Cristianos y de izquierda
Nueva Sociedad 317 / Mayo - Junio 2025
Una nueva generación de creyentes se inspira en la Biblia y en sus interpretaciones no occidentales para luchar contra la miseria, la colonización y la destrucción de los ecosistemas. Su propósito es restablecer el vínculo entre la vida espiritual y la existencia concreta de las personas.

El cristianismo social, aunque debilitado, no ha muerto. Una nueva generación de creyentes se inspira en la Biblia y en lecturas no occidentales para actuar contra la pobreza, la colonización y la destrucción de los ecosistemas, y se propone retejer el vínculo entre la vida espiritual y la existencia concreta. Paul Colrat enseña Filosofía en Beirut; es autor de Platon, sauver la cité par la philosophie [Platón, la salvación de la ciudad por la filosofía] (Classiques Garnier, París, 2023). Foucauld Giuliani es profesor de Filosofía en París, autor de La vie dessaisie [La vida desposeída] (Desclée de Brouwer, París, 2022). Anne Waeles-Amieux es periodista independiente y autora de Simone Weil au royaume des oublieux [Simone Weil en el reino del olvido] (Les Petits Platons, París, 2022). Forman parte del colectivo Anastasis y publicaron La communion qui vient. Carnets politiques d’une jeunesse catholique [La comunión que viene. Cuadernos políticos de una juventud católica] (Éditions du Seuil, París, 2021). En esta entrevista conjunta, expresan su objetivo de combinar el catolicismo con una voluntad de cambio radical.
La lectura que ustedes hacen de los diez mandamientos es menos moral que política y nos invita a salir «de la casa de la esclavitud» (Éxodo 20:2). ¿Dónde está hoy esta casa?
La ley transmitida por Moisés, que comienza con los diez mandamientos y continúa en el libro del Éxodo y luego en el Deuteronomio con un conjunto de preceptos más detallados, es política desde su origen. Esta ley es indisociable de la experiencia de esclavitud de los hebreos en Egipto y de la violencia genocida del faraón, vinculada a un impulso nacionalista, que constituye un contraejemplo de esta ley divina transmitida por Moisés en el desierto. El pueblo hebreo se libera de la esclavitud y de la violencia para acceder a una forma de vida política verdaderamente emancipadora.
La ley de Moisés invita a un cambio en la relación entre opresor y oprimido, más que a una inversión del equilibrio de poder: «No humilléis ni oprimáis al extranjero, porque extranjeros fuisteis vosotros en Egipto» (Éxodo 22:20).La ley se basa en la autoridad de esta experiencia vivida para ordenar a los hebreos, que habían salido de la esclavitud, que respetaran la dignidad de todo ser humano. Por ejemplo, mediante la exigencia del shabat, que permite a todos, independientemente de su estatus, disfrutar de momentos periódicos de descanso, sin que ningún individuo esté permanentemente sometido al trabajo, a diferencia del modelo que separaba a los esclavos-trabajadores extranjeros y a los hombres libres egipcios, que podían disfrutar de actividades de ocio. En el capítulo 25 del Levítico encontramos también el imperativo de condonación de deudas cada 50 años, la prohibición de los préstamos con interés, el descanso regular de las tierras cultivadas y el rechazo de la apropiación exclusiva de la tierra: «¡La tierra no puede enajenarse irrevocablemente, porque la tierra es Mía! Vosotros no sois más que residentes y extranjeros para Mí» (Levítico 25:23).
Los males políticos contra los que se eleva la ley del Éxodo y el Levítico atraviesan la historia hasta nuestros días. Pero adoptan formas diferentes y están exacerbados por estructuras sociales como el capitalismo o la colonización: el acaparamiento de tierras y recursos naturales por intereses privados, la especulación financiera, las relaciones de opresión que explotan a poblaciones enteras en trabajos alienantes, mal pagos y realizados en condiciones indignas, los nacionalismos que identifican a las poblaciones migrantes como chivos expiatorios... De manera más general, todas las relaciones de opresión en las que la comodidad de unos se consigue a costa del respeto de la dignidad de los otros son «casas de esclavitud», que alienan conjuntamente a oprimidos y opresores.
Ustedes combinan los grandes nombres del pensamiento cristiano «occidental» con referencias más recientes a las teologías no europeas de la liberación y a la Black theology o teología negra. ¿Qué aporta este descentramiento, si es que de eso se trata?
Toda teología es contextual. Mostrarlo es una de las principales aportaciones de las teologías de la liberación. Una teología cristiana desarrollada en Occidente, especialmente en el contexto de la alianza entre el cristianismo y el Imperio Romano, que hizo del cristianismo una verdadera religión de Estado, depende necesariamente de la relación de fuerzas en la que se inscribe, en lo que respecta a su lectura de la Biblia. Pero la tradición cristiana no puede reducirse a una tradición occidental o a una teología del Imperio, ya que muchos teólogos desarrollaron su doctrina desde los márgenes. Los teólogos de la liberación demuestran que el contexto en que se enuncia una teología tiene una gran influencia en el contenido de esa teología. La primera teología de la liberación, surgida en América Latina en el contexto de las dictaduras neoliberales de los años 70, se formuló a partir de las experiencias de las clases populares latinoamericanas, que leían la Biblia como un mensaje de emancipación indisociablemente espiritual y político.
De hecho, justamente a partir de su experiencia situada pueden entender la Biblia como un mensaje dirigido prioritariamente a las poblaciones oprimidas (una enseñanza que la doctrina social de la Iglesia católica retomaría en la idea de la «opción preferencial por los pobres») y pensar en la salvación como una promesa a la vez espiritual y material. Las teologías occidentales que han concebido la salvación como una noción únicamente espiritual, resaltando la promesa de una vida eterna después de esta vida terrestre, en la que se aboliría el sufrimiento, y proponiendo a los fieles que soporten pacientemente los males sufridos aquí en la tierra a la espera de esa redención final, se revelan cómplices de las relaciones de dominación y opresión que permiten así mantener e incluso legitimar. Una teología espiritualista que pretende hacer una distinción entre las realidades espirituales y temporales no es en absoluto apolítica; es una teología que no llama a los poderosos a renunciar a sus empresas destructivas y los mantiene en la ilusión de que se puede ser buen cristiano siendo nacionalista o rico, y que mantiene a los oprimidos en su alienación.
A este respecto, llama la atención que estas teologías espiritualistas ignoren las numerosas referencias de la Biblia a la justicia, reduciendo la vida cristiana a una moral que no juzga o a una paz entendida como rechazo a ver las relaciones de poder. Sin embargo, la Biblia está llena de llamamientos a la justicia, algo a lo que están atentas las teologías de la liberación. Por ejemplo, en la oración formulada por María cuando se entera de que está embarazada de Jesús y cuando anuncia lo que es la obra liberadora de Dios: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lucas 1:52).
La teología de la liberación latinoamericana es inseparable de una praxis: se desarrolla en el seno de «comunidades eclesiales de base», pequeños grupos de cristianos que leen la Biblia a la luz de sus condiciones de vida sociales, políticas y económicas y de sus experiencias singulares. Tratan de organizarse colectivamente para responder a las necesidades materiales de la existencia (por ejemplo, llevando agua al barrio popular donde viven), para luchar políticamente por la justicia social (por ejemplo, mediante la resistencia a la dictadura de Augusto Pinochet en Chile) y para alimentar su vida espiritual común siguiendo a Cristo y meditando juntos sobre lo que la Biblia los invita a hacer en lo concreto de sus existencias. Así pues, este movimiento teológico también permite hacer hincapié en la dimensión colectiva de la liberación tematizada en la Biblia, que es bien visible en el Antiguo Testamento, donde Dios libera a un pueblo, que ha sido dejada de lado por las teologías occidentales en favor de una forma de liberación individual que va de la mano con una reducción a su dimensión espiritual.La tradición y el método de la teología de la liberación han sido retomados en otros lugares, donde otros cristianos oprimidos han intentado leer su situación política a la luz de la Biblia y articular de forma coherente la acción política y social, la oración y el pensamiento. La Black theology [teología negra] es otra teología de la liberación, surgida en el contexto de la segregación racial en Estados Unidos y el apartheid en Sudáfrica.
En Palestina, desde la primera intifada (1987-1993) ha surgido entre los cristianos palestinos una teología de la liberación, en respuesta a la colonización y el apartheid instaurados por el Estado de Israel, pero también a lo que ellos llaman la «Nakba de la fe»1. Los textos religiosos del Antiguo Testamento relativos a la «tierra prometida» y a la alianza de Dios con el pueblo de Israel son instrumentalizados por las teologías sionistas cristianas y judías para legitimar la apropiación de las tierras palestinas o la destrucción del pueblo palestino, asimilado a los enemigos bíblicos de Israel, como los amalecitas. También en este caso, la teología de la liberación palestina se opone a otra teología, asimismo contextual, que es la teología sionista cristiana, muy presente en las iglesias evangélicas estadounidenses y que desempeña un papel importante en la alianza de eeuu con la política genocida de Benjamin Netanyahu. La teología de la liberación palestina también sirve de espejo a las teologías cristianas europeas y francesas que no son belicistas como la teología sionista, pero tienen una predisposición a equiparar a los oprimidos con los opresores negándose a hacer una lectura política de las relaciones entre Israel y los palestinos, que proponen una lectura moral del «conflicto» como si fuera el resultado del odio entre dos pueblos, y que nos invitan a rezar por la paz sin hablar de justicia. Sin tener en cuenta otras expresiones identitarias cristianas que defienden incondicionalmente a Israel en nombre de una supuesta guerra de civilizaciones entre un bloque judeocristiano y un bloque musulmán.
Las teologías feministas y queer, que empezaron a surgir en los años 60, también pueden considerarse teologías de la liberación. Aportan una renovación de la exégesis bíblica y nos permiten percibir hasta qué punto las expresiones teológicas autorizadas surgen de una mirada exclusivamente masculina que puede ser fácilmente patriarcal y heteronormativa.
El reto para nosotros es formular una teología emancipadora, capaz de estar atenta a los llamados de la Biblia a abandonar los privilegios y a partir de la experiencia de las poblaciones más oprimidas para abrirse a una salvación integral, mientras escribimos desde el centro del mundo occidental y desde una posición privilegiada.
Dorothy Day (1897-1980) los inspira particularmente. ¿Quién era?
Dorothy Day procedía de una familia estadounidense de clase media, de origen episcopaliano y con un estilo de vida relativamente poco practicante y politizado. Sensible a la injusticia, pronto se sintió atraída por el activismo militante. Por ejemplo, hizo campaña por el sufragio femenino, lo que la llevó a la cárcel. Estuvo próxima a círculos anarquistas, comunistas y socialistas. Su juventud fue un periodo de agitación intelectual y política.

Hacia finales de los años 1920, atraviesa una fase de duda y agotamiento y da un giro religioso: siente una necesidad creciente de rezar, de establecer su acción militante en la confianza en un amor divino y creador experimentado en la figura de Cristo. Su conversión no fue una iluminación repentina, sino un camino gradual. Su autobiografía, The Long Loneliness [La larga soledad]2, da cuenta entonces de un cierto aislamiento. Pidió el bautismo para su hija y luego para sí misma. A lo largo de su vida, permaneció apegada a los sacramentos, que lee interpretándolos como signos visibles del amor de Dios.
Dorothy Day se inclina hacia el catolicismo porque, en los eeuu de los años 20, le parece que es la religión de los excluidos: inmigrantes italianos e irlandeses, obreros, etc. Ve a la Iglesia católica como la iglesia de los pobres, que es de hecho lo que tanto le gustaba de ella al papa Francisco3. Por otra parte, es internacionalista, preocupada por lo universal, aunque desconfiaba del sistematismo marxista y de los instrumentos de poder que pretenden organizar el mundo, pero que en realidad legitiman la dominación del hombre sobre el hombre: el Estado-nación y el capitalismo. En un famoso artículo contra el imperialismo y el servicio militar universal, en abril de 1948, llega hasta a describirse a sí misma como un-American: la fidelidad a Cristo y al Dios del Evangelio debe primar sobre otras pertenencias4. Sin embargo, Day sigue siendo crítica de la institución eclesiástica. Su vida está salpicada de discusiones a veces conflictivas con ciertas autoridades religiosas que la consideraban demasiado radical.
En 1932, tiene un encuentro decisivo con Pierre Maurin. Este inmigrante, intelectual y campesino del sudoeste de Francia se interesa mucho por la doctrina social de la Iglesia. Está convencido de que el cristianismo auténtico debe contribuir al derrocamiento del orden capitalista y sueña con crear comunidades de convivencia, ayuda mutua social y educación política.
De ese encuentro surge el periódico The Catholic Worker [El trabajador católico], que tiene un rápido éxito, hasta el punto de vender cientos de miles de ejemplares. El periódico aboga por la solidaridad con los más necesitados, denuncia la explotación y la alienación del trabajo y hace campaña contra el imperialismo y el racismo (en 1957, Day escapó por poco de un intento de asesinato a tiros por su compromiso con la igualdad racial). Muchas personas piden ayuda a los redactores del periódico. Se establecen entonces houses of hospitality, que son casas de acogida, para satisfacer esta necesidad5. En un contexto de crisis, su número se eleva a varios centenares. Day elige vivir en una casa de Nueva York, donde pasa la mayor parte del tiempo organizando la vida comunitaria, movida por un profundo sentido de la dignidad de las personas acogidas: «No debemos acoger al desgraciado porque Cristo nos lo diga, sino porque es Cristo en persona»6. Para Day, lo esencial es progresar individual y colectivamente en la práctica del amor a Dios y al prójimo: «Solo podemos amar a Dios si nos amamos unos a otros, y para amarnos unos a otros debemos conocernos en el partimiento del pan. Nunca más estamos solos. El cielo es un banquete, incluso con un mendrugo de pan, cuando hay camaradas. Todos hemos conocido largas soledades y hemos aprendido que el único remedio, la única solución, es el amor, y que el amor viene con la comunidad». Cada casa conserva su autonomía, su originalidad y su capacidad de iniciativa, pero se consulta sobre las acciones a emprender. Las casas se conciben como canales de acción política. Así, por ejemplo, durante la Guerra de Vietnam o el movimiento por los derechos civiles, se pusieron en marcha allí manifestaciones y acciones de desobediencia civil.
Day es destacada por su intento de aunar una fe devota, un compromiso social radical y posturas políticas a menudo clarividentes. Apoya a los marginados de su tiempo. No se distancia de las personas de carne y hueso, sino que vive en comunidad, solidaria de hecho con seres magníficos, pero también con seres heridos que reclamaban su atención y la ponían a prueba: «En ciertos momentos, fue duro y terrible; nuestra misma fe en el amor fue sometida a una prueba de fuego». Convencida de que todos somos falibles y pecadores, Day se niega a perder la confianza en la humanidad. Cada uno de nosotros tiene una dignidad y un don que cultivar y que puede ofrecer a los demás. Sin embargo, la comunidad nunca es para ella una realidad cerrada, autosuficiente y estable, sino una realidad con un equilibrio precario, en constante creación y expansión, que debe dar cabida a los más débiles y no aislarse de los acontecimientos históricos externos. Una comunidad no es cristiana en sí misma; es la comunión evangélica –en la medida en que nutre y puede convertir a una comunidad al bien– la que es cristiana. La comunión envuelve y trasciende simultáneamente los límites del mundo, se ofrece a todos; es material y espiritual, histórica y mística, temporal y eterna. Es esta unión con Dios la que desemboca en lazos fraternales y acciones justas. Políticamente, la comunión es el internacionalismo. Por tanto, estamos en el extremo opuesto de una lógica sectaria.
Todo ello explica por qué nos hemos inspirado en Dorothy Day cuando ayudamos a crear el café-taller solidario Le Dorothy en el distrito 20 de París, a finales de 2017.
¿Se sienten más cerca del pensamiento de Dorothy Day que de la tradición francesa del cristianismo social?
Junto con Simone Weil (1909-1943) y Charles Péguy (1873-1914), el pensamiento de Dorothy Day nos inspira y nos nutre, aunque ello no nos impide estar ligados a la herencia multiforme del cristianismo social francés. Ninguno de nosotros creció realmente con esta tradición en el seno de su familia, sino que la descubrimos en nuestra juventud, a través de nuestro compromiso con asociaciones, encuentros, amistades, lecturas... Así, organizaciones de inspiración cristiana como Habitat et Humanisme [Hábitat y humanismo] y Secours Catholique [Socorro católico], por ejemplo, fueron importantes para algunos de nosotros en nuestra formación humana e intelectual. Sin embargo, formamos parte de una generación marcada por un cierto desvanecimiento de la presencia pública y política del cristianismo social, en línea con el declive demográfico del catolicismo y el resurgimiento de un catolicismo político muy a la derecha, como ilustra la candidatura de François Fillon en 2017 y, más recientemente, el relativo éxito de Éric Zemmour dentro de la burguesía católica conservadora7.
Sin dejar de reconocer que el cristianismo social ha dado sus frutos, creemos que es importante reavivar un cierto radicalismo teológico-político que pueda movilizarse en el contexto de una crítica de fondo al capitalismo contemporáneo. Estamos en la era del denominado «capitaloceno», de la amenaza que supone para la vida planetaria un sistema de producción destructivo, de la aceleración de las desigualdades, de la lucha imperialista global. Ya no es el momento de una regulación keynesiana del capitalismo. Se trata de pensar, aspirar a y practicar, en la medida de lo posible, otras formas de producción y uso de la tierra, otras formas de vida colectiva... No pretendemos ser revolucionarios perfectos ni tener llave en mano un programa de transformación social, pero sí creemos que cierta tradición cristiana ofrece recursos para pensar y actuar en esta línea. Por ejemplo, la noción del «destino universal de los bienes» que aparece en el corazón de la doctrina social de la Iglesia, que el papa Francisco menciona a menudo y que esboza un cierto comunismo cristiano: «Dios ha destinado la tierra y todo lo que ella contiene para el uso de todos los hombres, mujeres y pueblos, para que los bienes de la creación fluyan equitativamente a las manos de todos según la regla de la justicia. Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que sustente a todos sus miembros, sin excluir ni privilegiar a nadie». También es importante establecer vínculos con otras tradiciones y experiencias, tanto occidentales como no occidentales, como el movimiento de las zad8 y el zapatismo, por ejemplo.
Otro punto: allí donde el cristianismo social francés puede haber tendido a separar lo teológico de lo político, lo sagrado de lo profano, nosotros creemos que la continuidad entre ambos puede ser enriquecedora y que existe una relación más que una separación. Existe un vínculo directo entre la oración y la acción colectiva, entre la recepción y meditación de la palabra de Dios y la lucha por la justicia. En un momento en que algunos, como los sionistas evangélicos, instrumentalizan la religión al servicio de fines destructivos, nosotros tratamos de liberar el poder de justicia y paz contenido en el Evangelio.
Desde hace dos años, animamos con otros activistas el colectivo Anastasis, que combina reflexión teológica y acción política. Hemos puesto en marcha el Festival des Poussières [Festival de las polvaredas], que durante unos días cada verano combina formación intelectual, oración y fiesta. Intentamos encarnar nuestra perspectiva en la esfera pública, por ejemplo, en la manifestación ecuménica cristiana contra la extrema derecha de junio de 2024, que reunió a numerosas organizaciones de la tradición del cristianismo social, o más recientemente en la oración por la verdad, la justicia y la paz en Palestina-Israel, inspirada en la teología de la liberación palestina.
En términos de tendencia política, podemos situarnos en la izquierda anticapitalista en la medida en que consideramos que el capitalismo es antinómico al establecimiento de condiciones de vida dignas para todos. Este sistema económico se basa en la reducción de los trabajadores a la condición de medios de producción y en la medición del «éxito» económico de una sociedad según el criterio falaz del crecimiento de la producción, cualesquiera sean el tipo de cosas producidas y sus efectos sociales y ecológicos. Creemos, sin embargo, que no se trata solo de oponerse al capitalismo con un pensamiento sistémico, aunque haya que desarrollar la hipótesis de un comunismo democrático en el nivel más amplio posible. Para nosotros, el reto consiste también en vivir, desde ahora mismo, a escala más comunitaria o personal, experiencias de solidaridad, justicia y comunión. El Reino anunciado por Cristo no se aplazará hasta el final de la historia. Como muestra claramente San Agustín en La ciudad de Dios, el Reino ya se está esbozando y realizando en todos los gestos evangélicos que jalonan la historia humana. Dorothy Day decía que el Sermón de la Montaña era su programa político. Quería decir que al ocuparnos de los más vulnerables y organizarnos colectivamente para servir al prójimo, venga de donde viniere, nos acercamos a ese fin último de la felicidad común que Dios ha destinado a la humanidad. Por tanto, debemos combinar el deseo de una revolución de las estructuras económicas y sociales con la exigencia de una conversión interior al Evangelio. Esta conversión al amor nunca puede darse por descontada: incluso en un mundo en el que ya no hubiera personas explotadas o que murieran de hambre, el mal y el sufrimiento seguirían existiendo bajo muchas formas que habría que nombrar y combatir.
Ustedes combaten a quienes instrumentalizan el catolicismo para convertirlo en el pilar de una restauración de la nación y del Estado. Subvierten su lenguaje, devolviendo su sentido auténtico a las palabras «crisis», «arraigo» y, sobre todo, «comunión», que ustedes contraponen a «comunidad». ¿Podrían aclarar sus propias definiciones?
Pertenecemos a una generación que no ha conocido otra cosa que el discurso sobre la crisis, pero tenemos nuestras dudas sobre su realidad. Al contrario, la situación política nos parece expresar un enorme esfuerzo por evitar que la crisis estalle, mediante medidas dilatorias o securitarias. En efecto, si la crisis es ese momento en el que decidimos cambiar nuestro modo de vida, hay que decir que no se ha hecho nada en este sentido desde las crisis del petróleo. Seguimos soñando con el crecimiento, el dominio tecnológico y la seguridad individual, tal es el horizonte finalmente destructivo propuesto, con matices diversos, por el personal político de turno. Por lo tanto, la tarea no es salir de la crisis sino abrir una nueva, se trata de una tarea cristiana en la medida en que Cristo dice que él es la crisis (Juan 20) porque, como la belleza, nos llama a cambiar nuestra vida en una dirección que no sea la acumulación indefinida de valor y de control.
Hoy existe una corriente cada vez más poderosa entre los cristianos que utiliza temas clásicos de la derecha reaccionaria, como el arraigo y la comunidad. Frente a ellos, defendemos el injerto y la comunión. La idea de una «raíz cristiana» es contradictoria, porque el cristianismo, como nos recuerda San Pablo, existe por la lógica del injerto (Romanos 11, 13-24), inicialmente sobre tradiciones judías. Si hubiera una «raíz» del cristianismo, no sería cristiana, porque la característica del injerto es que extrae su vitalidad de fuera de sí mismo; es un elemento foráneo que crece por contacto con otras cepas. Del mismo modo, el cristianismo entra en Francia, al menos en Europa, no como raíz, sino como elemento foráneo: pensemos, por ejemplo, en San Ireneo, que viene a evangelizar Lyon desde Esmirna, en la actual Turquía. Así pues, si queremos echar raíces en el cristianismo, no debemos obsesionarnos con defender nuestra identidad, sino, por el contrario, darnos cuenta de que, como toda huella, nos lleva a otra parte.
Esto conduce a una crítica de la noción de comunidad, noción que puede contraponerse a la de comunión. La comunidad, en el sentido preciso, no es solo un grupo de personas, sino una determinada manera de concebir su unidad, según la cual cada individuo solo existe como «miembro», lo que conduce inevitablemente a lógicas de opresión en nombre de la ley del grupo. La comunidad es una unidad que reduce a todos sus miembros a partes del todo, para subordinarse a él, según el viejo dicho de que «el todo vale más que sus partes». La comunión, en cambio, toma como modelo la Santísima Trinidad, en la que cada persona (Padre, Hijo y Espíritu) es a la vez irreductible a las demás y partícipe de la unidad divina. Del mismo modo, buscar la comunión no es exactamente buscar la comunidad, es decir, el derecho común, sino un gesto común, una inspiración común, una forma de vida compartida. La comunión no se limita a una comunidad en particular; puede incluso ser mayor entre personas de comunidades diferentes. Por eso creemos que debemos tomarnos en serio la aspiración contemporánea a la comunidad, sin ser ingenuos ante su lógica peligrosamente fascista de replegarse sobre sí misma y aplastar la creatividad individual. La comunión nos invita a pensar en la liberación de manera global, independientemente de los Estados y sus fronteras.
Ustedes califican el catolicismo de «impuro» y exhortan a cultivar colectivamente esta impureza fundamental. ¿Cómo puede ayudarnos a vivir juntos?
El catolicismo es impuro en el sentido de que solo existe porque se ha injertado en tradiciones preexistentes, judías, griegas, romanas. No se trata solo de una vaga idea de «influencia», sino de una práctica recurrente de apropiación y conversión de culturas, empezando por su lengua. No hay catolicismo fuera de esta apropiación, que es precisamente lo que le impide reivindicar algo propio. Es impuro en el sentido de que es como una bacteria que se aloja en un cuerpo extraño e incorpora su vitalidad, pero sin coincidir nunca plenamente con él, dispuesto a instalarse en otra parte, como vemos que ha hecho en culturas asiáticas, árabes, europeas, africanas y latinoamericanas, entre otras. Existe, por lo tanto, un verdadero peligro en tratar de identificar una esencia propia del catolicismo, lo que siempre hacen implícitamente quienes lo reducen a la liturgia latina, porque así se pasa por alto la forma en que se ha hecho universal, no por la hegemonía de una cultura sobre otras (esto sucede, sobre todo en las prácticas coloniales, pero entonces lo universal se desfigura), sino, por el contrario, por asimilación, tomando la actitud de las minorías que adoptan los gestos y las palabras imperantes.
La impureza es también un rechazo de lo puro y, por tanto, de lo sagrado. El culto mismo en el corazón de la vida cristiana, la Eucaristía, puede entenderse como una celebración de la desacralización, y por tanto de cierta profanación. En efecto, el sentido de la misa es celebrar a Dios que se hace pan, y luego comerlo. ¿No es la peor profanación? En cualquier caso, estamos muy lejos de una veneración lejana de lo sagrado en su pureza intocable. En este sentido, se invita a los cristianos a profanar a los falsos dioses, por supuesto, pero también al Dios verdadero, que es amor, es decir, el rechazo a toda separación sagrada.
Por último, la impureza es aquello que reconocemos ser, éticamente, en contra de las actitudes puritanas que pretenden estar libres de todo mal. El mal no es una realidad exterior a nosotros, nos atraviesa por múltiples flancos, y en Occidente contribuimos a él con gestos anodinos, como ir de compras, al trabajo o salir con los amigos. Hoy parece que hemos alcanzado una conciencia global de lo que antes se llamaba el pecado original, en la medida en que ahora sabemos que incluso antes de existir participamos de un cierto daño, a los ecosistemas (esta es la conciencia más desarrollada hoy) pero también a las minorías raciales o de género. En este sentido, el pecado original no debe pensarse como la idea de una falta humana ahistórica, sino como el conjunto de estructuras injustas que nos preceden en la existencia, en las que participamos con diversos grados de responsabilidad y que marcan una distancia entre la historia y la meta de la comunión, que es a lo que Dios nos llama.
Esto no debe alimentar una especie de culpabilidad malsana, como una suerte de espíritu sulpiciano new age, porque sería otra forma de individualismo en la que lucharíamos contra la culpa esperando nuestra propia salvación sin preocuparnos por el mundo, sino, por el contrario, un compromiso colectivo. Sabemos que no estamos a la altura de la justicia, pero también sabemos que la injusticia del mundo no tiene raíces individuales, sino estructurales. Esto alimenta entonces nuestra determinación de luchar, junto con otros.
Nota: la versión original de esta entrevista se publicó, en francés, en La Vie des Idées, 25/4/2025, con el título «Chrétiens et à gauche». Traducción: Eliott Louis.
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1.
El término significa «catástrofe» y refiere a la expulsión de los palestinos que habitaban el actual territorio israelí, en 1948 [N. del E.].
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2.
D. Day: La larga soledad [1952], Sal Terrae, Santander, 2000.
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3.
Francisco: «Dorothy Day, la belleza de la fe que encuentra a Dios en el amor por los pobres», prefacio a D. Day: Ho trovato Dio attraverso i suoi poveri. Dall’ateismo alla fede: il mio cammino interior, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2023.
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4.
D. Day: «We Are Un-American: We Are Catholics», Catholic Worker Movement, 1/4/1948.
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5.
D. Day: «Houses of Hospitality», Catholic Worker Movement, 1/12/1936.
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6.
Esta cita y las dos siguientes están tomadas de la edición francesa de La larga soledad (La longue solitude, Cerf, París, 2018).
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7.
Fillon fue primer ministro francés durante el gobierno de Nicolas Sarkozy y forma parte del partido conservador Los Republicanos. Zemmour lidera un espacio de extrema derecha; pese a ser judío, sus posiciones radicales atraen a una parte del voto católico burgués [N. del E.].
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8.
La expresión francesa zone à défendre (abreviado zad por sus siglas en francés, se traduce como «zona a defender») se utiliza en Francia, Bélgica y Suiza para designar la ocupación física de determinados espacios por parte de militantes para oponerse a proyectos de infraestructura que consideran nocivos desde el punto de vista ambiental [N. del E.].