Tema central
NUSO Nº 279 / Enero - Febrero 2019

Trabajo y desarrollo humano en un mundo desindustrializado

Los países en desarrollo ya no podrán seguir las viejas recetas que garantizaron la industrialización en el Norte global o en algunos países asiáticos. Los cambios tecnológicos y comerciales cierran esas vías. Pero lograr bienestar social a través de los servicios, sin haber alcanzado antes altos niveles de productividad, no es una tarea fácil. Por ello, la dirigencia política enfrenta un desafío completamente nuevo en relación con el futuro del trabajo.

Trabajo y desarrollo humano en un mundo desindustrializado

Brevísima síntesis de la historia del trabajo

Trabajar suele ser desagradable. Los países se vuelven ricos haciendo mucho trabajo desagradable. Y porque se vuelven ricos, más personas pueden hacer trabajos agradables. Esto resume bastante bien la historia económica desde la perspectiva del «trabajo para el desarrollo humano».

Al principio, había agricultores y criadores de animales. La vida era dura, brutal y corta. Los impuestos, la corvea y otras exigencias de los jefes, los terratenientes o el Estado eran onerosos. Muchas personas eran siervos o esclavos, carentes de autonomía y dignidad. La pobreza y la injusticia eran la norma, a excepción de unos pocos afortunados. Luego tuvo lugar la Revolución Industrial, primero en Gran Bretaña y luego en Europa occidental y América del Norte. Hombres y mujeres acudieron en masa desde el campo hacia las ciudades para satisfacer la creciente demanda de mano de obra de las fábricas. Las nuevas tecnologías en textiles de algodón, hierro, acero y transporte produjeron niveles crecientes de productividad laboral. Pero durante décadas, pocos de estos beneficios llegaron a los propios trabajadores. Trabajaban muchas horas en condiciones opresivas, vivían hacinados y recibían bajos ingresos. Algunos indicadores, como la altura promedio de los trabajadores, sugieren que los niveles de vida pueden incluso haber disminuido por un tiempo.

Con el paso de los años, el capitalismo se transformó y sus ganancias comenzaron a estar más repartidas. Esto se debió en parte a que, naturalmente, los salarios comenzaron a subir a medida que se agotaba el excedente de trabajadores provenientes del campo. Pero también es cierto que los trabajadores se organizaron para reclamar por sus derechos. No fueron solo sus quejas las que imprimieron urgencia a sus demandas. También las condiciones de la producción industrial moderna hicieron más difícil a las elites seguir con su habitual política de «divide y reinarás». El trabajo en las fábricas, concentrado en las principales ciudades, facilitó la coordinación entre los trabajadores, la movilización de masas y el activismo militante.

Por temor a la revolución, los industriales cedieron. Los derechos políticos, y entre ellos el derecho al sufragio, se extendieron a la clase obrera. Y, poco a poco, la democracia domesticó al capitalismo. Las condiciones en el lugar de trabajo mejoraron a medida que los acuerdos ordenados o negociados por el Estado permitieron reducir las horas de trabajo, mejorar la seguridad y las vacaciones, las compensaciones familiares, la atención de la salud y otros beneficios. La inversión pública en educación y capacitación hizo que los trabajadores fueran más productivos y más libres para elegir. La participación de los trabajadores en los superávits de las empresas aumentó. Trabajar en una fábrica nunca dejó de ser algo desagradable. Pero al menos el trabajo de cuello azul permitía la existencia de una clase media, con todas sus posibilidades de consumo y oportunidades en cuanto a estilo de vida.

El progreso tecnológico fomentó el capitalismo industrial, pero luego iba a socavarlo. La productividad laboral en las industrias manufactureras aumentó mucho más rápido que en el resto de la economía. Eso significaba que podía fabricarse la misma o mayor cantidad de acero, automóviles y productos electrónicos con muchos menos trabajadores. La participación de las manufacturas en el empleo total comenzó a disminuir constantemente en todos los países industrializados avanzados en algún momento después de la Segunda Guerra Mundial. Los trabajadores se trasladaron a las industrias de servicios: educación, salud, entretenimiento, administración pública. Así nació la economía postindustrial.

El trabajo se volvió más agradable para algunos, pero no para todos. Para aquellos con habilidades, capital y experiencia para prosperar en la era postindustrial, los servicios ofrecían oportunidades inmensas. Los banqueros, consultores e ingenieros ganaban salarios mucho más altos. Lo que es igualmente importante, el trabajo en la oficina permitió un grado de libertad y autonomía personal que el trabajo en la fábrica nunca había proporcionado. Si bien con jornadas acaso más largas que las de la fábrica, los profesionales de los servicios disfrutaron de un mayor control sobre su vida diaria y sobre las decisiones en el lugar de trabajo. A los docentes, enfermeros y camareros no se les pagaba tan bien, pero fueron liberados de la monotonía mecánica de los talleres. Por otro lado, para los trabajadores menos calificados, los empleos en el sector de servicios significaban renunciar a los beneficios negociados del capitalismo industrial. La transición a una economía de servicios a menudo fue acompañada por el declive de los sindicatos, las protecciones laborales y las normas de equidad remunerativa, lo que debilitó enormemente el poder de negociación de los trabajadores y la seguridad laboral.

Por lo tanto, la economía postindustrial abrió un nuevo abismo entre quienes tienen buenos empleos en servicios (estables, bien remunerados, gratificantes) y aquellos con malos empleos (fugaces, mal pagos, insatisfactorios). Dos cosas determinaron la combinación entre estos dos tipos de trabajos y el grado de desigualdad que produjo la transición postindustrial. Primero, cuanto mayor era el nivel de educación y habilidades de la fuerza laboral, mayor era el nivel de salarios en general. En segundo lugar, cuanto mayor era la institucionalización de los mercados de trabajo en los servicios (además de la manufactura), mayor era la calidad de los empleos en el sector servicios en general. Así, la desigualdad, la exclusión y la dualidad se hicieron más marcadas en los países donde las calificaciones laborales estaban mal distribuidas, y muchos servicios se aproximaron al «ideal» de los manuales de los mercados al contado (spot markets). Estados Unidos, donde muchos trabajadores se ven obligados a desempeñar múltiples trabajos para ganarse la vida adecuadamente, sigue siendo el ejemplo canónico de este modelo.

¿Qué pasa con los países en desarrollo?

La historia que he contado hasta ahora es principalmente la de los países avanzados y occidentales. Unos pocos lugares en el mundo no occidental han experimentado una evolución similar. Los casos más notables son Japón, la República de Corea y la provincia china de Taiwán. Cada uno de ellos ha experimentado una importante industrialización, y luego, desindustrialización. Ahora comparten con otros países avanzados la característica de ser economías postindustriales en las que la naturaleza de los empleos está determinada por la interacción entre la productividad y las prácticas del mercado del trabajo en el sector de servicios. La alta productividad combinada con protecciones del mercado de trabajo redunda en buenos empleos. La baja productividad combinada con mercados laborales atomizados es una receta para tener trabajos de mala calidad.

Es tentador extrapolar esta historia directamente a los países que han quedado hasta ahora rezagados. Son los países de ingresos bajos y medios en los que vive la mayoría de los trabajadores del mundo. La receta para ellos parecería clara. Fomente una rápida industrialización para poder crecer. Invierta en buenas instituciones y capital humano para tener una fuerza laboral productiva, asegurándose de que nadie se quede atrás. Y cuando la desindustrialización se establezca naturalmente, no le oponga resistencia. En su lugar, asegúrese de que el marco legal y regulatorio en el que operan los servicios proporciona protecciones adecuadas para los empleados.

Podrían plantearse dos objeciones a tal extrapolación. Una tiene que ver con la conveniencia de emular la experiencia histórica de los países avanzados de la actualidad. La otra, con la viabilidad de hacerlo. Permítame concentrarme primero en una y luego en la otra.

¿Deben los países en desarrollo de hoy emular el patrón histórico? Hay que recordar que la historia enseña que las primeras etapas de la industrialización rara vez produjeron una mejora en las condiciones de vida de la mayoría de los trabajadores. Hubo un retraso significativo entre el inicio de la industrialización y la expansión de sus beneficios a grandes sectores de la población. Un retraso similar es visible en muchos países de bajos ingresos que han logrado incursionar con éxito en los mercados mundiales de manufacturas en las últimas décadas. Esto ha dado lugar a un debate sobre los talleres clandestinos en algunos países exportadores. Según ciertos activistas de los derechos laborales, las ganancias por exportaciones se deben a la explotación de trabajadores, a menudo mujeres, que ganan muy poco y trabajan largas jornadas en condiciones peligrosas. Y en este marco, el uso de trabajo infantil es un motivo de controversia particularmente sensible.

Otros, sobre todo economistas, responden argumentando que los llamados talleres clandestinos son simplemente un trampolín en el camino al desarrollo económico e incluso humano. Por malos que parezcan, estos talleres representarían una mejora en comparación con las alternativas que tiene la mayoría de los trabajadores: una existencia precaria en la agricultura de subsistencia, tal vez, o peores empleos urbanos. Y la baja remuneración y las malas condiciones de trabajo reflejan la baja productividad de los trabajadores. Además, ¿no es así exactamente como se enriquecieron los países avanzados que conocemos hoy?

El interrogante que plantea este debate es si los beneficios de la protección laboral no pueden estar disponibles en etapas de desarrollo anteriores en comparación con lo que históricamente ha ocurrido. ¿Existe una ley inquebrantable que dicta que los buenos estándares laborales deben ir a la zaga del desarrollo? Esta pregunta es similar a aquella sobre si la democracia política requiere desarrollo económico como condición previa.

La respuesta a la última pregunta sugiere la respuesta a la primera. Históricamente, la democracia vino después de la Revolución Industrial y el aumento de los ingresos. Pero no hay razón para pensar que los países no pueden volverse democráticos en etapas mucho más tempranas de desarrollo. La participación y la discusión política son valores intrínsecos. También sirven a un propósito instrumental: la investigación empírica ha determinado que los gobiernos democráticos posiblemente se desempeñan mejor que los regímenes autoritarios y producen, además, una mayor estabilidad.

Dos modelos brillantes de democracia en escenarios de bajos ingresos ejemplifican este asunto: la India y Mauricio. Estos Estados difieren mucho en tamaño, pero los dos son países altamente heterogéneos que nacieron en medio de conflictos étnicos y violencia. En ambos casos, la democracia moderó en una fase temprana el conflicto social y permitió la estabilidad política. Mauricio creció rápidamente varios años después de la independencia. El crecimiento de la India se demoró hasta la década de 1980, pero desde entonces ha sido más que aceptable, e incluso ha superado el de China mientras se escriben estas palabras.

No hay ninguna razón por la cual los trabajadores de los países de bajos ingresos deban ser privados de los derechos laborales fundamentales por el desarrollo industrial y el desempeño de las exportaciones. Estos derechos incluyen la libertad sindical y la negociación colectiva, condiciones de trabajo razonablemente seguras, no discriminación, jornada laboral máxima y restricciones al despido arbitrario. Al igual que con la democracia, estos son requisitos básicos de una sociedad digna. Su efecto de primer orden es nivelar la relación de negociación entre empleadores y empleados, antes que elevar los costos generales de producción. E incluso cuando los costos se vean afectados, cualquier efecto adverso podría compensarse fácilmente con una mejora de la moral, mejores incentivos y una menor rotación en la fuerza laboral.

Los salarios mínimos son algo diferente porque elevan directamente el costo de la mano de obra. Los salarios mínimos que no están muy lejos del nivel competitivo del mercado no pueden hacer mucho daño al empleo en general, al tiempo que mejoran las condiciones laborales. No se puede decir lo mismo de los salarios mínimos que son muy superiores a ese nivel. El peligro entonces es que a muchos de quienes buscan trabajo se les denieguen oportunidades de empleo porque el mercado no les podrá pagar. El dualismo del mercado laboral, por el cual una minoría comparativamente pequeña de insiders protege sus privilegios garantizados por el Estado a expensas de una gran mayoría de outsiders, es lamentablemente una característica común de las economías de todo el mundo. Esto frena tanto el desarrollo humano como las perspectivas de crecimiento.

Sin embargo, lo concreto es que los derechos laborales básicos, tal como se resumen en los convenios fundamentales de la Organización Internacional del Trabajo (oit), por ejemplo, no son un impedimento para el desarrollo económico. No es necesario que se pospongan hasta que el despegue económico se produzca y se afiance. En este sentido, no tenemos por qué dejarnos guiar por la historia.

¿Emularán los países en desarrollo de la actualidad el patrón histórico?

Las manufacturas son una escalera mecánica para los países pobres por varias razones importantes. Primero, en muchas industrias manufactureras hay una tendencia a una dinámica de productividad positiva1. Si se establece una cabecera de playa en uno de los sectores de manufactura «fáciles» –como las prendas de vestir–, es probable que se experimenten aumentos constantes en la productividad y que, a la larga, se pueda saltar a otras industrias más sofisticadas. En segundo lugar, las manufacturas son un sector comercializable. Esto significa que las industrias manufactureras exitosas pueden expandirse casi indefinidamente, al ganar cuotas de mercado en los mercados mundiales, sin encontrarse con restricciones de demanda. Tercero, la manufactura absorbe mucha mano de obra no calificada, el recurso más abundante de un país de bajos ingresos. Actividades como el ensamblaje de prendas de vestir, calzado, juguetes y productos electrónicos requieren pocas habilidades, por lo que los agricultores pueden transformarse fácilmente en trabajadores de una línea de ensamblaje.

Estas son las razones por las cuales la industrialización ha sido históricamente el motor principal del rápido crecimiento económico. La convergencia de la productividad, la expansión de las exportaciones y la absorción de mano de obra crea un ciclo virtuoso que impulsa la economía hacia adelante hasta que se cierra la brecha con la frontera mundial y las demandas de progreso tecnológico se vuelven sustancialmente mayores.

Así es como funcionaron las cosas en el pasado. En general, se opina que los países con bajos ingresos de África, Asia y América Latina tendrán que hacer algo similar si desean experimentar un crecimiento económico rápido y sostenido. Pero esta expectativa podría no cumplirse. El nuestro es un mundo muy diferente. Las fuerzas de la globalización y el progreso tecnológico se han combinado para alterar la naturaleza del trabajo manufacturero de manera tal que hace que sea muy difícil, si no imposible, que los «recién llegados» emulen la experiencia de industrialización de los «tigres» del Este asiático, o las economías de Europa y América del Norte antes de ellos.

Consideremos algunos hechos. Desde 1960, cada década ha traído niveles más bajos de empleo industrial y producción industrial como porcentaje de la economía en los países en desarrollo, controlando el ingreso medio y los factores determinantes demográficos. Los niveles máximos de industrialización son más bajos que nunca y se alcanzan para una fracción de los ingresos que lograban los países industrializados anteriores. Esto significa que muchas (si no la mayoría) de las naciones en desarrollo se están convirtiendo en economías de servicios sin haber tenido una verdadera experiencia de industrialización, un proceso que he denominado «desindustrialización prematura». Mientras que los primeros países industrializados lograron colocar 30% o más de su fuerza laboral en la manufactura, los últimos de los recién llegados rara vez han logrado esa hazaña. El empleo manufacturero de Brasil alcanzó un máximo de 16% y el de México, 20%. En la India, el empleo en la industria manufacturera comenzó a perder terreno en términos relativos después de haber alcanzado el 13%2.

América Latina parece ser la región más afectada. Pero lo que también resulta preocupante es que hay tendencias similares en el África subsahariana, donde, para empezar, pocos países han tenido una buena industrialización. Los únicos que parecen haber escapado a la maldición de la desindustrialización prematura son un grupo relativamente pequeño de países asiáticos exportadores de manufacturas. Los propios países avanzados han experimentado una importante desindustrialización del empleo. Pero la producción de manufacturas a precios constantes se ha mantenido relativamente bien en el mundo avanzado, algo que por lo general se pasa por alto, ya que gran parte de la discusión sobre la desindustrialización se centra en valores nominales más que en valores reales.

Las razones detrás de estas tendencias se vinculan a la tecnología y el comercio. El rápido progreso tecnológico global en la fabricación ha reducido los precios de los bienes manufacturados en relación con los servicios, lo que ha desalentado el ingreso de los recién llegados en el grupo de países en desarrollo. Al mismo tiempo, la manufactura se ha vuelto mucho más intensiva tanto en capital como en calificación laboral, por lo cual este sector ha reducido sustancialmente el potencial de absorción de mano de obra de trabajadores provenientes de la agricultura u ocupaciones informales. En el frente comercial, la competencia de China y otros exportadores exitosos combinada con la reducción en los niveles de protección significa que pocos países pobres tienen ahora la oportunidad de desarrollar manufacturas simples para el consumo doméstico. El margen para la sustitución de importaciones se ha agotado.

Por lo tanto, no es arriesgado conjeturar que las economías de los «tigres asiáticos» serán acaso las últimas en experimentar la industrialización de la manera en que la historia económica nos ha acostumbrado. Si es así, resulta una mala noticia para el crecimiento económico por todas las razones descritas anteriormente. También es una mala noticia para la equidad. El abismo existente en cuanto a ingresos y condiciones de trabajo entre banqueros y gerentes, por un lado, y quienes realizan actividades informales, como el comercio de pequeña escala o el trabajo doméstico, por otro, es incomparablemente mayor en los países en desarrollo. La transición precoz a los servicios, antes de la acumulación sustancial de capital humano y capacidades institucionales, exacerba en gran medida los problemas de desigualdad y exclusión en el mercado laboral que enfrentan las economías avanzadas.

Caminos futuros

¿Puede este proceso de desindustrialización prematura, sin embargo, resultar una bendición encubierta? Indiqué anteriormente algunas de las ventajas de los servicios en términos de autonomía personal y libertad. James C. Scott señala que un porcentaje muy alto de trabajadores industriales en eeuu preferiría abrir una tienda o restaurante o trabajar en una granja. «El tema unificador de estos sueños es la libertad, liberarse de la rígida supervisión, y la autonomía de la jornada laboral que, en su mente, compensa con creces las largas jornadas y los riesgos de este tipo de pequeños negocios». Scott contrasta esto con el trabajo en el marco de una fábrica, «donde la cadena de montaje está ajustada al detalle a fin de reducir la autonomía hasta el punto de hacerla desaparecer»3. ¿Pueden los trabajadores en el mundo en desarrollo de alguna manera tomar un atajo y evitar el trabajo monótono de la manufactura?

Quizás, pero no está claro cómo se puede construir ese futuro. Una sociedad en la que la mayoría de los trabajadores son sus propios jefes (comerciantes, profesionales independientes, artistas) y establecen sus propios términos de empleo, al tiempo que llevan una vida aceptable, solo es factible cuando la productividad es muy alta. La alta productividad permite la generación de una demanda abundante de estos servicios y, en consecuencia, altos ingresos para propietarios independientes. El problema es que los servicios, en su conjunto, no han experimentado a lo largo de la historia un aumento de la productividad como sí lo han hecho las manufacturas; hoy se necesitan tantos camareros para explotar un restaurante como hace un siglo. Así, depende de la industrialización el proporcionar los altos ingresos y la alta demanda para el resto de la economía.

Lo que está claro, por lo tanto, es que la dirigencia política enfrentará un desafío completamente nuevo cuando encare el futuro del trabajo y del desarrollo humano. Una mayor cuota de crecimiento económico tendrá que provenir de una mejora de la productividad en los servicios. Esto significa, a su vez, que los enfoques parciales y sectoriales que funcionaron tan bien para estimular la industrialización orientada a la exportación durante las primeras etapas del rápido crecimiento en Asia y más allá tendrán que ser reemplazados (o al menos complementados) por inversiones masivas de la economía en capital humano e instituciones. Cuando las manufacturas son el motor de la economía, las reformas selectivas, como los incentivos a la exportación, las zonas económicas especiales o los incentivos a los inversores extranjeros, pueden ser muy efectivas. Después de todo, cuando se enfrenta una demanda casi infinita en los mercados mundiales, es suficiente tener algunos éxitos de exportación para impulsar la economía. Pero cuando el crecimiento tiene que depender de servicios (en su mayoría) no transables, los esfuerzos selectivos no funcionarán. Los esfuerzos en las reformas deberán ser más integrales y apuntar al crecimiento de la productividad en todos los servicios simultáneamente.

Marx imaginó una sociedad en la que sería posible que una persona «hiciera una cosa hoy y otra mañana, cazar por la mañana, pescar por la tarde, después criar ganado, hacer una crítica después de la cena (...) sin llegar a ser cazador, pescador, pastor o crítico». Una condición previa para esto, sin embargo, era que las fuerzas productivas de la economía se desarrollaran lo suficiente. Hasta la fecha, el capitalismo industrial ha sido prácticamente el único camino hacia una sociedad productiva. El trabajo en las fábricas no era agradable y generó tensiones sociales significativas, como destacó Marx, pero logró productividad.

Hoy, este camino parece menos deseable y menos factible. Habrá que inventar uno nuevo. Los rasgos básicos de esta alternativa son fáciles de exponer. Será un modelo basado en servicios. Se centrará más en infraestructura blanda (aprendizaje y capacidades institucionales) y menos en acumulación de capital físico (plantas y equipos en industrias manufactureras). Más allá de eso, sin embargo, queda mucho en juego.


Nota: este artículo fue comisionado originalmente por la Oficina del Informe sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y se publicó por primera vez en el Informe sobre Desarrollo Humano 2015. Trabajo y desarrollo humano. Esta traducción al español no ha sido revisada ni aprobada por el PNUD y el artículo original en inglés está disponible en hdr.undp.org. Traducción de Carlos Díaz Rocca.

  • 1.

    D. Rodrik: «Unconditional Convergence in Manufacturing» en Quarterly Journal of Economics, 2/2013.

  • 2.

    D. Rodrik: «Premature De-industrialization», NBER Working Paper No 20.935, 2/2015.

  • 3.

    J.C. Scott: Elogio del anarquismo, Planeta, Barcelona, 2013, pp. 130-131.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 279, Enero - Febrero 2019, ISSN: 0251-3552


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