Tema central
NUSO Nº 209 / Mayo - Junio 2007

¿Un futuro político hipotecado?

La llegada de Evo Morales a la Presidencia no ha resuelto los problemas pendientes de Bolivia: las tensiones con los nucleos opositores que reclaman autonomía, sobre todo con el Comité Civíco de Santa Cruz, sumadas a los conflictos con los prefectos y las reivindicaciones de los pueblos indígenas, han puesto al gobierno en una situación difícil. Fortalecido económicamente por los mayores ingresos consecuencia de la nacionalización de los hidrocarburos, el gobierno ha optado por satisfacer, en la medida de lo posible, los reclamos de sus bases. Esto ha llevado a un copamiento del Estado por una nueva cohorte de funcionarios, a menudo poco calificados, y ha acentuado la arraigada costumbre de llevar los reclamos a la calle mediante paros y bloqueos.

¿Un futuro político hipotecado?

Si existe una constante en la historia de Bolivia, es sin dudas la dificultad para gobernar, para establecer instituciones que la población considere legítimas y que sean capaces de engendrar modos perdurables de funcionamiento para la administración del país. Luego de un agitado periodo militar (1964-1982), marcado por numerosos golpes de Estado, el gobierno civil hizo nacer la esperanza de que el país saldría, finalmente, de la inestabilidad crónica, sobre todo a partir de 1985, cuando el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y la Alianza Democrática Nacional (ADN) llegaron a un acuerdo para gobernar.

La impresión es que, desde el punto de vista político, hasta 1999 el país había comenzado a construir un conjunto de mecanismos que ofrecían garantías creíbles para una vida democrática ordenada (cortes electorales independientes, perfeccionamiento del sistema de votación, designación de altos funcionarios a través del voto de dos tercios de los miembros del Congreso, creación del Tribunal Constitucional y de la Defensoría del Pueblo, etc.).

Pero la calma duró poco. Dos momentos marcan simbólicamente la fragilidad del proceso. El primero, en 1989, es la alianza que lleva a Jaime Paz Zamora, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), a la Presidencia. En efecto, Paz Zamora había quedado tercero en las elecciones, con 19,6% de los votos, detrás de Gonzalo Sánchez de Lozada y del ex-dictador Hugo Banzer. Para convertirse en presidente, Paz Zamora estableció con Banzer el Acuerdo Patriótico. Así, un candidato que había ganado renombre en la lucha contra la dictadura con propuestas socialistas inspiradas en el marxismo y que formó parte de la Unión Democrática y Popular (UDP), coalición de centroizquierda que gobernó entre 1982 y 1985, se aliaba con quien había sido su principal enemigo. Este viraje político, en extremo pragmático, demostraba la ausencia de convicciones profundas por parte de los dirigentes del MIR, y suscitó la reprobación moral de la población. Desde entonces, las fronteras entre los principales partidos políticos se mezclaron y ya no existió la posibilidad de fundar las alianzas electorales en propuestas programáticas claramente delineadas. Además, el juego era mucho más problemático dado que, de acuerdo con la Constitución boliviana, si ninguno de los candidatos alcanza la mitad más uno de los votos, el presidente debe ser elegido por el Congreso. Esto obligaba a negociar alianzas entre partidos con posterioridad a la votación de los electores, a fin de obtener la mayoría en el parlamento. Luego de la voltereta del MIR, resultó evidente que aquel por quien se había votado podía aliarse después con el candidato por el que no se habría votado por nada del mundo; este pacto contra natura hizo no solo que los partidos políticos perdieran credibilidad, sino también que el sistema electoral perdiera legitimidad.

La segunda ruptura simbólica ocurrió en 2000, durante la presidencia de Hugo Banzer (1997-2000), cuando se produjo en Cochabamba la «guerra del agua» para lograr la anulación del contrato que atribuía la administración del servicio a Aguas del Tunari, un consorcio cuyo principal accionista es la empresa estadounidense Bechtel. Sobrepasado por la amplitud de la movilización liderada por la Coordinadora del Agua y de la Vida, que reunía a los usuarios y a la Federación de Fabriles, la Federación de Campesinos Regantes, las federaciones estudiantiles y luego los sindicatos de cocaleros, el gobierno decidió establecer el estado de sitio. Sin embargo, fue incapaz de hacer respetar la decisión, que debió anular algunos días más tarde. Los problemas continuaron hasta que el gobierno cedió y anuló el contrato.

Desde 1985, todos los gobiernos habían utilizado con éxito el estado de sitio para extinguir los incendios desatados por las protestas sociales. Era la primera vez que este recurso extremo no funcionaba. Por otra parte, el hecho de que Banzer, ex-presidente de un gobierno dictatorial, no lograra ya generar temor, ni siquiera utilizando al ejército como fuerza represiva, tuvo, evidentemente, un impacto considerable. Para decirlo claramente, significó que la puerta quedaba abierta a todas las protestas y que ninguna fuerza podría detenerlas, aun cuando los sectores que reclaman estuvieran poco organizados.

La conjunción de estos dos fenómenos –el creciente descrédito de la clase política y el aumento del poder de las organizaciones contestatarias– llevó a la aparición de una nueva elite política, cuyo mascarón de proa y principal aglutinador era Evo Morales.

Ahora bien, mientras el debilitamiento de la clase política se acentuaba, los sucesivos gobiernos creaban nuevos canales de representación política que aumentaban considerablemente el número de candidatos. La Ley de Participación Popular, que creó 311 municipios que cubren todo el territorio nacional, no solo inauguró la elección por voto de la población de alcaldes y consejeros municipales, sino también la designación de responsables de los Comités de Vigilancia (organizaciones encargadas de establecer prioridades en los proyectos de desarrollo e infraestructura y de seguir su ejecución, con facultades para fiscalizar el trabajo de los funcionarios), que son a su vez delegados de las Organizaciones Territoriales de Base (OTB). Esta ley, además de abrir un espacio de deliberación y regulación entre la administración central y el nivel local, también buscó extender el juego político al mundo rural y crear así una serie de escalones en el acceso a la representación nacional. Este nuevo dispositivo se completó con la creación, mediante la Ley de Descentralización de 1995, de un consejo departamental que reúne a representantes designados por las municipalidades. Finalmente, se introdujeron cambios en el sistema electoral: Bolivia se dividió en circunscripciones electorales uninominales que eligen la mitad de los diputados (el resto se sigue eligiendo de manera proporcional).

Todas estas medidas, que apuntan a acercar a electores y elegidos, han resultado también en el aumento de la capacidad de maniobra del liderazgo local y en el aumento espectacular de los conflictos por la ocupación de diversos espacios institucionales. Lo central es que nunca antes en la historia del país los líderes locales han tenido tantas oportunidades de ascenso social por la vía política. En consecuencia, en ese contexto de descrédito de la política tradicional, los apetitos se han agudizado más que nunca, y la carrera por el poder (o los poderes) se ha vuelto desenfrenada.

La última modificación importante de apertura y creación de nuevos canales de participación ocurrió en julio de 2004, cuando el gobierno de Carlos Mesa puso fin al monopolio de los partidos y habilitó a postulantes presentados por agrupaciones ciudadanas o pueblos indígenas a presentarse a las elecciones. Estas nuevas modalidades electorales comenzaron a funcionar a partir de las elecciones municipales de diciembre de 2004.

En este nuevo contexto, las elecciones generales de diciembre de 2005 ocasionaron una recomposición tal del sistema político, que partidos tradicionales como el MIR y la ADN desaparecieron. Triunfó el MAS, que pretendía ser un «instrumento político» de los «movimientos sociales» y que, para muchos, encarnaba una nueva forma de representación de los intereses del país.

La brillante victoria de Evo Morales creó la sensación de que Bolivia se encaminaba hacia un periodo de paz social, ya que los sectores hasta entonces contestatarios se encontraban ampliamente representados, tanto en el seno del gobierno como en las dos cámaras del Congreso. Sin embargo, a un año de la llegada del MAS al poder, es evidente que el país no solo no se dirige hacia un nuevo equilibrio, sino que las fracturas se han profundizado y las amenazas de enfrentamientos sociales y políticos se han multiplicado.

La anarquía fragmentada

Desde el punto de vista del gobierno, la oposición que ocupa el centro de la escena política y mediática es la de los prefectos y los Comités Cívicos de los departamentos del Oriente: principalmente Santa Cruz, pero también Beni, Tarija y Pando. Esta oposición se cristalizó alrededor de la cuestión de la autonomía departamental, un tema recurrente desde el fin del periodo dictatorial. Ya antes de que se promulgaran las leyes que habilitaron la elección de alcaldes, Santa Cruz había elaborado una larga serie de proyectos que conducían a formas más avanzadas de descentralización. Desde el año 2000, en medio de la fiebre de protestas que agitaba al país y frente a las amenazas de los «movimientos sociales» de nacionalizar los hidrocarburos y radicalizar la reforma agraria, la demanda cruceña se transformó en un reclamo de autonomía. Diversas movilizaciones impulsadas por el Comité Cívico (cabildo del 22 de enero de 2004, con 250.000 personas; cabildo del 28 de enero de 2005, con 350.000 personas; 400.000 firmas solicitando el referéndum por la autonomía del 18 de febrero de 2005) lograron forzar al gobierno de Carlos Mesa a convocar a la elección de prefectos, que hasta entonces eran designados por el Poder Ejecutivo.

Las elecciones tuvieron lugar junto con los comicios nacionales de diciembre de 2005, que llevaron a Evo Morales a la Presidencia y aseguraron el predominio del MAS en el Congreso. A pesar de la contundente victoria del MAS en la elección presidencial, en solo tres departamentos resultaron elegidos prefectos afines al gobierno: Oruro, Potosí y Chuquisaca. En los otros seis, los ganadores estaban enrolados en la oposición. Además, Santa Cruz había obtenido, también de Carlos Mesa, la organización de un referéndum por la autonomía departamental, que finalmente tuvo lugar en julio de 2006, durante el gobierno de Evo Morales y en simultáneo a la elección de miembros para la Asamblea Constituyente. Los resultados del referéndum revelaron claramente un país dividido en dos bloques: mientras que el Oriente votó a favor de la autonomía departamental (que obtuvo 71% de apoyo en Santa Cruz), el Occidente, siguiendo las consignas del gobierno, se manifestó netamente en contra (73% se opuso en La Paz). En el total nacional, el No triunfó con una mayoría de 57,6%.

Resulta claro que se trata de una batalla de fondo, en la que hay mucho en juego, ya que atañe tanto a la cuestión del poder (y las formas de gobierno) como a la cuestión económica (y las formas de propiedad, en particular de la tierra), y en consecuencia a la cuestión de las formas de vida en todas sus dimensiones. Las posturas discursivas que apelan a la etnicidad, e incluso a la raza, avivan el enfrentamiento: blancos versus indígenas (y viceversa), originarios versus k´haras, «blancoides», blanco-mestizos… Los extremos están representados por los discursos inflamados del Movimiento Indio Pachakuti (MIP) y del Movimiento Nación Camba de Liberación (MNCL).Actualmente, las divisiones se reafirman en la batalla por la futura Constitución y en la cuestión agraria. Respecto al primer punto, se comprende fácilmente que Santa Cruz, apoyada en el voto favorable a la autonomía obtenido en los departamentos orientales, haga lo posible por obstaculizar un proyecto de Constitución que, entre otros trastornos, alteraría las divisiones territoriales. Por esa razón fue tan encarnizada la batalla por los procedimientos de votación en la Asamblea Constituyente, que enfrentó a la oposición, que impulsaba la aprobación de los artículos por mayoría de dos tercios, con el MAS, que cuenta con mayoría absoluta pero no llega a los dos tercios y que defendía la aprobación por mitad más uno.

En cuanto a la cuestión de la tierra, la Ley de Reconducción Comunitaria de la Reforma Agraria fue aprobada por la Cámara de Diputados, dominada por el MAS, y fue ratificada por el Senado, donde el oficialismo no cuenta con la mayoría necesaria, gracias a la incorporación de dos senadores suplentes, en ausencia de los titulares. Esto ocurrió en la noche del 28 de noviembre de 2006, en la misma sesión en que se aprobaron los nuevos contratos con las compañías petroleras que operan en el país y los acuerdos de defensa con Venezuela. El nuevo régimen de tierras genera preocupación en Santa Cruz, ya que facilita la reconsideración de los títulos de propiedad de los agricultores cruceños y el ingreso de nuevos colonos, quienes han aumentado cada vez más la presión; algunos de ellos se han incorporado a las filas del Movimiento Sin Tierra (MST).

Como respuesta, Santa Cruz movilizó sus fuerzas. La acción más espectacular tuvo lugar el 15 de diciembre de 2006, cuando, luego de una huelga de hambre de los representantes del partido de oposición Unidad Nacional en defensa del respeto a la regla de los dos tercios para la aprobación de artículos en la Asamblea Constituyente, pronto secundada por más de 2.000 personas en varias ciudades del país, se organizó una manifestación cívica que llegó a reunir un millón de personas en los departamentos orientales. Esto demostró, una vez más, que la población local apoya masivamente a sus portavoces en la lucha por la autonomía.

Pero dejemos este tema de lado por el momento. Evidentemente, sería necesario profundizar mucho más en esta oposición Oriente-Occidente, que es central para el futuro del país. Sin embargo, como se ha escrito ampliamente sobre ella, prefiero detenerme en otras expresiones locales que generan conflictos en la actualidad y que traerán nuevos problemas en el futuro: los particularismos étnicos.

La utilización de temas culturales y étnicos para la movilización política se remonta a los años 70, cuando en el altiplano, en el área lingüística aymara, el sindicalismo campesino comenzó a exaltar las sociedades precoloniales y a escribir la gesta de las luchas anticoloniales, con Tupaq Katari como héroe principal. Esto le permitió colocar las luchas sindicales en el marco más amplio de una «liberación» a la vez cultural y política. El Manifiesto de Tiwanaku, difundido en 1973, dio forma a esta nueva concepción, y desde fines de la década de 1970, con la creación de partidos políticos «kataristas», se manifestó claramente la idea de que las «naciones indígenas» debían autogobernarse, al menos según el discurso del Movimiento Indígena Tupaq Katari (Mitka).

A partir de la década de 1980, la organización se extendió hacia los «pueblos originarios» de los llanos. Así se llegó a la creación de la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente de Chaco y la Amazonia de Bolivia (Cidob), el más numeroso de los cuales es el grupo reunido en la Asamblea del Pueblo Guaraní (APG). Más recientemente, la representación étnica del altiplano de Oruro, Potosí y La Paz se ha modificado por la aparición del Consejo de Ayllus y Markas del Qullasuyu (Conamaq). En oposición declarada a los sindicatos campesinos –a los que considera organizaciones de tipo occidental, y por lo tanto colonialistas–, este consejo se construyó gradualmente sobre la base de organizaciones locales que se amoldan a la forma de antiguos territorios indígenas (ayllus, markas, suyus), reunidas posteriormente en federaciones étnicas hasta lograr una articulación nacional.

En general, las organizaciones étnicas reivindican no solo el respeto a su cultura (lengua, costumbres, rituales, etc.), sino también la propiedad de un territorio y de sus recursos, y finalmente la administración de ese territorio según sus usos específicos (forma de designación de las autoridades, justicia comunitaria, etc.).

Las asignaciones de tierras a los diversos grupos étnicos comenzaron en 1992 y no han cesado desde entonces. Desde 1996, con la aplicación de la Ley del Servicio de Reforma Agraria, las tierras han sido entregadas bajo la forma de Tierras Comunitarias de Origen (TCO), que son «inalienables, indivisibles, irreversibles, colectivas, inembargables e imprescriptibles». Iniciada en los llanos, la distribución se extendió más tarde a las tierras altas: «En enero de 2004, se contaban más de 170 demandas de TCO sobre el altiplano, equivalentes a la impresionante superficie de 13,8 millones de hectáreas»; entre ellas, por ejemplo, casi la totalidad del departamento de Oruro.

«Vamos a ser claros: los pueblos originarios de las tierras altas somos los dueños legítimos de este territorio y de sus recursos naturales», declaró el apumallku de Conamaq, Vicente Flores. Estos recursos pretenden explotarlos según su voluntad, de manera que es perfectamente lógico que aspiren también a formas de autonomía «nacionales», más o menos marcadas según el grupo. El mismo Vicente Flores añade: «Para nosotros el Estado boliviano no tiene sentido, no sirve». De ahí su adhesión a la idea de una Asamblea Constituyente –inicialmente impulsada por los grupos de las tierras bajas durante la Marcha por la Soberanía Popular, el Territorio y los Recursos Naturales de mayo de 2002– que se encargará de definir el perfil y el contenido de esas autonomías.

Es difícil ver cómo sería posible detener ese movimiento de autonomización que tiende a hacer de Bolivia una especie de patchwork de etnias. En primer lugar, un amplio espectro de organizaciones (Iglesias, ONG, diversos gobiernos a través de sus agencias de cooperación, organismos internacionales, grandes agencias de financiación, redes universitarias) han estimulado estos proyectos en nombre de la defensa de las lenguas, de la diversidad cultural y del cuidado del ambiente. De a poco, con la ayuda de especialistas (antropólogos, lingüistas, historiadores, juristas), se trazaron las fronteras entre los diversos grupos, se construyeron sus historias y, en el caso de los grupos más amplios, se sistematizaron sus lenguas para la enseñanza.

Pero lo fundamental es la posición del gobierno de Evo Morales y los representantes del MAS de plasmar esta aspiración autonomista indígena en la nueva Constitución. Por ahora, el debate es confuso. Las propuestas son numerosas y es difícil predecir cómo se definirán las nuevas divisiones administrativas. Un estudio analiza 23 iniciativas solo para el área lingüística aymara, iniciativas que van desde la creación –o recreación– de una forma estatal aymara como emanación de esa nación, hasta proyectos de integración del grupo aymara dentro de la unidad nacional, pasando por formas intermedias de autonomía tales como municipios o mancomunidades aymaras. La siguiente observación de la socióloga María Teresa Zegada se inspira en una síntesis más amplia, que tiene en cuenta en forma conjunta otros proyectos surgidos en otras regiones del país: «Si bien hay coincidencias en la crítica a la administración territorial actual, las divergencias aparecen en el momento de definir las nuevas unidades territoriales, sus competencias, su capacidad de poder, sus relaciones con los otros niveles de gobierno, así como la propiedad y administración de los recursos».

Pero lo cierto es que se trata de un aspecto de la reforma constitucional que le interesa mucho al gobierno actual, ya que le posibilita satisfacer las demandas de sus bases campesinas y, más ampliamente, rurales, al tiempo que le permite debilitar las propuestas autonomistas de los departamentos orientales, condenadas por el Congreso Nacional del MAS de Cochabamba de noviembre de 2006 como propuestas «de las elites dominantes del país para seguir usufructuando el poder político-económico y social, saqueando y enajenando los recursos naturales y explotando a los recursos humanos convirtiéndoles en neoesclavos a través de la explotación del hombre por el hombre, dentro de los departamentos en contubernio con instituciones bajo su control y dominio [como los]: Comités Cívicos, Cainco, CAO y otros».

Pero los reclamos no se limitan a la tierra. Desde hace algunos años, las organizaciones indígenas reclaman a las empresas que explotan hidrocarburos compensaciones contantes y sonantes por los daños causados al ambiente. ¿Por qué, entonces, no podrían constituirse en las principales interlocutoras de esas compañías en nombre de sus derechos ancestrales? En su Título VII, la Ley de Hidrocarburos aprobada en 2005 prevé, en efecto, procedimientos de consulta, acuerdos previos y compensaciones por «daños y perjuicios» para toda operación de extracción o transporte, e incluso para toda actividad vinculada a la explotación de hidrocarburos. Una cuestión equivalente se plantea en las áreas de explotación minera. A fines de agosto de 2006, seis organizaciones indígenas y campesinas (entre ellas Conamaq y la Cidob) presentaron en el Senado una propuesta de modificación del Código de Minería para que los derechos de las comunidades y los pueblos afectados sean tenidos en cuenta.

¿Cómo hará el gobierno para conciliar su voluntad de avanzar en esta parcelación con su voluntad centralizadora, puesta de manifiesto en las nacionalizaciones anunciadas o en curso (hidrocarburos, minas, ferrocarriles, telecomunicaciones, electricidad, etc.) y en las declaraciones de Álvaro García Linera, quien dijo: «Hemos logrado el control del gobierno pero todavía no tenemos el poder político, no tenemos el poder económico, no tenemos el poder cultural, ése es el siguiente paso… y el siguiente paso es: conquistar el poder económico, conquistar el poder cultural, conquistar la totalidad del poder político»? Y, finalmente, a más largo plazo, ¿cómo producir un mínimo de unidad que permita acordar realmente un conjunto de reglas comunes que propicien el desarrollo de un territorio tan fragmentado?

La «bloqueomanía»

De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), entre 2000 y 2004 se produjeron en Bolivia 14.153 conflictos, es decir cerca de diez por día. En un artículo reciente, Roberto Laserna demuestra que luego de un decrecimiento entre 1985 y 1997 –con un piso de alrededor de diez conflictos por mes durante el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada–, éstos comenzaron nuevamente a aumentar durante el gobierno de Hugo Banzer (1997-2000) y alcanzaron un máximo histórico durante el de Carlos Mesa (más de 50 por mes). Y luego, durante la presidencia de Evo Morales y en contra de todos los pronósticos, siguieron siendo muy numerosos (más de 40 por mes).

Esta información merece atención, ya que contradice los prejuicios y desalienta las esperanzas de los electores que votaron por el candidato del MAS con la ilusión de que se restableciera la paz social en forma duradera, considerándolo el único capaz de lograr este objetivo dado su ascendiente sobre los «movimientos sociales».

La originalidad del análisis de Laserna radica en la relación esclarecedora que establece entre la frecuencia de los conflictos y la satisfacción de las reivindicaciones de los manifestantes o, en otras palabras, la facilidad para ceder a sus presiones. La idea es que la debilidad demostrada por las autoridades funciona como un estímulo, ya que todo sector organizado sabe que tiene chances de satisfacer sus demandas mediante amenazas. De hecho, el gobierno de Evo Morales parece muy tolerante, incluso el más tolerante (o el más débil) de todos los gobiernos del último periodo democrático actual, después del de Siles Zuazo (1982-1985), con cerca de 40% de satisfacción de las demandas.

Pero lo central es que, tal como subraya acertadamente el estudio citado, esta confrontación convulsiva crea una desigualdad importante en el trato hacia los distintos grupos sociales, ya que las demandas de aquellos que no están vinculados a asociaciones o agrupaciones –al igual que las de las organizaciones que carecen de poder– tienden a ser olvidadas, a volverse invisibles. En consecuencia, la proliferación de conflictos, en lugar de disminuir, aumenta aún más las injusticias y las desigualdades sociales del país.

Si a esto se agrega el hecho de que el gobierno sigue proclamándose como el defensor-representante de los intereses del pueblo, y si sumamos a ello el incremento de los recursos públicos por la suba de los precios de las materias primas y el aumento de los impuestos sobre los hidrocarburos, se comprende mejor la fiebre reivindicativa que aqueja a Bolivia.

Por otro lado, un examen atento de la geografía de los conflictos muestra un dato nuevo: un desplazamiento significativo de éstos desde La Paz hacia Santa Cruz. La Paz ha sido, al menos desde la Revolución de 1952, el epicentro de la protesta social. Sin embargo, últimamente se observa un crecimiento brusco de la conflictividad en Santa Cruz, que pasó de 80 conflictos en 2004 a 1.192 en 2005, y un estancamiento en La Paz (1.661 en 2004 contra 1.781 en 2005). El salto brutal se explica por la transformación de Santa Cruz en un bastión opositor.

Para los grupos organizados, el bloqueo de carreteras se ha convertido en una forma habitual de manifestación. Hay que recordar los prolongados y espectaculares cortes llevados a cabo por cocaleros y campesinos del altiplano, que en los últimos años han paralizado en muchas ocasiones el país e interrumpido el abastecimiento de La Paz y Cochabamba. En combinación con otras manifestaciones, estos bloqueos generaron la huida precipitada de Gonzalo Sánchez de Lozada y la dimisión de Carlos Mesa. Lo que no se conoce tanto es que los bloqueos y paros continúan, y que casi no hay una semana en que alguna carretera no sea interrumpida por manifestaciones de oposición a las autoridades locales, pedidos de exención de tal o cual impuesto, reclamos por la concesión de cierto equipamiento (la construcción de una escuela o un puente, el asfaltado de una ruta, la canalización de un río, la atribución de tierras para la colonización, la creación de un fondo de desarrollo, etc.), o contra «la falta de lluvia», como escribió irónicamente Ogneb Gross en una crónica publicada por La Razón el 2 de febrero. El extremo –o, seamos prudentes, uno de los puntos culminantes– se alcanzó, sin dudas, en Yapacaní, donde dos sectores del MAS se disputaban el poder local. Allí, durante un periodo de inundaciones, uno de los grupos cortó la ruta e inició una huelga cívica que obstaculizó la vida del poblado, para exigir el mismo trato que el otro grupo, que ya había obtenido ayuda y la había guardado celosamente. He ahí un método original: para recibir recursos se bloquea el acceso a un poblado ya aislado por las inundaciones.

Más allá de la anécdota, este ejemplo subraya no solo la fuerza de la «bloqueomanía» boliviana, sino también la mentalidad asistencialista que se ha instalado en el país. Aunque ciertamente no es nueva, tiene buenas perspectivas de prosperar con un gobierno decidido a practicar el clientelismo para mantenerse en el poder y que, por primera vez en mucho tiempo, cuenta con los recursos necesarios para llevar adelante esa política.

Con la misma lógica y los mismos pretextos, otro tipo de bloqueo practicado alegremente consiste en cerrar las válvulas de los oleoductos y gasoductos, y a veces también las cañerías de agua. En estos casos, se trata de ejercer presión indistintamente sobre los poderes públicos y las compañías privadas, y están en juego jugosos financiamientos, compensaciones ya sea por daños causados al ambiente o por el hecho de explotar una riqueza en un territorio considerado como indígena u originario. Un ejemplo: en noviembre de 2006, la APG demandó a Repsol-YPF una compensación de 44 millones de dólares por la degradación del ambiente, amenazando con bloquear los accesos a los pozos y cerrar las válvulas. Finalmente, obtuvo 13,5 millones por un periodo de 20 años «para desarrollar programas de salud, educación, obras de infraestructura y proyectos de desarrollo sostenible».

Ese tipo de protesta puede realizarse solo donde pasan las tuberías, lo cual limita las áreas de acción. La misma observación vale para los caminos, aunque hay más que tuberías. ¡Desdichados aquellos que no tienen ni un camino importante ni una tubería a su alcance! Como ya se señaló, la «bloqueomanía» genera desigualdades.El gobierno de Evo Morales no solo es muy tolerante con los conflictos: los favorece, y hasta los promueve, cuando organiza algunas protestas de este tipo. De esta manera, el gobierno legitima el conflicto abierto, la oposición proclamada, como una forma de reclamo normal. Al celebrar el aniversario de la llegada del MAS al poder, el presidente del Senado, Santos Ramírez, clamó a viva voz: «Donde la oposición dificulta este cambio es en parte del Congreso Nacional y aquí tenemos que estar convencidos de que solo nuestra fuerza, la fuerza del movimiento social, la fuerza de las calles en la ciudad, la fuerza del movimiento indígena, va a lograr que este Parlamento camine y ante todo se consolide por el bien de nuestro país». A fin de hacer más eficaz esta política, en ocasión de la reunión del gobierno con los «movimientos sociales» realizada en Cochabamba en enero de 2007, se decidió crear «una coordinadora nacional de apoyo al cambio, conformada por miembros del poder legislativo y ejecutivo, asambleístas y dirigentes de sindicatos afines al MAS», cuyo principal objetivo será apoyar al gobierno con movilizaciones populares. Más claro, imposible.

Pero el ejemplo más vivo de la utilización por parte del gobierno de la presión de la movilización social fueron las protestas en Cochabamba en enero de 2007 para forzar la dimisión del prefecto Reyes Villa, impulsadas por organizaciones de regantes, campesinos, cocaleros y gremiales. El 4 de enero de 2007, los impulsores de la protesta decidieron iniciar una vigilia permanente y se instalaron en la plaza 14 de Septiembre, frente a la Prefectura, cuya sede fue parcialmente incendiada unos días después, luego de que los manifestantes, que intentaban ingresar en ella, fueran repelidos por la policía. El 11 de enero, violentos enfrentamientos entre campesinos cocaleros y grupos organizados por la Prefectura y el Comité Cívico, a los que se unieron miles de personas, provocaron dos muertos y 240 heridos. El jefe de policía, que disponía de 400 efectivos para frenar la violencia de los dos bandos, declaró: «Había demasiada violencia, demasiado descontrol; felizmente bajó, pero hemos estado muy cerca, muy cerca de un descontrol general y eso nos hubiera llevado solo Dios sabe a qué consecuencias (…) Temía que sea el inicio de una guerra civil (...) estábamos con la ropa manchada de sangre, cansados, gasificados [afectados por gases lacrimógenos], apedreados, pero nos dimos cuenta que evitamos algo mucho más grave».

Mientras los consejeros departamentales buscaban una salida legal para reemplazar al prefecto, los más radicales exigían su destitución e intentaban imponer un gobierno popular. Algo desbordado, Evo Morales finalmente ordenó la dispersión de los manifestantes que controlaba. Sin embargo, según la opinión del presidente, la protesta fue justa: «con justa razón se movilizan los hermanos en Cochabamba para decir que no haya división en Bolivia, que no haya corrupción en el departamento de Cochabamba».

Spoils system, clientelismo y corrupción

Tras obtener el control de los poderes Ejecutivo y Legislativo, el MAS puso en caja al ejército al pasar a retiro a dos generaciones de generales, contribuyó a decapitar a la Justicia al forzar la dimisión de los miembros de las instancias que la regulan –en particular, la Corte Suprema– y debilitó considerablemente al Consejo Constitucional, además de apoderarse de varios organismos administrativos. Esto último generó un problema debido al arribo masivo de una nueva cohorte de empleados públicos, muchos de los cuales no tienen otra preparación que los servicios prestados al partido gobernante. Los anuncios oficiales relativos a esta cuestión y las medidas tomadas para luchar contra la corrupción (en particular, la creación del Consejo Nacional de Lucha contra la Corrupción de Fortunas, por decreto del 26 de abril de 2006) solo han servido para intimidar y sancionar a quienes son considerados, con o sin razón, enemigos del régimen, o a quienes se busca desacreditar para ocupar su espacio.

En una encuesta reciente, los empresarios españoles catalogaron a la administración boliviana como la peor de América Latina. Es sabido también que en los informes de Transparency International (el último fue publicado en noviembre de 2006), basados en sondeos locales, Bolivia suele aparecer como uno de los países de la región con mayores niveles de corrupción.

Por supuesto, los intercambios de favores, las complicidades, los nepotismos y otras formas de clientelismo no son novedosos en Bolivia. Pero los esfuerzos hechos para regular la carrera de los funcionarios y para volver más transparentes las decisiones administrativas (Programa Nacional de Gobernabilidad, iniciado en 1997; Ley del Funcionario Público de 1999; Superintendencia del Servicio Civil, creada en 2000) provocaron que ciertos organismos técnicos (el Banco Central, la Contraloría, el Servicio Nacional de Caminos e incluso las aduanas) comenzaran a funcionar de manera más eficaz y honorable. El problema es que el gobierno actual decidió despedir o incitar a la renuncia a los funcionarios ingresados en la carrera administrativa en virtud de concursos de méritos y trayectorias profesionales reconocidas. Las asambleas nacionales y departamentales del MAS son cajas de resonancia de las bases y presionan al Estado nacional para que libere o cree la mayor cantidad posible de puestos y despida a los opositores al gobierno. A fines de 2005 y comienzos de 2006, la presión se acentuó, ya que vencían los contratos temporarios de muchos empleados públicos. Con el pretexto de que pertenecían a partidos de derecha, las «organizaciones sociales» demandaron la destitución de 80% de ellos.

Desde que asumió el nuevo gobierno, muchas dependencias fueron desmanteladas, la mayoría de las veces mediante el procedimiento de designar a un responsable provisorio por decreto (en algunos de esos cargos el funcionario debería ser designado con apoyo del Congreso). Éste fue el caso del Banco Central, la Aduana, el Servicio Nacional de Caminos, el Servicio de Impuestos Nacionales, el Servicio Nacional de Sanidad Agropecuaria e Inocuidad Alimentaria, etc. El 30 de diciembre de 2006, aprovechando el receso del Congreso, el mismo procedimiento se utilizó para nombrar magistrados afines en los cargos vacantes en la Corte Suprema de Justicia. Finalmente, las superintendencias (poderes autónomos creados en 1994 para regular, controlar y supervisar las actividades de un determinado sector estratégico) han sido objeto de ataques incesantes con el objetivo de convertirlas en simples direcciones bajo la órbita de los ministerios correspondientes, y sus titulares han cambiado varias veces en un año, de manera tal que el poder de regulación y fiscalización de estos organismos se ha visto gravemente afectado.

En ese contexto, todavía falta «tomar» la Corte Nacional Electoral y el Tribunal Constitucional, cuya sede fue cercada por manifestantes que se hacían llamar «ponchos rojos de Achacachi» y acusaban a sus miembros de prevaricación y exigían su renuncia.Uno de los casos emblemáticos de esta nueva situación es sin duda el de los hidrocarburos. Aunque el gobierno puede enorgullecerse de haber negociado contratos más ventajosos que los precedentes, es muy difícil saber cuál es la dimensión real de las ganancias logradas (a corto y largo plazo). Tampoco es fácil analizar los contratos aprobados por el Senado ya que, como consecuencia de una serie de torpezas (errores de forma, presentación al Parlamento de textos diferentes de los que habían sido firmados por las compañías, etc.), éstos debieron ser ratificados nuevamente por las dos Cámaras. En esta misma línea de desorden, desde enero de 2006 el Ministerio de Hidrocarburos cambió tres veces de titular, al tiempo que cuatro presidentes se han sucedido en Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB), la compañía nacional que debería estar ahora en el centro del dispositivo de «nacionalización». El primer presidente de YPFB, Jorge Alvarado Rivas, debió abandonar su cargo bajo el peso de acusaciones de corrupción. El segundo, Juan Carlos Ortiz Banzer, un ingeniero y reconocido especialista, abandonó sus funciones rápidamente argumentando que no se le permitía establecer una administración racional de la empresa y que estaba sometido a exigencias insostenibles. El penúltimo, Manuel Morales Olivera, no tenía ninguna experiencia en materia de hidrocarburos, lo que contradice los estatutos de YPFB, según los cuales su titular debe ser «un profesional de probada experiencia» con un mínimo de diez años de actividad. Antes de la llegada del MAS al gobierno administraba una imprenta, y su única experiencia provenía de haber participado en las negociaciones con las empresas petroleras y contribuido a la elaboración de los nuevos contratos –los mismos que tenían errores y que fue preciso corregir–. Además, fue acusado de nepotismo: su hermana fue designada al frente de la administración de las aduanas nacionales en febrero de 2006, aunque su experiencia era de «comunicadora social» (mientras escribo estas líneas –marzo de 2007– la prensa revela todos los días casos parecidos).

En cualquier caso, es innegable que, dada la ampliación de espacios en la función pública generada por las nacionalizaciones, solo se puede temer un crecimiento progresivo tanto de la ineficiencia como de la corrupción. El caso del nuevo Ministerio del Agua ilustra perfectamente esta situación. Según Jim Schultz, representante en Bolivia de la ONG The Democracy Center, «el ministro del Agua, nueva función creada hace un año con gran expectativa, sigue expulsando a toda la gente competente que conozco que fue a trabajar allí».Pero el escándalo que parece conmover más al partido en el poder y a la opinión pública es el de los «avales» (el otorgamiento de una simple carta de recomendación a cambio de sumas variables según el caso). Están comprometidos cuadros del partido, diputados y el ex-presidente del Senado, entre otros altos dirigentes. Con la voluntad de demostrar que actúa rápidamente, el presidente Morales anunció que los culpables serán castigados, expulsados del partido e incluso juzgados. Pero los que han sido señalados como culpables se defienden argumentando que no han hecho más que seguir las indicaciones de la dirección nacional del MAS, que los principales responsables no han sido molestados y que se los ha utilizado como chivos expiatorios.

Conclusión

La expresión «el país tranca», título de una compilación de artículos publicada por Mariano Baptista Gumucio en 1976, resume a la vez la ineficiencia, la pesadez y la corrupción en que se hunde la administración boliviana, donde se suceden cohortes de parásitos públicos, piratas a la caza de subvenciones ávidos de enriquecerse –o simplemente de sobrevivir– porque saben que su oportunidad pasará pronto, y el uso inmoderado de cortes de caminos y de cierres de válvulas para «exigir», de una dependencia gubernamental o de alguien rico o poderoso, alguna prebenda. También permite hacerse una idea del patchwork de etnias o naciones, cada una de ellas trazando su frontera. Como subrayaba Walter Montenegro en un artículo de ese libro: «En gran medida Bolivia es un país trancado por trancas de su propia y exclusiva invención». Y esto continúa así.

Sin embargo, sería conveniente situar el problema de las continuas «trancas» en una reflexión más amplia sobre el tema de la democracia. Como subraya acertadamente Laserna, si quienes utilizan la intimidación, la fuerza o incluso la violencia consiguen sus objetivos, entonces los intentos de regulación de la vida social mediante normas, reglamentos y leyes estarán condenados al fracaso, y la construcción democrática se volverá difícil y problemática.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 209, Mayo - Junio 2007, ISSN: 0251-3552


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