Tema central
NUSO Nº 292 / Marzo - Abril 2021

Bolivia: el imaginario racial «blanco» bajo el gobierno de los «indios»

Si bien suele ponerse el foco en las identidades indígenas, resulta productivo pensar cómo se ha construido en Bolivia la «identidad no étnica» de los «blancos», que da cuenta de las visiones de la elite heredera del poder colonial. Así se evidencia también cómo ha operado esta identidad durante el ciclo político liderado por Evo Morales y los movimientos sociales de base indígena campesina, federados alrededor del Movimiento al Socialismo (MAS). Los clivajes étnicos son en Bolivia directamente políticos y sirven para pensar un destino compartido.

Bolivia: el imaginario  racial «blanco» bajo el  gobierno de los «indios»

En mayo de 2020, durante el gobierno interino de Jeanine Áñez, el ministro de Minería Fernando Vásquez dijo en una entrevista que no cumplía las especificaciones de identidad mínimas para ser militante del Movimiento al Socialismo (mas), pues tenía «los ojos verdes y la tez blanca»1. El arrebatado comentario resultó de una pregunta periodística que le endosaba un pasado masista. Y es que el pasajero gobierno de Áñez pretendía diferenciarse del partido de Evo Morales incluso, o sobre todo, desde el imaginario racial. Paradójicamente, el despropósito de las declaraciones del ministro le valió más críticas por «creerse blanco» –cuando en teoría no lo era– que por ser «políticamente incorrecto». Y es que en Bolivia la personificación del q’ara (blanco o blanco-mestizo) es todavía certificada con mayor escrúpulo que la del t’ara (indio o indio mestizo), pues ser «blanco» involucra ventajas en el usufructo del ingreso, la educación, la salud, los servicios básicos e incluso, la «facha». Es cierto que sus prerrogativas en el campo político han menguado radicalmente desde la llegada del movimiento indígena al gobierno. Sin embargo, descontando este dominio, ser «blanco» sigue siendo, en cierto modo, un certificado de éxito que incluso funciona cuando la realidad contradice el prejuicio2. Ciertamente, es obvio que el color de piel no es el factor causal de la segregación y discriminación bolivianos, y que la polarización étnico-racial es el resultado de la calidad poscolonial de la sociedad y de la incapacidad de la gestión pública de resolver los problemas de diferenciación.

El caso del ministro racista retrata la paradoja de que la «raza» del blanco deba ser sujeta a verificación por las ventajas que produce en quien se personifica como tal, y que el imaginario racial sea en Bolivia un alegato de estatus que estaciona a quienes pretenden descollar en el escalafón social. Es decir, es un mecanismo de control social para administrar o, eventualmente, mitigar el poder. Esta paradoja fue representada por la activista feminista María Galindo en un perfil desenfadado de la ex-presidenta Áñez que prácticamente denunciaba que ella, como muchos mestizos en busca del ascenso social, había aprendido de niña «a odiar el color de su piel y sus cabellos». La evidencia para aquella puntualización residía en que la mandataria tenía el cabello teñido de rubio: «Su rubificación no puede ocultar los pómulos y los ojos rasgados, de un origen que la ha colocado en la historia como enemiga de sí misma. Su odio a lo indio es de todos los odios el más doloroso, porque es un odio contra sí misma»3.

Así, para escalar en un país poscolonial donde la diferencia étnica es marcada, el peldaño más recursivo del «blanqueamiento» femenino sería, en palabras de Galindo, la «rubificación». En igual sentido, los varones poscoloniales indígenas y mestizos ascienden de la mano de la selección de parentesco mediante la búsqueda de relaciones interétnicas. Casi con la misma racionalidad de la presidenta, que impugnaría sus cataduras raciales por teñirse el cabello, los opositores a Evo Morales le adjudicaron la negación de «su gente» cuando se hizo pública su relación con Gabriela Zapata, una joven también «rubificada». Los críticos tildaban de embustero al indígena más prominente del país por tener de pareja a una «rubia» y criticaban, con el mismo impulso, a la joven por «teñida», en un esfuerzo paralelo por, precisamente, invalidar su blancura. Anne McClintock diría que, en el fondo, el cabello teñido de las mujeres de Bolivia alimenta el fetichismo poscolonial de ellas como objeto de sujeción y que, más allá de representar una elección personal, es la evidencia de un mecanismo de control tendiente a la regulación de lo indígena4.

Está claro que en Bolivia ser blanco es una manifestación de superioridad y que creerse tal cosa lleva a una fiscalización pública, pues una forma de menospreciar al poderoso es singularizarlo de «indio». Ahora bien, aunque el «blanco» parezca representar una serie de atributos físicos (tonalidad de la piel, fenotipo, etc.), «actuar» como tal no es tanto un asunto de tinte cuanto de maneras, idioma, lugar de residencia y posición económica. Sin embargo, para Richard Dyer, las distinciones precisas asociadas a «ser percibido» como «blanco» exaltan dos características que pueden ser autenticadas: «el pelo rubio y los ojos azules»5; atributos que el ministro decía tener y que les eran negados tanto a la presidenta como a la ex-novia de Morales. David Lockwood diría, conclusivamente, que el imaginario racial es una dimensión creativa y simbólica que ordena el mundo especificando tanto privilegios y atributos, como obligaciones y defectos6. Es, como hemos visto en los ejemplos citados, un recurso disciplinario que sitúa a los grupos «en el lugar donde deberían estar». 

Ahora bien, la llegada del mas al poder ha dislocado el imaginario racial del blanco, pues es como si una de esas prerrogativas (aquella que produce más potestad) le hubiese sido arrebatada. Ciertamente, hasta antes de Morales el dominio de los «no indígenas» en Bolivia se producía en casi cada aspecto de la vida social. Si embargo, el ejercicio de la Presidencia del Estado y la prominencia de lo étnico, que incluye la denominación como «plurinacional» del «nuevo país», hizo que los castellanohablantes7 comenzaran a imaginarse también en términos raciales. Antes del Estado plurinacional, los «no indígenas» se veían a sí mismos, tal como los «blancos» en la generalidad de las sociedades occidentales, como «gente común». Concebirse de otra forma habría revertido la concepción liberal de que todos somos iguales y conducido a una profunda inversión del mito de la igualdad8.

Aunque ciertamente el color de la piel tiene más una afinidad electiva que una relación causal con la situación socioeconómica, y el imaginario racial funciona en muchos casos por encima de la realidad, Bolivia se lee de manera simplificada como un país de «blancos» potentados, descendientes de españoles, e indígenas originarios, pobres y explotados. Obviamente, tanto el imaginario como los hechos (la distribución de la riqueza en términos étnicos y raciales) son más bien producto de las secuelas de la ocupación española, pues las políticas de sujeción de los habitantes originarios (la servidumbre y la esclavitud) incidieron en una distribución del ingreso que hoy está estructurada de manera diferenciada. Así, la mayoría de los indígenas en Bolivia viven bajo la línea de la pobreza. El peso de este hecho establece de manera dual dos percepciones sobre los «blancos»: una es impuesta por los «otros», es una personificación (una encarnación) nacida de la exaltación de la diferencia que precisamente los impugna como «abusivos» y responsables de deudas históricas para con los originarios. La otra es una autoafirmación, un parecer propio que los ocupa con sentimientos de superioridad, pero también de culpa. Estas reducciones estaban claramente compartidas por los procesos recíprocos de autoafirmación y personificación, hasta que la toma del poder político por el mas y los movimientos sociales que federa transformaron la tensión en una competencia por la prevalencia en el poder.

Así, existen dos dimensiones del imaginario racial de los «blancos» en Bolivia: la personificación hecha por los «otros» y derivada de la categorización social, y la representación propia producida por las aspiraciones de la autoafirmación. Metodológicamente hablando: (a) la «personificación» es un proceso extensional, pues es la certificación de la otredad en función de las aspiraciones propias de «ser». Es una categorización potencialmente excluyente (racial), que parte de una lectura prejuiciada de los «otros», de su superficie. Pero también es una encarnación, una internalización y aceptación de que «uno es», en parte, lo que los otros «permiten que sea». Es por esto que es tan física, porque lo que los «otros» saben de uno es, apenas, lo que pueden ver o escuchar en una dimensión ligera. (b) Por el contrario, la «autoafirmación» es una conducta activa necesariamente representativa del carácter «inclusivo» de la identificación, pues el sujeto toma la iniciativa de la construcción de su «identidad». Entonces, externaliza su identidad buscando legitimidad de la otredad. Así, los «otros» aceptan los aspectos más compatibles de las aspiraciones del sujeto. El ascendiente étnico es una identidad autoafirmada, pues se produce de forma intencional a partir de la lectura de la genealogía personal. Es un proceso primordialmente inclusivo, de construcción de parecidos de seguridad que no solo le dan pertenencia al sujeto, sino que le permiten agruparse con otros como él.

Personificación

Como hemos dicho, la personificación es también un proceso de encarnación, de representar lo que los «otros» piensan de uno en dimensiones tanto físicas como sociales9. Ciertamente, los «blancos» de Bolivia se encarnan en los prejuicios de los indígenas tanto como en las narrativas de su posición y función en la sociedad poscolonial. Analizaremos tres representaciones con implicaciones políticas: 

(a) un sentido físico de superioridad estética, (b) un estatus social vinculado a su situación económica y (c) la narrativa respecto a su competencia y sus deudas históricas que politiza su imaginario racial, por los sentidos diferenciados de destino y origen común. (a) En 2018, coordiné una investigación empírica (una encuesta en las ciudades de La Paz y El Alto) sobre imaginarios raciales y su relación con la política para el Centro Boliviano de Estudios Sociales y de Comunicación (CIBESCOM) de la Universidad Católica Boliviana (UCB)10. Este estudio reveló que el hombre y la mujer «blancos» son considerados como apetecibles en la selección de parentesco, tanto por indígenas como por quienes niegan tener ascendiente étnico. Los datos mostraron que 66% de varones y 62% de mujeres aymaras preferían tanto al hombre como a la mujer «no indígenas» como pareja ideal. La selección se basó en una batería fotográfica en la que los entrevistados debían escoger apoyados simplemente en la percepción del atractivo. Claro que esta declaración de superioridad es algo más que un acto de apreciación subjetivo: es un alegato político que simboliza el fetichismo de clase, género y poder racial del «blanco» en la sociedad poscolonial11. Así, el hecho de que las reinas de belleza que representan a Bolivia en los concursos internacionales hayan sido a lo largo de la historia mujeres castellanohablantes, «blanconas» y, en su mayoría, de Santa Cruz u otras regiones del Oriente boliviano es, antes que una anécdota, una cuestión política. 

(b) Por otro lado, el estudio mostró la afinidad electiva que existe en Bolivia entre las identidades étnico-raciales y la clase social. En este contexto, el imaginario racial situó a los «blancos» como «profesionales», «citadinos», «propietarios» y «ricos». Asimismo, en el escenario de los prejuicios condescendientes, 55% los matizó como «emprendedores», «cultos y educados» e «inversionistas en Bolivia». Obviamente, también fueron exaltados en cuantías relevantes (44,7%) con etiquetas desfavorables tales como «abusivos», «aprovechadores» y «explotadores». La suma de tales atributos, benignos y maliciosos, construye la narrativa de los «blancos» como seres indistintamente gentiles o intemperantes, pero poderosos. En este punto, la encuesta del CIBESCOM mostró la simplificación más política de todos los imaginarios, cuando encajó a los castellanohablantes («blancos») en la burguesía más insigne. Así, tenemos que los no indígenas han internalizado su estatus económico en la denominación más política de la clase social: 76% de ellos se considera a sí mismo un «capitalista». Ante tal afirmación, es natural que los «blancos» declaren que la asociación de empresarios es la «institución social que más aporta al país» (63%). Ya en la interpretación de estos datos, y en el análisis de las personificaciones opuestas, podemos decir que los «no indígenas» son imaginados como «poderosos», «autoritarios», «burgueses» y «capitalistas», en oposición a la encarnación de los indígenas que son situados como «explotados», «insurrectos», «proletarios» y «socialistas». Esto hace que la conjunción entre el ascendiente étnico y la condición económica esté ideologizada y, por lo tanto, profundamente politizada.

(c) El estudio de la UCB también mostró que al estar diferenciado el sentido de origen común (unos creen descender de los habitantes originarios de la tierra y los otros de sus conquistadores), y dado que esta partición se correlaciona positivamente con la distribución de las clases sociales (los «blancos» son ricos, los indígenas son pobres), el sentido de pertenencia tiene un carácter también desemejante. Es decir, mientras los indígenas reclaman tener un ascendiente «indígena originario» que les daría ciertas prerrogativas sobre el derecho privilegiado del país (si es que se lo puede decir así), por extrapolación, los «blancos» declaran una pertenencia basada en su competencia histórica, económica y cultural, y entre ambos existe la percepción de que el «otro» es ajeno a su cuna de origen y a sus aspiraciones de destino.

Autoafirmación

En los censos de 2001 y 2012, ante la pregunta que exploraba su pertenencia a una de las 36 naciones o pueblos originarios de Bolivia, 38% y 58% de «castellanohablantes», respectivamente, dijeron no pertenecer a «ninguna etnicidad». La respuesta a esta pregunta tuvo un efecto político en el imaginario racial de los «blancos», pues ellos no encontraban (el Estado no les proveía) una categoría de pertenencia diferencial en la pluralidad del país12. Por cierto, los datos mostraron que si para los indígenas la adscripción étnica es un acto de afirmación de ascendiente común, para los «no indígenas» la «negación» de su condición étnica es la que tiene carácter público. En este punto, no solo me refiero a cómo los castellanohablantes escogieron en las encuestas del Instituto Nacional de Estadística (ine) entre las opciones de ascendiente étnico aquella que no se anexa a grupo alguno, sino a las implicaciones políticas derivadas de semejante elección; al hecho de que la gestión pública, en aras de edificar la pertenencia de los sectores populares indígenas excluidos, haya construido la narrativa de que los blancos son los «ningunos» de Bolivia.

¿Será que la falta de identidad social de los castellanohablantes, por debajo de la nacionalidad boliviana, ha generado una sensación de exclusión en su imaginario racial? ¿La movilización inusual y vigorosa de las clases medias en el referéndum del 21 de febrero de 2016 contra la posibilidad de reelección, o en la caída de Evo en noviembre de 2019, tiene que ver con la politización de este imaginario? ¿Cuánto de este constructo ha robustecido las tendencias racistas de grupos tales como la Resistencia Cochala o el movimiento regionalista religioso liderado por Fernando Camacho en Santa Cruz? Permítanme aportar algunas respuestas.

En los últimos años de Morales en la Presidencia del país, las preferencias mayoritarias de quienes negaban tener ascendiente étnico (los «ningunos») referidas a la representatividad estatal y a la oferta electoral aparecen como opuestas a las preferencias de los «indígenas», que se sentían representados por la calidad plurinacional del Estado y mostraban su apoyo al mas. La encuesta del cibescom indagó sobre este asunto13. Entre las preguntas, se les pedía a los paceños que señalaran la forma de organización del Estado que preferían, poniendo como alternativas la «república» y el «Estado plurinacional». 67% de quienes dijeron haber votado por Morales en 2014 (90% de ellos, aymaras) dijeron preferir el Estado plurinacional. Contrariamente, 76% de quienes habían votado en oposición (85% decía no tener ascendiente étnico) escogieron la república. Este dato es notable, pues ese término había desaparecido de la nominación del Estado nueve años atrás. Si a estos datos le agregamos la proposición (ya empírica) de que existe una correlación positiva entre la carencia de identidad étnica y el voto opositor al mas en la que 8,3 de cada 10 «no indígenas» votaron por las alternativas opuestas en las elecciones generales de 2005 y 200914, entenderemos la dimensión profunda de los imaginarios raciales en la política boliviana.

Asimismo, estos datos nos permiten deducir que las comunidades sociales de la Bolivia contemporánea no solo están diferenciadas por su ascendiente y sentido de origen común –por su percepción intersubjetiva de ser originarios o extranjeros–, sino también por su cultura política y sentido de destino común. Así, los bolivianos parecen estar parcelados entre «indígenas» plurinacionalistas y «no indígenas» republicanos, que más allá de sentirse primordialmente bolivianos, no avizoran un destino común a través de la política. Uno de los efectos prácticos de que las comunidades sociales en Bolivia tengan un sentido de origen y destino común diferenciados son las tensiones axiomáticas en la categorización del «otro». Así, se personifica de manera diferencial a los bolivianos situando racialmente a quien no es afín étnicamente. Estas afinidades producen un sentido de pertenencia (origen común) cuando se establece, por ejemplo, cohesión con quienes comparten el mismo ascendiente: el apellido, el idioma materno, las prácticas culturales y el color de la piel. Asimismo, estas afinidades se refuerzan cuando aquel sentido de pertenencia tiene un propósito también compartido por el grupo (destino común). 

El estudio del cibescom ya citado profundizó el análisis sobre los sustratos de este proceso de diferenciación étnica (entre origen y destino común) para explorar las relaciones de estas aspiraciones con el imaginario racial. La idea era analizar la relación entre ascendiente étnico (que es la referencia más simple de sentido de origen común) con las personificaciones más básicas de la racialidad. Así, la boleta de preguntas solicitó a los encuestados ordenarse según las adscripciones de la personificación racial más comunes: indígenas, mestizos o blancos. Los resultados fueron por demás interesantes: 71% de quienes negaban tener identidad étnica se declaró mestizo y solo 23% se vio a sí mismo como «blanco». En el lado de los paceños aymaras, la tendencia mayoritaria fue la adscripción indígena: 53% se definió así, dejando a los mestizos en el orden de 44%. Cabe preguntarse: ¿por qué los blancos tienen más pudor de reconocerse como tales, mientras los indígenas lo hacen con menos tapujos? Al respecto, Dyer afirma que en el contexto de las sociedades poscoloniales existe una construcción fetichista del «otro racializado» que pesaría más sobre los originarios que sobre los descendientes de los europeos15. Pues bien, en los procesos de personificación de los q’aras en Bolivia se produce una conjunción entre recato y vergüenza sobre quienes tienen ascendiente ibérico producto, precisamente, de los procesos de diferenciación poscoloniales. Me explico a continuación. 

(a) Los descendientes de los colonizadores monopolizaron el discurso de «autoridad» y «poder», resultante de la ocupación europea que los separa de aquellos que han sido históricamente degradados por los procesos de esclavitud, servidumbre y ponguaje16. Por lo tanto, «no han sido segregados, y eventualmente marcados en el discurso y el lenguaje», merced a sus cataduras raciales. Así, los «blancos» (q’aras) aparentan no estar racializados. Hommi Bhabha afirma que este sentido de autoridad ha sido construido a partir de una «compleja estrategia de reforma, regulación y disciplina» que se apropia del «otro» mientras visualiza su propio poder17. A este sentido de autoridad –presente en el discurso poscolonial– lo llama «mimetismo» y lo define como la representación de la diferencia a partir de la negación del «otro». Negar al «otro» es, entonces, la acción constitutiva de autoafirmarse «uno». Ahora bien, el discurso libertario de 1825 (fundacional de la República) ha hecho que el dominio colonial sea visto como un cercenamiento de las libertades individuales, particularmente de los indígenas. Ciertamente, ha sido construido sobre el sentimiento de culpa del sujeto dominante en una transacción paradójica. La ocupación ibérica había conculcado, por un lado, los derechos y libertades generales de los indígenas, racializados y sujetos a la discriminación y, por el otro, los derechos a la representación política de los españoles nacidos en América (los criollos), también conculcados por cuestiones de linaje. En el momento fundacional de Bolivia, los indígenas y criollos entraron en una colusión de intereses compartidos que, sin disminuir las categorizaciones inferiorizantes de los «blancos» respecto a los «indios», logró la fundación del país, pues ambos querían desprenderse del mismo yugo. Así, en el momento de la génesis nacional, esta alianza se construyó sobre los preceptos paternales del poder colonial y sobre los sentimientos de culpa del ejercicio de tal autoridad. 

(b) Ciertamente, ser descendiente de españoles conlleva una carga histórica de culpa por la opresión indígena, la vergüenza de la genealogía sefardí y la carencia de linaje resultante del criollaje. Sin embargo, aun cuando el «blanco» se niegue a llamarse de ese modo, actúa en el intercambio y la racionalidad social como tal, representando la condición dominante. Pero ya que ser «blanco» es también un acto de certificación de ascendiente europeo, que conlleva suspicacias opresivas, el q’ara prefiere el confort de no adscribirse a ningún grupo étnico y escoger el mimetismo de la adscripción racial más neutra: el mestizaje. Esto se produce principalmente porque el dominante tiende a ser más autentificado que el dominado, precisamente por sus prerrogativas de poder. Es decir, ya que el poder deviene de su genealogía, para ejercerlo debe autentificarlo. Otro ejemplo interesante al respecto, además de los citados al principio de este artículo, es que antropólogos, periodistas, cronistas y políticos pusieron en duda la ascendencia indígena de Evo Morales, citando su apellido español y el hecho de que no hablara aymara, o que lo hiciera solo desde que fue encumbrado como presidente de Bolivia (no así cuando era dirigente sindical). Al respecto, Bhabha afirma que este «mimetismo» también «coarta la función estratégica del poder poscolonial», en la medida en que se transforma en una amenaza a ambos: «conocimientos normalizados y poderes disciplinares»18. Entonces, siendo que los «blancos» están vigilados y autenticados por sus prerrogativas de poder, llamarse uno mismo «descendiente directo de los españoles» lleva la responsabilidad de demostrar una condición frente a la cual la sociedad exigiría evidencia y presentaría suspicacia.

A modo de cierre

La colusión entre el imaginario racial y la clase social muestra a los bolivianos diferenciados (segregados) y jerarquizados (discriminados) a partir de las percepciones sobre la calidad de su economía (formal o informal), el carácter de su trabajo (empleado o empleador) y la función de su oficio (proveedor o consumidor). Precisamente, está claro que los aspectos más internalizados de la racialidad, de los «blancos» (y de los indígenas) tienen que ver con su estratificación de clase y los procesos de diferenciación resultantes de esta. Ciertamente, los «no indígenas» se han apropiado de su condición «mesocrática» y los indígenas, de la suya «popular». A partir del hecho de que los unos estarían aburguesados mientras los otros están proletarizados, la politización de la identidad hace que los indígenas prefieran un gobierno del mas y los «blancos», absolutamente cualquier alternativa a él. Incluso cuando la identidad es variable y volátil, el citado estudio de la ucb muestra con claridad que las aspiraciones de origen y destino común aparecen claramente opuestas en cada uno de los segmentos racializados. Entonces, etiquetar a los «blancos» como «ricos y empoderados» y a los indígenas como «pobres rebeldes» es internalizado como consecuencia de la preocupación de que el «otro» es una amenaza práctica al bienestar propio. Allí, la autoafirmación y la personificación se combinan fijando relaciones específicas de refuerzo en los unos y de resistencia en los otros, las cuales producen la politización del imaginario racial de Bolivia. Estas correlaciones muestran a los no indígenas como poderosos, autoritarios y conservadores capitalistas y a los indígenas como pobres, explotados e insurrectos socialistas. 

Dyer diría que el proceso imperial (español en este caso) expresa, en la representación contemporánea de Bolivia, «las identidades de los blancos de forma notable». Su imaginario racial está, por fuerza de la historia y la estructuración de la diferencia de clase, copiado de «los roles y funciones» de los españoles coloniales19. Así que las cualidades del personaje que las convoca y las practica, que representa su rol de «blanco», son el espíritu de la extensión contemporánea del colonialismo. Sin embargo, es un error pensar que la conciliación de la nación boliviana viene de la mano de la extirpación de los no indígenas del poder político. En este sentido, la descolonización del gobierno indígena, diseñada para combatir la anomalía, ha sido ejercitada desde el prisma electoral (desde la reproducción del poder político partidario) y ha derivado en un mecanismo de estigmatización y agravio, antes que de resolución y consenso. Claramente, a las conjunciones preexistentes de la relación entre imaginario racial, que han asociado al castellanohablante con la representación política antónima a la plurinacionalidad, se les han adherido relatos de exclusión social del «blanco» en aras de la preservación de la calidad multiétnica de Bolivia.

Gran parte de los no indígenas se sienten excluidos del Estado plurinacional, por eso lo rechazan en la socialización política, porque este no les ha dado una representación política calificada constitucionalmente. Es más, los ha transformado en sujetos potencialmente nocivos y forasteros en el contexto de la plurinacionalidad. Esto tiene efectos prácticos en el sentido de pertenencia nacional de los «blancos», ya que su apropiación de la nacionalidad boliviana venía de la práctica, tanto literal como figurativa, del acaparamiento histórico. En este contexto, su sentimiento de culpa poscolonial se ha volcado en una conciencia de dislocamiento de su rol central en la historia de Bolivia. Es decir que en la disyuntiva de ser un extraviado o un antisocial, parte de ellos se han vuelto una suerte de «revolucionarios» (o contrarrevolucionarios, según se los mire). ¿Será por eso que fue posible que las clases acomodadas parecieran haberse puesto a la vanguardia y asumido métodos de la protesta social?

  • 1.

    «Ministro de Minería dice que por sus ‘ojos verdes’ no cumple ‘requisito’ para ser masista» en Página/7, 29/5/2020.

  • 2.

    Por ejemplo, un comerciante de la calle Uyustus puede tener más dinero que varios «jailones» de la zona de Achumani; pero como luce como «indio» será tratado con prejuicio.

  • 3.

    «Jeanine, por María Galindo» en Lavaca, 19/12/2019.

  • 4.

    A. McClintock: Imperial Leather: Race, Gender and Sexuality in the Colonial Context, Routledge, Nueva York, 1995, p. 193.

  • 5.

    R. Dyer: White: Essays on Race and Culture, Routledge, Nueva York, 2017, pp. 43-44.

  • 6.

    Cit. en Nicos Mozelius: «David Lockwood» en Rob Stones: Key Sociological Thinkers, Palgrave, Londres, 2008, pp. 197-198.

  • 7.

    El término utilizado para categorizar a los descendientes de los españoles que no abrazan una etnicidad precolombina parte de su lengua materna (tal como los aymaras, quechuas, etc.). El término «españoles» obviamente los singularizaría de forma incorrecta.

  • 8.

    bell hooks, cit. en R. Dyer: ob. cit., p. 2.

  • 9.

    R. Dyer: ob. cit., p. 14.

  • 10.

    R. Loayza Bueno (coord.): «Los rostros, los lastres y la razón del racismo habitual» en Las caras y taras del racismo. Segregación y discriminación en Bolivia, CIBESCOM, UCB «San Pablo» / Plural, La Paz, 2018.

  • 11.

    A. McClintock: ob. cit., p. 78.

  • 12.

    En este punto, es importante hacer una aclaración. Muchos han criticado las boletas de los censos de 2001 y 2012, atacando puntualmente la metodología para indagar la identidad en ambos procesos. Estas críticas señalan como error el hecho de que ninguno de los dos cuestionarios tuviera entre las opciones de respuesta la categoría «mestiza». Estos argumentos están afincados en el supuesto de que los procesos de mestizaje habrían diluido los sentimientos autoafirmativos en Bolivia. Por lo tanto, 62% de bolivianos que dijo pertenecer a las comunidades étnicas (2001) o 42% que declaró ser «indígena originario campesino» (2012) serían resultado de una distorsión ocasionada por la falta de la alternativa de una pertenencia híbrida. Sin embargo, estos análisis pasan por alto el hecho de que la categoría en cuestión (mestiza) tiene dos características: (a) es un concepto de personificación racial (tal como lo indígena y lo blanco) y no de autoafirmación étnica, pues su expresividad describe simplemente el color de piel, el lenguaje y la vestimenta. Como hemos dicho, tenemos que distinguir entre autoafirmación étnica y personificación racial. Al respecto, el censo de 2001 incorporó entre sus preguntas la cuestión de si los bolivianos se identificaban con un origen aymara, quechua, guaraní u otro, pregunta que claramente buscaba establecer la genealogía de los entrevistados y no tanto su personificación racial; (b) desde mi punto de vista, el censo de 2012 reemplazó la pregunta de autoafirmación étnica por una consulta confusa que mezcló autoafirmación, personificación y clase social en una búsqueda que pudo haber generado varias respuestas diferentes en los mismos encuestados, pero limitó al examinado a responder con un sí o un no: «¿Pertenece a alguna nación o pueblo indígena originario campesino o afroboliviano?».

  • 13.

    R. Loayza Bueno: «Los rostros, los lastres y la razón del racismo habitual», cit.

  • 14.

    R. Loayza Bueno: Eje del mas: ideología, representación y mediación en Evo Morales Ayma, Konrad-Adenauer-Stiftung, La Paz, 2011.

  • 15.

    R. Dyer: ob. cit., p. 45.

  • 16.

    Trabajo doméstico no remunerado en las haciendas.

  • 17.

    H. Bhabha: The Location of Culture, Routledge, Londres, 2004, p. 122.

  • 18.

    Ibíd.

  • 19.

    R. Dyer: ob. cit., p. 45.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 292, Marzo - Abril 2021, ISSN: 0251-3552


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