Tema central
NUSO Nº 210 / Julio - Agosto 2007

Retos e instrumentos para una reforma del Estado en América Latina

El modelo gerencial inspirado en la Nueva Gestión Pública incluía una serie de instrumentos, como la medición de desempeño y los programas ajustados a resultados, tendientes a hacer más eficiente la acción del Estado. Pero este difundido esquema pasaba por alto un aspecto fundamental: las administraciones públicas no operan en el vacío, sino en el marco de determinadas relaciones sociales, económicas y políticas marcadas por desequilibrios de poder, particularmente en países en desarrollo como los latinoamericanos. El artículo propone, como vía para superar estos problemas, generar instrumentos y mecanismos que permitan recuperar la confianza de los ciudadanos en el Estado con base en una noción general de gobernanza democrática.

Retos e instrumentos para una reforma del Estado en América Latina

Introducción

El debate sobre el Estado y el gobierno ha dado un giro en las últimas décadas. Después de la crisis del Estado benefactor, los movimientos privatizadores como solución para el déficit fiscal dejaron una huella perdurable: el Estado y el gobierno –se argumentaba– son mecanismos sociales que, sin vigilancia y sin control, pueden generar crisis demasiado grandes. Este planteo se basa en la idea de que el Estado persigue por definición el bienestar público, el interés general. El problema está en que tal argumento es una falacia, básicamente por una razón: los servidores públicos, los políticos electos o designados, de cualquier signo y tendencia, son actores sociales interesados. Y, como tales, son capaces de perseguir sus propios objetivos, utilizando, si es necesario y si se les permite, los recursos y las facultades públicas para defender sus propios espacios de poder y ventaja (Ostrom 1973, p. 114).

Este argumento, que podríamos llamar neoliberal, tiene un poderoso punto a favor: es muy fácil comprobar que, efectivamente, como sostienen los neoliberales, los actores estatales persiguen intereses y son actores con poder, capaces de utilizarlo en la protección de su feudo burocrático o político. Si este argumento es cierto, es racional que los políticos y funcionarios, dotados de más poder gracias al papel principal que la sociedad les otorga en la solución de los problemas, conviertan estos espacios de solución en espacios de poder propios, en feudos burocráticos, sin ofrecer necesariamente soluciones efectivas o rendir cuentas claras sobre los efectos y los impactos reales de sus decisiones.

Es muy fácil encontrar ejemplos de esta «apropiación burocrática» de las políticas. Existen enormes y costosos programas gubernamentales que difícilmente podrían probar que generan efectivamente impactos sociales o económicos positivos, pese a lo cual siguen obteniendo recursos públicos. En América Latina, diversos programas de subsidio alimentario, de salud y educación han sufrido sin duda este efecto de apropiación o captura burocrática.

La solución que hemos denominado neoliberal es relativamente clara: es indispensable retomar el control de los recursos públicos y construir nuevas herramientas sociales que no deriven del Estado. En otras palabras, aumentar la dimensión de la caja de herramientas social para resolver los problemas sociales. Según este punto de vista, muchos problemas podrían ser resueltos desde el mercado, desde las redes sociales y a través de mecanismos de regulación estatal socialmente vigilados (Kamarck). Estos programas, además, deberían ser medidos por resultados, de modo de hacer responsables de ellos a los funcionarios públicos. Esta agenda, conocida como Nueva Gestión Pública (NGP, en inglés New Public Management) (Hood), ha abierto un abanico de opciones que plantean un Estado más cercano a las necesidades de los ciudadanos, muchas veces vistos como clientes. Un Estado que asuma la calidad de su gestión como un elemento estratégico y que observe la regulación como un mecanismo para generar los incentivos correctos a fin de que sean los propios actores sociales, buscando su propio beneficio, quienes generen las soluciones de largo plazo. En efecto, la NGP pone en el centro del debate una aseveración de alto impacto: el Estado es, en primera instancia, un generador de «reglas del juego», reglas que establecen los incentivos para el comportamiento de los actores sociales, incluidos los gubernamentales y políticos. Los incentivos «correctos» son aquellos que parten de la idea de que los actores sociales tienen determinados intereses. La mejor regulación es entonces aquella en la que los actores, al buscar sus propios intereses, generan círculos virtuosos de innovación y cooperación. El mercado, las redes, los cuasi mercados, se convierten así en instrumentos aplicables a la esfera pública, en un marco de transparencia de la información, persecución inteligente de la corrupción y un fuerte énfasis en la rendición de cuentas.

Este modelo gerencial, corolario del Consenso de Washington, ha abierto un importante debate respecto al papel del Estado. No se trata simplemente de una propuesta administrativa, sino que ha evolucionado en un atrevido concepto de lo que un Estado debe ser: un espacio organizacional abierto, eficiente, promotor del mercado y la eficiencia, transparente y vigilado por los resultados e impactos que produce.

Sin embargo, el debate está abierto y para América Latina es crítico. No hay una conclusión tajante: tenemos, por un lado, algunos apologistas del modelo (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico –OCDE–, Red en Línea de Instituciones Regionales para el Desarrollo de Capacidades en Administración Pública y Finanzas de Naciones Unidas –Unpan–, entre otros), pero también existen estudios que muestran resultados mixtos (Pollitt et al.; Bhatta; Arellano Gault et al. 2006).

Pero el debate podría ir más allá. En el fondo, el Estado gerencial concibe la eficiencia como un valor vigilado y transparente: un buen gobierno es un gobierno de calidad, cercano a sus ciudadanos, que busca permanentemente los incentivos «correctos» para que la sociedad libere su potencial y encuentre soluciones a sus problemas más importantes. Sin embargo, cabe preguntarse si la eficiencia ha sido un valor ausente en el debate sobre el Estado hasta el auge de la NGP. La respuesta es no. La eficiencia ha formado parte del debate desde siempre: la «vieja» administración pública la utilizó constantemente en la creación de los instrumentos de lo que en la práctica se denominó «Estado de bienestar».

¿Dónde está entonces la diferencia? Una posible respuesta radica en la concepción no de la eficiencia, sino de la relación entre eficiencia y política. Para la NGP, a diferencia del enfoque tradicional, un gobierno es eficiente no solamente gracias a los instrumentos administrativos que crea o utiliza, sino debido a su posicionamiento en la trama política. Al estar el Estado compuesto por actores interesados, la eficiencia solo podrá garantizarse si se generan reglas del juego que liberen la acción de los actores sociales en todo su potencial y permitan controlar a los actores políticos y gubernamentales para dirigir sus esfuerzos hacia los resultados y no hacia su propia agenda política.

Este argumento tiene la gran ventaja de ser realista. Probablemente el gran pecado de la administración pública tradicional, y su derivación en el Estado de bienestar, fue asumir que el éxito y la eficiencia de la acción gubernamental dependían de la fortaleza técnica y profesional de sus cuadros y organizaciones, olvidando –o más bien ocultando– el papel del Estado en la esfera política. Sin embargo, existe un punto suelto en la argumentación de la NGP más allá del debate de la efectividad de la propia NGP. Este punto es la confianza que los ciudadanos tienen hacia sus gobiernos.

La administración pública tradicional partía justamente de comprender que uno de los grandes peligros que cualquier Estado debe enfrentar es el de ser capturado por intereses poderosos, externos e internos (Waldo). El Estado juega en una arena política, sin duda, y esta arena es desigual, despareja, desequilibrada, lo que hace que la captura sea una posibilidad perenne. Las cuotas de poder, la correlación de fuerzas, están en constante desequilibrio, y diversos actores buscan mantener las cosas de ese modo. En una arena política de este tipo, el Estado desempeña un papel crucial: es un equilibrador, un jugador que busca evitar que las diferencias favorezcan a los actores más poderosos por sobre los demás. Un Estado confiable no es solo aquel que genera y provee servicios eficientes a sus ciudadanos (clientes, dicen algunos), sino aquel que tiene la capacidad para equilibrar los intereses sociales. La confiabilidad es una construcción política y social en la que el Estado juega un papel crítico.

Queda la duda de si el Estado gerencial es sensible a esta cuestión; si los instrumentos, bajo los supuestos de la NGP, serán suficientes para construir Estados confiables en un ambiente político de pluralismo en el que diversos actores disfrutan de diversas cuotas de poder. En una sociedad desequilibrada en términos de poder, donde la correlación de fuerzas forma parte de las «reglas del juego» y donde diversos actores buscan mantener estas condiciones desiguales como parte de la protección de sus intereses, es dudoso que un Estado gerencial, con su énfasis en la eficiencia como valor, tenga los argumentos y los instrumentos para enfrentar esta dinámica social y política.

La búsqueda de confianza en el Estado

Los gobiernos contemporáneos son espacios organizativos a los que se les exige cumplir demandas y expectativas generadas por una gran cantidad de actores y grupos. Además, se encuentran cada vez más vigilados a través de múltiples mecanismos, reglas e instituciones que exigen una rendición de cuentas constante y efectiva. En un mundo globalizado, en una modernidad líquida (Bauman), los gobiernos han visto reducidos sus instrumentos y su capacidad, al tiempo que se encuentran expuestos a las enormes expectativas de la población.

No hay que olvidar la naturaleza del actor gubernamental. Los gobiernos son organizaciones sustantivas del aparato político, lo que en una democracia implica al menos dos cosas: que están afectados por intereses políticos y que viven la alternancia en el poder de manera cotidiana. Por otro lado, los gobiernos son piezas sustantivas de enlace con los ciudadanos: no solo otorgan servicios, sino que regulan las relaciones entre los particulares, son los garantes de la igualdad de oportunidades y de la no discriminación y constituyen un depositario de valores colectivos que buscan proteger la integridad económica y social de comunidades diversas y la protección al medio ambiente. La gestión de estos aparatos políticos es crítica para el éxito económico o social; sin duda los instrumentos de gestión de la empresa privada son útiles, pero no es sano olvidar la naturaleza organizativa de estas criaturas institucionales. Sus mecanismos de gestión, su diseño institucional, parten necesariamente de una base técnica, pero en un contexto de actores políticos y de expectativas de regulación y creación de sentido (hablamos del ethos de lo público, sin duda): sin gobernanza democrática (Aguilar), la gestión difícilmente podrá alcanzar sus objetivos.

No se puede entonces hablar de construir confianza en el vacío, respecto de un monolito llamado «ciudadanos» en relación con un monolito llamado «gobierno». La confianza se construye en un marco de relaciones entre agentes sociales heterogéneos, conflictivos, dispersos y multiinteresados.

La confianza es sustantiva para generar incentivos al desarrollo y la productividad, para construir las bases de una relación civilizada entre actores diferentes y muchas veces enfrentados. Pero la confianza no es una calle de un solo sentido, sino un relación de ida y vuelta: es una relación social en busca de reciprocidad y «empoderamiento», un proceso que se construye a lo largo del tiempo con base en la reputación, el aseguramiento de ciertas expectativas y la reducción del riesgo y la incertidumbre (Ostrom 2003, pp. 50-51). No hay confianza si no existen expectativas mutuas de cumplimiento, vigilancia cruzada y cuidado de que las reglas sean justas y equitativas. Todo esto sin olvidar que, en los países en vías de desarrollo como los latinoamericanos, existen enormes diferencias y desigualdades de diverso tipo (de dotaciones iniciales, recursos, redes, capacidades y poder). Por eso, en estos países, las reglas claras son solo uno de los elementos críticos para generar confianza. El otro es que, además, las reglas sean equitativas y justas.

En términos prácticos, podríamos avanzar en la discusión de tres tipos de confianza a construir: confianza ciudadana en los gobiernos (o confianza política) (Miller/Listhaug, p. 358); confianza ciudadana en los servidores públicos y confianza dentro del aparato administrativo y gubernamental.

La confianza ciudadana en el gobierno. En una democracia, los ciudadanos, organizados o no, mantienen una relación de equilibrio en movimiento con sus gobiernos: deben desconfiar de ellos para vigilarlos constantemente, con una actitud escéptica y buscando siempre nuevas alternativas. Pero esperan de ellos soluciones a sus problemas, esperan que sepan tomar decisiones y que cuenten con los medios y la inteligencia para hacerlo. Los ciudadanos, entonces, esperan muchas cosas de sus gobiernos: desde cuestiones materiales, como servicios o regulaciones para la actividad económica, hasta valores o principios de equidad y justicia. Las medidas desplegadas en la arena económica pueden ser contradictorias con las que se aplican en otra arena en busca de equidad o de igualdad de oportunidades. Los gobiernos deben enfrentar esta contradicción, que es imposible resolver de antemano, ya que es una condición necesaria de la acción gubernamental.

La confianza de la sociedad en los servidores públicos. Se trata de una confianza más específica, vinculada a la expectativa de desempeño y trato en la interacción entre ciudadanos y funcionarios. ¿Cómo separar la esfera partidista del servicio público? ¿Qué tan efectivos son para resolver problemas concretos? Estos son algunos ingredientes importantes para comprender cómo es y cómo puede ser esta relación. Un buen servicio civil es crítico para alcanzar las expectativas sociales, pues un sistema de botín no puede ser tolerado por mucho tiempo en una democracia. Aunque los ciudadanos no entiendan en detalle las reglas del servicio civil, son hábiles para comprender cuál es el papel político de los servidores públicos, cómo se relacionan con los políticos y qué tan indefensos están (como ciudadanos) ante los diferentes cuerpos administrativos. Los servicios civiles abiertos y meritocráticos son un ingrediente fundamental de la democracia. Pero al mismo tiempo un servicio civil rígido, anquilosado, lleno de reglas, puede generar desconfianza, ya que suele producir un aparato administrativo que se niega a cambiar o que no tiene incentivos para mejorar su trabajo.

Las políticas de transparencia (Arellano Gault 2007b) son otro ingrediente fundamental. Si la transparencia se endogeniza organizacionalmente, se convierte en un gran instrumento de gestión, ya que contribuye a reducir los costos de transacción y asegurar reglas más confiables. Por último, el control de los conflictos de intereses es fundamental en una sociedad liberal, donde los intereses privados de los servidores públicos existen, lo que requiere un esfuerzo sustantivo para evitar que tales intereses afecten negativamente el accionar de los funcionarios.

La confianza dentro del aparato administrativo. Los funcionarios se ven constantemente enfrentados a demandas contradictorias: deben ser leales a sus jefes políticos, pero al mismo tiempo deben poder decir la verdad al poder. Deben ver al ciudadano como un cliente en diversas ocasiones, pero deben asegurarse de que las reglas se apliquen con el fin de mantener criterios de igualdad de oportunidades o de equidad. Deben buscar ser innovadores, pero también rendir cuentas a regulaciones explícitas y detalladas en el uso de los recursos. Deben ser capaces de proponer ideas y desplegar acciones para responder a un contexto dinámico, pero un exceso de discrecionalidad puede ser catalogado como ilegal. Dar certidumbre a la acción de los servidores públicos es fundamental: un marco regulatorio claro, reformado para hacerlo simple y preciso, una revisión constante de las obligaciones, la congruencia entre las obligaciones normativas impuestas por diferentes leyes, normas, decretos y demás instrumentos legales, todo esto es fundamental. No se puede exigir una actitud innovadora ni pedir inteligencia en la toma de decisiones si el marco regulatorio es contradictorio y desorganizado. Esto solo genera desconfianza e inseguridad en los funcionarios y una tendencia racional a actuar estrictamente según las regulaciones dicen, lo que burocratiza los procesos y dificulta la eficiencia.

Algunos instrumentos para reconstruir la confianza

Expondremos ahora algunos instrumentos para recuperar la confianza en los tres órdenes mencionados. El primero, la recuperación de la confianza en los gobiernos, debe fundarse en una gobernanza que permita la argumentación y la discusión. Si, como ya señalamos, la confianza es una calle de dos vías, en cualquier democracia la sociedad debe vigilar y controlar a sus gobiernos. Solo se le puede otorgar discrecionalidad al aparato gubernamental en un contexto de control y vigilancia. Para ganar cierta discrecionalidad, el gobierno no puede recurrir solo a argumentos técnicos neutrales. Aunque obviamente es necesario que el gobierno argumente con datos y evidencias, lo fundamental es que permita comprender opciones rivales, que abra el debate a otras visiones técnicas, posibles y sólidas, en la búsqueda de razones más estables y consensuadas para la acción gubernamental (Majone, p. 32). En la medida en que este debate sea oscuro y que se impongan soluciones gubernamentales debido a su fortaleza técnica o a su aparente neutralidad profesional, la desconfianza no desaparecerá. El marco de gobernanza requerido para lograr esto implica un esfuerzo político sistemático para abrir a la participación, entendida también como debate, negociación y búsqueda de alternativas legítimas, donde las aristas técnicas son una guía, pero nunca el ingrediente fundamental para construir la legitimidad.En cuanto a la confianza en los servidores públicos, podemos mencionar tres caminos. El primero es la construcción de un servicio civil meritocrático y flexible. Los servicios civiles son instituciones fundamentales de cualquier democracia, pero son costosos y difíciles de administrar. Evidentemente, los costos de un sistema de botín son mucho más altos (Arellano Gault 2005, p. 34). Pero esto no implica que los servicios civiles meritocráticos no sean también caros, potencialmente rígidos y poco propensos a adaptarse a una realidad dinámica y exigente. Un servicio civil meritocrático provee estabilidad al aparato administrativo, permite diferenciar a los funcionarios elegidos de los de carrera y evitar una sobremanipulación de la arena administrativa por la política. Esta estabilidad es un pilar sustantivo de la confiabilidad. Sin embargo, un servicio civil rígido, convertido en un mecanismo de defensa a ultranza de privilegios administrativos o de grupos, puede ser tan malo como un sistema de botín. La politización es inevitable: lo central es cuánta politización es lógica y razonable (Peters/Pierre, p. 2). El servicio civil debe generar la suficiente flexibilidad, credibilidad y transparencia para mejorar la confianza ciudadana. Debe darle importancia a la diversidad organizacional y generar regulaciones mínimas para cuidar las variables críticas: concursos públicos, equidad de oportunidades, mediciones creíbles del mérito, efectos justos en la evaluación. Explicar y convencer respecto de la transparencia de estos procesos es fundamental: no basta con decir que es meritocrático, sino que hay que asegurar las condiciones que lo hagan creíble.

El segundo aspecto para recuperar la confianza en el servicio civil es una política de transparencia. El acceso a la información pública se ha probado como un mecanismo crítico para vigilar al gobierno y generar espacios de rendición de cuentas. Sin embargo, en el contexto de una visión de profunda desconfianza sobre los servidores públicos, estas políticas han generado también una sobrerregulación de la acción gubernamental. Un exceso de regulaciones puede significar costosos procesos para los organismos gubernamentales, sin que esto se refleje necesariamente en una utilidad social evidente (Roberts). Una política de transparencia propugna la «endogenización» de este valor en la acción gubernamental y no solamente su imposición exógena, como un castigo o como una más de las normas que los servidores públicos deben de observar en su ya abigarrado mundo de controles y mecanismos de vigilancia (Arellano Gault 2007b). Hacerlo implica comprender que, en última instancia, el acceso a la información y la construcción de los sentidos y procedimientos organizativos para cumplirlo pueden convertirse en criterios propios de la acción de los servidores públicos. La transparencia supone la incorporación de los principios de inclusión, publicidad, accesibilidad, verificabilidad y responsabilidad en la toma de decisiones, en un plano similar al de los criterios de eficiencia, eficacia o equidad. Todo esto forma parte de la caja de herramientas de una acción gubernamental con sentido (Arellano Gault 2007b). Una política que realmente establece las bases para hacer de la transparencia un valor y un criterio dentro de las organizaciones permite generar confianza en la acción gubernamental.

El tercer camino para recuperar la confianza en los servidores públicos es el control inteligente de los conflictos de intereses. Como cualquier sujeto en una sociedad liberal, los funcionarios tienen intereses personales y forman parte de una red de relaciones que entrecruzan la arena profesional, pública y privada. Cuando estos intereses privados afectan negativamente o disminuyen su capacidad para tomar decisiones en pro del bienestar público, se habla de conflicto de intereses. En una democracia, es necesario que el interés público se mantenga por encima del interés privado, pero es algo difícil de alcanzar. La evidencia demuestra que controlar los conflictos de intereses es una tarea sumamente compleja, costosa, a veces poco útil y que, al final, no siempre genera mayor confianza en los gobiernos. Las declaraciones de intereses financieros o de otro tipo, las limitaciones «post empleo», los códigos de ética, las organizaciones especializadas en prever los conflictos de intereses, son algunos de los instrumentos más usados. Sin duda, en muchas sociedades latinoamericanas, tomar en serio el control de los conflictos de intereses, en cualquiera de las ramas del Estado, es fundamental, indispensable. Sin embargo, antes de lanzar una cacería de brujas, debemos ser conscientes de que los instrumentos que tenemos a la mano son imperfectos, costosos y que pueden generar un efecto negativo (Arellano Gault/Zamudio). Para que el control de los conflictos de intereses funcione de modo de incrementar la confianza en los servidores públicos, es necesario adoptar un enfoque preventivo más que punitivo (Stark). Controlar el conflicto de intereses potenciales parece una tarea imposible, pero es necesario intentarla de alguna manera. Los mecanismos para lograr este objetivo deben implementarse con una visión de su utilidad práctica y de su uso público. No parece lógico plantear normatividades demasiado amplias, que exijan todo tipo de información sobre los intereses de los funcionarios, si éstas no son utilizadas por los ciudadanos (Anechiarico/Jacobs, p. 190). Si no se plantean correctamente, las regulaciones de conflicto de intereses se partidizan y se convierten en armas políticas que hacen más lenta y difícil la administración, y generan escándalos fáciles contra políticos y funcionarios. El control del conflicto de intereses es sin duda una herramienta necesaria para incrementar la confianza, pero los mecanismos e instrumentos que se adopten son críticos para que tenga éxito (Mackenzie, p. 88).

En cuanto a la reconstrucción de la confianza dentro del aparato administrativo, lo central es la congruencia para incentivar la innovación y el riesgo controlado en la toma de decisiones. En la literatura de gestión pública se suelen escuchar los gritos gerencialistas de «¡Dejen a los administradores administrar!» (OECD, p. 10). En esta línea, se habla de evaluar por desempeño, crear presupuestos dirigidos a resultados y construir marcos lógicos que encadenen los objetivos con las acciones y sus impactos. Sin embargo, se habla poco de las condicionantes provenientes del marco político y social que, en una democracia, afectan a la administración pública. Esto tiene dos aristas muy importantes. La primera es que tomar decisiones adecuadas implica crear un sentido racionalmente aceptado en la sociedad. Las organizaciones públicas son mucho más que meros aparatos obedientes a las normas o a las órdenes. Están compuestas de personas y grupos que buscan constantemente dotar de sentido a su acción. El sentido gubernamental de la acción está íntimamente relacionado con las interacciones que los funcionarios realizan con sus pares, con el contexto organizativo y político y con las influencias de actores externos que buscan incorporar sus problemas a la política pública. Crear instrumentos dirigidos a resultados no puede ser considerado un acto puramente técnico, sino un acto político y social para definir, influir y argumentar respecto de lo que se considera lógico, necesario o justo. Sin un mecanismo de gobernanza claro, explícito, que establezca la legitimidad de estos arreglos «técnicos», los actos gerenciales pueden ser catalogados como meros actos tecnocráticos que solo intentan justificar la acción de los gobiernos, sin que eso necesariamente se traduzca en legitimidad y efectividad.La segunda forma en que el marco político y social condiciona a una administración pública es con la incertidumbre. Tomar decisiones en un marco de gobernanza democrática implica un grado importante de incertidumbre. Innovar, tomar decisiones ágiles, buscar alternativas, todo esto se enmarca en un proceso que implica riesgos. En efecto, hablar de innovación y de flexibilidad en la toma de decisiones supone que, como sociedad, otorgamos un mandato a los funcionarios para que tomen decisiones que implican riesgos en la búsqueda de mejores resultados. Esto hace necesario que la sociedad acepte posibles fracasos derivados de esfuerzos atrevidos por innovar. Es necesario un grado importante de discrecionalidad si queremos administraciones públicas eficientes, ágiles e innovadoras. Pero esta discrecionalidad debe estar limitada por un marco que establezca parámetros de seguridad razonables para que los servidores públicos sepan que, en su esfuerzo por innovar, pueden cometer errores. Como sociedad, ¿queremos darle a nuestros servidores públicos estos niveles de discrecionalidad? ¿Cuáles son los marcos de riesgo aceptables y razonables? La confianza implica, sin dudas, un grado importante de madurez social y política para generar los mecanismos de gobernanza que sostengan ideas de innovación y flexibilidad.

Revisar y simplificar la regulación que pesa sobre los funcionarios es una tarea delicada. Por un lado, es necesario fortalecer la rendición de cuentas: un gobierno sin vigilancia probablemente no sea un gobierno efectivo ni eficaz. Pero una regulación contradictoria, pesada, limitante de la toma de decisiones, puede ser contraproducente. Hacer congruente la regulación, establecer los parámetros legales y normativos para la búsqueda de resultados (y no solo de cumplimiento normativo) es un paso sustantivo, que requiere ser explicado a la sociedad. Sin una red de seguridad, sin reglas claras de protección ante el riesgo inherente a la búsqueda de innovación, será difícil establecer las bases de la confianza dentro de la administración pública.

Conclusiones

Recuperar y acrecentar la confianza entre el gobierno y los ciudadanos es una tarea estratégica. Requiere, por lo tanto, de inteligencia técnica y política. Inteligencia técnica, porque los instrumentos que tenemos a mano deben ser incorporados a la dinámica y al pensamiento de los agentes sociales, que son diversos y por definición heterogéneos. Esto significa que no alcanza con invocar la «racionalidad» y esperar que todos se sumen de inmediato al cambio o a la reforma por el simple hecho de que ésta sea racional y técnicamente sólida. Lo esperable es encontrar diversas racionalidades. El sostén técnico de las herramientas que proponemos en este documento es fundamental, pero no suficiente. De ahí la importancia de la inteligencia política: es necesario convencer, consensuar, debatir y, en el momento de implementar, tener la habilidad y la capacidad para adaptar tácticamente los instrumentos a la dinámica de la realidad. Como bien ha expresado Johan Olsen (2006, p. 17), construir instituciones se parece menos a construir como arquitecto o ingeniero un edificio que a la labor de un jardinero.

Después de todo, es importante comprender que, al hablar de confianza en los gobiernos y sus administraciones, no estamos hablando de una relación de confianza entre un grupo de personas y un grupo de organizaciones cualquiera. La administración pública supone un grupo de servidores públicos que debe resolver problemas sociales y, al mismo tiempo, un grupo de actores poderosos con autoridad para asegurar ciertos equilibrios políticos y garantizar reglas de juego equitativas. Los ciudadanos y los gobiernos se enlazan en una relación que algunos han llamado de «autoridad vinculante» (binding authority) (Olsen, p. 3); es decir que esta relación se expresa en diferentes momentos, cada uno con su dinámica, pero integrados en lo que conocemos como autoridad democrática: la relación entre ciudadanos y representantes elegidos, entre la legislatura y la administración gubernamental, dentro de la administración, y entre ésta y los ciudadanos. Estos son los vasos comunicantes que forman los elementos de una relación gobierno-ciudadanos.

Por ello, construir confianza entre ciudadanos y gobiernos requiere de un profundo compromiso para mejorar los servicios y las actitudes de los servidores públicos. Pero éste es solo un paso entre varios otros. La administración pública también es una autoridad legítima, cuyo mandato busca (no siempre con éxito) cumplir y hacer cumplir reglas de equidad o de igualdad de oportunidades, lo que hace que el complejo y engorroso mecanismo para hacer cumplir tales reglas aparezca ante algunos actores sociales como un proceso lento o arbitrario (Kaufman, p. 7). No hay una receta para resolver esta contradicción, pero sí hay pistas de los caminos a seguir: transparencia, mérito profesional, rendición de cuentas, innovación para el desempeño, entre otras. Las preguntas claves que cualquier país debe responderse para tener éxito en estas reformas parecen ser: ¿qué tipo de administración pública y de gobierno queremos para qué tipo de sociedad y en qué dinámica política? Entonces podremos contestar: ¿qué tipos de administradores queremos, qué tan responsables de las reglas o innovadores o emprendedores o competitivos deseamos que sean? ¿Qué tan dispuestos y preparados estamos, como sociedad, para asumir el riesgo en la toma de decisiones públicas, qué soportes les damos a nuestros administradores públicos para ser innovadores y tomar riesgos, en qué valores se insertan institucionalmente?

Si el aparato administrativo es un complejo multifacético de personas en puestos de autoridad que resuelven problemas, que a la vez vigilan y aplican ciertas reglas, también es cierto que los ciudadanos son multifacéticos: desde ciudadanos con conciencia cívica (sujetos políticos) hasta clientes y consumidores interesados, que esperan diferentes cosas y diferentes resultados en diferentes contextos (Olsen, p. 18). La confianza es una calle de doble vía y su reconstrucción y constante mantenimiento requiere de inteligencia y sagacidad para aplicar los instrumentos a mano, con una clara conciencia de la heterogeneidad y pluralidad del proceso y una explícita definición de hacia dónde llevarlo.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 210, Julio - Agosto 2007, ISSN: 0251-3552


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