Tema central
NUSO Nº 210 / Julio - Agosto 2007

Sociedad civil y Estado en América Latina

En las últimas décadas, en la mayoría de los países latinoamericanos, la sociedad civil pasó a tener un protagonismo central, en particular a partir de la lucha contra las dictaduras. En este contexto, las ONG se transformaron en la encarnación de la sociedad civil, pasaron a expresar las demandas más variadas y fueron asociadas a los más diversos discursos políticos. Para la visión liberal, las ONG deben reemplazar parcialmente los servicios de protección social del Estado, mientras que para la izquierda son el nuevo vehículo para canalizar los reclamos de justicia tras el colapso de la alternativa socialista. El artículo afirma que, pese a su importancia, las organizaciones de la sociedad civil no podrán reemplazar al Estado-nación, que es donde se define la lucha por la distribución de la riqueza.

Sociedad civil y Estado en América Latina

La sociedad civil y la participación democrática: expectativas y realidades

La sociedad civil concita el respaldo de grupos tan diferentes como las grandes corporaciones, los gobiernos de países desarrollados, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Foro Social Mundial, por no mencionar el apoyo de los partidos políticos de derecha e izquierda en todo el mundo. Para algunos, la sociedad civil es un término ómnibus sin significado preciso, mientras que para otros se trata de un nuevo concepto capaz de iluminar el camino hacia un mundo mejor. A pesar de su imprecisión, que refleja, como veremos, la lucha por su apropiación por diferentes actores sociales, no podemos olvidar que está en el centro de los debates sobre la democracia y los procesos de democratización.

La sociedad civil se transformó en el símbolo de la solidaridad y el cambio social en el espacio público en el periodo de la Posguerra Fría. Debido a su fuerza evocativa y a su potencial para expresar la esperanza en un mundo mejor, la idea de la sociedad civil ejerce una amplia influencia en los ciudadanos y en el rol que se confieren a sí mismos diversos actores sociales. Más allá de esa fuerza evocativa, debemos abordar algunas interrogantes: ¿las sociedades civiles son capaces de expresar y satisfacer efectivamente las demandas de los ciudadanos? ¿Pueden desempeñar el papel de intermediario entre los individuos, los grupos sociales y las estructuras del poder político, en un contexto en el que los partidos políticos están cada vez más desvalorizados?

Por lo pronto, el concepto de sociedad civil no puede dejarse de lado con el argumento de que no cumple los requisitos básicos de la teoría social, tal como parecen sostener críticas recientes. La crítica teórica no puede limitarse a cuestionar los límites del carácter científico o de la capacidad explicativa del concepto de sociedad civil, sino que debe buscar comprender, en primer lugar, por qué se volvió tan importante; en segundo lugar, aclarar cómo fue objeto de apropiación por actores tan diferentes; y en tercer lugar, analizar la estructura empírica de los diferentes actores que afirman ser parte de la sociedad civil, así como su papel en la construcción del sistema político.

Para avanzar en el debate, los científicos sociales deben impulsar una indagación tanto conceptual como empírica, evitando caer en el pensamiento proyectivo (wishful thinking). No se trata, desde luego, de que las orientaciones morales no tengan cabida en el análisis social. Pero el siglo XX nos ha enseñado que, si queremos ser fieles a nuestros valores, debemos desconfiar de la retórica moralista: el camino del infierno está plagado de buenas intenciones, tanto para los individuos como para las organizaciones. Al mismo tiempo, el buen ejercicio del pensamiento crítico puede ser «negativo», y de hecho algunas veces lo es. Pero, sin el optimismo y el pragmatismo de la voluntad, la razón solo produce análisis deterministas o lineales, tendientes a la parálisis y el derrotismo. Por consiguiente, necesitamos superar tanto el optimismo ingenuo como el criticismo negativo, aunque ambas inclinaciones constituyan componentes inherentes al arte de entender la realidad social.

Somos conscientes de que los sistemas clasificatorios y los conceptos sociales –la clase obrera, la religión, el campesinado, la empresa, la democracia– son precarios y no pueden separarse completamente de los significados del sentido común, ni tampoco pueden definirse claramente, es decir, de forma tal que sus contornos y sus contenidos permitan un pleno aislamiento del conjunto de los fenómenos sociales. Las realidades sociales son plásticas y cambiantes y están llenas de «ruido». Definirlas implica una dosis de arbitrariedad por parte del científico social. Así pues, lo mejor que podemos esperar es que la definición sea lo más clara e inclusiva posible.

Mi análisis asume la perspectiva de un latinoamericano. Como sociólogo, durante décadas experimenté la tendencia de nuestros países a ser colonizados por los teóricos de los países avanzados, sin duda bien intencionados pero inclinados a no contemplar las diferentes realidades locales, por no mencionar su ceguera ante las relaciones de fuerza que pautan la producción de conocimiento y las prácticas de vasallaje intelectual fundadas en las relaciones Norte-Sur. Pero, además, la principal razón para asumir una perspectiva contextualizada es que la teoría política no puede aislarse de las sociedades en que es producida.

El prestigio de la sociedad civil y el desencanto con el Estado

Después de un siglo en estado latente, la sociedad civil se volvió un concepto de moda debido a la lucha contra los regímenes militares autoritarios en América Latina y contra los regímenes comunistas totalitarios en Europa oriental. En tales contextos, la sociedad civil representaba a un conjunto extremadamente heterogéneo de actores unificados por el objetivo común de la lucha por la democratización. Al cumplirse ese objetivo, todo hacía pensar que la sociedad civil estaba condenada a resultar un fenómeno de corta duración. Pero, lejos de eso, se convirtió en un concepto central de la vida política de las sociedades, tanto desarrolladas como en desarrollo. ¿Qué fue lo que ocurrió?

El papel central de la sociedad civil en las sociedades capitalistas democráticas contemporáneas expresa una doble dinámica política, por un lado, a partir de la crítica al Estado de bienestar realizada por la derecha y, por otro, a raíz de la crisis de la izquierda provocada por la caída del comunismo. La crítica de la derecha estuvo presidida por un ataque contra la creciente expansión del costo del Estado y las políticas de bienestar, acusadas de incentivar el desempleo, fomentar las familias monoparentales, devaluar la cultura emprendedora y acotar la autonomía individual. Este pensamiento trajo aparejada la idea de un retorno a las asociaciones civiles basadas en la solidaridad (la familia, las organizaciones locales, la Iglesia o la filantropía). Mientras que en la tradición británica esto derivó en una reactivación del pensamiento liberal clásico, en Estados Unidos fue teorizado como un retorno a la democracia tocquevilliana, basada en un asociacionismo local, en la fuerza de los valores cívicos y en la participación ciudadana. Esta tendencia teórica terminó mezclándose con el comunitarismo y con conceptos mucho más difundidos, aunque de dudosa precisión, como «capital social» y «confianza», ligados a una pluralidad de orientaciones políticas.

En la izquierda, el descubrimiento de la sociedad civil estuvo motivado por el abandono de la esperanza en la clase obrera y en el socialismo, aunque también remite a una postura crítica hacia el Estado de bienestar, a su burocratización y a su invasión de la vida social creativa. Desde esta perspectiva, la sociedad civil se convirtió en un medio de lucha contra las tendencias opresoras del mercado y del Estado y fue vista también como un factor de creación de espacios autónomos de libre comunicación.Esas dos ideas bien distintas de la sociedad civil se confunden en la vida práctica y en los medios de comunicación y de hecho contienen, más allá de sus diferentes orígenes, algunas convergencias reales. Ambas son síntomas –o intentos de solución– de la crisis de representación de las democracias contemporáneas, en las que los partidos políticos han perdido su capacidad de convocatoria y de generación de visiones innovadoras para la sociedad y se han orientado hacia el centro, mientras que los programas partidarios, tanto de derecha como de izquierda, coinciden esencialmente y solo son capaces de mostrar pequeñas diferencias.

Cuando las reformas inspiradas en el Consenso de Washington dejaron de producir los resultados esperados y comenzó a sentirse la falta de nuevas ideas para transformar las instituciones sociales, la sociedad civil cubrió ese espacio. Era un concepto maleable, preservado de interferencia política y susceptible de recabar el apoyo tanto de la derecha como de la izquierda. El consenso en torno de la sociedad civil como una esfera capaz de producir un cortocircuito en las instituciones estatales (vistas como fuente de corrupción y de ineficiencia) la hizo atractiva para las instituciones internacionales: el Banco Mundial, el FMI y el sistema de las Naciones Unidas, que pasó a ver a las ONG como aliadas en la elaboración de una agenda transnacional destinada a romper el monopolio de los Estados-nación.

La sociedad civil fue revalorizada, entonces, por ideologías y actores internacionales muy diferentes, aunque esto no significa que las organizaciones de la sociedad civil reflejen automáticamente a los diversos actores sociales que las impulsan. Al contrario, ellas constituyen un subsistema relativamente autónomo, cuya dinámica práctica no se ajusta ni al deseo de los pensadores de derecha, según los cuales estas asociaciones favorecerían la disminución del papel solidario del Estado, ni al modelo de izquierda de un espacio radicalmente separado del mercado y del Estado.

Sociedad civil y sistema político

La bibliografía sobre la sociedad civil le otorga un sentido mixto al concepto: a veces se refiere a ella como una arena donde los actores se presentan, y a veces alude a los propios actores. Como arena, no se advierte ningún argumento que justifique reemplazar el concepto ya bien establecido de espacio público. El concepto de espacio público no se refiere a un actor, sino a la posibilidad de constitución de actores e incluye a todos los que, basados en la libertad de expresión y de asociación, se envuelven, sin imposición externa, en debates y actividades orientadas a valores que afectan la percepción –o la realidad– que los miembros de la sociedad tienen de sí mismos. La forma del espacio público y de sus actores depende de las actividades de estos últimos, de su capacidad para crear nuevas formas de expresión, de asociación y de vida institucional.

El espacio público remite a la libertad de organización y comunicación. Pero la organización y la comunicación en una sociedad capitalista democrática dependen de la capacidad de movilizar recursos (humanos y materiales) susceptibles de influenciar la percepción que la sociedad tiene de sí misma. La idea de un espacio público en el que las personas se organizan y comunican independientemente de los recursos materiales y de los intereses individuales es una visión idealista abrazada por autores tan diversos como Hannah Arendt y Jürgen Habermas. El desafío de las sociedades democráticas consiste en reconocer la realidad del poder en la esfera pública y asegurar nuevas formas de participación de los ciudadanos, tendientes a evitar que cualquier actor, ya sea corporación, organización estatal, grupo religioso u ONG, disponga de un excesivo poder que le permita imponer un determinado punto de vista al conjunto de la sociedad.

En regímenes democráticos, la sociedad civil no puede ser diferenciada del espacio público, por lo que nos resta utilizar este concepto para identificar a un conjunto de actores de la esfera pública. ¿Qué actores son éstos? No hay una definición a priori, fuera del ámbito de la lucha política y cultural, sobre quién debe ser definido como parte de la sociedad civil y quién no. La definición de la sociedad civil constituye en sí misma una parte de la confrontación política, de la apropiación e imposición de un significado propio para el concepto. El único actor que puede ser plausiblemente excluido es el Estado, que controla los recursos y el poder legal delegado por los ciudadanos, lo que le permite retirarse del debate público e imponer sus decisiones a la sociedad como un todo. Cualquier ciudadano individual o cualquier grupo comprometido con la esfera pública, desde un club deportivo hasta un sindicato, es un actor potencial de la sociedad civil.

La cuestión de si debemos excluir a las empresas privadas y a los partidos políticos de la sociedad civil es un problema operacional. Una empresa privada que se presenta públicamente con un mensaje del tipo «nosotros generamos empleos» o «la libre empresa produce crecimiento económico» forma parte de la sociedad civil. Por lo mismo, dada su búsqueda del bien público, no se justifica la exclusión de los partidos políticos como actores centrales de la sociedad civil. Quizás, en algunos casos, ellos pueden ser excluidos, para fines analíticos, a fin de dejar solo a aquellos actores que no están en el gobierno o buscan acceder a él. Pero esto no debe opacar la importancia de la relación de la sociedad civil con los partidos políticos, los legisladores y otros actores del sistema político. Finalmente, los medios de comunicación tienen un lugar ambiguo, aunque fundamental. Si bien son empresas privadas, también constituyen la voz a través de la cual la sociedad civil puede expresarse. Son de hecho su principal espejo, aunque distorsionado por los intereses de quienes los controlan.

La importancia de disponer de una definición abierta de la sociedad civil consiste en que de otra manera estaríamos sujetos a una discusión normativa sobre quién debe o quién no debe ser incluido en ella. Solo manteniendo abierto el concepto a la diversidad de significados se puede hacer un análisis no partidista de su significado dinámico y de los diferentes modos en que los actores sociales pueden apropiarse de él. Esto implica que el análisis no debe estar basado en definiciones deductivas a priori. Las sociedades civiles no son fenómenos predeterminados: ellas son, en definitiva, lo que los actores sociales hacen de ellas.

Las ONG: principal novedad de las sociedades civiles contemporáneas

Como ya indicamos, el ascenso de la sociedad civil en las últimas décadas está relacionado con la crisis de la utopía socialista secular y sus vectores principales, los sindicatos y los partidos políticos, por un lado, y con el avance del neoliberalismo, por otro. El desencanto con el Estado como principal agente de cambio social, unido al papel central de los medios de comunicación, sin olvidar el individualismo creciente, la fragmentación social y el ascenso del discurso de los derechos humanos o de las identidades grupales, crearon las condiciones para que las ONG, a partir de los 70, comenzaran a expandirse de manera exponencial. Pero el crecimiento de esta nueva forma política de expresión de la solidaridad no habría sido posible sin una cantidad significativa de recursos de la cooperación internacional europea, de fundaciones estadounidenses del sistema de la Naciones Unidas y de los Estados nacionales, incluyendo, en los países avanzados, contribuciones voluntarias de los ciudadanos.

¿Qué son las ONG? Las asociaciones de la sociedad civil (clubes culturales y deportivos, organizaciones profesionales y científicas, grupos masónicos, instituciones filantrópicas, iglesias, sindicatos, etc.) existieron a lo largo del siglo XX. Dichas organizaciones representaron directamente (o al menos se esperaba que representaran) a públicos determinados. Las ONG contemporáneas, en cambio, afirman su legitimidad en base a la fuerza moral de sus argumentos y no por su representatividad. Se trata entonces de algo nuevo, de un conjunto de organizaciones que promueven causas sociales sin recibir el mandato de las personas que dicen representar. Las organizaciones filantrópicas tradicionales también se caracterizaron por no representar a su público, pero nunca afirmaron ser la voz de su clientela. La Iglesia, por su parte, se basa en la creencia de que su mandato proviene de Dios. Y los partidos revolucionarios se veían a sí mismos como la vanguardia con que la clase obrera terminaría identificándose. Más aún, las precursoras de las ONG contemporáneas, como la Cruz Roja, la Action Aid y la Oxfam, aunque motivadas por fuertes valores morales humanitarios, no pretendían, en su origen, expresar las opiniones de las personas que atendían, sino solo socorrerlas. En ese sentido, las ONG constituyen una real revolución en el dominio de la representación política. Sus precursores son las organizaciones y las personas que lucharon contra la esclavitud o, más tarde, por los derechos de los consumidores. Pero, aun con estos antecedentes, durante el siglo XX la representación de las causas públicas y el debate en el espacio público fue canalizado principalmente por los sindicatos y los partidos políticos, es decir por organizaciones representativas.

Las ONG, este nuevo fenómeno de representación sin delegación –o mejor dicho, de autodelegación sin representación–, permiten canalizar las energías creativas de los activistas sociales hacia nuevas formas de organización separadas del público que pretenden representar o, al menos, sin establecer un vínculo muy claro con ese público. El caso más obvio son las ONG de los países desarrollados dirigidas a apoyar a grupos y causas sociales de los países en desarrollo.

Al no contar con el apoyo directo de la comunidad que afirman representar, las ONG dependen de recursos externos. Al contrario que la mayoría de las organizaciones tradicionales, en general basadas en el trabajo voluntario, las ONG son dirigidas por equipos profesionales y constituyen una importante fuente de empleo. Carecen de una base social estable y homogénea que pueda ejercer presión política por medio de la movilización directa y, por lo tanto, tienden a promover sus agendas a través de los medios de comunicación.

Las ONG son el reflejo de una historia en desarrollo y no una realidad consolidada. Sus formas organizacionales, sus ideologías y su papel político están en constante movimiento. Las ONG crecen exponencialmente, tanto en número como en las cuestiones de las que se ocupan. También difieren entre sí en otros aspectos, como el origen, el tipo de staff, el tamaño y las actividades que realizan. Esta enorme variedad permite establecer innumerables tipologías. Ahora bien, desde una perspectiva sociológica, ninguna de ellas es a priori más relevante que las otras. Una diferencia importante son las fuentes de financiamiento. Mientras que la mayoría de las ONG de los países desarrollados recibe una parte importante de su financiamiento de contribuciones voluntarias, la dependencia del financiamiento externo se ha vuelto hoy una cuestión central para la mayoría de las ONG de los países en desarrollo. Las ONG son, de hecho, un vehículo importante a través del cual se canaliza la cooperación internacional. Pero ese financiamiento impone restricciones. El mundo de las ONG solo puede ser entendido como parte de una cadena más amplia en la que los proveedores de fondos juegan un rol fundamental. Los donantes operan, directa o indirectamente, como un actor central en la elaboración de las agendas de las ONG. Si bien éstas disponen de capacidad para influenciar a sus donantes, la lucha por la supervivencia las lleva a adaptarse a las agendas de quienes aportan los fondos. En América Latina, a partir de fines de los 60, el universo de las ONG fue diversificándose. Habiendo sido creadas a partir de apoyos externos, su principal objetivo era participar en la resistencia contra los regímenes autoritarios. En décadas recientes, la importancia relativa del financiamiento europeo para las ONGlatinoamericanas disminuyó, concentrándose cada vez más en África y en Europa Oriental, mientras que han aumentado las fuentes de financiamiento público local. En varios países, como en Brasil, también aumentó el apoyo del sector empresarial que, influido por el discurso de la empresa socialmente responsable, se involucró más en proyectos sociales. Otro respaldo financiero importante es el de los Estados nacionales, que constituye una bendición ambigua, por así decirlo, debido a su tendencia al retraso de sus pagos o a cancelarlos con los cambios gubernamentales. De ese modo, la búsqueda de financiamiento del Estado o del sector privado acentuó la crisis de identidad de las ONG ante las críticas de que funcionan como un instrumento al servicio del gobierno o del marketing de las empresas privadas.

Cosmopolitismo o Estado-nación

El concepto de sociedad civil global generalmente está basado en un cosmopolitismo metodológico (contrapuesto al nacionalismo metodológico), que considera los procesos sociales más allá del molde de los Estados nacionales. Según esta visión, la antigua perspectiva tenía la debilidad de circunscribir los procesos sociales a los límites de las realidades nacionales, viendo al Estado como un fenómeno natural y como el actor principal en la esfera internacional. El error opuesto, en el que cae el cosmopolitismo metodológico, consiste en subrayar la existencia de una entidad global abstraída de las condiciones nacionales.

De todos modos, sin llegar a sobreestimar la acción de los actores no estatales en la arena internacional, hay que tener en cuenta la crítica a la escuela realista de las relaciones internacionales (que centraba el análisis en los intereses soberanos de cada Estado-nación), así como el papel cada vez mayor de los actores internacionales frente al campo de acción reducido de los Estados nacionales. Las comunidades de activistas transnacionales –no solo las ONG, sino también los grupos religiosos, las diásporas, las comunidades científicas– juegan un rol importante en la formación de la política internacional. Muchos de estos actores internacionales se remontan al comienzo de los tiempos modernos.

Los actores concretos encasillados bajo el rótulo de «sociedad civil global» tienen un papel importante en la política mundial, aunque generalmente no es decisivo y no asume la forma idealizada que supone la existencia de un actor cosmopolita universalista y de una opinión pública global no atravesada por las diferencias de poder nacional. En definitiva, el énfasis en una perspectiva global nos puede cegar frente al papel central que el Estado-nación sigue teniendo como el lugar por excelencia de la distribución de la riqueza y de las oportunidades de vida. Tal vez el mundo debería ser diferente, pero mientras no disminuya la importancia del Estado-nación en la distribución de la riqueza, la lucha por el cambio social continúa concentrada en la mejora de la situación de los países más pobres y de los pobres dentro de cada país. El concepto de sociedad civil global supone que las realidades nacionales de poder desigual y los sesgos culturales no alcanzan a los actores de esta nueva arena. Pero los hechos son otros. Los supuestos miembros de la sociedad civil global nutren sus valores cosmopolitas de sus realidades culturales nacionales, al tiempo que financian sus actividades con recursos públicos y privados de sus países, lo cual determina el alcance y los contenidos de su acción.

Las llamadas ONG internacionales, es decir, las organizaciones que defienden causas más allá de sus fronteras nacionales sin mandato de las personas que afirman defender, tienen una genealogía compleja dentro de las organizaciones y movimientos humanitarios surgidos en el siglo XIX. Tras la lucha contra la esclavitud de fines del siglo XVIII y la creación de la Cruz Roja en el siglo XIX, en el siglo XX surgieron algunas organizaciones dirigidas a mitigar los efectos de la guerra o de las crisis humanitarias, como Save the Children y Oxfam, seguidas luego de la Segunda Guerra Mundial por Care, Christian Aid, Caritas y World Vision.

Pero fue en las últimas décadas del siglo XX cuando las ONG internacionales comenzaron a multiplicarse y a volverse actores políticos relevantes en la lucha por dirigir las agendas globalizadas. Muchas ONG humanitarias, como Oxfam, fueron transformándose, inscribiéndose en el enfrentamiento político internacional acerca de los modos de reducir la pobreza e impulsar el desarrollo, mientras que las nuevas ONG, como Greenpeace o Human Rights Watch, fueron abordando nuevos asuntos, relacionados con el ambiente, la ayuda humanitaria o los derechos humanos.

Los cuarteles generales nacionales (o multinacionales) de la mayoría de las ONG internacionales están en los países desarrollados, donde obtienen la mayor parte de sus recursos financieros y a los que pertenecen buena parte de sus asociados. Las agendas de las ONG situadas en el Norte expresan las prioridades de sus propias sociedades. La diferencia es que la mayoría de las ONG del Sur dependen de un apoyo que viene de afuera de sus países. No se trata, por consiguiente, de una red de iguales, sino de un mundo de ONG fundado en una estructura asimétrica de poder. Las ONG del Norte, aun las más pequeñas, están en condiciones de actuar internacionalmente, mientras que en general las principales ONG del Sur obtienen respaldos solo para actuar en el ámbito nacional.

Si la idealización de la sociedad civil global conduce a la imagen de un mundo unificado por actores con una visión común, capaces de trascender los intereses y las realidades culturales nacionales, la realidad es bien diferente: los intereses y la cultura nacionales o regionales forman parte constitutiva de las ONG. En definitiva, mientras las ONG del Norte son capaces de establecer y de difundir agendas globales, sus equivalentes del Tercer Mundo en su gran mayoría carecen de ese poder.

Conclusión: sociedad civil y Estado en América Latina

La afirmación de que las ONG de América Latina pasaron a ser un sustituto del Estado y de sus políticas sociales es insostenible, pues su capacidad de distribuir bienes públicos o sociales es extremadamente limitada. Cuanto más fuerte es la economía del país, más se confirma este aserto. En Brasil, Argentina, Chile, Colombia, Venezuela y México, por citar solo las economías más fuertes del continente, no es razonable sostener que las ONG estén en condiciones de sustituir las políticas estatales. En el mejor de los casos, ellas son contratadas por los gobiernos para implementar servicios locales. El impacto que ellas tienen es un tema que, por cierto, exige investigaciones más precisas.

En definitiva, en América Latina el desafío para la práctica y la imaginación política no es la posibilidad de que las ONG sustituyan al Estado, sino la forma de aumentar su capacidad para transformarse en partenaires autónomas del Estado, para que suministren proyectos innovadores capaces de ser formulados como políticas sociales y tener una relación más productiva, tanto con el sistema político como con los movimientos sociales.

Finalmente, retomemos el concepto de Erik Reinert (2005) de «colonialismo de bienestar», que subraya el hecho de que la ayuda internacional actúa solamente sobre los síntomas de la pobreza y tiende a mantener un modelo económico favorable al statu quo. Este planteo es un poderoso recordatorio de que, más allá de la discusión en torno de las políticas sociales más eficaces y a las acciones solidarias de la sociedad civil, los países en desarrollo necesitan desplegar sus propias agendas de desarrollo, absorbiendo tecnologías, canalizando recursos empresariales y empleando materiales locales, de acuerdo con su posición relativa en el sistema internacional.

En un contexto en el que las relaciones sociales y los valores son cada vez más plásticos e individualizados, en el que las viejas ideologías políticas y sus clásicos vectores –sindicatos y partidos políticos– están desorganizados, la idea de la sociedad civil se ha vuelto una referencia para todos aquellos que buscan un lugar para expresar sus ansias de mejorar el mundo. Sin embargo, por lo general, las sociedades civiles, y en particular las ONG, no escapan a la influencia de las desigualdades basadas en las diferencias de poder económico, social, político y cultural, las cuales vician el funcionamiento de la democracia en todo el mundo.

Las generalizaciones apresuradas sobre el proceso de globalización y una eventual sociedad civil global tienden a subestimar el papel central del Estado-nación y de las sociedades nacionales en la formación de las identidades culturales y en la creación o distribución de la riqueza. Obviamente, no pretendo disminuir el impacto efectivo de los procesos de globalización, sino afirmar que la construcción democrática está asociada a la construcción del Estado y la Nación y a la afirmación de un sentimiento de pertenencia a un pueblo o a un destino común. Lo cual remite a una creación de vínculos afectivos entre las personas y los gobiernos, junto con la emergencia de líderes políticos capaces de responder a las más urgentes demandas materiales y de producir un discurso simbólico con el que pueda identificarse la mayoría de la población.

Las narrativas colectivas o la voluntad política no pueden fundarse en principios abstractos (alimento fundamental, si lo hay, de los intelectuales de clase media), sino que precisan arraigarse en una historia y en experiencias comunes. Hasta el momento, las narrativas colectivas y la voluntad política en América Latina solo tienen sentido, al menos para la gran mayoría de las personas, dentro de un marco territorial determinado. Por consiguiente, la democracia no puede sostenerse mediante una narrativa basada en mensajes universales, sino en un proceso complejo de participación social, pautado por la creación de instituciones responsables, por un desarrollo económico sostenible y por la redistribución de la riqueza.

Más allá de que las agendas nacionales deban dar cuenta de los desafíos de la globalización, lo cierto es que las agendas de la globalización no están en condiciones de operar mecánicamente como proyectos nacionales. En la mayoría de los países en desarrollo, tales proyectos suponen una redistribución efectiva de la riqueza, la reconstrucción del sistema político con la invención de nuevas formas de participación político-partidaria que fortalezcan las instituciones representativas. La incapacidad de los sistemas políticos para dar cuenta de las expectativas de la población y de las demandas por derechos sociales puede crear frustraciones y favorecer la acción de líderes demagógicos. El divorcio entre los productores de demanda (la sociedad civil) y los generadores de resultados (los partidos y el gobierno) constituye una fuente de deslegitimación de la democracia representativa. Por lo tanto, una mejor articulación entre esos dos subsistemas constituye una cuestión estratégica fundamental para fortalecer la democracia.

Las ONG están impregnadas de la realidad política local. Su papel en los regímenes democráticos depende del nivel de democratización de la sociedad y de su sistema político. Cuanto menos democrática sea una sociedad, más posibilidades hay de que se aíslen del sistema político y de las instituciones nacionales, lo que incluso puede convertirlas, en ciertos casos, en instrumentos de tendencias autoritarias.

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 210, Julio - Agosto 2007, ISSN: 0251-3552


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