Coyuntura
NUSO Nº 246 / Julio - Agosto 2013

Alemania y la crisis: victorias pírricas

Entre 2000 y 2005, Alemania tuvo su primera «crisis», que enfrentó mediante un conjunto de reformas implementadas en 2003 en el marco de la Agenda 2010. Al parecer, el país resistió relativamente bien los efectos de la Gran Recesión. Muchos observadores creen que la causa de este éxito radica en las reformas de la Agenda y en la capacidad de producción industrial. No obstante, si se analiza con mayor atención, surge un panorama diferente y más ambiguo. Alemania debió pagar un alto precio por las victorias: el de una mayor desigualdad en el plano interno y el de las crisis de deuda en el extranjero.

Alemania y la crisis: victorias pírricas

Crecimiento y crisis

Durante los años 90, la economía alemana debió lidiar con dos grandes desafíos estructurales: la unificación con Alemania oriental y la unión monetaria (introducción del euro). La economía de Alemania oriental colapsó como consecuencia de un tipo de cambio sobrevaluado al adoptar el marco occidental (DM), lo que se combinó con un rápido aumento de los salarios por encima de la productividad y con la caída de los flujos comerciales tradicionales. En ese momento, Alemania occidental tuvo que financiar alrededor de la mitad del consumo de sus conciudadanos en el Este (unos 100.000 millones de euros al año, el equivalente a 8% del PIB) mediante diferentes prestaciones. Esto se convirtió en una pesada carga para el sistema de seguridad social y los costos laborales no salariales. La unificación también generó altos déficits presupuestarios, que aumentaron la deuda pública aproximadamente de 40% del PIB en 1992 a 60% en 1997. El superávit en las exportaciones de Alemania occidental, que rondaba el 5% del PIB antes de la unificación, se desvaneció por completo e impulsó una ola de ansiedad nacional en torno de una supuesta pérdida de competitividad internacional.El segundo cambio histórico fue el establecimiento de la Unión Monetaria Europea (UME), con la consecuente introducción del euro en 1999. Como resultado, Alemania perdió el control de su política monetaria y quedó sujeta a una tasa de interés fijada por el Banco Central Europeo (BCE). En el ámbito nacional, esto significó un periodo de tasas de interés reales relativamente altas, acompañadas por baja inflación y lento crecimiento. Algunos economistas sostenían que el país había ingresado a la UME con un tipo de cambio sobrevaluado (1,96 DM/€), cuyo efecto fue la pérdida de competitividad.

Estancamiento y reformas. Esta fue la herencia que asumió en 1998 el gobierno «rojiverde» (socialdemócratas y verdes). Los años transcurridos entre 1998 y 2005 se caracterizaron por un crecimiento lento –excepto el breve boom de las «punto com» en 2000–, que condujo a un desempleo alto y persistente en torno de 10% y a déficits presupuestarios cercanos a 3%. La inflación era baja y, debido al débil crecimiento y a las restricciones salariales, no alcanzaba el nivel de los países de la eurozona. Las exportaciones netas constituían el principal motor de crecimiento, mientras que la demanda interna (particularmente la inversión, pero también el consumo privado) sufría un estancamiento. En este contexto, se multiplicó el miedo a perder competitividad internacional. El gobierno decidió reducir su déficit, en cierta medida también para cumplir los criterios de Maastricht enmarcados dentro del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea, que exige déficits y deudas públicas menores a 3% y a 60% del PIB, respectivamente. Probablemente, la política de austeridad adoptada durante la recesión prolongó la etapa de bajo crecimiento y alta desocupación.

Entre 2002 y 2004, el gobierno «rojiverde» introdujo varios cambios, que incluyeron un conjunto de reformas del mercado laboral (Hartz IV) y un aumento de la edad jubilatoria de 65 a 67 años. Las medidas generaron una fuerte oposición, sobre todo por parte de los sindicatos, pero finalmente fueron aprobadas. No obstante, los votantes castigaron al Partido Socialdemócrata (SPD, por sus siglas en alemán), que perdió su mayoría en 2005 y recibió apenas 23% de los sufragios en 2009 (con una importante caída respecto del 40,5% obtenido en 1998). Las reformas del mercado laboral contribuyeron a concretar un cambio sustancial en Alemania, aunque no necesariamente en la dirección deseada (v. tabla). El sector de bajos ingresos y la dispersión salarial aumentaron enormemente. La participación de los salarios en el PIB, que ya se encontraba en declive, continuó descendiendo. Sin embargo, los objetivos de reducir el desempleo y acelerar el crecimiento no se materializaron en el corto plazo.En conjunto, los efectos negativos prevalecieron sobre los positivos. En la tabla, el sombreado en gris de los campos correspondientes señala los desarrollos que resultaron positivos en comparación con el otro periodo. Puede observarse un mejor rendimiento de diez indicadores en la etapa previa a la reforma, frente a solo seis en la fase posterior. Cabe destacar que tanto la inversión como la productividad, el empleo y el crecimiento de las exportaciones tenían un comportamiento superior antes de la implementación de las medidas, aunque subsiste el mito de que las reformas fueron positivas en ese sentido.

El principal efecto fue un aumento significativo en la competitividad de los precios y las exportaciones de Alemania. Debido al alto crecimiento de la demanda impulsado por una economía mundial en expansión y la periferia europea, el superávit exportador se elevó hasta alcanzar aproximadamente 5% del PIB. Tras un largo periodo de escasas inversiones, las empresas privadas propiciaron una cierta aceleración de la actividad. Este factor, junto con la mayor demanda por las exportaciones, generó un aumento del crecimiento y un lento declive del desempleo. Finalmente, en 2007-2008, Alemania estaba bastante bien en términos macroeconómicos, con un crecimiento en recuperación, un desempleo en retroceso, una inflación por debajo de 2% y un presupuesto cercano al equilibrio.La principal desventaja fue el aumento de la desigualdad (sobre lo que volveremos más adelante), que se combinó con una alta tasa de ahorro. Solo una porción de ese ahorro se invirtió en el país, mientras que gran parte fue hacia el exterior. El flujo de capitales era el reflejo del superávit exportador. Ambos fenómenos tenían básicamente el mismo origen: una distribución desigual del valor agregado entre el trabajo y el capital. Mientras los trabajadores y quienes dependían de los beneficios sociales (jubilaciones, etc.) se enfrentaban a un estancamiento o a una disminución de sus ingresos reales, las empresas y los sectores ricos gozaban de ganancias que aumentaban más rápidamente que su intención de invertir o consumir. Los salarios más bajos y la mayor productividad redujeron los costos laborales unitarios. El superávit de las exportaciones y la salida de capital resultante afirmaron la posición alemana en materia de inversión extranjera neta, que se reflejó en la deuda acumulada en otros países.

Crisis financiera: una recesión en forma de V. Estas características del modelo de crecimiento contribuyeron a generar la crisis financiera global y la posterior crisis del euro. Alemania (junto con otros países superavitarios) creó los desequilibrios que llevaron a los mercados de capitales a buscar una mayor rentabilidad para sus ahorros. Mientras los propios mercados de activos (particularmente el inmobiliario) se mantenían bastante estancados, los bancos y los ahorristas aspiraban a beneficiarse con el aumento del precio de los activos en el extranjero. Cuando se produjo el impacto de la crisis en septiembre de 2008, Alemania creyó que solo se vería afectada de un modo marginal. Pero la realidad demostró ser diferente: los bancos alemanes sufrieron masivamente las consecuencias, y las exportaciones del país colapsaron más tarde debido a la gran recesión mundial de 2009.

En su momento y con cierta reticencia, Alemania se unió a los otros gobiernos: adoptó políticas contra la crisis, destinadas a rescatar a los bancos y estimular la demanda. Sin embargo, insistió en establecer programas nacionales separados y se negó a coordinar esfuerzos, sobre todo en torno del salvataje de las instituciones financieras comprometidas. Este «nacionalismo económico» se convirtió en la principal causa de la posterior crisis del euro. Alemania y otros Estados-nación subestimaron, por un lado, el grado de integración alcanzado por el sector financiero europeo y, por el otro, sus implicancias para la responsabilidad de los gobiernos en casos de insolvencia.

Dos programas de estímulo económico fueron particularmente exitosos en Alemania: a) una reducción del tiempo de trabajo con compensación salarial en industrias o empresas afectadas por la crisis; b) un subsidio de varios miles de millones de euros para cambiar los vehículos viejos por otros nuevos y renovar así el parque automotor. Probablemente el mayor beneficio de Alemania estuvo dado, en definitiva, por los esfuerzos de otros países para incentivar la demanda mediante políticas monetarias y fiscales más flexibles.

El PIB alemán cayó significativamente (más de 5%) en 2009 porque su economía dependía (y aún depende) de las exportaciones. La baja en el comercio mundial arrastró consigo la maquinaria exportadora de Alemania. Sin embargo, la drástica disminución del PIB fue seguida por una recuperación igualmente marcada en 2010-2011, lo que configuró una recesión en forma de V. Hacia el final de 2011, el país nuevamente estaba, más o menos, en la senda que había recorrido desde 2005. Con 3,7% en 2010 y 3,0% en 2011, su crecimiento superaba al de Estados Unidos (3,0% y 1,7%) o al de Reino Unido (2,1% y 0,8%), aunque en otros países como Suecia (6,1% y 3,9%) o Eslovaquia (4,2% y 3,3%) la recuperación era aún más rápida. De todos modos, gracias a la ingeniosa gestión corporativa del tiempo de trabajo y al respaldo de gobierno, sindicatos, comisiones internas y empleadores, Alemania fue la única economía importante cuyo desempleo tendió a reducirse durante la crisis.Muchos alemanes creen que la fuerza de la industria manufacturera evitó una mayor recesión; y su importancia para restablecer el crecimiento y la competitividad se resalta ahora en numerosos países (como EEUU o Brasil) y la propia Comisión de la UE. En este contexto, Alemania aparece como un modelo. Sin embargo, el gráfico 1 muestra una situación diferente: el ámbito industrial se vio más afectado por la crisis que el sector de servicios y en 2011 aún no había recuperado el nivel de empleo previo a la caída.

Hacia 2012, Alemania era considerada una vez más como un milagro económico, ya que parecía haber salido relativamente indemne de la crisis. El PIB se había recuperado y el empleo estaba en alza. Aunque la deuda pública superaba claramente el valor previo a la crisis (aproximadamente 83% del PIB en 2010 frente a 64% en 2007), se mantenía muy por debajo de los niveles exhibidos en otros países de la eurozona o EEUU, y estaba bajo control gracias al aumento de la recaudación tributaria. Los problemas, entonces, no surgen tanto dentro de la economía alemana, sino que tienden a aparecer desde el exterior.

Alemania y la crisis del euro. Durante los últimos 10 o 15 años, el desarrollo en Europa experimentó un fuerte desequilibrio. Mientras los países periféricos disfrutaban de un alto crecimiento, impulsado por el aumento de la deuda privada, la economía alemana atravesaba una etapa de estancamiento y ahorro. Consecuentemente, los países deudores comenzaron a mostrar elevados déficits por cuenta corriente, que contrastaban con el gran superávit de exportaciones de Alemania. La crisis financiera detuvo abruptamente el acceso a nuevos créditos y al crecimiento.

El aterrizaje forzoso disparó una recesión, que obligó al gobierno a realizar gastos adicionales para estimular la economía y rescatar a los bancos. Esto, a su vez, aumentó drásticamente la deuda pública. Pese a la rápida recuperación, el pánico se apoderó del mercado de bonos del Estado en la eurozona. El miedo no se debió tanto a la presencia de niveles inaceptables de deuda, sino a un diseño deficiente de las instituciones (falta de un prestamista de última instancia) y a políticas erróneas. Las medidas de austeridad adoptadas por Alemania y la UE exacerbaron la crisis y desaceleraron o impidieron la recuperación.

El mayor obstáculo actual para el éxito económico de Alemania es la crisis de la eurozona. Allí, la mayoría de los países incrementaron enormemente su deuda pública durante la debacle financiera como consecuencia del rescate a los bancos (Irlanda), el estímulo a la economía, la compensación del desendeudamiento privado y los estabilizadores automáticos (reducción de la recaudación fiscal, aumento de los subsidios de desempleo, etc.). Finalmente, la proporción entre la deuda pública y el PIB creció en la eurozona en unos 20 puntos porcentuales como promedio. Cuando Grecia admitió en 2010 que había manipulado sus cuentas y que sus deudas y déficits en realidad superaban los valores declarados, los acreedores entraron en pánico. Primero fue ese país y luego fueron Irlanda y Portugal los que necesitaron respaldo público y debieron recurrir a préstamos otorgados por la UE, los gobiernos de sus Estados miembros, el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el recién establecido Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF).

A partir de 2010, la crisis se extendió y profundizó. Alemania es señalada como la principal responsable del desastre, ya que se negó a autorizar una mayor intervención del BCE en el mercado de bonos y tampoco quiso asumir una responsabilidad mutua por la deuda pública de toda la eurozona (por ejemplo, mediante «eurobonos»). Mientras la región se ve cada vez más amenazada por una recesión o incluso por una crisis total en caso de que un gobierno –posiblemente el griego– entre en quiebra y/o abandone la eurozona, el inmutable modelo de crecimiento alemán está en riesgo. Con la política de moderación salarial y fiscal, Alemania sigue conservando su ventaja competitiva a expensas de los países deficitarios, pero la competitividad no puede garantizar la demanda cuando los compradores están forzados a desendeudarse.

Las exportaciones de Alemania representan casi 40% de su PIB. Una gran parte (alrededor de 70%) va a Europa y, en particular, a la eurozona (alrededor de 40%). Aunque China muestra altos índices de crecimiento, aún absorbe menos de 5%. Si se produce una recesión en Europa, y se traslada a EEUU y a los mercados emergentes, el escenario recesivo también afectará a Alemania. La crisis de 2008 demostró cuánto depende el país del comercio global. En consonancia con su papel a escala internacional, Alemania debe asumir una responsabilidad para asegurar la estabilidad financiera de Europa (y del mundo).

El punto crucial sigue siendo la crisis del euro, cuya duración y profundidad pueden ser atribuidas, en gran medida, a la actitud de Alemania. Si su gobierno hubiera respaldado la responsabilidad mutua de todos los gobiernos de la eurozona, la presencia de un bono común (eurobono) y un papel activo del BCE en el mercado de títulos como prestamista de última instancia, la crisis habría finalizado inmediatamente en mayo de 2009. La renuencia alemana a salvar a Grecia y a otros países europeos altamente endeudados (Irlanda, Portugal y España) aumentó el pánico de los mercados financieros y también el costo futuro de cualquier paquete de rescate. La insistencia de Alemania (junto con la UE y el FMI) en aplicar políticas de austeridad en los «PIGS» (Portugal, Italia, Grecia y España) exacerbó la crisis. La recesión resultante disminuyó su capacidad para cumplir con las obligaciones contraídas e incrementó la crucial proporción deuda/PIB (ya que redujo el denominador).

El resultado de la crisis del euro influirá decisivamente en el desarrollo de la economía alemana, que necesita que el problema sea superado en el ámbito nacional y continental para poder continuar con su modelo de crecimiento basado en las exportaciones. Sin embargo, este escenario implica la disposición a financiar de un modo sostenible el déficit de los países deudores, lo que convertiría a la UE en una unión fiscal y de transferencias. Hasta ahora, el gobierno de Angela Merkel se ha opuesto a este tipo de solución, que de todos modos tampoco contaría con demasiado apoyo entre los votantes germanos.

La estabilidad y el crecimiento a largo plazo de la economía europea y global son esenciales para la prosperidad de Alemania, que haría un gran aporte en tal sentido si adoptara un nuevo modelo de crecimiento (v. la sección «Competitividad versus crecimiento social»), basado más en la demanda interna que en el superávit de las exportaciones. Esa expansión del consumo interno requiere un mayor crecimiento salarial, una distribución más equitativa de los ingresos y un aumento del gasto público, sobre todo en servicios sociales como educación y salud. La mejora en la enseñanza corregiría el sesgo de clase del actual sistema y permitiría aumentar la productividad y el nivel de empleo. Con el crecimiento resultante, se financiarían los desembolsos adicionales.

Desigualdad impulsada por las exportaciones

Alemania muestra una gran integración a la economía mundial. Para un país de su tamaño (población: 82 millones; PIB: 2,4 billones de euros en 2010), la participación en el comercio internacional es muy alta. El elevado volumen total de intercambio de bienes industriales esconde un nivel significativo de reexportación y reimportación. Esta actividad, que se desarrolla dentro de las cadenas de producción transnacional administradas por corporaciones alemanas, ha duplicado la proporción de las exportaciones con respecto al PIB entre 1993 y 2008. La mencionada integración aprovechó la apertura de Europa central y oriental, que se originó a raíz del colapso del comunismo y ofreció nuevas zonas de bajos salarios a los fabricantes alemanes. Estos reorganizaron la cadena de valor: reemplazaron la mano de obra bien remunerada por otra de bajos ingresos y aumentaron así la competitividad en el exterior y la desigualdad dentro del país.

Las exportaciones ascienden a casi un billón de euros, es decir, alrededor de 38% del PIB; las importaciones son algo inferiores, pero se acercan a 32%. Esto genera un superávit comercial de aproximadamente 150.000 millones de euros (6% del PIB). En cierta medida, este excedente se ve reducido por un déficit en el sector de servicios, particularmente el turismo. La cuenta de capital es, como debe ser, un reflejo fiel de la cuenta corriente, lo que convierte a Alemania en un exportador neto de capitales con una mayor posición de inversión neta como acreedor global. La exportación de capitales está impulsada por la «superabundancia de ahorros» del país (v. gráfico 2), derivada de la creciente desigualdad en materia de ingreso y riqueza.

Alemania occidental supo ser (en 1985) una de las sociedades capitalistas más igualitarias, con un coeficiente de Gini de 0,25. En 2007, ese valor había aumentado a 0,30. Para ilustrar el cambio, la actual distribución del ingreso en Alemania recuerda a la de Italia de 1985, mientras que en 1985 era similar a la que hoy ostenta Noruega. La distribución funcional entre el capital y el trabajo ha cambiado drásticamente. La participación de los salarios se redujo de 73% del PIB en 1993 a 64% en 2006. Durante la etapa de profunda recesión, se recuperó de manera leve y temporal cuando la rentabilidad empresarial se desplomó con mayor rapidez que los sueldos, pero en 2010 la vieja tendencia reapareció. Las diferencias de ingresos entre los asalariados aumentaron significativamente de 0,41 a 0,46 (coe-ficiente de Gini), lo que refleja la expansión del sector de bajos salarios y los incrementos por encima de la media que experimentaron las ganancias de quienes ya eran ricos (por ejemplo, altos ejecutivos de las empresas). El sector de bajos salarios –definidos como aquellos inferiores a dos tercios de la remuneración media– pasó de 15% en 1995 a 22,2% en 2006. Por su parte, las mujeres siguen sufriendo la discriminación del mercado laboral y, en promedio, ganan 22% menos que los varones. En síntesis, a lo largo de la última década, Alemania mostró uno de los mayores aumentos de la desigualdad entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

La pobreza también aumentó. En Alemania, se mide por la tasa de riesgo de pobreza, que indica la cantidad de hogares con 60% o menos del ingreso medio equivalente neto (un ingreso ficticio ajustado por el tamaño del hogar). Estos valores pasaron de aproximadamente 10% durante la década de 1990 a casi 15% a finales de la década de 2000. El efecto fue particularmente marcado en las regiones del Este, donde el riesgo de pobreza se disparó de 13% en 1998 (el valor más bajo entre 1992 y 2009) hasta alcanzar un pico de 23% en 2006 (para luego descender a alrededor de 20%).

Esta evolución se refleja en la distribución de la riqueza. El decil más acaudalado de la población poseía 57,9% de los activos netos en 2002; en 2007, su participación había aumentado a 61,1%. El patrimonio medio dentro de ese grupo se incrementó de 208.483 euros a 222.295 euros. Por su parte, el decil más pobre solo tenía deudas. Como muestra el gráfico 2, la riqueza monetaria (sin considerar propiedades, maquinaria, equipamiento, etc.) creció mucho más rápidamente que el PIB, ya que el porcentaje sobre este trepó de 70% a 125%. Este proceso genera casi inevitablemente una mayor porción de ingresos para los dueños de la riqueza, quienes esperan que sus inversiones obtengan una rentabilidad «decente». Sin embargo, cada vez invierten menos en el sector empresarial privado. Según se observa, su deuda aumentó con mucha mayor lentitud (de 50% a 60% del PIB aproximadamente). El Estado reemplazó a las corporaciones como principal receptor de los ahorros, lo que incrementó su endeudamiento de 10% a 50% del PIB.

Como resultado, durante las últimas dos décadas Alemania se ha convertido en una sociedad con mucha mayor desigualdad. La distribución más inequitativa del ingreso y la riqueza debilitó la demanda interna y frenó el crecimiento. La victoria del país en los mercados mundiales se obtuvo a expensas de los trabajadores y del gobierno.

Los cambios en el modelo de crecimiento alemán se verán más impulsados por los desafíos externos que por las reformas internas. Los primeros incluyen principalmente la profundización de la crisis del euro y la baja en el ritmo de los mercados emergentes, ya que ambos procesos conspiran contra las perspectivas de la industria exportadora de Alemania. En el plano local, la introducción de un salario mínimo legal y la mayor imposición tributaria sobre los estratos superiores podría mejorar la distribución del ingreso y aumentar la importación y/o demanda de bienes de consumo y servicios.

Esta estrategia se enfrenta a un gran escepticismo en Alemania, donde la población permanece obsesionada con la competitividad internacional y adora pensar que el bienestar nacional depende de las exportaciones o incluso de su superávit, aunque no se trate de una condición necesaria ni suficiente para el crecimiento. Si las exportaciones fueran necesarias, la economía mundial no podría crecer; si fueran suficientes, Alemania no habría sufrido un proceso de estancamiento a comienzos de la década de 2000.

La miopía en torno de las manufacturas

Muchos alemanes están orgullosos del reciente desempeño de su país, que también es ampliamente admirado en el exterior. De acuerdo con gran cantidad de observadores locales y extranjeros, la principal causa del éxito radica en la industria manufacturera y su clara orientación exportadora. En efecto, el sector industrial de Alemania es relativamente más fuerte que en muchas otras economías ricas y muy desarrolladas, como las de EEUU y Reino Unido. La desindustrialización se produjo a un ritmo más lento que en esos países. Sin embargo, Alemania también se vio sometida a un profundo cambio estructural.Desde 1991, la industria manufacturera perdió cuatro millones de puestos de trabajo (a partir de un total de 13,4 millones). La cantidad de horas trabajadas cayó en un 32%. En esta categoría el empleo no aumentó prácticamente nunca, mientras que el sector de servicios creó 5,6 millones de nuevos puestos durante los últimos 20 años. Las fábricas contribuyeron solo con 19% de la producción total adicional generada entre 1991 y 2011 (es decir, 167.000 millones de euros sobre un monto de 902.000 millones, a precios actuales); entretanto, los servicios aportaron 79% (714.000 millones de euros). No obstante, debido a la mayor productividad, la participación de las manufacturas en el valor agregado de la economía alemana se mantuvo en un nivel cercano a 25% (con pequeñas oscilaciones cíclicas).

Si se realiza una comparación internacional, puede observarse que el fuerte sector manufacturero tampoco convirtió a Alemania en un tigre económico con alto crecimiento. Aunque la producción experimentó un breve auge después de la recesión de 2009 (que, de todos modos, solo permitió recuperar las pérdidas previas, v. gráfico 1), el desarrollo a largo plazo resulta mucho menos convincente. En realidad, EEUU y Reino Unido, cuyas economías suelen ser consideradas como débiles y dominadas por industrias financieras sobredimensionadas, crecieron mucho más rápido que Alemania. Sus PIB fueron 66,3% y 56,9% más altos en 2011 que en 1992, respectivamente, mientras que el PIB alemán apenas aumentó 30,5% durante ese mismo periodo. Una comparación más general de las tasas de crecimiento y la participación del sector industrial en los países de la OCDE no muestra una correlación clara entre esos dos aspectos.

La capacidad exportadora de Alemania es envidiada por muchos países que crónicamente sufren déficits por cuenta corriente y problemas de deudas, atribuidos con frecuencia a la caída de las manufacturas (desindustrialización). Es cierto que el superávit alemán surge como consecuencia de la competitividad de su industria manufacturera; pero hay que señalar que, debido a la adicción por las exportaciones, este sector se ha mostrado sumamente vulnerable frente a los impactos externos (v. gráfico 1). Las exportaciones cayeron 16% en 2009. Sin embargo, Alemania también es un importante exportador de servicios. En realidad, dentro de un ranking global, ocupa la segunda posición tanto en bienes (detrás de China) como en servicios (detrás de EEUU). Y su exportación de servicios crece con más rapidez que la de bienes (entre 1991 y 2011, 97,5% frente a 87,5%, respectivamente). Esta evolución no puede resultar sorprendente, habida cuenta de que el comercio mundial de servicios se expande con mayor velocidad que el de bienes.El empecinamiento en considerar la industria manufacturera como única actividad verdaderamente generadora de valor agregado constituye una miopía. Sobre todo en materia de exportaciones, un país se posiciona mejor cuando ofrece algo que tiene una fuerte demanda de clientes con poder adquisitivo alto y en aumento. Alemania cumple esa condición con sus vehículos de alta gama y sus bienes de inversión (equipamiento), que están bien posicionados en mercados emergentes de gran crecimiento, caracterizados por una clase alta en ascenso y una creciente desigualdad. El crecimiento requiere inversión y maquinaria, y los nuevos ricos aman los autos lujosos. Sin embargo, la industria financiera tan denostada por los alemanes se dirige a la misma clientela. Dado que esta administra una riqueza global cercana a los 70 billones de dólares, apenas 1% de rentabilidad de ese patrimonio permitiría superar el valor agregado del sector manufacturero alemán. Cabe destacar, no obstante, que ambas industrias son vulnerables a las crisis de sobreacumulación.

Tal vez el declive de la industria manufacturera alemana sea más lento que el de otros países de la OCDE, pero –al menos en términos de empleo– la caída también existe. Una mirada de más largo plazo revela las similitudes con la agricultura, que ocupaba a 22% de la fuerza de trabajo en 1950 (frente a apenas 2% en la actualidad). El ámbito manufacturero empleaba a 48% en 1960, cifra que descendió a 18% en 2011. El aumento de la productividad en ambos sectores permitió satisfacer la demanda cada vez con menos mano de obra e impulsó el crecimiento de las industrias en expansión (primero las manufacturas, luego los servicios).

La política económica alemana siempre priorizó la competitividad internacional y buscó preservarla a través de dos caminos. Por un lado, con la reducción de costos, que ha dominado la escena desde hace mucho tiempo y ha llevado a adoptar, casi de manera permanente, una política de moderación salarial y baja inflación. La consecuente devaluación real de la moneda nacional (hasta 1998, el marco) era compensada mediante aumentos nominales periódicos en el tipo de cambio (devaluaciones del dólar estadounidense y de otras divisas frente al marco). Dentro de la eurozona, el primer proceso continuó, pero el segundo se tornó imposible y derivó en una ventaja competitiva para la industria exportadora alemana, que se mantuvo estable y se fortaleció de forma constante. La segunda dimensión es más dinámica, ofrece una visión de futuro e intenta conservar o crear una estructura de capacidades productivas que alienten un alto crecimiento de los ingresos internos sin generar déficits por cuenta corriente. En otras palabras, se trata de lograr exportaciones fuertes a precios altos. Este último objetivo requiere una estructura exportadora regional y sectorial adecuada, que se centre en mercados de gran crecimiento. Para protegerse de la competencia de bajo costo, la producción alemana apunta a una alta calidad. El gasto en investigación y desarrollo, la inversión en educación/capacitación y la estrecha cooperación entre universidades y empresas contribuyen a lograr el fortalecimiento de la industria nacional. En los últimos tiempos, el crecimiento verde (la promoción de industrias ecológicas) se ha convertido en una moda dentro de la política sectorial alemana. La Ley de Energías Renovables (EEG, por sus siglas en alemán) ofrece subsidios a las empresas y es solo una de las tantas iniciativas públicas destinadas a apoyar a las nuevas industrias con efectos ambientales beneficiosos: producción con aprovechamiento de fuentes renovables, ahorro, almacenamiento y transporte de energía, etc. Los ambientalistas alemanes desean combinar las medidas ecológicas con la creación de puestos de trabajo y la promoción de exportaciones, para lo cual es necesario transformar la industria nacional en líder global del sector.

La gran carencia de la política industrial alemana está relacionada con los servicios. Aunque este sector aporta casi tres cuartas partes del empleo (incluido el trabajo autónomo) y alrededor de 70% del valor agregado en la economía nacional, hacia 2010 aún no había estrategias ni conceptos claros para su desarrollo. Por el contrario, los servicios suelen ser considerados un lastre para la economía «real», en términos de producción manufacturera. En muchos aspectos, la única política dirigida al sector fue la de bajos salarios, porque se supuso que la demanda de servicios solo aumentaría con la caída de los precios relativos. Para generar más puestos en el único ámbito donde razonablemente cabía esperar un incremento del empleo, se impulsó la reforma, liberalización y desregulación del mercado laboral, que favoreció la creación de trabajo precario. El resultado de este proceso ha sido un muy bajo crecimiento de la productividad (incluso con valores negativos entre 2000 y 2005) en el sector de servicios, que, a la vez, tuvo su grado de responsabilidad en el lento crecimiento de la economía en su conjunto.

Competitividad versus crecimiento social

A primera vista, la economía alemana –especialmente su área exportadora– se benefició con la globalización: el país internacionalizó sus procesos de producción, tras lo cual surgió como resultado un sector industrial comparativamente sólido (en términos internacionales) y bastante amplio, junto a un sector de servicios relativamente pequeño. Sin embargo, un examen más detallado permite distinguir varios desarrollos problemáticos. Por ejemplo, debido a la gran dependencia de su industria exportadora, la economía alemana está muy expuesta a las crisis del exterior. Esto afecta no solo al sector bancario (que a raíz del colapso financiero global estuvo al borde del desastre y debió ser rescatado por el Estado), sino también a la economía real. Con una caída cercana a 5%, la evolución del crecimiento en Alemania durante 2009 fue una de las peores a escala internacional. Aunque el desempleo solo aumentó de manera moderada, los índices ocultaron una drástica caída en horas trabajadas como consecuencia de una reducción en las jornadas laborales.

Si se realiza un análisis a más largo plazo dentro del contexto internacional, la dinámica alemana en materia de crecimiento y empleo también resulta decepcionante. Debido a la dependencia del superávit exportador en desmedro de la demanda interna, el crecimiento fue bastante débil hasta 2005. Del mismo modo y a nivel comparativo, puede considerarse alarmante el crecimiento agregado de la productividad, que mostró valores bajos y en franco descenso. Las cifras de desocupación en Alemania se mantuvieron altas durante un periodo significativo, incluso antes de la crisis. Como consecuencia del avance del capitalismo financiero y de una política del mercado laboral que promovía empleos precarios, los salarios reales se estancaron. La desigualdad de ingresos y riqueza aumentó más rápidamente que en casi todos los demás países de la OCDE. Los sectores menos calificados, en particular, siguieron sin poder acceder al mercado laboral. Ya durante los años previos a la crisis, cada vez era menos la gente que se beneficiaba del desarrollo económico; las oportunidades de movilidad socioeconómica empeoraron, y el riesgo de pobreza (sobre todo a una edad avanzada) se incrementó. Estos graves problemas se convirtieron en una amenaza no solo para el futuro desarrollo económico, sino también para la cohesión social.

Durante los últimos años, el Estado también se retiró de muchas áreas vinculadas a la vida económica y social alemana. Esto se refleja en el desarrollo del gasto público en relación con el PIB, que poco antes de la crisis cayó a su valor más bajo desde la reunificación. Como consecuencia, el sector público tiene ahora uno de los niveles relativos más bajos de inversión y gasto para la formación inicial y continua, así como para infraestructura. El proceso mencionado ha obstaculizado la reciente evolución económica y socava la base del futuro crecimiento.

La presión fiscal también cayó drásticamente tras la aplicación de importantes recortes tributarios. Como resultado, el Estado dejó de recaudar (solamente en los últimos diez años) unos 350.000 millones de euros y se encuentra ahora en un nivel muy bajo en términos internacionales. Se supone que los recortes buscaban estimular la inversión entre las empresas privadas, pero no alcanzaron su objetivo. Lo que lograron, en cambio, fue reducir la capacidad redistributiva del sistema impositivo alemán. Dado que ya no existen fuertes gravámenes sobre el capital y los activos, solo se sigue acelerando la desigualdad en materia de ingresos y riqueza. Por su parte, los trabajadores que obtienen una remuneración, en especial aquellos de ingresos medios, sufren –también como consumidores– una presión cada vez más alta del impuesto agregado y la carga contributiva. Por consiguiente, el Estado alemán carece de recursos financieros para afrontar las tareas necesarias, principalmente en los niveles que deben realizar gran parte de la inversión pública, es decir, los estados federados y los municipios. Dentro de este contexto, ni siquiera pudo alcanzarse el objetivo de reducir la deuda pública, que creció incluso antes de la crisis (debido al largo periodo de bajo crecimiento económico y alto desempleo) y se agudizó a partir de los rescates fiscales aplicados para superar el actual conflicto.

La recuperación alemana posterior a 2009 se produjo gracias a los paquetes de estímulo económico implementados por los gobiernos y a las políticas monetarias claramente expansivas aplicadas por los bancos centrales en distintas partes del mundo. La suavización de las normas en el mercado laboral permitió elevar un poco los salarios nominales. Sin embargo, la economía alemana retornó a su modelo de crecimiento desequilibrado y orientado a las exportaciones. Cabe destacar que las bajísimas tasas actuales de interés real –definidas a partir de las bajas tasas de interés nominal y a una inflación levemente mayor– también promueven el crecimiento. No obstante, el «milagro económico posterior a la crisis» depende de la demanda europea y global, tal como ocurría en la etapa previa. Los países en desarrollo y emergentes, que hoy respaldan el repunte mundial, deben hacer frente al sobrecalentamiento de sus economías, a la entrada de capitales especulativos y a la amenaza que representan las burbujas en los precios de los activos. Tanto en Europa como a escala planetaria, hay grandes riesgos macroeconómicos y deficiencias en las políticas públicas, que dejan entrever la fragilidad de la recuperación y la injusta distribución de sus beneficios.

Lo más probable es que la economía alemana mantenga las tendencias actuales y que intente seguir siendo la principal productora mundial de equipos y automóviles de alta calidad. El acceso a los mercados de exportación (si es necesario, mediante una devaluación real) tendrá, como hasta ahora, la máxima prioridad. El ahorro de materias primas y el menor consumo de energía encajan con el patrón, ya que reducen costos. La producción de aparatos y vehículos de menor consumo también se ajusta al modelo, porque aumenta la competitividad no relacionada directamente con los precios del bien y favorece las exportaciones cuando los clientes se enfrentan a un incremento en el precio de la energía. En caso contrario, Alemania podría usar la falta de acuerdos globales como excusa y justificar así sus modestos esfuerzos a la hora de reducir las emisiones de CO2. No se puede descartar por completo que haya un resurgimiento importante en el campo de la energía nuclear, aunque por el momento eso continúa siendo muy improbable.

Una política mucho mejor, pero lamentablemente menos probable, consistiría en adoptar un nuevo modelo de crecimiento, tal como propuso la Fundación Friedrich Ebert (FES) en el marco de su proyecto «Crecimiento social». Este modelo se basa en la expansión de servicios como educación y salud, con una orientación hacia el consumo interno. Para apuntalar el concepto del lado de la oferta real, se necesita aumentar el empleo (en particular, de las mujeres) y la productividad (mediante la inversión en tecnologías de la información, activos intangibles y capital humano). En lo que respecta a la demanda, se debe promover una mayor redistribución a través del sistema impositivo; además, la presencia de salarios más altos aseguraría una demanda con mayor estabilidad y menor dependencia de las deudas. El crecimiento social sería ecológico, ya que los servicios requieren mucho menos consumo energético que la industria manufacturera. Este crecimiento orientado hacia adentro desactivaría la crisis en la eurozona, porque permitiría corregir los actuales desequilibrios con mayores importaciones y una anulación de la devaluación real.

Sitios web

Comisión Europea, Eurostat: http://epp.eurostat.ec.europa.eu/portal/page/portal/statistics/search_database.Consejo Alemán de Expertos Económicos (Sachverständigenrat zur Begutachtung der gesamtwirtschaftlichen Entwicklung, SVR): www.sachverstaendigenrat-wirtschaft.de/zr_deutschland.html.Fondo Monetario Internacional: Data and Statistics, www.imf.org/external/data.htm.Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD): www.oecd.org/statistics/.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 246, Julio - Agosto 2013, ISSN: 0251-3552


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