Tema central
NUSO Nº 223 / Septiembre - Octubre 2009

Un New Deal para la agricultura

Una de las particularidades de la crisis económica mundial es que se superpuso a la crisis alimentaria que había estallado un par de años antes. Como resultado, más de mil millones de personas sufren hambre en el mundo. En América Latina, aunque se habían registrado algunos avances, la cantidad de personas que padecen hambre pasó de 47 a 53 millones. El artículo sostiene que la agricultura puede ser un instrumento crucial para superar esta situación, pero que para ello es necesario poner en marcha un nuevo pacto, un New Deal agropecuario que, sin volver a las políticas de hace medio siglo, reconstruya la institucionalidad del sector agrícola desarticulada por las reformas neoliberales y ponga la agricultura familiar en el centro de su estrategia.

Un New Deal para la agricultura

Con la institucionalidad del siglo XX no podemos enfrentar los retos del siglo XXI.

Luiz Inácio Lula da Silva La crisis alimentaria, caracterizada por un alza en los precios internacionales de los alimentos, comenzó a observarse desde 2002, se aceleró en 2006 y alcanzó sus máximos valores en julio de 2008. El impacto directo fue un aumento de la inflación y, con ello, una reducción de los ingresos reales de los hogares, lo que a su vez frenó la tendencia de reducción de la pobreza y el hambre que se había registrado en América Latina y el Caribe en los últimos años. Luego, a partir de agosto de 2008, la crisis alimentaria comenzó a ser desplazada del centro de atención por la crisis financiera mundial (gráfico 1).

Esta segunda crisis alcanzó su fase más crítica a partir de septiembre de 2008, cuando se llegó a una virtual paralización del crédito interbancario. Un aspecto fundamental que diferencia la actual crisis financiera de otros episodios anteriores es que detonó sobre la anterior crisis de alimentos, cuando los precios internacionales de los productos básicos agropecuarios habían aumentado hasta 35%. Aunque estos precios han comenzado a descender, aún se mantienen por encima de sus promedios históricos de los últimos años. Otro factor diferenciador es el nivel de incertidumbre y volatilidad de los precios: a pesar de que todos los analistas vaticinaban perspectivas negativas para los valores de las materias primas, a mediados de 2009, en plena recesión mundial, la mayoría de los precios comenzaron sorpresivamente a repuntar, sobre todo los del petróleo, los minerales y los productos agrícolas básicos.

Los efectos más negativos y generalizados de la crisis mundial sobre la agricultura latinoamericana son resultado de una caída prevista en cerca de 11% en el volumen del comercio mundial y una drástica contracción de los flujos internacionales de crédito privado y de remesas. En casi todos los países, la combinación de estos efectos está aumentando la vulnerabilidad alimentaria de la población, especialmente en territorios rurales. Si la crisis alimentaria se relacionó originalmente con los precios altos, la crisis financiera está asociada a menores ingresos que, como demuestran las experiencias anteriores, tardan muchos años en recuperarse.

Una de las principales vías mediante las cuales la crisis mundial se propaga a la economía real en América Latina es, como se señaló, la drástica reducción del flujo neto de capitales: inversión extranjera directa (IED), ayuda para el desarrollo, remesas y financiamiento privado. Los flujos de financiamiento privado a América Latina, que en 2007 fueron de US$ 184.000 millones, se redujeron a US$ 89.000 millones en 2008, y las previsiones para 2009 indican que alcanzarán los US$ 43.000 millones, es decir, apenas 23% de lo recibido en 20071.

En este marco, el pronóstico económico para la región es negativo y se ubica en -2,6%2. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) también ha reducido sus expectativas y sitúa el pronóstico para 2009 en -1,9% (3,1% en 2010). Buena parte de esta caída se atribuye a la reducción de 30% en el valor de las exportaciones en el primer trimestre de 2009, la disminución de la IED en alrededor de 40%, y la caída de hasta 10% de las remesas entre el cuarto trimestre de 2008 y el primero de 2009. Como consecuencia, se prevé que la tasa de desempleo aumente hasta 9%, lo que arrastraría a cuatro millones de personas adicionales a la desocupación en el presente año3.

Por su parte, como se señaló más arriba, los precios de algunas materias primas –principalmente el petróleo crudo y los metales– comenzaron a recuperarse desde febrero de 2009, debido a la mejora en la confianza en los mercados, a la depreciación del dólar y a factores específicos de estos productos. En cuanto a los precios de los alimentos, también se han incrementado: el índice de la FAO sufrió una variación positiva de 8,2% entre febrero y junio de 2009.

Pero, más allá de las vías de contagio y de los efectos de la recesión mundial en las economías latinoamericanas y la recuperación de algunos precios, parece indudable que la crisis financiera internacional dejará secuelas perdurables en la economía real de los países de la región: entre ellas, mayor desempleo, menor crecimiento económico, más contracción comercial y déficits fiscales difíciles de superar, según señaló la secretaria ejecutiva de la Cepal, Alicia Bárcena. Ella aseguró que, aunque ya se aprecian signos de recuperación, este proceso será lento y gradual. Y advirtió que la recuperación de los índices sociales generalmente demora el doble que la de los índices económicos, tal como sucedió durante la crisis de los 80, cuando los indicadores sociales tardaron 24 años en llegar a los niveles previos a la crisis, mientras que los económicos lo lograron en solo 12 años.

Todo esto señala una verdad incómoda: nos hallamos en el punto más bajo de la espiral, en un escenario crítico, caracterizado por un desempleo creciente y por precios de los alimentos muy elevados y que bajan muy lentamente, lo que genera una combinación letal para los sectores más pobres de la región.

La seguridad alimentaria en tiempos de crisis

Si para algo han servido estas dos crisis sucesivas es para volver a situar el tema de la seguridad alimentaria y de la agricultura en el centro de la agenda pública mundial. Y no es para menos: de acuerdo con las últimas estimaciones de la FAO, más de 1.020 millones de personas sufren hambre en el mundo; esto equivale a una sexta parte de la humanidad y supone un incremento de 100 millones en el número total de hambrientos.Entre 1995-1997 y 2004-2006, la cantidad de personas con hambre se incrementó en todas las regiones del mundo, excepto en América Latina y el Caribe. Pero incluso aquí los progresos en la reducción del hambre realizados en los últimos 15 años se vieron anulados como consecuencia del alza de los precios de los alimentos y el estallido de la actual crisis económica, que elevaron la cifra de 47 a 53 millones. Esto implica un incremento de 12% (ver gráfico 2).

Como se sabe, casi toda la población desnutrida del planeta vive en países en desarrollo. En Asia y el Pacífico se calcula que unos 642 millones de personas sufren hambre crónica, 265 millones en África subsahariana, 53 millones en América Latina y el Caribe, 42 millones en África del Norte y Oriente Medio, y 15 millones en los países desarrollados.Esta crisis silenciosa del hambre supone un serio riesgo para la paz y la seguridad mundial. Como aseguró el director general de la FAO, Jacques Diouf, al anunciar las nuevas cifras del hambre mundial, los países pobres necesitan las herramientas de desarrollo económicas y políticas necesarias para impulsar su producción agrícola y su productividad. Esta crisis exige incrementar la inversión en agricultura, ya que en la mayoría de los países pobres un sector agrícola saludable es clave para vencer el hambre y la pobreza y supone un requisito esencial para el crecimiento económico.

La necesidad de estimular la productividad de la pequeña agricultura no es solo una demanda de la FAO, sino que fue recogida por los principales líderes mundiales en la Cumbre del G-8 realizada en L’Aquila, Italia. Los participantes de la reunión acordaron movilizar US$ 20.000 millones en tres años en una estrategia integral centrada en el desarrollo agrícola sostenible, en lo que implica un cambio esperanzador de política a favor de las víctimas del hambre y la pobreza. El cambio de foco –de la asistencia humanitaria al apoyo a la producción– puede marcar un nuevo rumbo en las estrategias de asistencia internacional, y recoge la visión que la FAO plantea desde hace décadas. El planteamiento es claro: la clave no es darles de comer a mil millones de hambrientos todos los días, sino invertir en agricultura para que ellos puedan producir sus alimentos.

Pero para que esto se convierta en realidad, para que se materialice en una mejora real y no solo transitoria, es necesario enfrentar las causas del hambre, y no solo manejar sus consecuencias, y es necesario hacerlo de manera rápida y efectiva. Por eso se plantea la necesidad de un New Deal para la agricultura, un acuerdo global que genere la institucionalidad necesaria para enfrentar los desafíos del siglo XXI y que tome en cuenta el papel clave que debe jugar la agricultura familiar.

Este objetivo enfrenta obstáculos que detienen los avances, muchos de los cuales están relacionados con el modelo neoliberal aperturista imperante en el área agrícola, que ha subvalorado la importancia del sector para crear un mercado interno de alimentos y, desde la década de 1980, ha llevado a la gradual desarticulación de la institucionalidad agrícola, un factor clave en la coyuntura actual. Esta forma de manejar la agricultura, basada en la importación de commodities agrícolas –producidos por lo general en los países desarrollados a precios subsidiados–, como si el mercado mundial de alimentos fuera un enorme supermercado, llevó a que la mayoría de los países latinoamericanos descuidaran el sector agrícola. En este marco, las áreas rurales y sus habitantes fueron condenados a vivir en la pobreza y el hambre.

El desmantelamiento de la institucionalidad agropecuaria

Tal como sucedió en el pasado, en la crisis alimentaria que estalló hace un par de años se escondía una oportunidad: aprovechar los altos precios de los alimentos para potenciar el desarrollo de la producción agrícola de manera de favorecer a millones de pequeños productores. Lamentablemente, solo los países desarrollados supieron aprovechar esa oportunidad: en 2008, la producción mundial de cereales alcanzó la cifra récord de 2.245 millones de toneladas, lo que representa un aumento de 5,4% respecto a la producción de 2007. Este crecimiento respondió, en gran medida, a los altos precios de los cereales y a la extraordinaria expansión de 11% de la producción de los países desarrollados. En contraste, la producción total de los países en desarrollo creció un modesto 1,1% y llega incluso a mostrar una leve caída de 0,8% si se descarta la producción de Brasil, China y la India.

Como vemos, a pesar de que los alimentos básicos llegaron a precios nunca antes vistos, no fueron los productores –y menos aún los pequeños agricultores pobres– los que obtuvieron las mayores ganancias derivadas de este boom. La velocidad del cambio y la falta de una institucionalidad adecuada para apoyarlos no les permitieron responder a los nuevos requerimientos del mercado.

En América Latina, solo Brasil y algunos países del Mercosur supieron aprovechar el boom de los precios agrícolas. ¿Cómo se explica la dificultad para aprovechar esta oportunidad? La razón está relacionada con el modelo de desarrollo agropecuario que se ha implementado en las últimas décadas, y que ha resultado en gran medida en el desmantelamiento de las estructuras de apoyo y de las instituciones dedicadas al agro.

En efecto, durante los 80 y los 90 los países latinoamericanos se embarcaron en procesos de reforma estructural que abarcaron la economía en su conjunto y el sector agrícola en particular. Estos procesos apuntaban a reducir de manera significativa el rol del Estado, con el objetivo de incrementar la eficiencia y la competitividad. Siguiendo las recomendaciones del Consenso de Washington, partían de la idea de que la mejor política era la ausencia de políticas en el nivel sectorial.

En la agricultura, prácticamente todos los países de la región implementaron planes de apertura comercial unilateral que posteriormente se complementaron con múltiples tratados de libre comercio intra- y extrarregionales, además de la eliminación de subsidios (vía precios de los productos o de los insumos), la privatización o el cierre de empresas paraestatales, el desmantelamiento de las instituciones de investigación o la disminución sustancial de sus actividades, y la desregulación de los mercados de bienes y servicios agropecuarios, así como la reducción del crédito rural.

Bajo este modelo neoliberal aperturista y en un contexto de profundización del proceso de globalización, se levantaron las restricciones para importar y exportar y se produjeron importantes modificaciones en todos los sectores de la economía. En el sector agropecuario, se apuntó a construir una nueva estructura productiva definida en función de las ventajas comparativas de cada país, que serían transmitidas a través de las señales de precios. Así, cada uno debería especializarse solo en aquellos productos para los que contara con ventajas, e insertarse en el mercado internacional generando los excedentes que le permitirían importar aquellos productos que requiriera a un precio inferior al que podrían alcanzar si se produjeran internamente. Estos fueron los fundamentos del nuevo modelo agroexportador predominante en la región.

Las crisis alimentaria y financiera han puesto en evidencia las falencias de este esquema: las reformas estructurales han generado una profunda crisis institucional y una pérdida de la competitividad y el bienestar de los pequeños productores. En ese sentido, la actual crisis global está originando cambios importantes en el modelo agropecuario, agregando o revalorizando nuevos aspectos o roles de la institucionalidad existente, por ejemplo mediante un mayor protagonismo del Estado. Si se concibe la crisis como una oportunidad, la reconstrucción de una nueva institucionalidad agrícola resulta vital para el fortalecimiento de un sector que durante mucho tiempo quedó olvidado en el debate público.Como se señaló, la agricultura ocupa nuevamente un lugar central en la agenda de los gobiernos nacionales, los organismos de cooperación internacional y las instituciones de financiamiento. Todos coinciden en que las políticas que subvaloraron el sector agrícola y llevaron al desmantelamiento de muchas instituciones, como aquellas de investigación y crédito rural, estaban equivocadas, y que es necesario corregirlas.

Brasil es un ejemplo de lo anterior. Entre 1980 y 2005, la producción agropecuaria registró un crecimiento sostenido en prácticamente todos los rubros. Diversos factores explican el «milagro agrícola» brasileño. En primer lugar, Brasil supo aprovechar la creciente demanda internacional de carnes (y su correspondiente aumento en la demanda derivada de soja) de los países desarrollados, de las naciones emergentes y de algunos grandes consumidores, como China y la India. Así, aunque los clásicos productos de exportación brasileños –azúcar, café, jugo concentrado de naranja– conservan su importancia, las exportaciones de carnes y soja han sobrepasado por mucho a las tradicionales.

Pero quizá el factor más importante haya que buscarlo en el propio país. Brasil fue uno de los pocos países latinoamericanos que, a pesar del avance de las reformas estructurales, no desmanteló su principal institución de investigación agrícola, la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria (Embrapa, por sus siglas en portugués). En los últimos años, Embrapa ha ido introduciendo innovaciones para adaptar las tecnologías desarrolladas en los países del Norte a las condiciones de su frontera agrícola, y se destacó por patrocinar un amplio programa de capacitación de doctorados en el exterior para sus técnicos.

Además, Brasil ha seguido un enfoque de integración de las cadenas productivas agroindustriales, que se tradujo en mecanismos concretos de política sectorial en los niveles productivo, industrial, de comercialización interna y de exportación. El complejo agroindustrial de la soja, de la caña de azúcar y del jugo de naranja concentrado, así como el sector avícola, son ejemplos de ello. Sin dudas, la amplia frontera agrícola del país contribuyó al crecimiento de la agricultura, y también la política macroeconómica, que en el caso cambiario rectificó y evitó su sesgo antiagrícola, pero algunas de las razones que explican el «milagro agrícola» responden a los esfuerzos institucionales.

Dos retos pendientes

La agricultura enfrenta hoy dos grandes desafíos: estimular la producción familiar para que cumpla su papel en la reducción de la pobreza y de soporte de la seguridad alimentaria, y generar una nueva institucionalidad agrícola regional y mundial que permita enfrentar el nuevo contexto.

Según las proyecciones actuales, la población mundial alcanzará los 9.200 millones en 2050, con un incremento de 2.700 millones en los países en desarrollo. Para alimentarla será necesario duplicar la producción agrícola, y hacerlo en un contexto marcado por el cambio climático, el agotamiento de los combustibles fósiles, el advenimiento de los biocombustibles y la creciente escasez de agua, entre otras cuestiones. La agricultura, como nunca, será clave para el desarrollo de la humanidad.

Parece difícil avanzar en este camino bajo el modelo actual. Es necesario, por lo tanto, repensar la función del Estado en el agro, para lo cual hay que evitar los excesos de la década del 70, aprovechar la experiencia ganada en los 80 y 90, e incorporar los cambios en los escenarios presentes y futuros del sector. Resulta clave, sobre todo, saber cómo se incorpora esta nueva institucionalidad a la dimensión internacional, ya que nos enfrentamos a una agricultura con mercados globalizados para los principales commodities alimentarios. Una nueva institucionalidad para el agro, además de incorporar arreglos públicos y privados de empresas de economía mixta o instituciones estatales ya existentes, deberá contemplar al menos cuatro temas:

1. La asistencia financiera, sobre todo de microfinanzas. Esta deberá proporcionar acceso a recursos a predios rurales (no solo agrícolas), asegurando también la posibilidad de financiación de actividades no agrícolas, las cuales tienen una importancia creciente en la ruralidad. Además, deberá asentarse en mecanismos de corresponsabilidad, como los que caracterizan los innumerables programas exitosos de microcréditos.

2. La promoción del desarrollo territorial. Para ello es necesario reemplazar las antiguas y tradicionales estructuras de asistencia técnica al sector y buscar esquemas institucionales flexibles que permitan reunir las «mejores prácticas» existentes en cada país.

3. La investigación agropecuaria y la asistencia técnica. Además de recuperar la capacidad nacional previamente existente (sobre todo en centros regionales y nacionales y en campos de experimentación), es necesario encarar un profundo rediseño para incorporar las nuevas tecnologías. En la mayoría de los países de la región, el sistema de investigación público deberá ocuparse también de la asistencia técnica a los segmentos del agro que no tienen medios propios para contratar este tipo de servicios.4. La seguridad alimentaria. La nueva institucionalidad de la política de seguridad alimentaria requiere un amparo jurídico que garantice el derecho humano a la alimentación de todos los ciudadanos, como hoy existe en Argentina, Guatemala y Brasil. Pero para garantizar que este derecho sea efectivo es necesario crear una institucionalidad que permita que cualquiera pueda demandar al Estado para garantizar su cumplimiento.

Estos cuatro puntos, que conformarían las bases de una nueva institucionalidad para la agricultura, son resultado de las urgencias del contexto de crisis actual, que refuerza la idea de que el sector agrícola continúa siendo una actividad relevante como impulsora del crecimiento de los países latinoamericanos y que, sobre todo, alerta sobre la importancia de desarrollar una nueva concepción de la interacción entre los mercados, el Estado y la sociedad civil, especialmente en países con importantes territorios rurales aún en desarrollo.

Sin embargo, es importante subrayar que aquí no se propone volver al pasado. La nueva institucionalidad no puede ser un retorno en el tiempo. El mundo ha cambiado, y no se trata de repetir la estructura agropecuaria anterior a las reformas de los 80 y 90. El mundo, especialmente el mundo rural y el agrícola, ha experimentado profundas transformaciones, y las nuevas instituciones deben dar cuenta de esos cambios. En este sentido, las políticas deben apuntar hacia un norte claro: la generación de mercados.

Un ejemplo de estas políticas novedosas que implican la creación de mercados son los programas de transferencia condicionada de ingresos que se han implementado con éxito en varios países de la región. Estos programas han cobrado notoriedad desde mediados de la década del 90 y constituyen una innovación en el ámbito de los planes de lucha contra la pobreza: no siguen el modelo del seguro social y su esquema contributivo, pero tampoco forman parte de la práctica dominante consistente en la simple entrega de bolsas de alimentos. Estos programas se caracterizan por exigir el cumplimiento de ciertas condiciones por parte de los beneficiarios, como la asistencia escolar de los niños, controles médicos periódicos y el cumplimiento de determinados requerimientos nutricionales. A primera vista, un programa de este tipo no parece una política de mercado. Sin embargo, se ha demostrado que este tipo de planes no solamente reducen la vulnerabilidad de las poblaciones en riesgo, sino que generan un efecto dinamizador en la economía local, que recibe el impulso de las transferencias de ingresos a un segmento de la población que normalmente no dispone de ingresos suficientes, lo que potencia el desarrollo de los mercados locales.

Un tesoro inexplorado: la agricultura familiar

Muchos de los que sufren pobreza y hambre en el mundo son pequeños campesinos que viven en los países en desarrollo. En América Latina y el Caribe, de acuerdo con la Cepal, en 2008 había 34 millones de indigentes en el sector rural. Esta realidad varía de país en país: en algunos, la pobreza rural alcanza cifras cercanas a 10%, mientras que en otros afecta a casi 80%.

Pero los pequeños productores tienen un enorme potencial no explorado, no solamente para cubrir sus propias necesidades, sino también para mejorar la seguridad alimentaria y catalizar un mayor crecimiento económico. Para liberar este potencial, los gobiernos –con el apoyo de la comunidad internacional– necesitan promover inversiones claves en agricultura, de forma que los agricultores familiares tengan acceso no solo a semillas y fertilizantes, sino también a tecnologías adaptadas a ellos, infraestructura, financiación y mercados.

América Latina y el Caribe, considerada en conjunto, es la región que más ha crecido en su producción agrícola, ganadera, forestal y pesquera, así como en sus exportaciones en los últimos 15 años. El sector agrícola primario y los sectores que se eslabonan directamente con él –la agroindustria, el transporte, los insumos y servicios– siguen siendo una de las actividades económicas más importantes de los países de la región, tanto en términos de empleo como de participación en el PIB y en las exportaciones. Desafortunadamente, estas cifras van acompañadas de indicadores poco alentadores en términos de ingresos, pobreza y necesidades básicas insatisfechas en el mundo rural. La importancia de la agricultura es clara. Tanto la FAO como la Cepal y el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) señalan que un dólar invertido en agricultura reditúa más que uno invertido en sectores no agrícolas. Esto sugiere la necesidad de invertir más y mejor en el sector agrícola y en las áreas rurales, no solo para mejorar las condiciones de quienes viven en el campo, sino para el beneficio del conjunto de la sociedad, por los derrames y los efectos benéficos que el sector produce sobre la seguridad alimentaria, la activación de la economía y la reducción de la pobreza.

La agricultura familiar –limitada por la falta de activos de calidad, los problemas de acceso a la infraestructura y a los servicios públicos y privados– ha recibido relativamente poco apoyo en comparación con su contribución a la sociedad, especialmente con respecto a alimentación básica, empleo, sostenibilidad ambiental y aporte cultural.

La expansión de la producción de la agricultura familiar contribuiría no solo a asegurar la disponibilidad de alimentos de forma inmediata; también funcionaría como una forma de compensar la falta de sistemas de protección social –por ejemplo, seguros de desempleo– en las sociedades en desarrollo, un factor clave para enfrentar las consecuencias de corto plazo de la crisis actual.

Una política de estímulo a la agricultura familiar debería incluir acceso a crédito rural a bajas tasas, desarrollo tecnológico para reducir la dependencia de derivados del petróleo, fomento a la producción de semillas criollas, compras públicas que garanticen mercados locales, rescate de productos tradicionales y mejoras en el acceso a tierra. La posibilidad de promover relaciones con las cadenas productivas es una alternativa que se debe explorar, ya que existe una lógica que tiende a marginar a los pequeños productores de estas cadenas y que podría ser contrarrestada por una política pública activa.

Pero más allá de los programas de largo aliento, existe una serie de medidas concretas e inmediatas que no solo permitirían estimular la agricultura familiar sino que también ayudarían a encarar el problema de la seguridad alimentaria: entre ellas, políticas de compras públicas pensadas para garantizar mercados locales cautivos a los pequeños agricultores de alimentos básicos no transables.

Un ejemplo de este tipo de planes es el Programa de Adquisición de Alimentos de la Agricultura Familiar, implementado por el gobierno de Brasil. Lanzado en julio de 2003 como parte estructural del Programa Hambre Cero, el plan garantiza la comercialización de la cosecha de los agricultores familiares a través de la compra de sus productos por parte del Estado, que luego los destina a programas municipales de seguridad alimentaria –merienda escolar, comedores populares, hospitales, guarderías infantiles– y también a reponer las reservas estratégicas federales de alimentos. Así, asegura un mercado para los productos de los pequeños agricultores, fomenta la producción de alimentos a escala local, amplía de manera sostenida el consumo local de alimentos, genera empleos e ingresos, fortalece lazos culturales entre las comunidades rurales y los habitantes de las ciudades y propicia la producción de alimentos frescos y saludables, reduciendo los costos de transporte y almacenamiento. Siguiendo la misma línea, recientemente se aprobó en Brasil una ley que obliga a comprar al menos 30% de los alimentos destinados al Programa Merienda Escolar a pequeños agricultores. Con esta medida, cerca de 300 millones de dólares adicionales serán destinados a la agricultura familiar, y se prevé que el programa beneficiará a 8,2 millones de alumnos de la enseñanza media.

Este tipo de medidas apuntan a enfrentar una de las consecuencias más graves de la crisis actual: la baja de los salarios y el empobrecimiento de la dieta de los más pobres, hecho que golpea con redoblada fuerza a los niños. Estas políticas permiten transformar lo que para muchos es un problema –la pequeña agricultura– en parte de la solución, cumpliendo el objetivo fundamental de las políticas públicas de reducir las asimetrías en el acceso a recursos de tierra, maquinaria, tecnología y agua, para potenciar la producción al mismo tiempo que se combate la pobreza y la inseguridad alimentaria.

Conclusiones

En los últimos diez años se ha registrado un incremento del número de personas que sufren hambre en el mundo, tendencia de la cual –hasta el estallido de la crisis alimentaria y de la crisis financiera mundial– la región de América Latina y el Caribe quedaba al margen. En solo dos años, más de 100 millones de personas se han sumado al número de hambrientos en el mundo, que hoy alcanza el récord histórico de 1.020 millones de personas.

El incremento del hambre no es consecuencia de las malas cosechas sino un efecto de la crisis económica mundial, que ha provocado una disminución de los ingresos y un aumento del desempleo. Pero también es un efecto del fracaso de la institucionalidad agrícola y del sistema agroalimentario imperante en el mundo en general –y en nuestra región en particular– desde los años 80. El desmantelamiento de la institucionalidad agropecuaria y la implantación de un modelo neoliberal agroexportador no han cumplido las promesas de desarrollo ni han logrado generar alimentos baratos al alcance de todos. Al contrario, la crisis actual indica la necesidad de generar un cambio de paradigma: un New Deal para la agricultura.

Este nuevo acuerdo global debe incluir una forma de desarrollar la agricultura sobre la base de una nueva institucionalidad agrícola y un nuevo rol del Estado, así como una relación diferente con los mercados: un aspecto central es la relevancia de la agricultura familiar, que tiene un enorme potencial no explorado, tanto desde el punto de vista productivo como actuando como red de contención social en tiempos de crisis.

Bibliografía

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  • 1.

    Ramón Pineda et al.: «The Current Financial Crisis: Old Wine in New Goatskins or Is This Time Different for Latin America?», Cepal, Santiago de Chile, 20/3/2009.

  • 2.

    Fondo Monetario Internacional: Global Financial Stability Report. Market Update, 7/2009, www.imf.org/external/pubs/ft/fmu/eng/2009/02/index.htm y World Economic Outlook Update, 8/7/2009, www.imf.org/external/pubs/ft/weo/2009/update/02/index.htm.

  • 3.

    Cepal y Organización Internacional del Trabajo (oit): Coyuntura laboral en América Latina y el Caribe. Crisis y mercado laboral, Boletín Cepal / oit No 1, 6/2009.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 223, Septiembre - Octubre 2009, ISSN: 0251-3552


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