Brasil contra su futuro
septiembre 2018
Brasil va a las urnas. Las elecciones no solo definirán a los hombres y mujeres que conducirán los destinos del país. También definirán si Brasil se regirá por la democracia o por el autoritarismo. Las expresiones violentas de algunos candidatos deberían alertar a la ciudadanía.
Las elecciones presidenciales del próximo mes de octubre en Brasil representan una de las mayores pruebas a las que la democracia del país ha tenido que hacer frente jamás.
Además de elegir al presidente del país, a los representantes de la cámara baja del Congreso y dos tercios del Senado, así como a los gobernadores y legisladores estatales, los brasileños decidirán si los votos valen más que las balas.
La corrupción, la desigualdad y la inseguridad han socavado la capacidad de las instituciones políticas brasileñas de convencer a muchos ciudadanos de que vale la pena defender la democracia, abriendo paso así a una pesadilla del pasado.
Los votantes deberán decidir el 7 de octubre entre un sistema democrático, aunque disfuncional, o una desviación autoritaria que coquetea abiertamente con la violencia, la tortura y la censura.
Una democracia que se hunde
La mayoría de los brasileños no está satisfecha con la democracia que tiene – y es fácil entender por qué.
Una recesión económica en 2014, desencadenada por la irresponsabilidad fiscal y una política económica equivocada, dejó a trece millones de personas sin empleo y redujo un 8,6% el PIB del país en dos años.
Una investigación sobre blanqueo de dinero, conocida como Lava Jato, reveló un intrincado esquema de pagos corporativos ilegales a políticos que socavó la confianza de los ciudadanos en el sistema político.
Además, la destitución de Dilma Rousseff hace dos años avivó gracias a un golpe parlamentario una polarización social que Michel Temer no ha podido, o no ha querido, sofocar.
La lucha judicial contra la corrupción ha demostrado ser efectiva dando alcance a la corrupción y haciendo responsable a la clase política. Han sido imputados políticos de todos los partidos, desde electos locales hasta ex presidentes.
Sin embargo, esta investigación sin duda necesaria está dando al traste también con la fe de los ciudadanos en la democracia, abriendo paso a la actuación de jueces estrella que suelen sobrepasar sus atribuciones y anteponer a la justicia sus motivaciones y simpatías políticas.
La corrupción y la inseguridad, combinadas con altos niveles de desempleo, constituyen un cóctel peligroso - especialmente antes de unas elecciones.
Y en un momento en que la confianza de los ciudadanos en las instituciones políticas alcanza nuevos mínimos, muchos temen que Jair Bolsonaro podría tener la oportunidad de lograr lo impensable: un retorno de los militares al gobierno de un país que se liberó de las cadenas de la dictadura hace apenas treinta años.
Sombría nostalgia
A medida que el recuerdo de la opresión va desvaneciéndose, muchos brasileños creen que la única forma de arreglar el sistema es devolver el poder al ejército.
Por ignorancia o indiferencia ante los crímenes cometidos por la dictadura militar que gobernó el país entre 1964 y 1985, muchos han decidido que es hora de darle «una oportunidad» a Jair Bolsonaro.
El candidato presidencial de la extrema derecha, ex capitán del ejército, es una figura política que polariza Brasil. Es conocido por sus comentarios contra las mujeres y las minorías, así como por ser un defensor de la dictadura militar y la tortura.
Bolsonaro estuvo en servicio activo bajo un régimen que utilizó la represión sistemática para mantener el «orden público» y que fue responsable del asesinato documentado de ciento noventa y un brasileños y de la «desaparición» de otros doscientos cuarenta y tres.
A pesar de ello, él sigue anhelando aquellos tiempos que muchos brasileños preferirían olvidar y se niega a que se llame dictadura al régimen militar de Brasil.
En el año 1993, pidió el cierre del Congreso afirmando que Brasil «nunca resolvería sus problemas nacionales con esta democracia irresponsable».
Más tarde, en 1999, hizo un llamamiento a una guerra civil para, según él, eliminar a treinta mil personas - entre ellas a Fernando Henrique Cardoso, en aquel momento presidente del país.
Admirador confeso de Augusto Pinochet, Bolsonaro pretende aumentar el papel de los militares en el gobierno y reformar radicalmente el Tribunal Supremo, eliminando controles y contrapesos.
Tras casi treinta años en el Congreso, representa actualmente al Partido Social Liberal, pequeño partido que cuenta con solo ocho de los quinientos trece escaños de la cámara baja.
Sin embargo, su campaña se centra principalmente en él como figura política que cuenta en su haber con 8.5 millones de seguidores en las redes sociales, a los que motiva con sus arrebatos contra el aborto legal, la liberalización de las drogas y el control de armas.
Su base de apoyo incluye una parte de la clase media educada y los habitantes de ciudades pequeñas y medianas, especialmente en el sur y el oeste del país.
Su discurso de orden y contra el crimen ha convencido a muchos de que él es el hombre adecuado para el cargo.
Según algunos restudios recientes, donde mejor le está yendo es en los estados en los que la corrupción es la principal preocupación de los votantes: muchos brasileños perciben a Bolsonaro como el mesías anticorrupción que ha venido a liberar a Brasil del Partido de los Trabajadores.
Un resultado impredecible
En 2016, pocos imaginaban que Jair Bolsonaro podía convertirse en un serio contendiente a la presidencia.
La peor recesión de la historia del país, la destitución de Dilma Rousseff y la falta de confianza en las instituciones ayudan a explicar por qué un político de extrema derecha que defiende la intolerancia, el odio, el racismo y el militarismo es hoy el candidato mejor situado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales.
Aún así, la fragmentación del sistema electoral brasileño hace que sea muy difícil predecir lo que sucederá en estas elecciones.
Lula da Silva sigue siendo el político más popular del país. Lideraba todas las encuestas, pero está cumpliendo una condena de doce años por corrupción y el máximo tribunal electoral le ha prohibido presentarse a las próximas elecciones presidenciales, de conformidad con la ley electoral vigente, que se aprobó precisamente durante su presidencia.
El ex presidente decidió presentar recurso de apelación ante el Tribunal Supremo y el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero la mayoría de los expertos cree que se trataba de una estrategia para activar la simpatía de los votantes y que transfieran sus votos a Fernando Haddad, su vicepresidente, que el pasado 11 de setiembre le sustituyó como candidato presidencial.
Haddad, ex alcalde de São Paulo y ex ministro de educación, fue el artífice de la ampliación del sistema educativo del país, de la construcción de nuevas universidades y de abrirles las puertas a estudiantes de distintos orígenes sociales y raciales.
Aunque carece del carisma y la influencia de Lula, representa a la nueva generación de líderes políticos progresistas que Brasil necesita desesperadamente si quiere dejar atrás el pasado y garantizar el progreso cultural, económico y social.
Pero mientras que los seguidores de centro izquierda podrían efectivamente transferir sus votos a Haddad, la mayoría de las encuestas indican que millones de brasileños todavía no han decidido su voto y los expertos advierten de que la transferencia potencial de votos es muy difícil de medir.
Las encuestas muestran a Bolsonaro vencedor con 26% de los votos en la primera vuelta, pero perdedor contra la mayoría de los otros candidatos en la segunda.
Por detrás quedan Fernando Haddad (PT) y Ciro Gomes (PDT), el ex gobernador izquierdista de Ceará, con 13%, Geraldo Alckmin (PSDB), el ex gobernador centrista de São Paulo, con 9%, y Marina Silva (Red de Sustentabilidad), con 8%.
La democracia muere en la oscuridad
Lo que está en juego en Brasil es nada más ni nada menos que su futuro. Su futuro depende de la responsabilidad de sus ciudadanos y su compromiso con los valores democráticos.
En los últimos años, la mayoría de los políticos han fallado al país y se han movido por intereses particulares.
Otros, que habían llegado a creerse semidioses, han sido derribados de sus pedestales. Pero la democracia debe prevalecer si el país quiere evitar que las generaciones futuras crezcan en la oscuridad y repitan los errores del pasado.
La puñalada que sufrió Bolsonaro la semana pasada fue, en este sentido, un ataque contra la democracia – un ataque que viene a poner de relieve que se ha reintroducido la violencia en la vida política brasileña.
A la mayoría de los candidatos les resulta hoy difícil aceptar la legitimidad de sus oponentes y el conflicto entre izquierda y derecha alcanza niveles peligrosos.
En marzo, Marielle Franco, concejala negra defensora de los derechos humanos, fue asesinada en Río de Janeiro. Unos días más tarde, el autobús de campaña de Lula da Silva recibió varios disparos en el sur de Brasil.
Hoy, separar la racionalidad de la emoción se está volviendo casi imposible en Brasil, y esto es peligroso. Al «mártir» en la cárcel hay que añadir ahora otro «mártir» en el hospital que no va a desperdiciar la oportunidad de sacar provecho de la situación.
Así, en unos momentos en que la vida cotidiana se impregna de emociones y nostalgia, odio y miedo, y la razón es cada vez más incapaz de moderar el debate político, pocos expertos se aventuran a predecir el resultado de las elecciones.
Sin embargo, el incendio cuyas llamas envolvieron el Museo Nacional de Río de Janeiro, el mayor museo de historia natural de América Latina, debería servir para recordar al país su pasado - a veces brillante, a veces oscuro.
Recordar que Bolsonaro representa esto último debería ser suficiente para que la mayoría de los brasileños hagan lo correcto y voten en contra.
Este artículo es producto de la alianza entre Nueva Sociedad y DemocraciaAbierta.