Tema central
NUSO Nº 208 / Marzo - Abril 2007

Apuntes sobre la colonialidad de la justicia en un continente en desconstrucción

Las pocas informaciones disponibles confirman la selectividad de los sistemas penales y penitenciarios latinoamericanos, que castigan y discriminan a la población no blanca. El «color» de las cárceles es el de la raza, no en el sentido de la pertenencia a un grupo étnico en particular, sino como marca de una historia de dominación colonial que continúa hasta nuestros días. El artículo sostiene que, si las naciones latinoamericanas mantienen en su interior la estructura colonial –y su correlato, el orden racial–, no podrán construir un Estado plenamente democrático ni un discurso jurídico-penal que no sea utópico e irrealizable.

Apuntes sobre la colonialidad de la justicia en un continente en desconstrucción

Es de las palabras de un médico que retiro la viñeta de este texto. James Gilligan abre las páginas del libro en que reunió 25 años de reflexión como psiquiatra forense de una cárcel estadounidense con la imagen de tres personajes que forman parte de la galería ancestral del autor: un hombre, una mujer y una niña, abriéndose camino lentamente por una inmensa y continua llanura entre Nebraska y Dakota, conocida, «por alguna buena razón», como Badlands (Tierramala). El hombre es un cazador de pieles del Canadá francés; la mujer, una india de una de las tribus con las que comerciaba; y la niña, la hija de catorce años que tenían y que desde entonces sería llamada no por su nombre sino simplemente Halfbreed (La Mestiza). Es la escena inaugural de una historia trágica y violenta, tal como el autor «la vio con los ojos de su imaginación, cuando de chico oyó sin querer a los adultos conversando después de la cena, frente al hogar, sobre eventos que consideraban inadecuados para que los niños escuchen», aunque pertenecieran a un pasado ya remoto. Hijo de varias generaciones en ese lugar y dedicado a intentar comprender una violencia que considera una «epidemia nacional», Gilligan comienza por reconocerse parte de esa historia:

Mi padre estaba atrapado en un ciclo de generaciones de violencia que afloraba en nuestra familia de la misma forma en que, de hecho, se había manifestado en la propia tierra en la cual habitábamos, una tierra comprada con la sangre de los nativos que habíamos desplazado. La violencia en mi familia era solo una versión reducida de la violencia que había sido inscripta a lo largo y a lo ancho en el paisaje de la historia americana. Es por eso que pienso que el microcosmos de cualquier violencia familiar solo puede ser enteramente entendido cuando es visto como parte del macrocosmos, de la cultura e historia de violencia (…) Ninguna familia americana puede desentenderse de los dilemas morales y trágicos que corren, como un hilo de agua manchado de sangre, atravesando toda la trama de nuestra herencia histórica (…) (Gilligan, pp. 1-2, traducción de la autora.)

En el horizonte de nuestra conciencia, de la conciencia de todos los que habitamos el paisaje americano, del sur y del norte, se encuentra la marca, el vestigio y la herencia de esa matanza y esa rapiña inaugural, así como la de la esclavización del negro en este mismo ambiente. Pretendo hacer notar, en este texto, de forma modesta y más que nada programática, que la criminología crítica en nuestro continente, como ya había anticipado Eugenio Raúl Zaffaroni en su libro En busca de las penas perdidas, no puede ser formulada sino dentro de un concepto de poscolonialidad que tome en cuenta ese paisaje fundacional al que todos ingresamos al asentarnos en el Nuevo Mundo, cualesquiera sean los barcos que nos trajeron hasta aquí.

(In)justicia e historia

Inscribo este argumento en la obra, todavía pequeña, de aquellos pensadores que entienden las páginas del terror de Estado en el continente como una historia única, antigua y continua, en la que el encarcelamiento selectivo, la tortura en la prisión y las ejecuciones policiales de la actualidad, así como las dictaduras del pasado reciente, forman parte de la secuencia iniciada por el exterminio y la expropiación fundadores de la colonialidad continental.

Dentro también de esta concepción de la historia como trama continua, considero la tortura carcelaria, la violencia policial y la parcialidad de la justicia de hoy como formas no menos típicas del terror de Estado que las ejercidas por los gobiernos autoritarios de las décadas anteriores. Ambas forman parte de la secuencia que comenzó con los genocidios perpetrados por los agentes de las metrópolis coloniales y de los Estados nacionales. Sin embargo, esta unidad es poco visible para el sentido común en general y ha sido escasamente relevada por los medios de comunicación.

Esto es así porque, como se sabe, mientras las dictaduras se focalizaron sobre todo en sectores de las elites –que querían, precisamente, hablar en nombre de los despojados–, los métodos de los agentes estatales de seguridad se dirigen hoy contra aquellos que ostentan las marcas de la derrota en el proceso fundante de la conquista de África y de América, esto es, aquellos racializados por la dominación colonial. Esa continuidad entre la reducción a la servidumbre y a la esclavitud del pasado y las cárceles del presente –continuidad que los insurrectos setentistas no consiguieron fracturar– hace posible la percepción naturalizada del sufrimiento y la muerte de los no blancos, algo que se presenta casi como una costumbre en las sociedades del Nuevo Mundo.

El Estado que ejerce hoy el terror entre los desposeídos es heredero jurídico y patrimonial de los Estados metropolitanos que instauraron la colonia mediante la conquista y sentaron las bases para que sus sucesores, los Estados nacionales controlados por elites criollas blancas o blanqueadas, continuaran garantizando el proceso de expropiación de las posesiones y del trabajo de los pueblos no blancos. Todos los movimientos contrahegemónicos más importantes y convincentes del presente apuntan sin duda en esa dirección: desenmascarar la persistencia de la colonia y enfrentarse al significado político de la raza como principio capaz de desestabilizar la estructura profunda de la colonialidad. Percibir la raza del continente, nombrarla, es una estrategia de lucha esencial en el camino de la descolonización. Es por eso que hablar de raza, en nuestro continente y dentro de esa perspectiva crítica, resulta tan difícil. No me refiero a la idea de raza que domina el mecanicismo clasificatorio norteamericano, sino a la raza como marca de pueblos despojados y ahora en reemergencia; es decir, raza como instrumento de ruptura de un mestizaje políticamente anodino en vías de desconstrucción, como indicio de la persistencia y la memoria de un pasado que podrá guiarnos también a la recuperación de viejos saberes, de soluciones olvidadas, en un mundo en que ni la economía ni la justicia son ya viables. Esa raza, que es precisamente la que habita las prisiones del continente, debe ser nombrada, denominada, en las estadísticas y en los relatos testimoniales sobre el encarcelamiento. Es de ella que tomarán forma y consistencia los pueblos ocultos por siglos en el Nuevo Mundo, que casi perdieron los hilos de la trama de su historia. Sin aceptar que son los desheredados del proceso colonial, con su marca legible, quienes habitan, mayoritariamente, en las cárceles de América Latina, no se puede hacer ni criminología crítica ni sociología del castigo.

Debemos reflexionar también sobre por qué es tan difícil hablar de raza, cercarla con un nombre y darnos cuenta de lo que es evidente a simple vista en la población encarcelada del continente. Esta dificultad deriva, en primer lugar, del hecho de que la criminología crítica fue concebida y formulada inicialmente en Europa: aunque allí el fenómeno de la pobreza tiene marca, no era, en el momento de sus formulaciones teóricas iniciales, una marca colonial. El segundo problema para hablar de raza es que el color de la cárcel habla de una guerra a la que nosotros –los autores, los que ponemos nombres– estamos llegando tarde. Además, intentar enunciar lo que se ve al entrar en una prisión, hacer referencia a la cara del pueblo encarcelado, no es fácil porque toca las sensibilidades de varios actores entronizados: de la izquierda tradicional y académica, ya que implica dar carne y hueso a la matemática de las clases introduciéndole color, cultura, etnicidad y, en suma, diferencia; toca la sensibilidad sociológica, porque los números sobre ese tema son escasos y muy difíciles de precisar con objetividad debido a las complejidades de la clasificación racial; y toca la sensibilidad de los operadores del derecho y de las fuerzas de la ley porque sugiere un racismo estatal. Esto dificulta construir un argumento crítico criminológico desde una perspectiva latinoamericana que sea capaz de colocar de forma convincente en su centro la estructura de la colonialidad y su repercusión en el encarcelamiento.

La selectividad de la justicia

La criminología crítica ha alertado acerca de algunos temas que sientan las bases del presente argumento, como, por ejemplo, cuando enjuicia la visión del crimen como «cualidad ontológica de determinados comportamientos y determinados individuos». Critica, de esa forma, el «estatus asignado a determinados individuos por medio de una doble selección: en primer lugar, la selección de los bienes protegidos penalmente y de los comportamientos ofensivos a estos bienes considerados en las figuras legales; en segundo lugar, la selección de los individuos estigmatizados entre todos los individuos que cometen infracciones a normas penalmente sancionadas». Para Alessandro Baratta, el crimen, en cuanto «bien negativo», «es distribuido desigualmente según la jerarquía de intereses fijada en el sistema socioeconómico, y según la desigualdad social entre los individuos» (2002, p. 167). Se trata de un círculo vicioso entre el estigma originario, que atrae la criminalización, y el estigma incrementado por ésta; una doble estigmatización, moral y jurídica.

Zaffaroni desenmascara la selectividad de la justicia en relación con «los sectores más carentes de la población y sobre algunos disidentes (o ‘diferentes’)» (1991, p. 24). De forma irrefutable, el autor critica el sistema penal y califica el discurso jurídico-penal como utópico e irrealizable (p. 19).

Si todos los hurtos, todos los adulterios, todos los abortos, todas las defraudaciones, todas las falsedades, todos los sobornos, todas las lesiones, todas las amenazas, etc., fueran concretamente criminalizados, prácticamente no habría habitante que no fuera, en repetidas ocasiones, criminalizado. (…) Frente a la absurda suposición –no deseada por nadie– de criminalizar reiteradamente a toda la población, se vuelve obvio que el sistema penal está estructuralmente montado para que la legalidad procesal no opere y, sí, para que ejerza su poder con altísimo grado de arbitrariedad selectiva dirigida, naturalmente, a los sectores vulnerables. (Zaffaroni, pp. 26-27.)

Estamos, por lo tanto, frente a un Estado contraventor en sus propios términos, que no cumple con su obligación de aplicar la ley de forma igual a todos los delitos y a todas las personas (físicas o jurídicas). Además de contraventor, este Estado es también deudor. Su insolvencia es general no solo para encuadrar todos los crímenes sino también, cuando encuadra y condena, para cumplir con las leyes respecto de la alimentación, el cuidado de la salud, la rehabilitación y los límites a la superpoblación carcelaria. Y tampoco es solvente para honrar los compromisos asumidos ante las Naciones Unidas en cuanto a la promoción de los derechos económicos, sociales y culturales de las poblaciones a su cargo. Éste es el momento, entonces, para hacer una breve digresión en el argumento y desbaratar uno de los estereotipos más sólidos que tenemos sobre el sistema punitivo en el Islam, recordando aquí lo señalado por Abdullahi Ahmed An-na’im en su búsqueda por desarrollar un discurso de derechos humanos desde una perspectiva islámica: «La ley coránica requiere que el Estado cumpla su obligación de asegurar la justicia social y económica y garantizar un estándar de vida decente para todos sus ciudadanos antes de hacer cumplir los castigos (a los infractores)» (1992, p. 34). Cuando este principio, tan bien expresado por la ley coránica, no se cumple, el resultado es un Estado impune. Desde esta óptica, tendríamos que revisar el uso del epíteto de «deudor», aplicado normalmente a los infractores, y rehacer las cuentas. Posiblemente se llegue así a otra distribución de los términos deudor-acreedor, usados para separar y calificar al infractor y la sociedad (representada por el Estado y sus instituciones).

Loïc Wacquant, posiblemente el más elocuente de los teóricos de la selectividad de la justicia en los países centrales, ha denunciado la invención estadounidense del encarcelamiento como la «solución» del problema social y su exportación a Europa mediante la transformación del «Estado providencia» en el «Estado penitencia», del «Estado social» en el «Estado penal». En su crítica, Wacquant explica el racial profiling de la policía estadounidense («portación de cara» entre nosotros) y se refiere irónicamente a la política de affirmative action (discriminación positiva) en las cárceles: En probabilidad acumulada a lo largo de una vida, un hombre negro tiene más de una posibilidad sobre cuatro de purgar al menos un año de cárcel y un latino una sobre diez, contra una sobre 23 en el caso de un blanco. (…) En efecto, la profundización rápida y continua de la distancia entre blancos y negros no es el resultado de una divergencia súbita en la propensión de unos y otros a cometer crímenes y delitos. Delata, ante todo, el carácter fundamentalmente discriminatorio de las prácticas policiales y judiciales llevadas adelante en el marco de la política de ‘ley y orden’ de las dos últimas décadas. Como prueba: los negros representan el 13 por ciento de los consumidores de drogas (lo cual corresponde a su peso demográfico), pero un tercio de las personas arrestadas y las tres cuartas partes de las encarceladas por infringir la legislación sobre estupefacientes. (2000, pp. 100-101.)

La importación de las políticas de «ley y orden» por parte de Francia y otros países europeos se ha producido junto a la consolidación de una estructura de colonialidad instalada dentro del continente europeo, y ya no fuera de él. Se trata de una nueva etapa histórica, caracterizada por la incorporación o internación de esa estructura de dominación hacia dentro de las metrópolis. En toda Europa, los extranjeros, los inmigrantes no occidentales calificados de «segunda generación» y las personas de color están masivamente sobrerrepresentados dentro de la población carcelaria (v. Wacquant 2000, pp. 112-114). La llegada de un «salvaje» que ya se encontraba previamente construido en los años de conquista y colonización de territorios distantes reproduce ahora, en el ambiente europeo, lo que se gestara en el ambiente de ultramar, escenario de una estratigrafía de construcción de diferencia como raza a manos de antropólogos, arqueólogos y funcionarios de la administración colonial.

En América Latina, son escasos los datos sobre encarcelamiento de no blancos. Las pocas informaciones disponibles –que coinciden en sugerir su mayor penalización y las peores condiciones de detención– se refieren a indígenas de afiliación étnica identificable o a personas provenientes de territorios negros (como en el caso colombiano). Se trata siempre de datos imprecisos, basados en las impresiones de los observadores, ya que los gobiernos y las instituciones de investigación carecen de información censal al respecto. El tratamiento de este tema por la mayor parte de las entidades y los organismos que estudian la situación carcelaria se ve también perjudicado por una comprensión muy limitada de la noción de «raza». La reflexión sobre esta categoría es todavía muy deficiente en América Latina: se suele hablar de «grupos étnicos» y «raza» indistintamente, confundiendo ambas categorías.

El «color» de las cárceles al que me refiero aquí es la marca en el cuerpo de un pasado familiar indígena o africano, una realidad que permanece sin respuesta estadística pero que ha generado algunas respuestas testimoniales. Mi argumento pretende, también, incitar el debate sobre el tema y poner a disposición algunos elementos que permitan pensarlo mejor. Lo que deseo enfatizar es que puede haber una cárcel habitada en un 90% por presidiarios no blancos sin que ninguno de ellos se considere miembro de una sociedad indígena o forme parte de una entidad política, religiosa o de cultura popular autodeclarada como afroamericana o afrodescendiente. La racialización de las personas encarceladas se encuentra tan naturalizada que las agencias y los organismos públicos no se han percatado de la necesidad de nombrar ese hecho y adjudicarle categorías que permitan su mensurabilidad y su inscripción en el discurso.

En Brasil, el principal estudio al respecto es el de Sérgio Adorno (1995). Su investigación reveló, entre otras evidencias, una diferencia considerable en las detenciones en flagrante entre negros y blancos (58% y 46% respectivamente), lo cual sugiere una vigilancia policial mucho más estrecha sobre los primeros. Del mismo modo, el estudio registró una mayor proporción de reos negros condenados (68,8% contra 59,4% de blancos) y más blancos que negros absueltos (37,5% y 31,2%). Además, demostró que los tribunales acatan diferencialmente las pruebas testimoniales: 48% de los blancos que presentaron pruebas fueron absueltos, mientras que entre los negros la cifra se reduce a 28,2%. Un estudio realizado en Río de Janeiro por Sílvia Ramos y Leonarda Musumeci (2005) demuestra la selectividad de la policía carioca en los abordajes callejeros. La población de Río de Janeiro está compuesta por 58,9% de blancos, 10,1% de negros («pretos») y 31% de mestizos («pardos»). La investigación muestra que los blancos representaron 34% de los detenidos a pie y 47,6% de los indagados en ómnibus, mientras que en el caso de los negros las cifras fueron de 20,9% y 14,7%, y en el caso de los mestizos de 34,2% y 37,7%. El desequilibrio se acentúa si consideramos que, del total de los abordados por la policía, solo 32,6% de los blancos sufrió revista corporal, contra 55% de los negros y 38,8% de los mestizos.

Sin embargo, vuelvo aquí a Loïc Wacquant para introducir una torsión en su argumento. En la perspectiva que yo adopto, no se trataría solo de un «gobierno de la miseria», en el cual la prisión sirve para el mantenimiento del orden racial y para garantizar la segregación, «el apartamiento (segregare) de una categoría indeseable percibida como generadora de una doble amenaza, inseparablemente física y moral, sobre la ciudad» (2000, pp. 103-104). Desde mi punto de vista, se trata de la construcción sistemática de esa «indeseabilidad» y de esa repugnancia «física y moral», que nada tienen de naturales, para profundizar una usurpación que impide la preservación de la vida y de un dominio propio de existencia para las comunidades marcadas. Raza es efecto y no causa, un producto de siglos de modernidad y del trabajo mancomunado de académicos, intelectuales, artistas, filósofos, juristas, legisladores y agentes de la ley, que han clasificado la diferencia como racialidad de los pueblos conquistados.

En otras palabras, la construcción permanente de la raza obedece a la finalidad de la subyugación, la subalternización y la expropiación. Es del orden racial de donde emana el orden carcelario, pero éste lo retroalimenta. Y el orden racial es el orden colonial. Esto quiere decir que el etiquetamiento no ocurre en la ejecución policial ni en el procedimiento de sentenciar. La acción policial y la sentencia refuerzan y reproducen el etiquetamiento preexistente de la raza. La racialización, o lo que defino como formación de un capital racial positivo para el blanco y un capital racial negativo para el no blanco, es lo que permite «guetificar» y encarcelar diferencialmente y desalojar del espacio hegemónico, del territorio usurpado donde habita el grupo que controla los recursos de la Nación y tiene acceso a los sellos y membretes estatales.

En un texto reciente, Wacquant se aproxima a esta conclusión. Al retomar el tema de la cárcel como gueto, deja de ver esta relación como una simple afinidad mecánica y la concibe como una afinidad dinámica de construcción de un mundo escindido y asimétrico:

La esclavitud, el sistema (segregacionista) de Jim Crow y el gueto son instituciones de construcción de la raza [porque] no se limitan a procesar una división etno-racial que de algún modo existiría fuera y de forma independiente a ellas. Por el contrario, cada una de estas instituciones produce (o co-produce) esta división (de nuevo), a partir de demarcaciones y disparidades heredadas del poder grupal, y las inscribe, en cada época, en una constelación característica de formas materiales y simbólicas. (2002, p. 51.)

En este texto, Wacquant finalmente considera esas instituciones como agencias estratégicas en el largo proceso de otrificación y racialización típico de la modernidad, caracterizado por la deshistorización y biologización de la diferencia. Por mi parte, entiendo la esclavitud como una institución que fue en su origen de carácter bélico –resultado de la conquista territorial de jurisdicciones tribales y cuerpos pertenecientes a esas jurisdicciones– y económico –como una forma particular de extracción de riqueza del trabajo–. Sin embargo, con el tiempo la esclavitud se transformó paulatinamente en un código de lectura de esos cuerpos y dejó en ellos su rastro. El apartheid, el gueto y la prisión son instituciones que se inscriben en la estela del orden racial instaurado por la esclavitud. Lo refuerzan, lo profundizan, lo reduplican y hasta lo suplementan, pero no lo fundan, sino que lo expresan y relanzan.

Michel Foucault ilumina teóricamente estas coincidencias entre condena, raza y secuelas de la conquista en el curso Il faut defendre la societé, traducido al español como Genealogía del racismo. «El racismo se desarrolló en primer lugar con la colonización, es decir, con el genocidio colonizador. Pero cuando hay que matar personas, poblaciones, civilizaciones, ¿cómo se lo podrá hacer si se funciona según la modalidad del biopoder? Pues bien, gracias a los temas del evolucionismo, racismo, de por medio» (p. 208). «Desde el momento en que el Estado funciona sobre la base del biopoder, la función homicida del Estado mismo solo puede ser asegurada por el racismo» (p. 207). Anticipando una crítica a las tesis huntingtonianas por venir, Foucault advierte que el racismo moderno nada tiene que ver «con mentalidades, con ideologías, con mentiras del poder» y sí con «la tecnología del poder». El racismo moderno

se aleja cada vez más de la guerra de razas y de esa forma de inteligibilidad histórica que corre por ella, para ponernos dentro de un mecanismo que permita al biopoder ejercerse. El racismo está pues ligado con el funcionamiento de un Estado que está obligado a valerse de la raza, de la eliminación de las razas o de la purificación de la raza para ejercer su poder soberano (p. 209).

El racismo es, para Foucault, lo que en la gestión de la vida por el biopoder introduce la cesura en la continuidad biológica del mundo natural, haciendo posible separar lo que debe vivir de lo que debe morir, lo que se puede dejar morir (p. 206). En el orden discursivo de la biopolítica, raza es el otro de la soberanía, y la otredad emerge, como soporte de la racialización, con el proceso de ocupación de continentes vencidos.

El prejuicio de la raza, en mi argumento, no alude a la discriminación racial como una razón autoexplicativa en el sentido de ser capaz, por sí misma, de dar cuenta de las diversas formas de la guerra, incluida la social, o de la guetificación y el encarcelamiento. La diferencia racial no es causa suficiente para los fenómenos de animadversión del presente o del pasado, sino que es un efecto del interés y de la codicia concentradora.

El concepto de «colonialidad» y el significado de la raza

¿Cómo hablar del color de los encarcelados? ¿Cómo es posible hablar de raza cuando no forman parte de la categoría ni las diferencias biológicas ni necesariamente la pertenencia a determinados grupos étnicos? La raza presente y visible en las cárceles no es la del indio recién salido de su aldea, ni la del negro africano que guarda en su memoria el trauma de la esclavitud. La raza que está en las cárceles es la del no blanco, la de aquellos en los que leemos una posición, una herencia particular, el paso de una historia, una carga de etnicidad muy fragmentada, con un correlato cultural de clase y de estrato social.

La dificultad de esta lectura es enorme. Encuentra mucha resistencia en un continente que ofuscó, con el ideal mestizo, la posibilidad de la memoria y de la queja de los «marcados». El ideal mestizo bajo el cual se formaron los Estados nacionales de América Latina –y que en algunos países, como Brasil, la antropología ayudó a construir– fue el brazo ideológico que secundó la represión que obligó a la multitud desposeída a temer y silenciar memorias que vinculaban sus vidas con una historia profunda anclada en el paisaje latinoamericano. Se perdió así, en el calderón del mestizaje, el rastro del parentesco de los miembros de la multitud no blanca con los pueblos, americanos o africanos, de sus antepasados. Se cortaron los hilos que entretejían las historias familiares y que daban continuidad a una trama ancestral. El «crisol de razas» –cadinho das raças o tripé das raças en portugués– fue la figura que garantizó esa opacidad de la memoria. Pero, infelizmente, la idea de la fundición de razas no cumplió un destino más noble, al que podría haber servido: dotar a las elites blancas y blanqueadas de la lucidez suficiente para entender que, mirado desde afuera, desde la metrópolis, nadie que habita en este continente es blanco.

Negar la racialización de las cárceles sería contradecir la experiencia. Es por eso que necesitamos, para poder tratar este secuestro de la raza, una teoría de la poscolonialidad, de la continuidad de la estructura colonial en el presente. Era inevitable el cruzamiento, más tarde o más temprano, entre la crítica criminológica, con sus importantes análisis de la selectividad de la justicia, y la teoría poscolonial. Tan previsible era este encuentro que resulta difícil comprender cómo no fue consumado antes. Zaffaroni ya lo había profetizado al afirmar que no es el panóptico de Bentham reintepretado por Foucault el modelo del poder disciplinador y configurador en las colonias, sino la definición de Lombroso, con su premisa de «inferioridad biológica tanto de los delincuentes centrales como de la totalidad de las poblaciones colonizadas», además de su analogía entre el criminal y el salvaje (1991, p. 77). Los años de desencuentro demuestran la falta de visión transdisciplinaria de los autores. En mi caso, como anticipé más arriba, voy a atenerme a algunas indicaciones programáticas para promover, en el futuro, un mayor intercambio entre estos campos. El autor fundamental para entender el proceso de «formación de raza» es Aníbal Quijano. Nadie explicó con más claridad que él el fenómeno de la «invención de la raza» como parte de la estructuración del sistema-mundo moderno/colonial. Es en este tipo de argumentos que percibimos mejor la naturaleza relacional de la «raza», un concepto que se resiste a ser fijado en sus contenidos, que no puede ser esencializado y que solo puede comprenderse en una dialéctica muy particular, que podríamos definir como un mecanismo histórico de expurgo, desecho y eyección como contrapartida indispensable para la construcción de la pureza o blancura del dominador. Esto no significa, sin embargo, que la raza no pueda verse. Lo que se ve, sin embargo, es una historia colonial inscripta en la relatividad de los cuerpos.

Para Quijano, «la idea de raza es, con toda seguridad, el más eficaz instrumento de dominación social inventado en los últimos 500 años» ya que «sobre ella se fundó el eurocentramiento del poder mundial capitalista y la consiguiente distribución mundial del trabajo y del intercambio» (2000a, p. 37). Ciertamente, la invención de esta idea coincide con la invención de Europa, una idea inexistente antes de la colonización de América. En ese sentido, raza, modernidad, colonialidad y Europa son una formación única en la historia mundial. Esa invención compleja incluye jerarquía, asimetría y dominación; en otras palabras, habla de derechos desiguales y de lo que denomino «capital racial». El «color», advierte Quijano, entra solo tardíamente en la construcción de raza. De hecho, los ibéricos no se veían como blancos, y el negro de los pueblos africanos no tenía al principio una connotación racial, en el sentido de polarización y ordenamiento cognitivo de pueblos dominados y dominantes, como lo entendemos hoy. El «indio» fue, en este escenario, la primera raza. Su inferioridad estaba determinada por un conjunto de diferencias, pero no por el color. Sólo después, a mediados del siglo XIX, se inició la teorización de esa diferencia. «La colonialidad del poder –sintetiza Quijano– es un concepto que da cuenta de uno de los elementos fundantes del actual patrón de poder, la clasificación social básica y universal de la población del planeta en torno de la idea de ‘raza’» (2000b, p. 1).

Pero la idea de raza no basta. Para dar sentido a la violencia institucional desatada sobre los no blancos necesitamos también otros conceptos que iluminen la naturaleza del Estado-nación independiente. Dentro de la tradición hindú de estudios poscoloniales de la subalternidad, dos autores deben ser recordados: Dipesh Chakrabarty, con su idea de «Europa» como una entidad hiperreal en la que se originan y sustentan todas las categorías válidas mediante las cuales organizamos nuestra representación del mundo –y, para el caso que me ocupa aquí, yo diría también nuestro modelo de derecho y de justicia (1999)–; y Partha Chatterjee, con su afirmación de que los Estados nacionales son herederos y continuadores de los Estados coloniales: el nacionalismo hindú, que constituyó el fundamento ideológico del nuevo Estado independiente, «produjo un discurso en el cual, incluso al desafiar la pretensión colonial de dominación política, también aceptó las mismas premisas intelectuales de ‘modernidad’ sobre las cuales la dominación colonial se basaba» (2000, p. 164; 1993). Esta línea argumentativa también puede ser identificada, aunque con otros elementos, en Quijano, así como también en otros autores a él asociados, como Walter Mignolo y Santiago Castro-Gómez.

Es lúcida la genealogía que Walter Mignolo traza para la idea de «Hemisferio Occidental» y su papel en la cooptación de las elites criollas, formadoras de las naciones poscoloniales en nuestro continente, así como su énfasis en las «fronteras internas» diseñadas después de la instauración de los Estados nacionales criollos: «La construcción de nación (nation building), tanto en el siglo XIX en las Américas como en el siglo XX en África y Asia, fue una reconversión de la colonialidad del poder de su ejercicio en el Estado colonial a su nueva forma bajo el Estado-nación». Esta reconversión configura un «colonialismo interno» (antigua categoría enunciada por Pablo González Casanova en 1965, aquí relanzada en el pensamiento de la poscolonialidad), como «colonialidad del poder incrustada en la construcción del Estado-nación después de la descolonización» (Mignolo 2000a, p. 313).

Tanto la cooptación occidentalista como la erección de las fronteras internas frente al otro interior –autóctono o afrodescendiente, o ambos mezclados, pero nunca occidental– implican una continuidad de la modernidad racista que orienta y organiza, en nuestros países, los saberes y el ejercicio del poder. Entre ellos se encuentra la justicia estatal, fundamentada por el discurso jurídico-penal, y especialmente su práctica en manos de los agentes del Estado, desde el policía hasta el juez. Es en esa frontera interna y en ese occidentalismo estatal donde debemos buscar la razón del color de las cárceles.

Sin embargo, quiero introducir aquí una curvatura, un desdoblamiento en esta aserción, que sin duda guía mi argumento pero de la cual me distancio en parte: mi énfasis no siempre está puesto en la raza como signo de pueblo constituido, de pueblo otro, que es el modo en que generalmente es abordada por estos autores. Mi definición alude a raza también como trazo, como huella en el cuerpo del paso de una historia otrificadora que construyó «raza» para constituir «Europa» como idea epistémica, económica, tecnológica y jurídico-moral que distribuye valor y significado en nuestro mundo. El expurgo, la exclusión y el encarcelamiento no se dirigen prioritariamente al otro indio o africano, sino al otro que tiene la marca del indio o del africano, la huella de su subordinación histórica, que son los que constituyen todavía las grandes masas de población desposeída. Si algún patrimonio en común tienen estas multitudes es justamente la herencia de su desposesión, en el sentido preciso de una expropiación tanto material –de territorios, saberes que permitían la manipulación de los cuerpos y de la naturaleza y formas de resolución de conflictos adecuadas a su idea del mundo y del cosmos– como simbólica –de etnicidad e historia propias–.

Hoy, sin embargo, nuestro continente, construido en el siglo XIX por las elites criollas, mestizas y confusas, se encuentra «en desconstrucción». Hay evidencias de un movimiento de reparación o reatadura de los hilos cortados y del retorno a tramas históricas abandonadas. La reemergencia étnica es un estallido que implica un esfuerzo de relectura de las «memorias compactas o fracturadas, de historias contadas desde un solo lado que suprimieron otras memorias, y de historias que se contaron y cuentan desde la doble conciencia que genera la diferencia colonial» (Mignolo 2000b, p. 63).

En su análisis de la emergencia de la élite criolla blanqueada y eurocéntrica –yo diría: autodeclarada «mestiza» cuando desea defender sus posesiones nacionales frente al otro metropolitano y pretendidamente «blanca» cuando quiere diferenciarse de aquellos a quienes despoja en esos territorios–, Mignolo provee algunas pistas para comprender el proceso de otrificación. La idea de «Hemisferio Occidental» solo aparece a fines del siglo XVIII y le confiere al continente americano una «posición ambigua», como «diferencia» en relación con Europa y, simultáneamente, como mismidad de Occidente. Las elites norteamericanas y latinas compartieron ese efecto hasta el final del siglo XIX, cuando se inició la égida colonial de Estados Unidos sobre las últimas posesiones españolas (Cuba y Puerto Rico). El efecto de esa ambigüedad sobre la identidad de las elites criollas latinoamericanas fue perturbador: «la idea del hemisferio occidental estaba ligada al surgimiento de la conciencia criolla, anglo e hispánica». La conciencia criolla blanca (sajona e ibérica) fue heredera de los colonizadores y emigrados. «Nuestra América», como la llamaría más tarde Martí, y la idea de «Hemisferio Occidental»

son figuras fundamentales del imaginario criollo, sajón e ibérico, pero no del imaginario amerindio (en el norte y en el sur) o del imaginario afro-americano. (…) La conciencia criolla en su relación con Europa se forjó como conciencia geopolítica más que como conciencia racial. Y la conciencia criolla, como conciencia racial, se forjó internamente en la diferencia con la población afro-americana y amerindia. La diferencia colonial se transformó y reprodujo en el período nacional y es esta transformación la que recibió el nombre de ‘colonialismo interno’. (Mignolo 2000b, p. 68.)

A partir de ese proceso de formación de una elite subhemisférica, Aníbal Quijano diseña una continuidad que aquí nos interesa, pues tiene consecuencias para la acción del Estado policial sobre una ciudadanía internamente dividida: «el proceso de independencia de los Estados en América Latina sin la descolonización de la sociedad no pudo ser, no fue, un proceso hacia el desarrollo de los Estados-nación modernos, sino una rearticulación de la colonialidad del poder sobre nuevas bases institucionales». Por esta razón, Quijano asegura que

(...) en ningún país latinoamericano es posible encontrar una sociedad plenamente nacionalizada ni tampoco un genuino Estado-nación. La homogeneización nacional de la población, según el modelo eurocéntrico de nación, solo hubiera podido ser alcanzada a través de un proceso radical y global de democratización de la sociedad y del Estado. Primero que nada, esa democratización hubiera implicado, y aún debe implicar, el proceso de la descolonización de las relaciones sociales, políticas y culturales entre las razas, o más propiamente entre grupos y elementos de existencia social europeos y no europeos. No obstante, la estructura de poder fue y aún sigue estando organizada sobre y alrededor del eje colonial. La construcción de la nación y sobre todo del Estado-nación ha sido conceptualizada y trabajada en contra de la mayoría de la población, en este caso, de los indios, negros y mestizos. La colonialidad del poder aún ejerce su dominio en la mayor parte de América Latina, en contra de la democracia, la ciudadanía, la nación y el Estado-nación moderno. (2000b, p. 237.)

En otras palabras, no hay modernidad posible, en el sentido de ciudadanía generalizada y plena, cuando la estructura de racialidad/colonialidad organiza el ambiente social. Llegamos así a lo que Santiago Castro-Gómez llama «proyecto de gubernamentabilidad» en la modernidad, del Estado como «locus capaz de formular metas colectivas, válidas para todos», del monopolio de la violencia por parte del Estado y de su capacidad para «‘dirigir’ racionalmente las actividades de los ciudadanos, de acuerdo con criterios establecidos científicamente de antemano» (2004, p. 287). Ese Estado, por lo tanto, antes de administrar los derechos del ciudadano, debe «inventar la ciudadanía, es decir, crear un campo de identidades homogéneas que hicieran viable el proyecto moderno de la gubernamentabilidad» (p. 289). Las condiciones fueron cambiando en la historia, y esa selección se basa en diferentes dimensiones de los sujetos, que en una época debían ser hombres, propietarios y blancos, y que hoy deben ser mayores de edad y alfabetizados.

A estas dimensiones se suman otras, no tan explícitas pero también vigentes. Castro-Gómez se basa en Beatriz González Stephan para señalar que, en el siglo XIX, «las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua» orientaron prácticas disciplinarias que separarían a la población e inventarían un otro no incluido en la ciudadanía. La escritura disciplinaria crea la ciudadanía para aquellas personas cuyo perfil «se ajusta al tipo de sujeto requerido por el proyecto de la modernidad: varón, blanco, padre de familia, católico, propietario, letrado y heterosexual», excluyendo a otros que no cumplen con los requisitos: «mujeres, sirvientes, locos, analfabetos, negros, herejes, esclavos, indios, homosexuales, disidentes». Estos «quedarán fuera de la ‘ciudad letrada’ (…) sometidos al castigo y la terapia de la misma ley que los excluye» (p. 290). A continuación, será la escuela la que se encargará de construir los ideales de la Constitución a través de la puesta en práctica de reglas contenidas en manuales de urbanidad y disciplina –«la domesticación de todo tipo de sensibilidad considerada ‘bárbara’». Pero lo significativo es que no se escribieron manuales «para ser buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie» (p. 290). Esto quiere decir que la ciudadanía y la justicia emergen en un campo social dividido, donde se ha inventado un otro, una cesura entre aquellos dotados de derechos plenos y los que no forman parte de este contingente.

Este extenso acápite alude a la necesidad de percibir una continuidad histórica entre la conquista, el ordenamiento colonial del mundo y la formación poscolonial republicana que se extiende hasta hoy. En esa línea histórica, el calificativo de «bárbaros» con el que actualmente la prensa describe a los bandidos es el mismo que se utilizaba antes, como parte de la díada civilización-barbarie, para caracterizar a los indígenas y, posteriormente, a todos aquellos que quedaron al margen del disciplinamiento letrado, todos los no blancos. Mientras las naciones latinoamericanas mantengan vigente en su interior la estructura colonial –y su correlato, el orden racial–, no será posible un Estado plenamente democrático ni un discurso jurídico-penal que no sea utópico e irrealizable. Descolonizar la justicia exige, entre otras cosas, un nuevo balance de la «impunidad»; esto implica rehacer el cálculo de las deudas –incluyendo la deuda representada por la figura de la responsabilidad penal–, con la consecuente redistribución de posiciones entre deudores y acreedores.

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En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 208, Marzo - Abril 2007, ISSN: 0251-3552


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