresos y una distribución del ingreso relativamente equitativa. Ahora se vuelve claro que el antiguo modelo debe regenerarse.
La distribución del ingreso tiene tres componentes importantes: la distribución funcional en salarios y ganancias; la distribución interna de la masa salarial y de la masa de ganancias nacionales; y la política de redistribución del Estado. La caída en la participación del salario es resultado de un aumento del margen de ganancias. Esto último fue posible, de acuerdo con nuestro análisis, sobre la base de la desregulación, en particular debido al poder creciente del sector financiero y su disposición a tomar riesgos en busca de rendimientos más altos. El enfoque orientado a la creación de valor para los accionistas y el rol creciente de los inversores institucionales llevaron a las empresas a buscar márgenes de ganancia más altos. En consecuencia, se deben cambiar las estructuras y las reglas del juego del sector financiero de modo tal que los márgenes de ganancia vuelvan a caer.
El margen de ganancia también depende del nivel de monopolización y las estructuras de poder en los mercados de bienes. La tarea de las leyes de competencia es impedir la formación de monopolios en cada mercado, porque el poder creciente del mercado tiende a ir de la mano del crecimiento de las ganancias monopólicas u oligopólicas, que a su vez conducen a desigualdades en el ingreso más marcadas y, de esa forma, a problemas con el crecimiento estable de la demanda en el conjunto de la economía. Por un lado, la globalización neoliberal intensificó la competencia en los mercados de bienes; por el otro, las empresas multinacionales aumentan cada vez más sus dimensiones debido al crecimiento, a las fusiones y las adquisiciones, y de esa forma el nivel de competencia decrece. En muchos casos, se privatizaron monopolios naturales –como los de la energía, la provisión de agua o los ferrocarriles– sin que se creara competencia suficiente, y como resultado se hicieron grandes ganancias en esos sectores. No es necesario privatizar en estos ámbitos; si las organizaciones estatales se hicieran cargo de la producción y la provisión de servicios en sectores caracterizados por un monopolio natural, esto también podría reducir el porcentaje de las ganancias.
Las últimas décadas se han caracterizado por una dispersión salarial significativa. En casi todos los países del mundo ha crecido la proporción de bajos salarios, así como el empleo precario y la informalidad, en especial en el sector de bienes y servicios no transables internacionalmente. En consecuencia, las tendencias de la globalización no pueden explicar de manera directa la emergencia de esos sectores: esta es resultado de la nueva desregulación del mercado de trabajo. Estas desigualdades injustificadas de ingreso entre asalariados deben eliminarse por medio de reformas del mercado laboral. Se debe fortalecer el sistema de negociación colectiva, con el respaldo de otras instituciones del mercado laboral, para alcanzar las condiciones de trabajo decente en que hace hincapié la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Los salarios mínimos y la seguridad social garantizada por el Estado también juegan un papel crucial en este sentido. Estas regulaciones del mercado de trabajo no solo son importantes para reducir la desigualdad de ingreso; también lo son para establecer un punto de anclaje del salario nominal contra recortes deflacionarios del salario monetario.
Aun cuando existe regulación estricta, los mercados no conducen a una distribución del ingreso políticamente aceptable. Además, no todos tienen las mismas oportunidades en el mercado. Los más desfavorecidos –ya sea sobre la base del género, las responsabilidades en el cuidado de los niños, discapacidad, edad, raza, etc.– pueden quedar fuera de él y verse privados de un ingreso o, en el mejor de los casos, obtener uno insuficiente. En última instancia, es completamente falso que todos los ingresos se obtengan a partir de logros personales; considérense, por ejemplo, las grandes herencias, que son un elemento intrínsecamente ajeno en relación con el capitalismo. Debe configurarse la legislación impositiva y los sistemas sociales de manera de organizar la distribución del ingreso de una forma socialmente aceptable. La legislación impositiva debería en consecuencia incluir un componente redistributivo claro, y esta necesidad se hace más pronunciada cuanto más evidente es que los resultados del mercado por sí mismos solo conducirán al crecimiento de la desigualdad. En este contexto, no solo es importante un sistema de impuestos marcadamente progresivo, sino sobre todo normas que aseguren que los ingresos del capital se gravan de manera adecuada. Por ejemplo, debería combatirse la evasión de impuestos «vaciando» los centros offshore, entre otras medidas. También se puede utilizar el gasto público para reducir desigualdades de ingreso, por ejemplo, proveyendo bienes públicos, como educación, atención de la salud y transporte. Esto también se aplica a los pagos de transferencias por parte del Estado y a los sistemas de seguridad social, que pueden contener componentes marcadamente redistributivos.
Financiamiento sólido de los presupuestos estatales. Ya hemos mencionado que no deberían registrarse constantes aumentos de la tasa de endeudamiento en sectores de la economía, pero esto también es válido para los presupuestos estatales. Un stock de deuda pública muy alto, medido como porcentaje del PIB, tiene una serie de efectos negativos. En primer lugar, un alto nivel de deuda pública puede tener efectos redistributivos negativos, por ejemplo si el ingreso procedente de intereses pagados por el Estado fluye hacia los grupos de niveles de ingresos más altos y los impuestos son pagados por quienes reciben ingresos medios o bajos. En segundo lugar, una etapa de altas tasas de interés, sumada a una elevada deuda pública, puede hacer que el déficit presupuestario escale a punto tal que los presupuestos enfrenten dificultades para la refinanciación. En tercer lugar, los presupuestos estatales también pueden llegar a un nivel de deuda demasiado alto y quedar aislados del mercado de crédito. Esto sucede típicamente cuando la deuda es en moneda extranjera, y es un problema que ha afectado a muchos de los países menos desarrollados que han experimentado crisis monetarias en las últimas décadas. Pero también puede suceder cuando la deuda es en moneda local. Un ejemplo es la crisis de deuda de Grecia y otros países de la Unión Económica y Monetaria de la UE. En última instancia, un nivel de deuda pública muy elevado limita el margen de maniobra gubernamental. A su vez, esto puede originar demandas legítimas de reforma monetaria u otras medidas para aliviar la deuda pública que son políticamente muy resistidas y pueden resultar desestabilizadoras.
No estamos pidiendo aquí la fijación de una proporción particular de deuda para los presupuestos públicos, menos aún la fijación de una proporción máxima para nuevos préstamos. Durante las crisis económicas agudas, no es posible mantener esas proporciones en el corto plazo. Es más, esos límites pueden ser perjudiciales en las actuales circunstancias económicas, por ejemplo si la política fiscal requerida por la situación económica es obstaculizada por regulaciones sobre endeudamiento, o de cualquier tipo. Además, la deuda pública se justifica si se destina a la inversión, en especial si pueden esperarse rendimientos apreciables en forma de ingresos por ese concepto. Sin embargo, en el largo plazo debería lograrse un porcentaje estable de deuda pública en relación con el PIB. En el corto plazo, una política fiscal activa con saldos presupuestarios fuertemente fluctuantes es compatible con estas normas.
En este punto, es útil la distinción entre presupuesto de capital y presupuesto corriente. El presupuesto corriente incluye el gasto de consumo estatal y debería equilibrarse en el mediano plazo, mientras que las inversiones públicas se ingresan en el presupuesto de capital, que puede financiarse con crédito de largo plazo. Para estabilizar la demanda a través de toda la economía, lo primero y principal sería utilizar el presupuesto de capital, adelantando o aplazando las inversiones públicas de acuerdo con la situación económica. Sin embargo, en el presupuesto corriente deberían aceptarse los estabilizadores automáticos que resultan de los cambios en los ingresos por impuestos y el gasto público debidos al ciclo económico, ya que solo es necesario equilibrar el presupuesto corriente en el mediano plazo. Niveles de regulación. El problema fundamental del modelo de globalización de las últimas décadas reside en la asimetría entre la globalización económica y el carácter nacional que aún conserva la mayor parte de la legislación. Las estructuras existentes de regulación y gobierno de la economía mundial son demasiado débiles o tienen muy escaso alcance, pese a que los procesos económicos tienen desde hace mucho dimensión mundial. Este problema no se limita a la economía en sentido estricto, sino que también abarca muchas otras áreas, como los problemas ambientales. La falta de gobernanza global también se manifiesta en el hecho de que la producción de bienes públicos internacionales –como la prevención de un aumento del calentamiento global, la coordinación de políticas económicas globales o la provisión de un medio internacional de reserva estable– es inadecuada. Una función del gobierno global es establecer un régimen de tipo de cambio internacional más estable y un mecanismo que impida excesivos desequilibrios de cuenta corriente. Sin un cierto grado de control de los flujos internacionales de capital, es difícil establecer un sistema de esas características. Sin duda, los libres flujos de capital no son en sí mismos un valor como lo vienen proclamado desde hace tiempo los protagonistas del Consenso de Washington. En muchos casos aumentaron la volatilidad, crearon sacudidas y crisis monetarias, y definitivamente no impulsaron el crecimiento ni la eficiencia.No todo puede o debe ser regulado y gobernado en un nivel supranacional; mucho puede quedar en el nivel nacional. Qué medidas deberían establecerse y en qué nivel político es algo que habría que decidir caso por caso. En suma, lo que se necesita es dotar a las instituciones a cargo de la política económica de mecanismos de gobernanza macroeconómica –ya sea creando nuevos o restableciendo algunos que se han perdido en las últimas décadas–, para que tengan mayor capacidad de controlar y corregir los procesos del mercado que amenazan la estabilidad de la economía nacional y mundial, e incluso el futuro de la humanidad.
Hasta el momento, el progreso es insuficiente. Si observamos lo que ha sucedido en términos de reforma y regulación desde la crisis de las hipotecas subprime, el progreso general es insuficiente. Las regulaciones actuales y planeadas de los mercados financieros introducen algunas mejoras, pero no son suficientes para garantizar la estabilidad. En julio de 2010, el presidente de EEUU Barack Obama suscribió la Ley Dodd-Frank de Reforma de Wall Street y Protección al Consumidor. Ahora se han puesto límites a las operaciones por cuenta propia (proprietary trading) y se ha restringido la propiedad de fondos de cobertura por parte de bancos comerciales. En Europa, las regulaciones (planeadas) no han llegado tan lejos, a pesar de que el Informe De Larosière, establecido por la Comisión Europea para desarrollar propuestas de reforma del mercado financiero, recomendó algún tipo de separación. Tanto en EEUU como en Europa las relaciones crediticias entre bancos comerciales e instituciones financieras no bancarias, y por lo tanto el agravamiento de la úlcera financiera, no van a interrumpirse. Habría sido necesaria una separación más estricta entre bancos comerciales y bancos «en las sombras». El Comité de Basilea para la Supervisión Bancaria recomendó una reforma de Basilea II, que fue aceptada por el G-20 en noviembre de 2010. La nueva propuesta de regulación bancaria, conocida como Basilea III, avanza en la dirección correcta, ya que los bancos comerciales deberían aumentar su capital propio y el nivel de liquidez. Sin embargo, en modo alguno Basilea III regula suficientemente el sistema bancario «en las sombras», y por otra parte introduce estándares más altos para bancos comerciales y esto puede incluso estimular una mayor transferencia de actividades al sistema bancario «en las sombras». Y lo peor es que este último no va a desaparecer. No todas las instituciones financieras serán supervisadas lo suficiente; los fondos de cobertura, por ejemplo, solo tienen que registrarse y pueden por lo demás continuar con el modelo de negocio que mantuvieron en el pasado; no todos los derivados son estandarizados, controlados y aprobados por un ente de supervisión; y no se limita lo suficiente la participación de agentes en los mercados de derivados (por ejemplo, los de recursos naturales).
En algunas áreas prácticamente no hay avances. En primer lugar, no se enfrenta el problema de los desequilibrios internacionales; parece no haber disposición para cooperar en este campo y crear un sistema monetario y financiero internacional más estable. Lo más probable es que las instituciones del mercado laboral sigan debilitándose; no hay ningún intento serio de detener este peligroso proceso. Y por último, lo aterrador es que los avances hacia un desarrollo ecológico sostenible se están estancando.
El mercado es un buen siervo, pero un mal amo
Para evitar malentendidos: un capitalismo decente no otorga carta blanca para regulaciones e intervención estatal de todo tipo. No todas las formas de intervención del Estado son capaces o adecuadas para promover el crecimiento económico estable o el desarrollo firme de ingresos y demanda; ciertas formas de intervención son incluso perjudiciales en el mediano y largo plazo. Dentro de un marco creado por el Estado que tenga en cuenta las necesidades ecológicas, la liberalización del mercado de productos y servicios es el motor de innovaciones que aumentan la productividad y los estándares de vida. El enorme impulso que en las últimas décadas dieron las telecomunicaciones a la innovación no habría sido posible en un mercado fuertemente regulado y con barreras altas.
En consecuencia, los costos de la intervención estatal deben siempre medirse en relación con sus beneficios. La competencia justa entre empresas y la posibilidad de alcanzar rendimientos superiores a la media a través de la innovación impulsan el desarrollo de las fuerzas productivas de la economía. La posibilidad de tener éxito o de fracasar en el mercado es un elemento central en la dinámica económica. Ese es el mecanismo que subyace a la superioridad de la economía de mercado sobre los intentos de planificación económica centralizada.
No es cuestión tampoco de retrotraer el sistema económico a la situación regulatoria característica de, por ejemplo, las décadas de 1960 o 1970. En cambio, el principio general subyacente al nuevo marco regulatorio y a la intervención del Estado debe ser el de conservar los elementos de liberalización emancipatorios que han surgido a lo largo de las últimas décadas, y a la vez poner nuevamente bajo control los elementos desestabilizadores de la desregulación.
El dinero, el trabajo y la naturaleza son áreas en las que los mercados básicamente fracasan. Los mercados financieros tienden a los excesos. Como estos mercados –en contraste, por ejemplo, con el mercado de botones para camisas– tienen efectos sobre el conjunto del sistema económico, el Estado debe establecer reglas estrictas e intervenir cuando se requiere una corrección. Otros mercados, como el de trabajo, también tienden a generar resultados socialmente indeseables. Pleno empleo, instituciones laborales fuertes, sindicatos firmes y asociaciones de empleadores con negociaciones salariales explícita o implícitamente coordinadas en el ámbito nacional son las mejores condiciones para el crecimiento estable. Y, por último, no puede haber duda de que el mercado ha conducido hacia un gigantesco fracaso en el área de los problemas ecológicos. En pocas palabras: el mercado es buen siervo, pero mal amo de cualquier sociedad.