Tema central
NUSO Nº 214 / Marzo - Abril 2008

América Latina en el espejo de la globalización

China capta 30% de la inversión privada del mundo en desarrollo, mientras que Brasil apenas accede a 7%. Desde 1990, América Latina redujo la pobreza de 48,3% a 35,1%, mientras que en Vietnam hoy no llega a 15%. Pese al crecimiento económico y los avances sociales de los últimos años, América Latina está lejos de encontrar un camino adecuado para insertarse eficazmente en la globalización. El artículo sostiene que esto se debe a las visiones equivocadas, teñidas de nacionalismo y populismo, que prevalecen en la región.

América Latina en el espejo de la globalización

América Latina y el camino de Asia

Vista desde ciertas partes de América Latina, la globalización aparece como una imposición de los países más ricos a los más pobres con el único fin de esquilmarlos. A esto se añade la idea, sumamente extendida en algunos medios y entre ciertos intelectuales, de que hay una única globalización, que esta es unidireccional y está impuesta desde arriba, especialmente por las empresas monopólicas transnacionales. Desde esta perspectiva, la globalización se expresa básicamente a partir de las relaciones con Estados Unidos y Europa y con los organismos financieros multilaterales, con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) a la cabeza. Esta lectura es, en cierto modo, consecuencia de la fuerte impronta nacionalista existente en las mentalidades latinoamericanas y del peso que todavía sigue teniendo en ellas la idea del imperialismo o del «imperio», como se lo llama ahora. Un imperio que mantiene el apellido «yanqui» y que, de la mano de algunos líderes populistas, sigue agitando viejos fantasmas.

Es que, a la hora de analizar los efectos de la globalización, predomina la vieja costumbre latinoamericana de mirarse profunda e introspectivamente el ombligo. Así, solo cuentan los efectos derramados sobre los propios países, sobre la realidad más inmediata, y la consideración de los aspectos negativos. Desde esta perspectiva, la globalización es la causante directa de las crisis financieras y los shocks externos y la responsable de buena parte de las plagas que se han abatido –y aún se abaten– sobre la región. Por el contrario, a la hora de valorar el empuje alcista en los precios de las materias primas, propiciado por cinco años de crecimiento económico ininterrumpido en todos los países latinoamericanos, el acento se pone en el empuje de la demanda de China y la India, y no en la globalización. Poco o nada se dice acerca de los motores del crecimiento asiático –la apertura económica, la inversión en tecnología, el cierre de la brecha digital–, que son en buena medida resultado de la globalización, que también ha contribuido a la impresionante reducción de la pobreza en Asia Oriental, más allá del debate académico acerca de los métodos estadísticos utilizados.

Hay en los estilos y los ritmos de crecimiento una cuestión de fondo: la actitud frente al capital extranjero y a la inversión extranjera directa (IED). Algunos países latinoamericanos son bastante refractarios al papel que debe, o puede, jugar la IED en el crecimiento económico. Esta postura no es patrimonio de la izquierda latinoamericana. Una parte de la derecha, envuelta en un fuerte nacionalismo, se expresa de la misma manera. En la izquierda, la principal excepción frente a tanta cerrazón son los socialistas chilenos, cuyo discurso demuestra que han captado la importancia que los flujos externos de capital tienen a la hora de crear empresas y empleos. Es que, como no se cansa de repetir el ex-presidente del gobierno español, Felipe González, para repartir riqueza primero hay que crearla.

Los números son elocuentes. Según el BM, mientras China captó casi 30% de la inversión internacional privada recibida por todos los países en desarrollo en 2003, América Latina obtuvo mucho menos: Brasil, el principal receptor de IED de la región, atrajo 6,73%, seguido por México, con 4,78%. Los demás países obtuvieron porcentajes aún menores. A fines de la década de 1980, cuando la compañía Disney decidió abrir un parque temático en Europa, se desató una dura puja entre distintos países para atraer la inversión: venta de tierras a precios preferenciales, ventajas fiscales, facilidades de inversión, garantías jurídicas, etc. Finalmente, el proyecto se instaló en Francia y en 1992 se inauguró Disneyland París. Si la misma empresa de capital estadounidense hubiera planteado un proyecto similar en América Latina, las muestras de repulsa habrían sido constantes, en la estela de Armand Mattelart y Ariel Dorfman, quienes, en Para leer al Pato Donald. Comunicación de masas y colonialismo, publicado en 1972, denunciaban la ideología imperialista subyacente en los personajes de Disney y señalaban que, detrás de su rostro amable, se escondía la propaganda más cruda del imperialismo cultural. Estos temas, en lugar de las ventajas económicas de la inversión y la creación de puestos de trabajo, habrían prevalecido en la discusión en la mayor parte de América Latina.

Otra forma de mirar el tema es comparar la capacidad para enfrentar la pobreza. A lo largo de la última década, Asia –con la excepción de Asia Central– fue la región del mundo que logró reducir la pobreza de manera más significativa, de acuerdo con el BM. En números absolutos, China, Pakistán y la India fueron los países que lograron que más personas salieran de la pobreza. China redujo el número de pobres en 167 millones entre 1990 y 2001, de 33% a menos de 17% (en 2007 la cifra se situaba en torno de 10%). En términos porcentuales, los resultados más impactantes los obtuvo Vietnam, donde el porcentaje de la población por debajo de la línea de extrema pobreza pasó de 14,6% a 2% en una década.

La reducción de la pobreza en el mundo entre 1990 y 2001 ha sido muy irregular. El descenso ha sido muy pronunciado en Asia Oriental y el Pacífico (cerca de 50%) y menos acusado en el Sudeste asiático (24%) y América Latina y el Caribe (casi 16%). Por el contrario, durante esta década la pobreza se ha multiplicado por seis en Europa Oriental y Asia Central, mientras que en África ha crecido algo menos, cerca de 4%. Si se toman los números actuales, entre 1990 y 2007, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), América Latina redujo la pobreza de 48,3% a 35,1%, mientras que la pobreza extrema cayó de 22,5% a 9,1%. La reducción de la pobreza y de la extrema pobreza en América Latina no ha sido uniforme. Entre 1990 y 2006, los países en los que más se redujeron, en términos porcentuales, fueron Chile, Brasil y México, seguidos por Perú y, a mayor distancia, Venezuela, Panamá, El Salvador y Colombia. Chile es, por lejos, el país con un desempeño más claro y contundente en la lucha contra la pobreza y la extrema pobreza: en 2006, el porcentaje se situaba en 13,7% de pobreza y 3,2% de indigencia. Entre los países de mayor tamaño, los de menores niveles de pobreza e indigencia después de Chile son Argentina (21% y 7,2%), Venezuela (30,2% y 9,9%), México (31,7% y 8,7%) y Brasil (33,3% y 9%).

El crecimiento económico reciente ha tenido mucho impacto en este proceso de reducción de los índices de pobreza, aunque ha sido inferior al registrado en otras regiones del planeta. Si América Latina ha crecido en los últimos cinco años a tasas importantes, solo equiparables a las de las décadas de 1960 y 1970 o a la edad dorada de las exportaciones del siglo XIX, su performance ha sido menos exitosa que la de la mayor parte de sus rivales del mundo en desarrollo. En 2007, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), América Latina creció 5,6%; China 11,4%; la India 8,5%; el resto de Asia 7%; los países del antiguo bloque soviético 8,1%; e incluso África 5,8%. En suma, América Latina crece, pero mucho menos que el resto de sus competidores. La respuesta a este desfase no se encuentra en la macroeconomía, donde por lo general todos los países de la región hacen buena letra, sino en la micro, en la creciente intervención del Estado, la falta de seguridad jurídica y las deficientes estructuras fiscales o impositivas.

Razones y sinrazones

En buena parte de América Latina se sigue esperando la llegada del Mesías, de ese caudillo liberador que acabe mágicamente con todos los males nacionales. Solo esto explica las amplias mayorías con las que Evo Morales o Rafael Correa llegaron al poder. Las esperanzas, prácticamente todas las esperanzas de los pueblos, puestas en una persona. El problema es que el peso de la esperanza –y, de algún modo, también el peso de la utopía– descansa en líderes populistas en lugar de apoyarse en las instituciones. En América Latina hay una tendencia secular, casi compulsiva, a reinventar la rueda de forma recurrente, como lo prueban las constantes reformas constitucionales, realizadas prácticamente desde el inicio republicano, así como la práctica de hacer tabla rasa con el pasado, lo que impide acumular capital físico, capital social y capital humano, y más aún construir instituciones sólidas y estables. Por eso resulta natural que América Latina no logre aprovechar el tren de la globalización, siendo, como es, incapaz de atrapar su propio destino.

Según una encuesta de World Public Opinion de abril de 2007, 55% de los argentinos considera que la globalización, «especialmente el cada vez mayor número de conexiones de nuestra economía con las del resto del mundo», es un fenómeno «mayormente positivo». Estas cifras contrastan con el amplio respaldo a la globalización en algunos países asiáticos con economías claramente orientadas a la exportación: China, con 87% de opinión positiva, Corea del Sur, 86%; Israel, 82%; y Tailandia, 75%. Estos niveles de apoyo superan los de los países desarrollados, como EEUU (60%) y Francia (51%).

Pero generalizar sobre América Latina es muy difícil. La opinión pública de cada país no se expresa de la misma manera sobre la globalización ni tiene la misma imagen, por ejemplo, de EEUU. Mientras, en promedio, la visión sobre EEUU es medianamente positiva según Latinobarómetro, las diferencias nacionales son importantes. Los dominicanos (93%) y los panameños (90%) tienen el mejor concepto de EEUU, mientras que entre los venezolanos (30%) y los argentinos (20%) prevalece una mirada negativa. Brasil (54%) y México (50%), los dos países más poblados del continente, están en una zona templada.

Simultáneamente a las diferencias entre la opinión pública de un país y de otro, las posiciones de los líderes latinoamericanos sobre la globalización también son variadas y se corresponden con su opción política. Los dirigentes chilenos, que han apostado de forma sistemática por una clara apertura económica y por la firma de tratados de libre comercio (TLC), son partidarios de sacar el mayor provecho posible de la actual coyuntura internacional. El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, tiene una postura más matizada. Según su punto de vista, la supuesta racionalidad de la globalización no satisface los intereses de la mayoría, por lo que es necesario globalizar los valores de la democracia, la justicia social y el desarrollo. Para Lula, el desarrollo de estos valores permitiría cambiar la escena internacional, especialmente en lo relativo a la seguridad colectiva, enfrentar la amenaza del terrorismo y las armas de destrucción masiva. Para él, los países no están aprovechando el potencial de la globalización en la reducción del hambre y la pobreza.

Pero otros líderes, que apuestan por soluciones endógenas antes que por la apertura al mundo, y que incluso reniegan de los beneficios del comercio, rechazan de manera más tajante la globalización. Fidel Castro destaca por su contundencia, ya que la globalización neoliberal equivale a «lo peor del capitalismo salvaje». Así identifica negativamente tres elementos: el capitalismo depredador, el neoliberalismo culpable de todos los males de América Latina y la globalización, síntesis de todo lo anterior. El gobierno venezolano, con una clara vocación de liderazgo continental, se alinea con Cuba. Durante la II Cumbre de la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN), celebrada en diciembre de 2006 en Cochabamba, Bolivia, el presidente Hugo Chávez señaló: «La globalización es un desastre. Allí está el imperio norteamericano hundiéndose, lo que más crece en Estados Unidos es la pobreza. La globalización es cosa del pasado, enfrentemos una nueva era: el mundo pluripolar».

La postura del gobierno argentino, tanto en la opinión de Néstor Kirchner como en la de la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner, tiende a sintonizar con la de Chávez. En este sentido, uno de los temas centrales del discurso económico de los Kirchner es la necesidad de fortalecer a la burguesía nacional y reforzar el proyecto industrialista. Pero una cosa es predicar sobre las virtudes de la empresa vernácula y otra muy distinta fomentarla. En el mundo actual, caracterizado por la competencia, no es con subsidios o renacionalizaciones de empresas privatizadas como se avanza en ese camino. Para ello es necesaria una fuerte inversión en investigación, desarrollo e innovación tecnológica y un gran impulso a la educación, procesos en los cuales América Latina está muy rezagada.

En su toma de posesión, la presidenta Kirchner recordó que «pueblo y nación en tiempos de globalización siguen más vigentes que nunca». Esta frase, con connotaciones que, pese a hundir sus raíces en la doctrina peronista, parecen neutras, adquirió todo su significado días más tarde, cuando se conoció la denuncia de una supuesta financiación con petrodólares venezolanos de la campaña presidencial kirchnerista. La sobrerreacción del gobierno argentino ante las acusaciones de la justicia estadounidense evidencia la forma en que el nacionalismo sigue tocando pulsiones profundas de las opiniones públicas regionales, pulsiones hábilmente manipuladas por ciertos políticos. Posteriormente, el presidente Chávez afirmó: «Todo es una fabulosa operación de los servicios secretos del imperio tratando de mancharnos, tratando de crear intrigas, de frenar la integración de América Latina». Se trata, como en otras ocasiones, de un argumento victimista, utilizado también para explicar el fracaso de la integración latinoamericana, que se atribuye fundamentalmente a la oposición externa, especialmente de EEUU. Los gobiernos norteamericanos, de acuerdo con esta visión, estarían interesados en aplicar la doctrina del «divide y vencerás» y, con el ánimo de esquilmar más y mejor a la región, buscarían frenar cualquier atisbo de integración regional.

En realidad, la integración latinoamericana es tan antigua como la europea. Ambas datan de la década de 1950, aunque con resultados radicalmente diferentes. ¿Fracasó una y triunfó la otra solo por la oposición de EEUU? Algo similar se puede decir de la dispar evolución del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), ambos hijos de la posguerra mundial. Mientras que los europeos pudieron reducir su gasto de defensa gracias al apoyo estadounidense y financiar con ese dinero la construcción del Estado de Bienestar, el temor a la presencia de EEUU imposibilitó a los países de la región sacar todo el provecho que hubieran podido de la alianza con Washington.

Si la integración latinoamericana atraviesa una situación crítica, pese al auxilio reciente de Simón Bolívar, la principal causa del fracaso hay que buscarla en los propios errores y no fuera de las fronteras. La sopa de letras en que se ha convertido la integración, la rápida sucesión de propuestas, como el paso de la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN) a la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), sin explicar por qué una es viable y la otra no, permiten hacerse una idea de la situación. Una vez más, el realismo mágico se plantea como solución. El Gran Gasoducto del Sur, que iba a convertirse en la palanca energética de la integración, nunca pasó de ser un proyecto faraónico. Algo similar puede terminar pasando con el Banco del Sur, la gran herramienta para liberarse definitivamente de la opresión de los organismos financieros multilaterales: primero se definió la sede del organismo, se estableció que el voto de su directorio será paritario, y se dejó para después el pequeño detalle de los aportes de capital de cada uno de los países miembros. La casa comienza a construirse por el tejado. Palabras finales

Las respuestas frente a la integración regional y a la globalización hablan de diferentes modelos y de diferentes propuestas, que no responden a la necesidad de inserción internacional de los países, sino que constituyen reacciones internas a sus crisis. Probablemente uno de los casos más dramáticos sea el de Bolivia, país que se encuentra inmerso en una lucha brutal por definir su identidad (o sus identidades), con un gobierno que evoca un pasado idílico que nunca existió apelando al argumento de los derechos indígenas. Y es que, hasta que no se demuestre lo contrario, en el mundo globalizado de hoy la mejor forma de defender esa identidad es a partir de revalorizar los derechos universales y las libertades públicas, en lugar de apelar a la reacción antiimperialista, el discurso nacionalista y el proteccionismo.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 214, Marzo - Abril 2008, ISSN: 0251-3552


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