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NUSO Nº 218 / Noviembre - Diciembre 2008

Sugerencias para su modernización

En general, las universidades latinoamericanas se encuentran en desventaja respecto a las de los países desarrollados. Los indicadores fundamentales –cantidad de graduados en relación con la población, número de investigaciones, presupuesto en ciencia y tecnología– revelan sus falencias: poco espacio dedicado a la investigación, falta de recursos, escasa oferta de posgrados. Aclarado el diagnóstico, el artículo ensaya algunas propuestas, desde la flexibilización de la formación hasta la reorganización funcional sobre la base de la preeminencia de lo académico por sobre lo administrativo. El objetivo es construir universidades que contribuyan a ofrecer respuestas a los principales problemas sociales mediante iniciativas eficaces y dotadas de espíritu crítico.

Sugerencias para su modernización

Universidades en América LatinaSugerencias para su modernización

CÉSAR FERRARI / NELSON CONTRERAS

En general, las universidades latinoamericanas se encuentran en desventaja respecto a las de los países desarrollados. Los indicadores fundamentales –cantidad de graduados en relación con la población, número de investigaciones, presupuesto en ciencia y tecnología– revelan sus falencias: poco espacio dedicado a la investigación, falta de recursos, escasa oferta de posgrados. Aclarado el diagnóstico, el artículo ensaya algunas propuestas, desde la flexibilización de la formación hasta la reorganización funcional sobre la base de la preeminencia de lo académico por sobre lo administrativo. El objetivo es construir universidades que contribuyan a ofrecer respuestas a los principales problemas sociales mediante iniciativas eficaces y dotadas de espíritu crítico.

En memoria de Alfonso Borrero S.J. y su Seminario Permanente sobre la Universidad, por su espíritu libre y crítico y por sus enseñanzas.

Salvo excepciones, la universidad latinoamericana es aún premoderna: el mérito académico no genera preeminencia, las decisiones fundamentales no son académicas sino administrativas, y la preocupación por los problemas de infraestructura se centra en la infraestructura física por encima de la de comunicaciones y la virtualidad. En gran medida, la universidad refleja el comportamiento de una sociedad poco democrática, en donde el mérito apenas cuenta; los nombramientos y cargos, cuando no la riqueza, definen la posición; los edificios y monumentos –y no el conocimiento– representan la huella social.

En ese contexto, la universidad latinoamericana se orienta en general a la docencia, que no siempre es de buena calidad, es poco competitiva en el plano internacional y se imparte parceladamente a un número limitado de estudiantes. La investigación es insuficiente o incluso inexistente. Como consecuencia de ello, la universidad básicamente ofrece a la sociedad profesionales, no siempre bien preparados y no siempre adecuados a sus necesidades.

Sus profesores a tiempo completo son pocos y rara vez arriesgan una opinión o una orientación fuerte, menos aún si esta implica una contradicción con la verdad oficial o culturalmente aceptada. Por esta razón, o porque no constituyen un grupo socialmente significativo o numeroso, por falta de apoyo o por los bajos salarios, muchos de ellos prefieren buscar otras opciones profesionales fuera de sus países.

Es necesario superar esa situación. Es tiempo de transformar la universidad latinoamericana y modernizarla para que contribuya al bienestar de la sociedad. De otro modo, la educación superior no podrá cumplir su rol fundamental: crear capital humano, adelantarse y funcionar como guía, ofrecer reflexión y soluciones.

El presente artículo busca contribuir a ese propósito. Vale la pena aclarar, sin embargo, que las propuestas que contiene no constituyen el único camino. Muy alejado de nuestro espíritu creer que hay una sola verdad acerca de la transformación que se postula. Finalmente, cabe una última aclaración. Las propuestas que se incluyen en este texto no se refieren a la opción de la educación como negocio, pues consideramos que, si la universidad produce excedentes, estos deberían reinvertirse en el desarrollo de su misión.

Un diagnóstico de las universidades en América Latina

A la universidad latinoamericana todavía accede un porcentaje muy pequeño de la población; las publicaciones de sus profesores, reflejo de sus investigaciones, son escasas, y los gastos en ciencia y tecnología de los países, parte importante de los cuales se destina a la universidad, son también reducidos.

En este marco, la universidad latinoamericana dista mucho de producir los profesionales que la sociedad requiere. Si bien ha extendido su cobertura en las carreras universitarias básicas (o de pregrado, como se las conoce en algunos países), la cobertura de maestrías es reducida, y casi nula en cuanto a doctorados.

El cuadro 1 –que muestra el porcentaje de cobertura de la educación superior como proporción de la población económicamente activa (PEA)– confirma este diagnóstico. Mientras que en Estados Unidos los graduados universitarios de pregrado representan 9,75‰ de la PEA, en Brasil y México, los más avanzados de América Latina, alcanzan tasas no tan distantes, de 7,48‰ y 7,28‰, respectivamente. Sin embargo, la cobertura de maestría es mucho menor, y más aún la de doctorado. Mientras que en EEUU el porcentaje de graduados de maestría es 3,88‰ y el de doctorado 0,35‰, en México es de 0,75‰ y 0,04‰, y en Brasil 0,32‰ y 0,09‰. La insuficiencia en la formación de posgrado es notable en América Latina.Por su parte, el número de investigadores en relación con la PEA, la mayor parte de los cuales se localiza en las universidades, es también bajo en América Latina. Como muestra el cuadro 2, EEUU cuenta con 8,8‰. En nuestra región, los países mejor posicionados son Argentina (2,1‰) y Chile (2‰). Brasil tiene, por su dimensión, la mayor cantidad en términos absolutos: 88.000, seguido por México, con 44.000. Ciertamente, todos ellos muy distantes de EEUU, con 1.300.000.

La cantidad de investigadores se refleja en las publicaciones. En 2005, la cantidad de citas de publicaciones estadounidenses en el Science Citation Index fue de 375.401, contra 18.765 de Brasil, 7.541 de México y 5.699 de Argentina. En relación con el Producto Interno Bruto (PIB), la situación es dispar. Mientras que Argentina, Brasil y Chile se encuentran en niveles similares a EEUU, otros países, como México, Colombia y Perú, se sitúan muy por debajo. Todo esto, por supuesto, se relaciona con el gasto en ciencia y tecnología. En EEUU, ese gasto alcanzó en 2005 a 2,6% del PIB. De ese valor, las universidades recibieron una proporción menor (equivalente a 0,43% del PIB). En América Latina, los países destinan a ciencia y tecnología un porcentaje de gasto inferior al de EEUU: los que más porcentaje invierten son Brasil (1,12%) y, sorprendentemente, Perú (1,16%). Al mismo tiempo, los que concentran una mayor proporción del gasto en ciencia y tecnología en las universidades son Perú y Colombia (60%), que son también los que exhiben menos publicaciones y cuentan con menos investigadores. Las cifras anteriores se ven reflejadas dramáticamente en los rankings internacionales sobre universidades. Según el THES-QS World University Rankings, la mayor parte de las 400 universidades mejor calificadas en el mundo en 2007 son estadounidenses (Harvard es la primera), junto con universidades europeas y asiáticas. En el ranking solo aparecen siete universidades latinoamericanas: tres brasileñas, una mexicana, dos chilenas y una argentina. Las latinoamericanas mejor clasificadas son la Universidad de San Pablo (puesto 175), la Universidad de Campinas (177), la Universidad Nacional Autónoma de México (192), la Universidad Católica de Chile (239), la Universidad de Buenos Aires (264), la Universidad de Chile (312) y la Universidad Federal de Río de Janeiro (338).

Entre la docencia y la investigación

La universidad es, básicamente, una comunidad de profesores y estudiantes orientada a la producción y la gestión del conocimiento. Por ello, parece evidente que esa comunidad se constituya en un centro de docencia y de investigación. Algunos añadirían a esas funciones el servicio. Es posible, pero ello se desprende de las dos funciones anteriores; es decir, la universidad debe servir a la sociedad enseñando lo que sabe y desarrollando nuevos conocimientos.

¿Qué debe pesar más, la docencia o la investigación? Es claro que las universidades que no puedan dedicarse a la investigación en profundidad, por escasez de recursos o por preferencia, deberían centrarse en la docencia. Pero es absolutamente necesario, para cualquier país, contar con universidades que tengan la investigación como eje central.

Las universidades latinoamericanas deberían ser centros de docencia e investigación competitivos en el nivel internacional. Sin embargo, es obvio que no podrán competir en la investigación básica ni en la de tecnología de punta, salvo en casos especiales, por la cantidad de recursos que esto implica. Pero sí es posible competir en las ciencias sociales, en el desarrollo teórico adaptado y en el desarrollo de las aplicaciones requeridas por las diferentes situaciones nacionales.

Ciertamente, esos desarrollos, teóricos y aplicados, deberían enfocarse a la solución de los problemas de la sociedad. En otras palabras, la universidad debe influir significativamente, constituirse en referencia principal y ser parte de los debates sociales y de la formulación de las políticas públicas y las nuevas reglas y normas que regirán a la sociedad. Esa es su obligación primordial. Los profesores, eje de la universidad

Estas funciones deben cumplirse a través de los profesores. El conocimiento no lo posee la universidad como institución abstracta ni tampoco sus autoridades, sino sus profesores, que son quienes lo desarrollan y difunden. Esto implica el reconocimiento social del profesor. Ese reconocimiento no nace ni se otorga por mandato o nombramiento: es el resultado de un proceso alimentado por sus aportes a la sociedad y por un comportamiento ético, competitivo, flexible, exigente y tolerante. Ese proceso supone generar y proponer ideas, convocar y participar en foros y debates relevantes y oportunos, publicar en revistas reconocidas y leídas, y educar y preparar a los estudiantes como profesionales reconocidos.

Se necesita también que la universidad tenga y retenga a profesores calificados que forman parte de su planta. Es necesario que sean suficientes para constituir una masa crítica que les permita confrontar sus ideas, primero entre ellos mismos y luego con la sociedad. Para ello es preciso que los salarios sean competitivos, aunque no necesariamente superiores a los del mercado si se complementan con reconocimientos y apoyos financieros. Pero sí se requiere que sean razonables, es decir que los profesores no necesiten generar otros recursos para garantizar condiciones adecuadas de vida.

Esto implica también una carrera profesoral en la cual los salarios y el estatus se definan en función de la calificación y la producción intelectual. En muchas universidades latinoamericanas, esa carrera ya existe. Las pioneras fueron casi siempre las universidades públicas, seguidas por las privadas más importantes. Ello representa un avance importante que debe generalizarse y, sobre todo, consolidarse.

Todo ello será posible en un ambiente propicio y cordial, bajo una administración a cargo de gestores universitarios que tengan como horizonte servir a los profesores y los estudiantes y facilitar sus tareas y que, por lo tanto, acepten la preeminencia de los docentes y de la academia, incluso en términos salariales.

La investigación y la docencia

La universidad latinoamericana debe contribuir a crear riqueza y a resolver la pobreza, la inequidad y la exclusión social. Por tal razón, la investigación y la docencia deberían concentrarse en estas cuestiones, que son al mismo tiempo éticas, económicas, políticas, sociales y tecnológicas. El objetivo debería consistir en diseñar soluciones eficaces y eficientes para tales desafíos y participar en su implementación.

Por otro lado, la orientación disciplinar debería definirse a partir de las ventajas comparativas de la institución. Esto implica escoger entre lo que hace aquello que puede hacer mejor que otras instituciones. Esas ventajas tienen que ver con la localización, la proximidad a los recursos naturales y, sobre todo, la disponibilidad de profesionales calificados. Salvo pocas excepciones, las universidades latinoamericanas tienen pocas ventajas competitivas en términos absolutos. Pero sin duda tienen algunas ventajas comparativas en ciertas áreas. Los países petroleros, por ejemplo, tendrán ventaja en la formación de ingenieros petroleros y geólogos, y los países agrícolas en la formación de agrónomos.

Escoger la orientación de la docencia y la investigación es, en primer lugar, un ejercicio de libertad académica definido a partir del interés del profesor-investigador. Sin embargo, debería ponerse en función de la relevancia que adquiere para la sociedad. Es su obligación escoger en ese sentido. La universidad como institución puede promover investigaciones en temas relevantes a través de incentivos ad hoc.

Al mismo tiempo, las investigaciones no concluyen con los resultados; deben difundirse a la sociedad. El conocimiento no socializado no es conocimiento; cuanto más conocido, más valorado. Esa difusión requiere debate, publicaciones, foros, conferencias. Para ello, cada profesor debe desarrollar, hasta donde sea posible, sus propios textos, y los profesores vinculados a una disciplina o un tema deben publicar una revista académica y realizar conferencias.

De las carreras básicas al posgrado: los estudiantes

Junto con los profesores, el otro estamento constitutivo de la universidad son los estudiantes. Una buena universidad es, en definitiva, una feliz combinación de buenos profesores y buenos estudiantes actuando en ambientes propicios.

El reconocimiento social de los estudiantes implica que actúen de manera ética y competitiva y, sobre todo, que sean capaces de analizar, criticar y proponer ideas en ambientes exigentes. Para ello es necesario que obtengan buenas calificaciones en exámenes interprograma, participen activamente en eventos estudiantiles, publiquen frecuentemente sus trabajos y, cuando se incorporen al mundo laboral, lo hagan de forma eficiente y colaborativa. Ello requiere una adecuada incorporación, transformación y transmisión del conocimiento, es decir una buena formación en ambientes que estimulen la dedicación y faciliten el aprendizaje.

Uno de los problemas es que el modelo actual pretende que el estudiante opte por alguna profesión desde su ingreso a la universidad, cuando aún no tiene bien definidas sus preferencias y sus habilidades. Ello genera altos niveles de deserción en los primeros semestres y, por lo tanto, un desperdicio de tiempo y recursos, en perjuicio, en primer lugar, del propio estudiante, y también de la institución y de la sociedad.

Por otro lado, tratar de identificar qué tipo de profesional debería formarse y con qué conocimientos específicos es prácticamente imposible debido al rápido avance y transformación del conocimiento y de la tecnología. No hay forma de saber cómo será ese profesional del futuro ni cuál será el desarrollo de su disciplina. Por eso, la formación del estudiante, particularmente en las carreras básicas o pregrado, debe orientarse fundamentalmente a dotarlo de conocimientos básicos e instrumentos de análisis y adquisición y selección de información para el desarrollo de capacidades, competencias y habilidades. Debe también proporcionarle la capacidad de comunicarse verbalmente, por escrito y con instrumentos modernos, ya que, como se señaló, si no puede socializar sus reflexiones no podrá ser útil socialmente.

La formación universitaria debe facilitar también la comprensión de la complejidad del mundo real. Actualmente, esa formación se encuentra en buena medida parcelada, sin conexión entre las diferentes disciplinas. Esto resulta poco adecuado dada la complejidad y el carácter interdisciplinario de las soluciones profesionales. Por ello, la formación debe concluir con una síntesis de teoría y práctica y debe contemplar la interacción entre varias disciplinas, de modo tal de ofrecer una visión comprensiva e integral.

Finalmente, la formación debe incluir el reconocimiento de las limitaciones de la ciencia y de las exigencias en la construcción del conocimiento: reconocimiento y respeto a lo precedente, originalidad y veracidad. Exige, en suma, asumir la imposibilidad de la neutralidad de la ciencia, condicionada siempre por intereses, pero al mismo tiempo inculcar la búsqueda de la verdad como valor absoluto, por encima de las conveniencias.Para lograr todos estos objetivos, la formación universitaria debe ser flexible y enfatizar la libertad y la responsabilidad. La flexibilidad debe concretarse en un plan de estudio individual definido de acuerdo con las preferencias, la capacidad y la habilidad del estudiante, orientado por los profesores, para organizar la secuencia de estudios sobre la base de una lógica de profundización progresiva. Incluso puede admitirse, cuando sea posible, la selección de los profesores por parte del estudiante. En forma consecuente, la formación debe guiarse por resultados, para poder corregir errores y reorientarse hacia aquella temática en la que el estudiante se descubra más competente y hábil.

Una forma de garantizar esta flexibilidad es que la matrícula se realice en la universidad y no en las facultades. Ello profundizará el sentido de pertenencia del estudiante, ampliará sus redes sociales y le permitirá escoger entre la oferta total de asignaturas. Para ello, las asignaturas que ofrezcan los departamentos deben estar disponibles para todos los estudiantes, restringidas solo por el avance formativo, independientemente de la profesión en la que quieran formarse. Más aún: el estudiante debería poder escoger entre la oferta de asignaturas y profesores no solo de su universidad, sino también de otras universidades, nacionales y extranjeras. Ello exige la multiplicación de convenios interinstitucionales que faciliten los intercambios.

Todo lo anterior obliga a repensar la organización de la formación. Para avanzar en estos objetivos, es necesario que esta se inicie con un ciclo básico de conocimientos comunes a todos, seguido por un ciclo profesional que oriente conocimientos disciplinarios, luego por un ciclo social que funcione como síntesis (que puede ser parte del ciclo profesional) y, finalmente, por una profundización de los conocimientos en un ciclo de posgrado. Algunas universidades ya han optado con éxito por este tipo de organización.

Ciclo básico. Debe proporcionar conocimientos, instrumentos e información comunes a todos los estudiantes, entrenar en comunicación y sentar las bases para el entendimiento de la complejidad.

Es, en suma, el ciclo formativo. Sería de cuatro semestres, con un número limitado de asignaturas semestrales centradas en los temas básicos. No hay tiempo para profundizar una disciplina. En este ciclo, cualquier aproximación a una profesión determinada debe plantearse solo como introducción y motivación, como electiva. Las materias que mejor permiten abstraer y conceptualizar son la filosofía y las matemáticas: mientras que la primera enriquece el razonamiento y muestra su avance a lo largo de la historia, las segundas posibilitan el manejo simultáneo y cuantitativo de muchas variables en forma ordenada y sistemática. El entendimiento del mundo físico y de la vida debe lograrse a partir de la física, la química y la biología.

La información debe girar alrededor de la historia y la geografía: solo sabiendo qué pasó, por qué y en dónde es posible concretar una abstracción y proyectarla. Para comunicarse en forma adecuada, es necesario saber hablar en público, saber escribir y saber manejar la virtualidad. El desarrollo de la sensibilidad se daría a través de materias vinculadas al arte.

El entendimiento de la complejidad y continuidad del mundo real debe resultar de entender que este se da a partir de comportamientos humanos, relaciones sociales, conflictos de intereses y de poderes. Ello exige conocimientos de psicología, antropología, sociología, ciencias políticas y ética.

Podría pensarse en tres tipos de ciclo básico: uno orientado hacia las humanidades, otro hacia las ciencias y un tercero hacia las artes. La flexibilidad aludida debería reflejarse en la posibilidad de que cada estudiante, de acuerdo con sus afinidades, se inscriba en una de las tres opciones, sin perjuicio de poder cambiarla al término de los dos primeros semestres.

Ciclo profesional. En este ciclo, de cuatro semestres a partir del quinto, debe darse la formación intermedia en la profesión escogida por el estudiante. Debe iniciarse con las materias básicas de la disciplina y continuar con los temas que el estudiante quiera desarrollar de acuerdo con sus preferencias. Con tan poco tiempo, no sería eficiente ofrecer una profesionalización dispersa. La flexibilidad debe ser el criterio de organización de los estudios.

En el último semestre del pregrado, el estudiante debería ser capaz de sintetizar sus conocimientos interactuando con estudiantes de otras disciplinas, de tal manera que el mundo real, complejo, no le sea ajeno cuando finalmente le toque encararlo. Este ciclo social debería permitir que el estudiante se enfrente a un problema real, lo analice y ofrezca una solución académica, desde su óptica y con las limitaciones propias de su nivel. Esta práctica de contacto con la realidad debería concretarse a través de la elaboración de un proyecto, un análisis de un problema, un laboratorio organizado en áreas alternativas de acuerdo con las preferencias del estudiante –social, empresarial o tecnológica– para confrontar la teoría y aplicar sus conocimientos. Finalmente, podría exigirse el desarrollo de una monografía que resuma su experiencia, su análisis y su propuesta y un examen comprensivo de los conocimientos adquiridos aplicados a la experiencia vivida.

Ciclo de profundización. Si la universidad quiere influir en la sociedad debe investigar sus problemas relevantes y ofrecer soluciones posibles. Ello requiere conocimientos avanzados. En el pregrado se aprenden los conceptos e instrumentos básicos. Los más avanzados, los que corresponden a la frontera del conocimiento, se sitúan en los posgrados. Es allí donde se pueden plantear avances en la teoría, en la interpretación y en la adaptación de aquella.

Para ello es necesario desarrollar las maestrías y los doctorados, aumentar el número, los estudiantes y los recursos. Como se indicó, esta es una de las mayores falencias de la universidad latinoamericana. Se requiere también reforzar los posgrados con altos niveles de exigencia. El profesor debe desarrollar conocimientos para poder atender el posgrado en un nivel avanzado y el estudiante debe plantearse hipótesis originales y una verificación de estas a través de modelos de análisis propios.

En suma, el posgrado debe ser la continuidad natural para quien desee profundizar sus conocimientos y esté interesado en abordar, en términos avanzados, la solución de los problemas de la disciplina que escogió.

Organización eficiente

La universidad, en tanto centro de investigación y docencia, está sujeta a dos tipos de decisiones: académicas (qué y cómo investigar, qué y cómo enseñar) y administrativas (compras, ventas, contratos, atenciones, servicios, logística, etc.). Estas últimas solo tienen sentido cuando se realizan en función de las primeras. En el primer caso, las decisiones deben ser responsabilidad de los académicos; en el segundo, de los administradores (gestores universitarios).

Los académicos son quienes investigan y enseñan; los administradores deben actuar como facilitadores. En las universidades modernas de los países desarrollados, ello ha conducido a una preeminencia clara de la academia y de los académicos sobre la administración y los gestores universitarios. En las universidades estadounidenses, por ejemplo, el prestigio, el poder y el dinero se obtienen fundamentalmente gracias al conocimiento socialmente reconocido, por el cual las universidades compiten, y no a partir de los cargos administrativos (llámense directores de programas o departamentos, decanos o rectores).

En esta línea, modernizar la universidad latinoamericana implicará, ciertamente, un cambio profundo en las preeminencias y en la manera en que se organiza y se maneja. La universidad moderna, organizada por ciclos académicos y por cuerpos temáticos, debe tener como instancia de decisión máxima, en todo nivel, los consejos académicos constituidos por los profesores.

Sin embargo, la organización universitaria en América Latina, estructurada en general por facultades, tiende a la parcelación en la formación y la investigación. El extremo, presente en muchos casos, es la generación de la llamada facultad-feudo: solo tienen derecho a opinar y participar en el tema respectivo los afiliados a esa facultad. Esto resulta claramente inconveniente. La ciencia no conoce límites ni autoridad excepto los que se deriven del propio conocimiento. A su vez, la realidad es multifacética y multitemática. Sería lógico, entonces, que la organización administrativa de la universidad respondiera a tales hechos. Para ello, los profesores deberían agruparse en departamentos temáticos y estos, a su vez, en facultades multitemáticas que respondan a la complejidad de la formación.

Por otra parte, en muchas universidades latinoamericanas existe una separación innecesaria entre la docencia y la investigación. La primera depende de los programas o carreras que, a su vez, están separados según niveles de pregrado y posgrado; la investigación, mientras tanto, queda bajo la órbita de los departamentos. En general, programas y departamentos se agrupan en facultades organizadas por temas. El problema es que demasiadas fuentes de autoridad tornan ineficiente la toma de decisiones y el desarrollo de las operaciones; lo más lógico es que los departamentos ofrezcan los programas. Si fuera necesario, por el tamaño de los programas, mantener autoridades administrativas separadas, la desconexión podría superarse si las máximas decisiones académicas correspondieran a los profesores agrupados en el consejo respectivo.

Para superar la parcelación y establecer la preeminencia académica sobre la administrativa, deben ser los profesores agrupados en departamentos –y reunidos en consejo– quienes definan la orientación y el contenido de sus disciplinas, profesiones u ocupaciones, la calificación de la calidad de las investigaciones, la definición de la secuencia y los prerrequisitos de las asignaturas, la aprobación de los presupuestos, el ascenso de sus colegas y la incorporación de nuevos docentes, así como las orientaciones a los administradores universitarios y su supervisión.

Los cargos administrativos asociados a las decisiones académicas –por ejemplo, directores de departamento– deben rotar regularmente entre los profesores, y no deberían dar lugar a una remuneración adicional. En la universidad moderna, los ingresos adicionales se obtienen fundamentalmente mediante la producción intelectual. Sin embargo, al implicar un sacrificio en la producción intelectual por el tiempo dedicado a cuestiones administrativas, cabría pensar en una bonificación eventual que, sin embargo, no debería convertir la tarea administrativa en la primera ocupación del profesor.

Por otra parte, convendría formar gestores universitarios, ya que muchos de los actuales docentes, que se supone deberían dedicar sus esfuerzos a la investigación, no tienen ni la voluntad ni el interés para ello. Es necesario entonces formar administradores universitarios específicamente para esa tarea, de manera tal de no correr el riesgo de perder un buen docente para ganar un mal administrador.

Infraestructura y financiamiento

Una buena universidad requiere una buena infraestructura. En los tiempos actuales, esto implica no tanto obras físicas como métodos de comunicación, procesamiento de información y relacionamiento virtual. Ello, desde luego, no excluye la necesidad de reforzar las bibliotecas, la adquisición de libros, las oficinas de los profesores, las aulas y los centros de reunión.

Esto conduce a la cuestión del financiamiento universitario. Sin un financiamiento adecuado, es imposible que la universidad pueda modernizarse. En la mayoría de los países latinoamericanos, las universidades fueron originalmente de origen público o religioso, y contaban con financiamiento estatal, de donaciones privadas y de los fondos de las comunidades religiosas.

En las universidades públicas, la dependencia exclusiva de tales recursos generó a menudo una sutil o abierta intromisión del poder político de turno, muchas veces en perjuicio de la libertad académica. Muchas universidades dieron una abierta batalla a favor de mantener y preservar su autonomía, y en algunos países conservan aún su prestigio y su calidad académica e investigativa.

Por otro lado, en muchos países el apoyo estatal a las universidades disminuyó considerablemente debido a los cambios de prioridades en el gasto fiscal derivados de la visión de que es el mercado el que debe hacerse cargo de la educación universitaria. Con ello, florecieron también las universidades privadas, muchas de ellas como abiertos negocios.

Todo ello obligó a las universidades públicas a buscar fuentes adicionales de financiamiento. Aquellas que han sido menos hábiles en ese menester han perdido a sus mejores profesores y desmerecido sus instalaciones. De tal modo, actualmente, la mayor parte de las universidades latinoamericanas se financia, en gran medida, con las matrículas estudiantiles. Tal situación es apropiada solo para una universidad que produce casi exclusivamente profesionales.

Para ello, un gran número de universidades ha adoptado un sistema de créditos semejante al que existe en EEUU. Este sistema de créditos para cobrar las matrículas es sensato y transparente y debería generalizarse. El valor del crédito debería reflejar los costos directos, derivados de los pagos a los docentes vinculados directamente a la temática que se imparte, así como los costos indirectos, generados por la administración de la universidad (los mismos para todos los alumnos). Por lo tanto, el valor del crédito debería ser variable y definirse de acuerdo con la temática. Este esquema permite financiar a estudiantes de bajos ingresos estableciendo en forma transparente mayores valores por crédito y distribuyendo subsidios a aquellos que lo necesitan.

En ese esquema, usualmente la industria no aporta a la universidad, básicamente porque no le resulta funcional. Como no produce investigación útil para ella, solo espera buenos profesionales. Sin embargo, la universidad no puede vivir aislada de la sociedad ni del sector productivo. La universidad moderna debe producir investigación y no solo profesionales. Por lo tanto, como contrapartida, parte importante de su financiamiento debería provenir del sector industrial.

El financiamiento industrial de la universidad supone un riesgo, sobre todo en temas que impliquen dilemas éticos y correspondan a sectores industriales poco competitivos. En ellos, la investigación universitaria corre el riesgo de convertirse en publicidad para la industria o para la dependencia estatal que la financia. Para evitarlo, es necesario definir políticas, normas y reglas de juego claras en la relación universidad-industria, y buscar otras formas de financiamiento en esas áreas (por ejemplo financiamiento internacional, menos comprometido con intereses particulares). La independencia y libertad académica del investigador no pueden ponerse en duda.

El punto de encuentro entre la universidad y la industria debería ser los institutos de la universidad, que deberían organizarse principalmente en función de las necesidades de la industria. Los profesores-investigadores podrían afiliarse a los institutos o a los departamentos, sin perjuicio de sus cargas investigativas y docencia. Cuanto más funcional sea el instituto a los requerimientos de la industria, más financiamiento recibirá y, por lo tanto, más investigación podrá desarrollar. Ello exige una investigación que, como se indicó, resulte útil para la sociedad y, en particular, para el sector productivo.

La relación entre universidad e industria es una forma importante de capital social. Cuando más coherente y más estrecha sea esa relación, de modo tal que permita debates, foros, intercambio de experiencias e ideas y contribuciones mutuas, de una manera sistemática, abierta y franca, mayor será el efecto sobre la productividad de la economía.

Cuestiones finales

No existe un sistema ni una institución perfecta. La universidad latinoamericana moderna no se construirá de un día para el otro, sobre todo si implica un cambio en la cultura dominante. Tomará tiempo. Seguramente, la solución de algunos problemas dará lugar a la aparición de otros. Lo importante es que los avances sean mayores que los retrocesos.

Unas pocas universidades latinoamericanas han avanzado en el camino de esa modernización, que no puede ser uniforme ni tener un sentido único, lo que implicaría contradecir su propio espíritu. Sin embargo, los rasgos fundamentales, desarrollados en este artículo, deberían ser comunes a todas las universidades: preeminencia de lo académico sobre lo administrativo, construcción de una investigación y una docencia exigentes y de calidad, participación en el debate social, flexibilidad en las decisiones y en las prácticas y, fundamentalmente, buenas dosis de espíritu crítico.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 218, Noviembre - Diciembre 2008, ISSN: 0251-3552


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