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Extremas derechas: entre el negacionismo y el ecofascismo


Nueva Sociedad 319 / Septiembre - Octubre 2025

Las extremas derechas han sido un elemento fundamental del crecimiento del negacionismo climático. Con la llegada al poder de Donald Trump en 2017 arrancó una segunda ola negacionista, que ya no se limita a think tanks sino que se sostiene en los gobiernos. Pero en las derechas radicales se encuentran también estrategias «retardistas» –que no niegan el cambio climático pero buscan frenar las acciones en su contra–, e incluso diversas expresiones de «ecofascismo».

Extremas derechas: entre el negacionismo y el ecofascismo
«Perfora, baby, perfora», uno de los lemas de campaña de Trump.

El negacionismo está en ascenso, como sostiene la investigadora italiana Donatella Di Cesare, autora de Si Auschwitz no es nada. Contra el negacionismo1. Sus expresiones son variadas, pues incluyen no solo la negación del Holocausto o el cambio climático (como antes fue el negacionismo de los impactos del consumo de tabaco sobre la salud humana), sino también la negación de la pandemia, el rechazo a las vacunas, la negación de los problemas que enfrentan los migrantes. El negacionismo no plantea una «duda constructiva», sino lo que Di Cesare llama una «duda hiperbólica». «Los negacionistas, que operan como ‘dobermans del pensamiento’, no preguntan inocentemente por una cifra, no tienen una duda real y una vocación de conocer más y mejor un fenómeno. Lo que hacen, en rigor, es instalar una duda que contiene en sí el planteo negacionista»2. En esa línea, bien podría decirse que el planteo negacionista de las derechas radicales busca reforzar la polarización asimétrica3, como parte de su estrategia de acumulación política. Por un lado, el negacionismo histórico amplió sus fronteras. Si en Europa aludía al Holocausto judío, el cual se niega o se tiende a relativizar, en América del Sur se aplica a las dictaduras militares de los años 70. No es casual que ambos negacionismos refieran a hechos cruciales cuyo proceso histórico y reconocimiento está en la base de las democracias actuales. Con ello se busca destruir la memoria y aspectos de la comunidad democrática que se ha construido en torno de ella, como sostiene Di Cesare. 

En suma, pensar que el negacionismo de las extremas derechas es exclusivamente climático es un error. Porque el negacionismo incluye también determinadas interpretaciones de la historia que, por lo general, aluden a hechos muy traumáticos, como masacres y genocidios. Esto sucede en Brasil y en Argentina, donde coexiste con el negacionismo histórico de las atrocidades cometidas por las últimas dictaduras militares de ambos países o, en su defecto, se busca aminorar su gravedad, equiparando los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado con los crímenes de las organizaciones armadas que actuaron en aquella época. 

La duda hiperbólica –la sospecha instalada sobre los científicos y las supuestas lagunas del conocimiento– también fue la base del negacionismo climático entre 1990 y 2000. Consiste en rechazar los resultados de la investigación científica y negar los orígenes antrópicos de la crisis climática, lo que se expresa en la negativa a implementar cualquier política pública nacional o internacional que apunte a la reducción y mitigación de los gases de efecto invernadero o a la adaptación al cambio climático. El negacionismo climático tiene como efecto liberar tanto a los Estados como a los individuos de la responsabilidad por la catástrofe ambiental. 

Dicho esto, hay que distinguir dos olas diferentes de negacionismo climático. La primera, nacida luego de la caída del Muro de Berlín en 1989, se extiende hasta los primeros años del siglo xxi; la segunda, desde 2015 en adelante, acompaña y alimenta la expansión de las extremas derechas. En su versión más clásica, el negacionismo responde a una matriz ideológica ultraliberal y conservadora que objeta el rol regulador del Estado y de las instituciones globales multilaterales. Tanto en problemáticas ambientales –negación del cambio climático– como sanitarias –negación de los efectos nocivos del tabaco sobre la salud humana–, la estrategia utilizada fue siempre la misma: rechazar, en nombre de la «libertad» individual y de mercado, cualquier intervención reguladora del Estado, instalando una duda hiperbólica casi siempre asociada a una hipótesis conspirativa o teoría del complot. 

El parteaguas de esta cruzada negacionista fue el gobierno republicano de Ronald Reagan (1981-1989), cuya política desreguladora abrió una brecha aún mayor entre los partidos Republicano y Demócrata respecto de estos temas4. Se crearon poderosas instituciones ligadas a las corporaciones fósiles que cooptaron a científicos marginales para incidir en el debate a escala internacional, negando las bases científicas del calentamiento global y oponiéndose a cualquier tipo de regulación que limitase las emisiones de gases de efecto invernadero. Para el ecomarxista Andreas Malm, se trató además de una máquina de negación para proteger un elemento de la ideología dominante contra la ciencia del clima, vinculada a varias fracciones del capital fósil5. Entre otras, la Coalición Global por el Clima (gcc, por sus siglas en inglés), muy activa entre 1981 y 2002, contó con el apoyo de la petrolera ExxonMobil. El caso de Exxon es paradigmático, dado que entre las décadas de 1970 y 1980, esta empresa contrató a calificados científicos para investigar el problema del calentamiento global, quienes confirmaron que este existía y estaba ligado a actividades humanas. Pese a estos resultados, la petrolera continuó asumiendo una posición negacionista e incluso contribuyó a evitar que Estados Unidos ratificara el Protocolo de Kioto, firmado en 1997. El ejemplo más conocido es el Instituto Heartland, fundado en 1984, un think tank neoliberal con sede en Washington financiado por donantes anónimos ligados a corporaciones fósiles y por fundaciones de extrema derecha vinculadas a Koch Industries, que desde 2008 organiza reuniones internacionales de escépticos y negacionistas del cambio climático. 

Los daños producidos por el negacionismo climático son incalculables y de larga duración. Ya en 1995, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (ipcc, por sus siglas en inglés) había llegado a la conclusión de que las actividades humanas (antrópicas) afectan el clima del planeta. Sin embargo, pese a la intensa campaña que estas fundaciones y empresas fósiles llevaron a cabo contra los científicos del clima para relativizar y difamar los informes del ipcc, hacia los primeros años del nuevo siglo el negacionismo comenzó a debilitarse. En 2006, se dio a conocer el documental Una verdad incómoda, del ex-vicepresidente estadounidense Al Gore, que tuvo gran repercusión mundial. Por otro lado, los movimientos por la justicia climática eran cada vez más fuertes, en especial en Europa, y accionaban en los espacios multilaterales para lograr nuevos acuerdos internacionales. De cara a esta realidad, varias corporaciones fósiles se retiraron de las fundaciones y entendieron que, al menos públicamente, lo mejor era apostar al greenwashing6.

Al fin, parecía que los planetas se alineaban. De ahí en más, ya nadie podría poner en duda el origen antrópico del cambio climático ni sus consecuencias sobre la vida en el planeta. Se abría así una nueva oportunidad, que la Conferencia de las Partes de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (cop) de París, realizada en 2015, aprovecharía para trazar una vía clara para la reducción de dióxido de carbono, a fin de no trasponer el límite de 1,5°c de incremento de la temperatura con relación al periodo preindustrial. Por supuesto que había desacuerdos acerca del horizonte temporal, puesto que la velocidad o el ritmo de estos cambios no se pueden prever del todo y varían de un país al otro. Pese a no ser de carácter vinculante, el Acuerdo de París fue firmado por 197 Estados que se comprometieron a presentar programas nacionales de reducción de emisiones. 

Sin embargo, el escenario internacional se complicó una vez más con el impulso que tomaron las extremas derechas antiglobalistas en Europa y, sobre todo, con la primera presidencia de Donald Trump en 2017. Arranca así la segunda ola negacionista, ya no digitada solamente desde los think tanks de las corporaciones fósiles y sus fundaciones, sino desde gobiernos y partidos de extrema derecha que negarán el cambio climático o su origen antrópico e impulsarán políticas públicas fósiles y de corte antiambiental. 

Esta revancha política del capital fósil redefinió el campo de batalla y logró adeptos impensados, a punto tal de debilitar a los movimientos ecologistas precisamente allí donde eran fuertes y tenían mayor incidencia política, como en Alemania, Dinamarca y Suecia. Como sostiene Malm, quien dirigió la investigación más completa sobre la relación entre etnonacionalismos y negacionismo climático, para los partidos de extrema derecha el apocalipsis no es el clima, «un engaño de los comunistas», como alega Trump. El verdadero apocalipsis es la invasión de extranjeros no blancos en sus países7. No es casual que ambos tópicos, el rechazo del cambio climático y la afirmación del peligro migratorio, aparezcan de modo obsesivo. Según Mark Steyn, autor de American Alone, los musulmanes y los movimientos climáticos supuestamente comparten una mirada anclada en la «reprimitivización» del planeta, pues ambos «detestan a Occidente» y criticarían la modernidad8

En esa línea, las extremas derechas rechazan la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible, trazada en el Acuerdo de París, donde se detallan 17 objetivos para reducir la pobreza, lograr un planeta saludable, disminuir las desigualdades de género, erradicar el hambre y crear empleo decente. Nada a lo que alguien medianamente sensato podría oponerse. Pero tampoco hay que engañarse: más que un plan de acción global, la Agenda 2030 es una declaración de principios. En definitiva, el problema no son sus objetivos sino los espacios multilaterales que proponen una gobernanza ambiental mundial9 y se instalan así en una esfera que, para las derechas radicales, es de atribución exclusiva de los Estados nacionales. Por eso, para ciertas corrientes europeas estratégicamente más «sensibles» a la crisis ambiental, la fórmula será «nacionalizar» la cuestión. 

De este lado del Atlántico, sin duda, Trump (2017-2021 y desde 2025) y Jair Bolsonaro (2018-2022), como ahora Javier Milei en Argentina (desde 2023), muestran hasta dónde pueden llegar las extremas derechas con sus políticas negacionistas. No es solo el hecho de retirarse de las negociaciones multilaterales (cop, Acuerdo de París), sino principalmente el desmontaje sistemático de la legislación ambiental y energética nacional y el impulso redoblado que toman los combustibles fósiles. Fiel a su concepción fósil de la economía, apenas asumió en 2017, Trump volvió sobre las medidas de su predecesor Barack Obama y firmó la orden ejecutiva «para promover la independencia energética y el crecimiento económico». En esa línea, desmanteló el Plan de Energía Limpia (que ponía límites a las plantas de carbón e impulsaba nuevas exigencias de eficiencia y reducción de emisiones de vehículos automotores), desreguló la industria fósil, nombró como funcionarios a numerosas personas vinculadas a ella y, por supuesto, tal como había prometido, salió del Acuerdo de París10

En los primeros seis meses, Trump lanzó la iniciativa America First (eeuu primero); el componente energético de su estrategia global no solo era independizarse de Oriente Medio y conseguir la soberanía energética, sino lograr el «dominio energético» basado en la explotación de hidrocarburos no convencionales extraídos a través del fracking. Todo acompañado por una política antiambiental, que se extendió a la cancelación del lenguaje ambiental: «Desaparecieron las referencias al cambio climático y se alteró la forma en que los temas ambientales eran abordados en las páginas web de estas instituciones gubernamentales, comenzando por la Casa Blanca»11.

Muchas páginas web sobre estos temas desaparecieron de la noche a la mañana, lo que impidió el acceso a la información pública. En otras, «cambio climático» fue sustituido por conceptos como «sustentabilidad» o «resiliencia». Después de un año en que eeuu fue golpeado con particular intensidad por desastres naturales asociados al cambio climático, la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (fema, por sus siglas en inglés) eliminó esta cuestión de su plan estratégico. 

Algo similar sucedió con Bolsonaro. Para el entonces ministro de Relaciones Exteriores de Brasil, Ernesto Araújo: «La izquierda secuestró la causa ambiental y la pervirtió hasta el paroxismo, estos últimos 20 años, con la ideología del cambio climático, el climatismo. (...) El climatismo es simplemente una táctica globalista para instilar el miedo, para obtener más poder»12

Así, el negacionismo fue también la excusa para atacar el «globalismo», asociarlo con un «neoimperialismo» representado por las organizaciones multilaterales y afirmar así un lenguaje soberanista –poco creíble– en relación con la Amazonia13. También se implementó una política acelerada de flexibilización ambiental y desmantelamiento de las leyes vigentes. Las organizaciones públicas encargadas de poner en obra la política ambiental –vigilancia, protección, fiscalización– fueron desestructuradas financiera y administrativamente en nombre de la desburocratización. El presupuesto del Ministerio de Medio Ambiente fue recortado en 25% y la Secretaría de Cambio Climático fue suprimida. Además, la Amazonia sufrió la peor deforestación desde 2008 y los peores incendios. Es muy recordado el «día del fuego», celebrado por ganaderos y otros productores saliendo a hacer las quemas. 

Por otro lado, la supresión de órganos de fiscalización y control estatal, sobre todo en relación con la Amazonia, afectó muy particularmente a los pueblos indígenas. El proceso de demarcación de tierras indígenas fue judicializado y llegó hasta la Corte Suprema de Justicia. No por casualidad los pueblos indígenas se convirtieron en los principales opositores al gobierno de Bolsonaro, junto con el mundo de la cultura. Apropiación de tierras indígenas, deforestación, minería ilegal, interrupción de suministros de alimentos y medicamentos; al menos 570 niños del pueblo yanomami murieron bajo el gobierno de Bolsonaro por desnutrición o malaria, entre otros problemas de salud. Los indígenas aseguran que más de 20.000 mineros ilegales, conocidos como garimpeiros, entraron a su territorio a partir de 2019. Roraima, la zona en disputa, fue declarada en emergencia sanitaria recién en 2023, con la tercera presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva. «La Amazonia es una zona muy rica. En Roraima hay una tabla periódica bajo tierra», había expresado Bolsonaro14, quien hoy enfrenta una acusación por incitación al genocidio, tratada por el Supremo Tribunal de Justicia desde 2023.

Entre el discurso dilatorio y el ecofascismo

Antes de las elecciones de junio de 2024, había en la Unión Europea 21 partidos de extrema derecha representados en el Parlamento en Bruselas; hoy son el doble, con unos 200 diputados15. Estos votan regularmente en contra de políticas ambientales y energéticas –dos de cada tres, según un estudio citado–16. Ahora bien, el Pacto Verde Europeo es una política de Estado, a escala regional, e incluye un paquete importante de financiamiento orientado a la transición energética. Esto hace que los partidos de extrema derecha no puedan evitar hablar y debatir sobre la crisis climática. Además, se torna cada vez más difícil negar el impacto del cambio climático ante eventos extremos, como inundaciones, olas de calor o, más recientemente, la dana que arrasó con varias zonas de Valencia, un fenómeno meteorológico exacerbado por la crisis climática y la ausencia de alertas tempranas. 

Sin embargo, cuando estos partidos acceden a cargos ejecutivos en diferentes regiones –como sucede con Vox en España–, se resisten a implementar las políticas públicas propuestas o bien a obedecer la Ley Europea del Clima. Se produce así el giro hacia el negacionismo interpretativo, pues se reconoce que el cambio climático existe, pero se lo minimiza o se distorsionan sus causas. Tal es así que en investigaciones académicas se habla de un cambio de táctica de las extremas derechas y un giro hacia un discurso «retardista» o «dilatorio», que busca nacionalizar la problemática ambiental, reivindicando la «inocencia nacional» o la falta de responsabilidad frente a otros países más contaminantes y rechazando la «ecología punitiva»17

Este discurso dilatorio es posterior a la expansión de movimientos juveniles como Fridays for Future [Viernes por el futuro], surgido en 2018 como militancia estudiantil contra el calentamiento global y cuya referente más conocida es la activista sueca Greta Thunberg. Se trata de un discurso que articula diferentes estrategias, en apariencia contradictorias, como muestra un estudio realizado por la Universidad de Cambridge18. Por un lado, acompaña el tecnooptimismo, que suele apostar al business as usual; por otro, enfatiza los efectos negativos de las políticas climáticas sobre el nivel de vida de la sociedad. 

Este tipo de discursos sobre los impactos negativos en el nivel de vida de la sociedad apela a los miedos, sobre todo de las clases medias y bajas, miedos que son en parte fundados ya que en el marco de políticas de transición esos sectores suelen ser los más perjudicados. Ahí está el ejemplo aleccionador de los «chalecos amarillos», el movimiento social que irrumpió en Francia en 2018 contra un aumento del impuesto a los combustibles con una justificación ambiental, bajo el gobierno de Emmanuel Macron, quien mientras penalizaba a sectores medios y medios bajos establecía políticas fiscales para bajarles los impuestos a los más ricos. 

Por otro lado, en la extrema derecha han surgido sectores ecofascistas que plantean la necesidad de responder a las demandas de un electorado potencial sensible a la crisis climática. El partido que picó en punta fue el de Marine Le Pen, que hacia 2000 abandonó el negacionismo para incorporar temas ambientales; una nueva impostación que algunos llaman ecobordering, pues propone cerrar las fronteras con la excusa de la ecología. El ecobordering o ecofrontera sostiene que la inmigración es una amenaza para el ambiente local o nacional ante la escasez de bienes naturales y la creciente contaminación. Arraigo a la tierra, supremacismo blanco-occidental y ambientalismo son los tres elementos claves. «Si se es nómada, no se puede ser ambientalista», expresó alguna vez Marine Le Pen, mientras su delfín Jordan Bardella manifestaba que «las fronteras son el mejor aliado del ambiente; es a través de estas como salvaremos el planeta»19. El ecofascismo deviene así en una suerte de proteccionismo ambiental a escala nacional que continúa negando la asociación entre capitalismo y crisis climática, pero busca responsabilizar a la inmigración masiva, los «vándalos ambientales», que serían lo opuesto a los «custodios nativos»20. El ecofascismo no solo no es algo nuevo, sino que además pone en duda la idea generalizada de que la ecología está exclusivamente en sintonía con una ideología progresista. Existe una corriente malthusiana asociada a la ecología que, ante la finitud de los recursos, ve en la sobrepoblación el mayor problema ambiental. Asimismo, en sus orígenes, la ecología se insertó en un cuadro reaccionario, vinculado a la simbiosis entre sociedad humana y ambiente natural, donde podía leerse un rechazo a la modernidad, la revolución burguesa, el liberalismo, el laicismo y la vida contaminada o corrupta de las ciudades como opuestos al tradicionalismo rural. 

La serie inspirada en la novela El cuento de la criada, de Margaret Atwood, retrata con una estética de la crueldad un régimen teocrático y ecofascista. Sin embargo, sin necesidad de recurrir a la ficción, cabe recordar que la Alemania nazi fue el terreno propicio donde se desarrollaron las bases de un ecofascismo anclado en la teoría del Lebensraum, el espacio vital, la tesis del suelo y la sangre en la que convergían nacionalismo y racismo. No hay que olvidar que Adolf Hitler era vegetariano y Hermann Göring, animalista; por su parte, Heinrich Himmler había creado, en el campo de concentración de Dachau, una gran extensión de tierras de regadío donde los prisioneros realizaban trabajos forzados. El nombre que la macabra imaginación de las ss le dio a esta empresa agrícola fue «jardín de herbolaria». Himmler también promovía la creación de una «medicina popular» naturista, un proyecto de gran prestigio en la política sanitaria del nacionalsocialismo. 

Sin embargo, el ecofascismo aparece como una «modalidad organizativa del pensamiento ecológico más reaccionario», antes que como un movimiento organizado21, y es utilizado por extremas derechas como Reagrupamiento Nacional en Francia, el Partido Nacional Suizo (disuelto en 2022) y el Partido Nacional Británico, que dice ser «el único partido verde de Europa». En 2024, surgió un partido de extrema derecha ecologista en Rumania que, a todo lo dicho, suma una perspectiva anticolonial al posicionarse como país periférico –«un lugar que no importa»– y celebra al «auténtico campesino rumano»22

El término «ecofascista» se difundió en los medios luego de que un etnonacionalista australiano, que se autoidentificó como tal, atacara en 2019 dos mezquitas en Christchurch, Nueva Zelanda, asesinara a 51 personas y dejara un tendal de 40 heridos. Poco después hubo un atentado similar en el supermercado Walmart de El Paso, en eeuu, contra personas de origen mexicano, y el asesino hizo un alegato ecofascista difundido en internet donde declaraba que «el nacionalismo verde es el único nacionalismo» y concluía: «No hay conservadurismo sin naturaleza, no hay nacionalismo sin ambientalismo. Nacimos de nuestras tierras y nuestra propia cultura fue moldeada por nuestras tierras. La protección y preservación de estas tierras tiene la misma importancia que la protección y preservación de nuestros ideales y nuestras creencias. No hay tradicionalismo sin ambientalismo»23

Estas manifestaciones ecofascistas retoman la teoría complotista del reemplazo poblacional, tan en boga en Europa, y suponen una adaptación de la problemática ambiental en términos de nacionalización, negando sus rasgos globales y su conexión con la dinámica capitalista. Su accionar, aunque aislado, no escapa a la preocupación de un movimiento y un activismo ambientales que, en líneas generales, son progresistas. En su libro En llamas, Naomi Klein escribió: «Lo que yo me temo es que, a menos que la forma en que nuestras sociedades afrontan la crisis ecológica cambie significativamente, seremos testigos con mucha más frecuencia de este tipo de ecofascismo supremacista blanco, convertido en una racionalización rabiosa de la negación de asumir nuestras responsabilidades climáticas colectivas»24.

Existen distintas variantes de la extrema derecha, aunque todas comparten la estrategia de la polarización asimétrica como lógica de construcción política. Más allá de que algunas se moderan cuando llegan al poder y otras se radicalizan, la invalidación del otro es menos una cuestión retórica que el signo de un «cambio de época»; no es tanto un «techo» como un «piso», ya que augura un cambio de régimen, un horizonte en expansión hacia regímenes antipluralistas o iliberales que buscan consolidar un modelo autocrático de poder. Así, el proyecto de las extremas derechas apunta a la fascistización de la sociedad, que ante la envergadura de la policrisis y el derrumbe de las certezas, se refugia en imágenes de un pasado glorioso y feliz, en una utopía neorreaccionaria. 

Asimismo, como hemos visto, es preocupante la utilización de las nuevas tecnologías de compilación y análisis de datos para capturar y canalizar los sentimientos más extremos, y en especial el modo en que las derechas radicales –los ingenieros del caos– hacen uso de ellas. Por último, en su alianza con los ceo y los multimillonarios, las derechas radicales expresan lo que he dado en llamar un «pancapitalismo del fin», que exacerba aún más el capitalismo extractivista y la supresión de derechos y acelera así la policrisis civilizatoria. 

En el marco del agravamiento de la crisis climática, las extremas derechas no solo ensayan nuevas formas de negacionismo, sino que incluso abren la puerta a un ecofascismo bajo formatos nacionalistas que expresa el rechazo feroz a un régimen climático de gobernanza global. Ciertamente, las propuestas ecofascistas comparten con las soluciones globalistas una mirada optimista del cambio tecnológico como medio para resolver la crisis climática, pero proponen a rajatabla una nacionalización de la cuestión ambiental, que invierte las responsabilidades y conlleva el racismo y la exclusión. La utopía reaccionaria y la refosilización del sistema que promueven las derechas radicales constituyen un salto sin escalas al capitalismo del caos y el choque con las fronteras planetarias. 

Por último, el telón de fondo de este proceso es que las fuerzas progresistas y las izquierdas institucionales se han quedado sin imaginario político transformador. Lejos de apostar a propuestas de transformación radical y a acciones transversales en términos de justicia, no solo han avalado el proceso de profundización de las desigualdades, sino que incluso hay quienes, ante la embestida derechista, retroceden todavía más en términos político-sociales y facilitan de este modo el camino más directo de acceso al poder para las extremas derechas.

Nota: este artículo es un extracto, con leves modificaciones, del libro Policrisis. Cómo enfrentar el vaciamiento de las izquierdas y la expansión de las derechas autoritarias, Siglo XXI, Buenos Aires, 2023.

  • 1.

    Katz, Buenos Aires, 2023.

  • 2.

    Mariano Schuster: «¿Qué es y cómo opera el negacionismo? Entrevista a Donatella Di Cesare» en Nueva Sociedad edición digital, 5/2023, disponible en www.nuso.org.

  • 3.

    Configuración política bipolar que no se ejerce por igual desde ambos polos, marcada por un discurso antipluralista y una práctica política agresiva, de abierta invalidación del otro.

  • 4.

    Naomi Oreskes y Erik M. Conway: Los mercaderes de la duda, Capitán Swing, Madrid, 2018.

  • 5.

    A. Malm: Piel blanca, combustible negro. Los peligros del fascismo fósil, Capitán Swing, Madrid, 2024.

  • 6.

    El término greenwashing o «lavado de imagen verde» es una estrategia de marketing utilizada por las empresas para dar la impresión de que son respetuosas del ambiente. A través de promesas y campañas que exageran o distorsionan la realidad de sus prácticas ambientales, buscan ganar la confianza de los consumidores y mejorar su imagen pública.

  • 7.

    A. Malm: ob. cit., p. 63.

  • 8.

    Ibíd., p. 87.

  • 9.

    Incluso el Acuerdo de París contempla el poder decisorio de los Estados nacionales en el proceso de reducción de las emisiones de dióxido de carbono.

  • 10.

    Edgardo Lander: «La sostenibilidad de la vida puesta en jaque por el gran capital. Estrategias de la industria de combustibles fósiles y capitales asociados para manipular las políticas ambientales y la opinión pública» en Karin Gabbert y Miriam Lang (eds.): ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina? Feminismos y re-existencias en tiempos de oscuridad, Fundación Rosa Luxemburgo / Abya Yala, Quito, 2019.

  • 11.

    Cit. en E. Lander: ob. cit., p. 149.

  • 12.

    E. Araújo: «Sequestrar e perverter» en Metapolítica, 12/10/2019.

  • 13.

    Miguel Urbán: Trumpismos neoliberales y autoritarios, Verso, Barcelona, 2024, p. 188.

  • 14.

    Frédéric Louault: «La política ambiental del gobierno de Bolsonaro» en Les Études du CERI, 2020.

  • 15.

    Estos partidos se agrupan en bloques: Conservadores y Reformistas Europeos, Patriotas por Europa y Europa de las Naciones Soberanas.

  • 16.

    M. Urbán: ob. cit., p. 189.

  • 17.

    María Elorza, Michele Bertelli y Martín Vrba: «vox y su discurso retardista: así intenta frenar la acción climática» en Climática, 29/12/2023; Stéphane Mandard: «Marine Le Pen oppose son ‘ecologie nationale’ à ‘l’écologie punitive’ d’Emmanuel Macron» en Le Monde, 15/4/2022.

  • 18.

    William F. Lamb et al.: «Discourses of Climate Delay» en Global Sustainability vol. 3, 2020.

  • 19.

    «Qu’est-ce que ‘l’ecobordering’, cette notion brandie par l’extrême droite qui veut enraciner les individus dans leur terre» en Radio France, 9/3/2024.

  • 20.

    Francesca Santolini: Ecofascisti. Estrema destra e ambiente, Einaudi, Milán, 2024.

  • 21.

    Ibíd.

  • 22.

    Mihaela Mihai y Camil Ungureanu: «Rumania: una extrema derecha ecologista, cristiana y ‘anticolonial’» en Nueva Sociedad edición digital, 11/2024, disponible en www.nuso.org.

  • 23.

    Cit. en Eduardo Santana C.: «Ecofascismo y terrorismo antimexicano» en Nexos, 16/8/2019.

  • 24.

    N. Klein: En llamas, Paidós, Madrid, 2021, p. 64.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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